viernes, 23 de febrero de 2018

Espectros, aparecidos y duendes…



El prodigioso y atractivo pueblo de Chiquian está circunvalado, a cierta distancia, por el nevado de Tucu, uno de los umbrales del rio de Aynin, cuya agua serpenteada y torrentosa recorre por el admirable valle del mismo nombre. Así mismo, por la seductora Cordillera de Huayhuash, despuntando el indomable nevado del Yerupaja, originando hermosas y coloridas lagunas. Está orillado de manantiales, humedales, vertientes y altozanos. De entre sus hondonadas descienden dos arrebatadoras cascadas. Cuando se va despidiendo el crepúsculo con las moribundas luces ambarinas del sol, surge por el horizonte una acorralada luna menguante junto con los primeros diamantes, entoldando y embelleciendo el cielo de la oscura noche.            

Cada cierta noche, con preponderancia los fines de semana, luego de escuchar la liturgia de las siete de la noche celebrado por el anciano cura Tello, hombre a puertas de jubilarse de la orden de los “beatos”, los mocitos, adolescentes y jóvenes, cobijados, en su mayoría, por los abrigadores ponchos, se apelotonaban debajo del techo del octogonal kiosco del zócalo,. Sentándose muy juntos, hombro a hombro, sobre el frio piso, sin saberlo, en posición de yoga, les permitía narrar con cierta facilidad viejos y nutridos relatos, cuentos y leyendas escuchados oralmente de los labios de los parientes más cercanos como los padres o tíos; tal vez, en una sobre mesa, luego de una cena o el almuerzo. En otro momento quizás por el hermano mayor y amigos de éste. Incluso entre los mocitos relataban, a su manera, cuentos que estremecían su microscópico cuerpo mirándose unos a otros con ojitos de pavor.

Escuchando con enorme atención, los relatos de uno de los narradores, con los más finos detalles y énfasis, de una trágica leyenda o de dramáticos cuentos de aparecidos, espectros, ánimas y duendes, en ese instante, las calles comprimidas de luces mortecinas, avivaban sombrías siluetas de variadas formas. La personas, con pasos ligeros, se dirigían a sus domicilios. El pueblo, los angostillos y las periferias quedaban en completo silencio. 

En los callejones, no entraba la luz ni del tamaño de la punta  de una aguja, El viento nocturno recorría de manera misteriosa por las ceñidas y opacas calles, arrastrando todo lo que encontraba a su paso; hojas secas, papeles y demás objetos que parecían animales noctámbulos caminando en busca de comida o, seres inanimados que se deslizaban al ras del suelo. En determinadas arterias se hallaban los charcos de agua cristalina, reflejando imágenes difusas de aquel que pasaba por su lado. En los patios se encontraba la ropa tendida por la madre, en horas de la tarde, éstas, se balanceaban al compás del viento suave y monótono. La luz lánguida de los focos ambarinos, proyectaban sombras indescifrables y brumosas. En los huertos y jardines, los grillos coreaban de tal modo, que se asemejaba a una marcha  fúnebre, los rosales, el manzano y demás plantas, cabeceaban quejándose con imperceptibles e  insondables murmullos.

Luego de haber prestado oídos con escrupulosa concentración, acompañado con los otros cuatro sentidos, las narraciones sobre aquellos seres fantasmales, de los aparecidos de alma en pena, que caminan por las calles oscuras, buscando algún refugio, de los pequeños encantadores y rubicundos hichiculgos que emergían misteriosamente de entre las aguas de la cascada de Usgor, para llevarse a los niños quien sabe a dónde. Todos los presentes se cruzaban con las miradas de angustia y nerviosismo, preguntándose cada uno de ellos “¿ahora como regresamos a nuestras casas?”. 

Poniéndose de pie uno tras otro, desde aquel singular y frio kiosco, divisaban con estupor por el rededor del zócalo que se hallaba vacío y en sepulcral silencio. De las cuatro aristas, solo se asomaba el viento nocturno y hosco incitando susurros tenebrosos “saz-saz-saz” de las copiosas copas de los cuatro longevos árboles. De la pileta se escuchaba el chapoteo lánguido de las gotas de agua que se desplomaban de manera agonizante, tac-tac-tac… sobre la  redonda alberca. 

A pesar de la escasa luz, los intrépidos oyentes de estas estremecedoras  narraciones,  veían uno al otro sus rostros insepultos. Apoderándose aún más, de ellos, el pánico.    

Tres mocitos, de diez y siete, quince y diez años,  con zozobra regresarían a sus casas por las calles pardas y sin vida, para su mala suerte vivían en distintas direcciones.

Resulta fácil de comprender, sobre los acontecimientos que sucederán, sobre el retorno de aquellos jovenzuelos y mocitos rumbo a sus hogares… 

El mozuelo de mayor edad, traía puesto un abrigo color negro, y sobre su cabeza el sombrero del mismo color, de ala  y copa corta. Cauteloso, caminaba por aquellas agónicas calles. Cuando percibía el menor ruido, se detenía con ojos sobresaltados y, con el corazón palpitando con  celeridad, pum-pum-pum, y cerrando los ojos pensaba, “deben ser los espectros”. Esto ocurrió más de una vez… 

Llegando a la entrada principal de su casa, angustiado, con las manos temblorosas, del bolsillo extraía la llave del zaguán. En el instante que abría, la puerta, crujió apesadumbrado y en el momento que franqueaba, vio que del fondo del enlutado patio del lado izquierdo, venían a su encuentro, varios cuerpos flotantes, “¡son los espectros!” caviló para sí mismo. En un santiamén cerró la puerta. En la estrecha vereda de la calle, turbado, apoyó su enjuta espalda contra la puerta, pálido de miedo, pensó: “¡no me puedo quedar aquí, en la calle, con este cruel frio de la noche!”. Desenterrando el pavor, de nuevo decidió  abrir la puerta, ni bien lo traspuso, ¡lo cerró!, y, mirando de frente, ¡exclusivamente de frente! corrió, corrió como un ciervo huyendo de miedo y del peligro que le acecha el tigre, en dirección a la escalera que se hallaba al lado derecho del patio, desesperado y sin miramiento, subía por las gradas. Llegando al último peldaño, de repente, percibió que le quitaban el sombrero, se detuvo por milésimas de segundos, llevó las manos, temblorosas de sobresalto, sobre la cabeza y, efectivamente el sombrero ya no estaba en su lugar, sentía morirse de horror. Reanudó su carrera y entró a su cuarto, prendió la luz alicaída y sin desvestirse se tendió sobre la cama cubriéndose totalmente con las gruesas frazadas. Temblando del espanto, logro conciliar el sueño por largas horas. 

Cuando despertó, progresivamente, sin hacer ruido, abrió la puerta, estiró el cuello y aguaitó, con temor traspaso la puerta, dio dos pasos y, del balcón observaba las camisas tendidas sobre el cordel pendían de los colgadores de ropa, se bamboleaban con languidez causados por la suave brisa de la mañana. Luego direcciono la mirada sobre el piso del patio, para su sorpresa, estaba tendido el sombrero  con la copa apuntando hacia arriba y en dirección a la escalera. Cuando se disponía bajar, observo que el cordón de luz se había desprendido de un lado, y estaba suspendido. Reflexionando, se dijo “¡El que me quito el sombrero anoche, fue este cordón!” y “¡Esos cuerpos flotantes, los espectros, que vi, fueron las camisas tendidas!” “¡Que susto que me pegue,  todo fue una ilusión! 

Contado por Ulises Zúñiga Gamarra

El segundo mocito, de manera discreta y con inquietud, momentos antes se había apartado de aquella asamblea de narraciones mágicas e inexplicables. Acompañaba a una guapa mocita que la pretendía. De modo receloso, ambos caminaban por las despobladas calles. Mientras se desplazaban al domicilio de la mocita, escucharon el canto del malagüero paca-paca, que volaba sobre los tejados rojos vadeando la apretada y lóbrega calle anunciando alguna desgracia. Cuentan, que su llanto, “pacapacapaca” anuncia la muerte de la persona.  Con el cuerpo escarapelado, los ojos turbados, por debajo del poncho de lana, la mocita se aferró de la delgada mano del mocito, sintiéndolo igualmente tembloroso, apoyó su frágil cabeza sobre su hombro. Estimulado por el soplo del viento frío de la noche, sus cabellos negro azabache y rizados ondeaban, arrullando el rostro del mocito. El mocito olvidándose por un instante, de la angustia y  el pavor que le abatía, abrazó a la mocita, besando sus frescos labios carmesí.

Con extremado desasosiego, trajinaban, de modo sutil y cogidos de la mano, por la inclinada y velada calle, sus pies no parecía sentir el suelo empedrado, sus cuerpos lozanos, que pronto se transformarían de impúber a mujer y  hombre, estaban etéreos y  con los rostros lívidos. Llegaron a la casa de la mocita, el susto por lo que les atormentaba en ese momento, no había tiempo para hablar del flamante cariño  que se profesaban, el mocito se despidió con un segundo beso, prolongado.

De pronto, franqueó un ventarrón haciendo crujir las gruesas ramas del viejo árbol de  eucalipto que se hallaba al borde del camino e  inflexible bajo el frio penetrante de la noche. Al poco rato se produjo un  silencio sobrenatural. De una de las casas, del barrio de Jupash, a través de los cristales de la una pequeña ventana, de un candelabro, de la forma de un  tridente, los cirios casi extinguidos, iluminaba flacamente, de repente se apagó y el tragaluz chirrió como si alguien lo cerrara. “Son los murmullos de la noche, los murmullos de los aparecidos”, pensó el mocito, con asombro. Erizándole los moños, su semblante expresaba temor e impotencia. 

Se echó a caminar, casi corriendo, por el declive de la inexpresiva y sibilina calle, A una distancia de una cuadra y media, avistó una silueta. Cada vez que se acercaba, la silueta de la forma de un toro, hacia lo mismo. Cuando se detenía, el toro corpulento retrocedía, se imaginaba que se preparaba para embestir. El aire nocturno y  gemidor hacia un zumbido escalofriante, luego ceso por un momento, el silencio resultaba aún más dramático  Tenia el entrecejo plegado y el rostro consumido y cadavérico como una cera. El mocito asustado, susurro una súplica. 

Sobreponiéndose al miedo, volvió a caminar. Estando cada vez más cerca, la silueta del corpulento toro ya no iba a su encuentro ni retrocedía. Aterrado, detuvo los pasos, algo extraordinario sucedía, de a poco se iba aplanando el enorme espectro. Cuando llegó, con el corazón palpitando, pudo observar aquella sombra, no era más que un largo y ancho charco de agua cristalina en el medio de la calle, llegando a la orilla observó su propia y opaca imagen. De pronto sopló el viento ondeando la mansa agua, deformando su perfil. Al instante y de modo violento, crujió uno de los pesados zaguanes. Una vez más el pavor se apoderaba de él, y se echó a correr y correr, imaginándose que el charco de agua tomaría, de nuevo, la forma de un toro, con esta idea, jadeando y blanco, llegó a su casa.

Contado por Perching Vílchez Romero

Por último, nuestro buen mocito, del que nadie se percató de su presencia, mejor dicho, pasó desapercibido por la mayoría de los adolescentes que más se preocupaban por su propio interés de como volver a sus casas en medio de aquellas lúgubres calles, de cuyos quinqués irradiaban agonizantes luces. En donde reinaba la quietud absoluta e indescifrable. 

Con pasitos contenidos, arrugando sus minúsculos hombros, caminaba solitario, rumbo a su casa. Regresaba con la mirada intensa e inmóvil sobre el suelo empedrado y con el semblante lleno de pavor, pálido como el de un pequeño difunto. No había a quien acudir por ayuda. En ese intervalo, sopló el viento nocturno golpeando su rostro aterido y haciendo bailar su ponchito sobre sus fornidos hombritos. De repente crepitó un ventanal de una de las casas del segundo piso, cerca de la calle transversal. Levantando la mirada, poseído de estupor,  se imaginó observar un objeto blanquecino no identificado que cruzaba  velozmente al ras del suelo de aquella calle. De tanto haber escuchado el cuento de aparecidos y duendes, con temor, pensó que era uno de ellos. 

Sometiendo al miedo, y adquiriendo valor, la única arma para salir de cualquier peligro y de un susto, estando en un lugar libre, es echarse a correr. El mocito empezó a correr, lo más que pudo, en medio de la calle grisácea y tétrica, el ponchito, sin darse cuenta, se extendía como las alas de un murciélago. Llegando a la entrada de su casa, por donde tenía que pasar por un largo y obscuro callejón, temblando de miedo, se detuvo, al darse cuenta que un par de objetos, a una distancia de diez metros, brillaban de manera intermitente desde el viejo y trepidante zaguán, colmado de miedo, conjeturó, que eran los ojos de un duende que le estaba esperando para llevárselo. De pronto se abrió el vetusto zaguán y emergió un resplandor iluminando todo  el aterrador callejón, hasta entonces, en completa oscuridad, gritó con vocecita estentórea:

---¡Mamá-a-a-a el duende me quiere lleva.a.ar! 

Alargando la letra “a” hasta su último aliento, se puso a llorar a lágrima viva. La madre que en ese momento salía a buscarlo, reconoció la voz de su crio y corrió para arrullarlo y cobijarlo bajo  su caluroso abrazo maternal y protegerlo del pánico que le abrumaba. El mocito tomaba de manera fuerte la mano de la madre, traspasaban aquel callejón ayudados con la luz de la linterna. El jardín estaba iluminado por la luz deprimida de la bombilla, escuchó una canción monótona y triste de los grillos, el manzano cabeceaba susurrando con desazón. La madre, acariciando y meciendo su liliputiense cuerpo, trataba de explicarle de lo que había visto eran simplemente luciérnagas que se habían prendido en la puerta y que los duendes no existían, solo eran cuentos. El asustado crio, se durmió en el regazo de la madre. 

Contado por Hugo Vílchez Romero  

El Pichuychanca  

Chiquian 23 de febrero 2018