En el frescor de la tarde callada, el manso viento susurraba a los oídos y rozaba el terroso rostro infantil de nuestros 8 y 6 años de edad. Yo, me hallaba con Roberto,, mi amigo y vecino, en el callejón, la entrada de mi casa. De un intervalo a otro, el viento sereno trasladaba centenares…millares de voces bullangueras del anacrónico y legendario estadio de Jircán hasta el plácido angostillo donde nosotros, apasionados, retozábamos cándidamente al futbol sin tribulación alguna con la pelota de jebe color rojo y escurridizo, lograbamos oír la eufórica celebración de una y otra bulliciosa barra, acaso del equipo de su preferencia, que iban encajando el gol en la portería contraria, quizás el empate o del triunfo definitivo,
La singular callejuela, rara vez estaba en silencio. En este recinto, tanto de día como de noche, era inacabable nuestra diversión debido a nuestros alternados y amenos juegos infantiles con la condescendiente y virtuosa amistad, de aquel entonces, con el vecindario de la calle Tarapacá. Cuando las agujas del reloj marcaban unos minutos más de las 3 de la tarde, el estrecho callejón, era testigo mudo de nuestro recoleto y despepitado fragor. Aún sin que alguien nos viera, con inusual ahínco, vitoreábamos el gol en la antípoda de nuestra inmaterial portería, hecho de dos menudas piedras traído desde el frío recodo de la aledaña calle ceñida. Cada vez que recogía el balón de la arteria empedrada, ésta, como nunca, por extensos minutos, se encontraba vacía y en absoluta afonía. De las alturas y las altas paredes de adobe que rodeaba al afable angostillo, el eco respondía sonoro a nuestras voces chillonas por cada gol convertido.
En nuestra corta edad, no teníamos una noción lucida sobre los fenómenos naturales que se manifiestan de golpe, sin avisar, sean estos en la forma de avalanchas, sismos, maremotos, huracanes, que, con su súbito e iracundo paso arrasa viviendas, calles, puentes, carreteras, avivando el desborde de los mares y ríos, de este modo, va cobrando incontables víctimas. Como consecuencia de todo ello, causa desesperanza, angustia, pavor y desconcierto total a las personas que alcanzan sobrevivir de estas horrendas anomalías de la Madre Tierra. En esta acogedora y angosta callejuela, percibiríamos por primera vez, el estremecimiento que nos infundió hasta lo más recóndito de nuestro ser, causado por el fuerte terremoto del 31 de mayo de 1970. Todo esto nos sucedió en aquella tarde fatídica, quedando pasmados y desconcertados sin lograr percibir el peligro que nos acechaba.
Nuestro acalorado encuentro de futbol, de pronto, se vio interrumpido en el instante que me disponía a dirigirme al fondo del callejón, junto al viejo zaguán de mi casa, para recoger la pelota roja y resbaladiza. Percibiendo, de manera simultánea, el desconocido y aterrador ruido, la superficie de la tierra, comenzó a ondearse como las olas del mar. Todo parecía dar vuelta a mi rededor y del zaguán, que me daba la impresión de derribarse sobre mí, se desplomaban las pesadas tejas, cuarteándose con estridentes resonancias sobre el pétreo suelo. Con la premura de un infante sobresaltado, torne la mirada, viendo a Roberto, con ojitos de espanto, mirando hacia arriba, petrificado e impresionado, protegiendo su cabecita, con ingenuidad, con sus tenues brazos erguidos en lo alto, como queriendo defenderse del constante bamboleo de la alta pared de adobe que amenazaba con sepultarnos. .
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Con sus hermanas Heraclides y Maria. Colegio Guadalupe. |
Mientras el suelo seguía oscilando mortalmente y nosotros sin saber que hacer frente a este dramático acontecimiento, de improviso, apareció la figura delgada de don Panchito (Francisco Alva) el enfermero del Centro de Salud de Chiquian, hombre de conducta intachable, atento, jovial y respetuoso, al vernos atrapados en el angostillo, desde el centro de la calle, realizando gestos de llamada con su macilenta mano y frunciendo el entrecejo, nos demandaba a salir con prontitud de aquel lugar, y con voz estentórea, nos decía: ---¡Corran! ¡Corran! ¡Rápido! ¡Salgan de ahí! ¡Corran! ---Mas, Roberto, que seguía ensimismado, viendo la pared que se mecía, no escuchaba la llamada suplicante ni se percataba de la milagrosa presencia de don Panchito, entonces, tuve que empujarle, recobrando sus sentidos, nos pusimos a correr. Llegando a su lado, nos cobijó bajo sus generosos brazos y al instante cargó a Roberto y a mí, me jalaba de la mano. Con paso ligero, casi corriendo, nos llevó hasta la intersección de las calles Tarapacá y Simón Bolívar. En ese corto tramo, pude escuchar que los muros de adobe crujían con dolor y veía con pavor en el instante que se agrietaban, surgiendo después, una condensada e incolora polvareda que se elevaba a paso de tortuga por el magro espacio, ensombreciendo la angosta y pastoril calle.
Corrían los segundos y la tierra continuaba temblando, causándonos un atroz y singular espanto. Desde el centro de aquellas calles bifurcadas y al costado de don Panchito, que nos tenía atado y apretado con su protectora mano, espeluznados, presenciábamos como la muralla del corral, propiedad de don Crisologo Ramírez, se balanceaba cómo frágil cometa de papel en el aire, de un lado a otro, emitiendo inauditas crepitaciones en el momento que se fragmentaba. Al frente, la Casa de dos pisos de don Julián Soto, retumbó a un más violento, resistiendo a desplomarse, la pared que daba a la calle Tarapacá, padeció una inmensa resquebrajadura manando de sus entrañas una densa polvareda arcillosa que se elevaba con languidez como fumarada negra de las chimeneas de un colosal barco navegando sobre el ondeante mar y las decenas de tejas del alero, se desprendían presurosos como hojas marchitadas de un árbol en estación de otoño, para ir a sucumbir en la vereda y la calle empedrada.
Percibiend el horripilante panorama de la naturaleza, nuestra angustia aumentó cuando de un santiamén, luego de unos segundos, que parecían no tener fin, la fatídica tarde y las angostas calles se oscurecieron por completo. Cuándo terminó de palpitar la tierra herida, nuestro bienhechor, don Panchito, colocándose de cuclillas, mirando nuestro rostro desencajado por el susto, nos recomendó volver a nuestras casas teniendo cuidado con las tejas que seguían desplomándose. Temerosos, regresamos adoptando sus advertencias y él, preocupado, presuroso marchó trayecto a Santa Cruz donde residía con su familia.
Atravesando el viejo y quejumbroso zaguán, advertí la figura de mi madre que estaba en la acera del frente. Recuerdo muy bien pero me es difícil describirlo en el estado en que se hallaba. Absorta, con la mirada hundida en la apretada vereda, con pasos ligeros y agitados caminaba ora aquí ora allá mientras proseguían desmoronándose las postreras tejas del alero de la casa. En aquel momento, clamé con voz gemebunda:
---¡Mamá-a-a-a! ¡Mama-a-a-a! ---Al oírme, cesó su estado de shock y presto encaramó su cerviz, al verme patitieso en el centro del patio, con audacia y sin tomar en cuenta el inminente peligro que acechaba el tejado, corriendo vino hacia mí, angustiada, declinó sus trémulas rodillas sobre la superficie empedrada y me abrazó…
Hasta ahora no olvido aquel protector abrazo, profundo, intenso y tierno… no sé cuánto tiempo duró aquel complaciente abrazo maternal.
De momento, un tanto desahogada y serena pero preocupada a la vez, me preguntó por el paradero de mis hermanos mayores, Erich y Perching. Con ardorosas lágrimas que nublaban mis ojos, encogiendo y meneando la cabeza sobre mí afligido y parco pecho, con voz palpitante y agarrotado, respondí:
---No sé, mamá
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Con mi madre. |
Con inefable ternura, limpiaba las lágrimas que anegaba mi lívido rostro. Se incorporó y me llevó a un lugar seguro esperando que terminara este aciago episodio que causaba pavor y dolor. No tengo idea de cuánto tiempo estuvimos disuadidos por la ansiedad, hostigados por este alarmante acaecimiento.De repente, con brusquedad y de modo exasperado e impetuoso, repiqueteaban el añejo zaguán. Tan violento eran los golpes que se desplegó pesadamente. Mi madre, que laboraba en la oficina de Correos y Telecomunicaciones, aun azorada, sin desprenderse de mi lado y aferrando mi rolliza mano, abandonó el temporal refugio para indagar quién o quiénes tocaban tan fuerte y con escandalo la puerta. Para mi asombro, que después llegué a saberlo, eran las autoridades del pueblo. Con los rostros aun palidecidos, se hallaban delante y detrás del zaguán, cobijados bajo el férreo techo. Uno de ellos, habló con voz de imposición:
---Señora Luz, tenemos que ir a la oficina para que se comunique con los señores que laboran en los demás distritos, deseamos saber si han sido afectados o no por el sismo. ---Por el tono de voz y el trato hosco que le conferían a mi madre, a pesar de mi escasa edad, me sentí violentado. Ella, mi madre, suspiró hondo y guardó silencio por breves segundos, recobró la serenidad y mirando a cada uno de los presentes, con un tono de circunspección, replicó:
---Cómo me exigen que vaya a la oficina en medio de esta desdicha cuando no tengo indicios de donde se encuentran mis dos menores hijos… ---luego de una larga pausa, otro rezongó:
---¡Para nosotros es urgente que realice esas llamadas! ---y una tercera persona, que no conseguí descubrirlo, vociferando, añadió:
---¡Señora, es su deber de ir a la dependencia para realizar esas llamadas! ---Presionada por aquel conjunto de personas desapacibles, mi madre, asumió la actitud de una persona sensata, como una de aquellas sentencias que leí posteriormente, del instructivo libro Panchatantra que significa cinco reglas de conducta, señala: “Quien en los momentos de miedo y alegría delibera y no procede con precipitación, no tendrá que arrepentirse” en ese sentido, mi madre, simplemente atinó en decirles que la esperen. Sin desprenderse de mi mano, aún con temor de otro movimiento telúrico, fue en busca de las llaves.
Caminábamos por el centro de las angostas calles, en el trayecto se sentía leves réplicas del terremoto. Las estrechas veredas se hallaban diseminadas de tejas quebrantadas, desprendidos del alero de las casas. Mi madre, erguida y serena, iba delante de aquel pelotón de personas. Cuando llegamos a la oficina, ubicado entre las calles Leoncio Prado y el Comercio, se lograba apreciar que la pared de la oficina de cara a la calle había tolerado agudas hendiduras, causando cierto aspaviento a las autoridades y de algunas personas curiosas que se encontraban, ahí, presente.
Cuando consiguieron abrir la puerta de la entrada, que no había sufrido daños de consideración, mi madre, cortésmente les invito a pasar, éstos, estupefactos y mirándose la cara, el uno con el otro, timoratos y vacilantes, se negaron. En mi memoria resucita otra sentencia que a la letra dice: “Cuando acaece una desgracia, el solo nombre de amistad es un consuelo para todos los mortales; no hay otra cosa mejor que un amigo” Mi madre se portó como tal, como una gran amiga de los pobladores. Aun a costa de su integridad física, asumió, con estoicismo, su responsabilidad. Más ella, no estaba de acuerdo que la acompañara. Me quedé…
Sola y gallarda, empezó a remontar por aquellos traqueteantes peldaños de madera, incrustados entre dos plañideros muros resquebrajados. La espera fue intensa. Luego de impaciente y prolongados minutos, salvando la languidecida puerta de la entrada, surgió su digna figura, para mí, su hijo, de una heroína. Acercándose a las pávidas autoridades que se hallaban en el medio de la calle, esperando la noticia con expectativa y quienes se rehusaron de acompañar a mi madre a aquella oficina rasgada, les informaba con voz firme y valerosa que las líneas estaban interrumpidas y no era posible la comunicación con los distritos.
Sobrecogidos en medio del sombrío crepúsculo y del alarmado gentío que indagaban por las ceñidas y laceradas calles el paradero de sus familiares, juntos con el rostro todavía apesadumbrado, volvíamos a casa. Una semana después la familia sufriría otra desgracia, Mi tía abuela, Faustina Romero, mujer bajita de carácter irascible, repentino, falleció de un ataque al corazón.
El Pichuychanca.
Lima, 25 de mayo 2020