viernes, 26 de junio de 2020

Heroina, terremoto 1970

Luz Trinidad Romero Milla
Mi madre.

Luego de haber almorzado, prestos,  mis hermanos partieron a derroteros ignorados. Por otra parte, yo, me quedé con el fin de ayudar a mi madre en los quehaceres de la casa. Culminado mi turno de la faena dominguera, me animé a salir, como cualquier infante retozón, a las inmediaciones de la entrada de la morada. A mi madre la dejé sola cuando,  afanosa, alistaba los ingredientes con el propósito de elaborar, como ella lo sabía hacer, de manera experta, el exquisito manjar blanco más los inigualables caramelos de leche. Manjares que si no lo guardaba bajo siete llaves en la duradera vitrina, ubicado al costado del escueto e intachable comedor, desaparecía en menos de una semana. 

Los domingos, era el día en que mi madre desdoblaba las manos y los brazos en cinco pares. Realizaba inagotables labores del hogar. Cómo una hormiga laboriosa; sin reposar ni un solo minuto, ya se hallaba enfrente de las tinas con el fin de lavar el cúmulo de ropa. En otro momento pedaleaba, veloz, la máquina de coser, zurciendo los pantalones y otras prendas de vestir. De cara a la mesa, planchaba la ropa almidonada. Frente al primus y sobre él, el tiesto, tostaba el aromático café, más tarde con la ayuda de nosotros, los hijos, molíamos con fuerza pueril en el diminuto molino de mesa. En un santiamén, ya se hallaba enfrente de la olorosa rosaleda, la querencia especial y única que tenía por estas pulcras floras, arduo de explicar. Con esmerada atención, podaba y bañaba las policromas rosas. Por último, con cariño, alimentaba a los cuyes, los conejos, regaba el exiguo huerto y nosotros le ayudábamos en la medida de nuestras capacidades.    

En el frescor de la tarde callada, el manso viento llegaba al callejón, la entrada de mi casa, que susurraba al oído, rozaba el terroso rostro infantil de mis 8 años de edad y 6 de Roberto, mi amigo y vecino de infancia. De vez en vez, la brisa serena trasladaba decenas, centenas…millares de voces bullangueras del inolvidable y legendario estadio de Jircán que aterrizaba al plácido angostillo; donde apasionados, retozábamos cándidamente al futbol sin tribulación alguna con la pelota de jebe color rojo y escurridizo, logrando oír la eufórica celebración de una y otra bulliciosa barra, acaso del equipo de su preferencia, que tal vez encajaban el gol en la portería contraria, quizás el empate o del triunfo definitivo.

La singular callejuela, rara vez estaba en silencio. En este recinto, tanto de día como de noche, la diversión era inacabable debido a los alternados y amenos juegos infantiles con la condescendiente y virtuosa amistad, de aquel entonces, con el vecindario de la calle Tarapacá. Cuando las agujas del reloj marcaban unos minutos más de las 3 de la tarde, el estrecho callejón, era testigo mudo de nuestro recoleto y despepitado fragor. Aún sin que alguien nos viera, con inusual ahínco, vitoreábamos el gol en la antípoda de la inmaterial portería, hecho de dos menudas piedras traído desde el frío recodo de la aledaña calle ceñida. Cada vez que recogía el balón de la arteria empedrada, como nunca, por extensos minutos, se encontraba vacía y en absoluta afonía. De la alta pared de adobe que rodeaba al afable angostillo, el eco respondía sonoro a la voz chillona por cada gol convertido.  

Luz, Heraclides y Maria.
Hermanas

En nuestra corta edad, no teníamos una lúcida noción sobre los fenómenos naturales que se manifiestan de golpe, sin avisar, sean estos en la forma de avalanchas, sismos, maremotos, huracanes, que, con su súbito e iracundo paso arrasa viviendas, calles, puentes, carreteras, avivando el desborde de los mares y ríos, de este modo, va cobrando incontables víctimas. Como consecuencia de todo ello, causa desesperanza, angustia, pavor y desconcierto total a las personas que alcanzan sobrevivir de estas horrendas anomalías de la Madre Tierra. En esta acogedora y angosta callejuela, percibiríamos por primera vez, el estremecimiento que nos infundió hasta lo más recóndito de nuestro ser, causado por  el fuerte terremoto del 31 de mayo de 1970. Todo esto sucedió en aquella tarde fatídica, quedando pasmados y desconcertados sin lograr percibir el peligro que nos acechaba.   

Nuestro acalorado encuentro de futbol de pronto se vio interrumpido cuando me disponía a ir al fondo del callejón, junto al viejo zaguán de mi casa, con el propósito de recoger la pelota, de repente, percibí de manera simultánea un desconocido y aterrador ruido. La superficie de la tierra comenzó a ondearse como olas del mar. Todo parecía dar vuelta a mi rededor. Del zaguán, que me daba la impresión de derribarse sobre mí, advertía de cómo se desplomaban las pesadas tejas, cuarteándose con estridentes resonancias sobre el pétreo suelo. Con la premura de un infante sobresaltado, torne la mirada, vi a Roberto con los ojitos de espanto que miraba hacia arriba, petrificado, impresionado e ingenuo protegiendo su cabecita con sus tenues brazos erguidos en lo alto, como queriendo defenderse del constante bamboleo de la alta pared de adobe que amenazaba con sepultarnos. 

Mientras el suelo seguía oscilando mortalmente, nosotros sin saber que hacer frente a este dramático acontecimiento, de improviso, apareció la figura delgada de don Panchito (Francisco Alva) el enfermero del Centro de Salud de Chiquian, hombre de conducta intachable, atento, jovial y respetuoso, al vernos atrapados en el angostillo, desde el centro de la calle, realizando gestos de llamada con su macilenta mano y frunciendo el entrecejo, nos demandaba a salir de aquel lugar, con voz estentórea, nos decía: 

—¡Corran! ¡Corran! ¡Rápido! ¡Salgan de ahí! ¡Corran! —Mas, Roberto, que seguía ensimismado, viendo la pared que se mecía, no escuchaba la llamada suplicante ni se percataba de la milagrosa presencia de don Panchito, entonces, tuve que empujarle, recobrando los sentidos, nos pusimos a correr. Llegando a su lado, nos cobijó bajo sus generosos brazos y al instante cargó a Roberto y a mí, me jalaba de la mano. Con paso ligero, casi corriendo, nos llevó hasta la intersección de la calle Tarapacá y Simón Bolívar. En ese corto tramo, pude escuchar que los muros de adobe crujían con dolor y veía con pavor en el instante que se agrietaban, surgiendo después, una condensada e incolora polvareda que se elevaba a paso de tortuga por el magro espacio, ensombreciendo la angosta y pastoril calle.   

Con mi madre,
En uno de los paseos sabatinos.

Corrían los segundos y la tierra continuaba temblando y temblando infundiéndonos un atroz y singular espanto. Desde el centro de la calle bifurcada y al costado de don Panchito, que nos tenía atado y apretado con su protectora mano, espeluznados, presenciábamos como la muralla del corral, propiedad de don Crisologo Ramírez, se ondeaba en el espacio, de un lado a otro, cómo cometa frágil, hecho de papel, emitiendo inauditas crepitaciones en el momento que se fragmentaba. Al frente, la Casa de dos pisos de don Julián Soto, retumbó a un más violento, resistiendo a desplomarse. La pared  que daba a la calle Tarapacá, padeció una inmensa resquebrajadura manando de sus entrañas una densa polvareda arcillosa que se elevaba con languidez como fumarada negra de las chimeneas de un colosal barco navegando sobre el ondeante mar. Las decenas de tejas del alero, se desprendían presurosos como hojas marchitas de un árbol en estación de otoño, para ir a sucumbir en la vereda y la calle empedrada. 

Al percibir el horripilante panorama de las casas campestres, las calles angostas, la angustia aumentó cuando en un santiamén, luego de unos segundos, que parecían no tener fin de aquella fatídica tarde, se oscureció por completo. Cuándo terminó de palpitar la tierra herida, nuestro bienhechor, don Panchito, colocándose de cuclillas, mirando nuestro rostro desencajado por el susto, nos recomendó volver a nuestra casa teniendo cuidado con las tejas que seguían desplomándose. Temerosos, regresamos adoptando sus advertencias y él, preocupado, presuroso marchó trayecto a Santa Cruz donde residía con su familia.

Atravesando el viejo y quejumbroso zaguán, advertí la figura de mi madre en la acera del frente. Recuerdo muy bien pero me es difícil describirlo en el estado en que se hallaba. Absorta, con la mirada hundida en la apretada vereda, con pasos ligeros y agitados caminaba ora aquí ora allá mientras proseguían desmoronándose las postreras tejas del alero de la casa. En aquel momento, clamé con voz gemebunda: 

—¡Mamá-a-a-a! ¡Mama-a-a-a! —Al oírme, cesó su estado de shock y presto encaramó su cerviz, al verme patitieso en el centro del patio, con audacia y sin tomar en cuenta el inminente peligro que acechaba el tejado, corriendo vino hacia mí, angustiada, declinó sus trémulas rodillas sobre la superficie empedrada y me abrazó…

Hasta ahora no olvido aquel protector abrazo, profundo, intenso y tierno… no sé cuánto tiempo duró aquel complaciente abrazo maternal. 

De momento, un tanto desahogada y serena pero preocupada a la vez, me preguntó por el paradero de mis hermanos mayores, Erich y Perching. Con ardorosas lágrimas que nublaban mis ojos, encogiendo y meneando la cabeza sobre mí afligido y parco pecho, con voz palpitante y agarrotada, respondí:

—No sé, mamá 

Con inefable ternura, limpiaba las lágrimas que anegaba mi lívido rostro. Se incorporó y me llevó a un lugar seguro esperando que terminara este aciago episodio que causaba pavor y dolor. No tengo idea de cuánto tiempo estuvimos disuadidos por la ansiedad, hostigados por este alarmante acaecimiento.

De repente, con brusquedad y de modo exasperado e impetuoso, repiqueteaban el añejo zaguán. Tan violento eran los golpes que se desplegó pesadamente. Mi madre, que laboraba en la oficina de Correos y Telecomunicaciones, aun azorada, sin desprenderse de mi lado y aferrando mi rolliza mano, abandonó el temporal refugio para indagar quién o quiénes tocaban la puerta tan fuerte y con escándalo. Para mi asombro, que después llegué a saberlo, eran las autoridades del pueblo. Con el rostro aun palidecido, se hallaban delante y detrás del zaguán, cobijados bajo el férreo techo. Uno de ellos, habló con voz de imposición:

 —Señora Luz, tenemos que ir a la oficina con el fin de que se comunique con los señores que laboran en los demás distritos, deseamos saber si ha sido afectado o no por el sismo.—Por el tono de voz y el trato hosco que le conferían a mi madre, a pesar de mi escasa edad, me sentí violentado. Ella, mi madre, suspiró hondo y guardó silencio por breves segundos, recobró la serenidad, miró a cada uno de los presentes, con tono de circunspección, replicó: 

—Cómo me exigen que vaya a la oficina en medio de esta desdicha cuando no tengo indicios de donde se encuentran mis dos menores hijos… —luego de una larga pausa, otro rezongó:

—¡Para nosotros es urgente que realice  esas llamadas! —y una tercera persona, que no conseguí descubrirlo, vociferando, añadió:

—¡Señora, es su deber de ir a la dependencia para realizar esas llamadas! —Presionada por aquel conjunto de personas desapacibles, mi madre, asumió la actitud de una persona sensata, como una de aquellas sentencias que leí posteriormente, del instructivo libro Panchatantra que significa cinco reglas de conducta, señala: “Quien en los momentos de miedo y alegría delibera y no procede con precipitación, no tendrá que arrepentirse” en ese sentido, mi madre, simplemente atinó en decirles que la esperen. Sin desprenderse de mi mano, aún con temor de otro movimiento telúrico, fue en busca de las llaves.

Ya caminábamos por el centro de las calles angostas, en el trayecto se sentía leves réplicas del terremoto. Tejas quebrantadas, desprendidos del alero de las casas, se hallaban diseminadas en la estrecha vereda. Mi madre, erguida y serena, marchaba delante de aquel pelotón de personas. Cuando llegamos a la oficina, ubicados en la intersección de la calle Leoncio Prado y el Comercio, se lograba apreciar que la pared de la oficina, de cara a la calle, había tolerado agudas hendiduras, causando cierto aspaviento a las autoridades y  de algunas personas curiosas que se encontraban, ahí, presente. 

Cuando consiguieron abrir la puerta de la entrada, que no sufrió daños de consideración, mi madre, cortésmente les invitó a pasar, el uno al otro, se ven el rostro de cobardes,  timoratos y vacilantes, se negaron. En mi memoria resucita otra sentencia que a la letra dice: “Cuando acaece una desgracia, el solo nombre de amistad es un consuelo para todos los mortales; no hay otra cosa mejor que un amigo”  Mi madre se portó como tal, como una gran amiga de los pobladores. Aun a costa de su integridad física, asumió, con estoicismo, su responsabilidad. Más ella, no estaba de acuerdo que la acompañara. Me quedé…

Sola y gallarda, empezó a remontar los traqueteantes peldaños de madera, incrustado entre 2 muros, plañidero y resquebrajado. La espera fue intensa. Luego de impaciente y  largos minutos, salvando la languidecida puerta de la entrada, surgió su digna figura, para mí, su hijo, de una heroína. Acercándose a las pávidas autoridades, quienes se rehusaron de acompañar a mi madre a aquella oficina rasgada, que la esperaban en medio de la calle con la esperanza de una buena noticia, les informaba con voz firme y valerosa que las líneas estaban interrumpidas y no era posible la comunicación con los distritos. 

Sobrecogidos en medio del sombrío atardecer, por las ceñidas y laceradas calles el alarmado gentío que indagaban el paradero de sus familiares, con mi madre, con el rostro todavía apesadumbrado, volvíamos a casa.  Una semana después la familia sufriría otra desgracia, Mi tía abuela, Faustina Romero, mujer bajita de carácter irascible, repentino, falleció de un ataque al corazón.

El Pichuychanca.  

Lima, 25 de mayo 2020    


3 comentarios:

  1. Huguito, que bonito relato; me trasladaste por un momento a tu añorado Chiquian y pude de alguna forma conocer a tu viejita y vivir la angustia del terremoto del 70. Me alegro que con tus letras y tus recuerdos puedes mantener a tu viejita en vida y te exhorto para que sigas imprimiendo en letras, palabras, oraciones y frases las memorias de tu "chiquititud" para que el olvido no las enpolve... Ahora, el Biznieto de tu mamá: Joaquín, ya sabe leer, y será el quien leerá tu relato a su pequeño hermano Matías, y de este modo eternizar el recuerdo de su bisabuela Luz.

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  2. Hugo Vilchez Romero, amigo de ayer, hoy y siempre, felicitaciones x la excelente narración de aquella época de nuestra inocente niñez. Al leer aquel testimonio de nuestra vivencia se me proyectó en la mente una película como si lo estuviera viviendo, no pude contener las lágrimas x el emotivo momento que vivimos, iniciamos una tarde llena de emociones x el juego al fútbol con nuestra pelota de jebe en aquel callejón ubicado en nuestro añorado barrio de Jr. TARAPACÁ, mudo testigo de nuestras vivencias, pero esa alegría de un momento a otro se convirtió en un terror x el terremoto. Como no recordar a nuestro Ángel protector y salvador, mi tío Francisco Alva Palacios, cariñosamente llamado el tío Panchito, gracias a él ahora somos testigos vivientes de aquel desastre natural. Así mismo como no recordar a tu Madrecita Luz Romero Milla, una dama a carta cacval muy noble y generosa, gran amiga de mi adorada Madrecita Josefina Aldave Montoro. Ese acontecimiento quedó marcado en cada uno de nosotros de x vida. Un abrazo de corazón, cuídate.

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  3. Gracias por compartirnos su experiencia don Hugo, la lectura es muy entretenida; me imaginé cada momento como si estuviera allí. Este trabajo merece una entrevista.

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