jueves, 31 de octubre de 2019

Clavel blanco

Clavel blanco


Sin saber lo que ha de acontecer mañana, con placer y esperanza, los solícitos jardineros plenos de candor, en los jardines y parques plantan rosas y flores de coloreados pétalos, frágiles. Florecerán con magnificencia en templada primavera, los selectos huertos y campos esmaltando. Observando con atención la preciosa rosaleda de la entrañable morada, surge en mi memoria dos sucesos del pasado, opuestos del todo, que suponía haber curado con el paso del verdugo tiempo, ironías de mi existencia temporal. Del vergel y los campos odoríficos, las atractivas rosas, flores de hortensia, peonia y anturio, ya se halla, en la forma de buqué, en la tersa y tierna mano de la feliz novia, mi amiga Marisol, en su boda. En aquel instante, en otro lóbrego recinto, y afligido y consternado, abordaba el cadáver insepulto de María, mi novia. Con el pecho temblando, con el cuerpo estremecido, con la mano trepidante, sobre su frio féretro el postrero clavel blanco colocaba. El Pichuychanca Chiquian, calle Tarapacá agosto 2019 

Agradecimiento

Cordillera de Huayhuash

Me siento muy agradecido. Valorando  sus espontáneos saludos hacia mi persona por un año más de existencia y, porque no manifestarlo también, por cierto, la labor franca y desinteresada pero con el recóndito cariño  a la tierra natal de ofrecerles modestamente, en la medida de mis posibilidades; tomas fotográficas, narraciones, cuentos y versos,  reciproco con un fuerte abrazo para cada uno de ustedes y, de igual manera, para todos  aquellos que en este mes de noviembre están de cumpleaños. Muchos parabienes, buena salud y larga vida. Saludos   
El Pichuychnca

viernes, 25 de octubre de 2019

El perturbado


El Impúber Rosalino, inquieto y afable, lograba socializar con los niños de la misma edad, con facilidad. La vida rural en los campos, dotados de sencillez, lejos de las ciudades, junto con los animales domésticos, preservaba en él, su más alta estima y querencia. En cuanto había concluido, con éxito, sus estudios de primaria en su tierra natal XX. los padres preocupados por su porvenir, lo trasladan a la capital de la Provincia, Chiquian. Con el transcurrir del tiempo, se iba adaptando a una nueva forma de vivir, intrínsecamente circunscrito en medio de una multitud de gente extraña. 

Tiempo después. Matinal, en un recodo del pueblo, al fondo de una abandonada y mustia callejuela, se desplomaba los rayos fragosos del sol, hostigando el rostro lívido y los parpados inflados, que protegían los ojos achinados y hundidos de mirada penetrante, de  Rosalino. Este apelativo, de Rosalino, fue asignado por los amigos fraternos de la escuela.

 Para entonces, ya frisaba los dieciséis, diecisiete años de edad. Sentado, arrimando la espalda consumida en la húmeda pared de adobe y la cabeza redonda, cubierta de una gorra con orejuelas, se hallaba inclinado sobre su abatido pecho. El cuello aplanado, arrebujado con una afelpada bufanda negra. De los hombros laxos pendía el inconfundible, pero ajado, poncho marrón, abrigaba su maltrecho torso. Sus delgados brazos y piernas, en donde los viejos zapatos embutidos en el pie, se veían descocidos y sin pasadores, yacían desdoblados de modo relajado sobre la gélida superficie bordeada de nacientes plantas silvestres. En semejante posición, pernoctaba con mansedumbre. Este lugar, brumoso y apartado, era su ocasional refugio, cuando empezó a concebir los incipientes delirios de persecución en cuanto habían culminado sus estudios de secundaria, destacando como un excelente y aplicado alumno. Al despertarse, atónito, examinó los rededores del callejón sin salida, sin recordar cómo había llegado. Alzó los brazos y estirando el cuerpo entero, como un gato, se desperezó. Con el reverso de la aterida mano, froto los ojos aun soñolientos. Se incorporó de manera torpe  y con la mente agitada  retornó a su casa.

En una mañana lluviosa, con atavío apropiado, salió de su vivienda al enterarse que uno de los últimos amigos viajaba en busca de un destino incierto. Presuroso y apenado se dirigía al domicilio del incondicional compañero para despedirse. En su travesía por las calles mojadas y vacías de gente, cada ruido imperceptible, provocado por el ligero viento, le llamaba la atención. Se detenía y observaba, sospechando con absoluta abstracción, el lugar de donde surgían aquellos incomprensibles murmullos. 


Próximo a alcanzar el final de la cuadra y el inicio de la siguiente, escuchó pasos continuos y aligerados, de repente, vio cruzar con inaudita carrera, por aquella calle ahogada, a un fornido mozo de su misma edad, luego, tras de él, a dos personas de aspectos sombríos vestidos de verde con una negra vara en la mano. Curioso, acelero los pasos para saber lo que acontecía. Cuando llegó a la esquina, estiró el cuello, giró su cabeza, y para su asombro, encontró la calle en completo silencio y en ese ínterin, el viento, una vez más, gimió. Rosalino se sintió horrorizado. Con la perlada frente, de lozanos surcos, empapado de un resplandecido sudor frio, se imaginó que podrían venir por él y llevárselo. Estas penosas ideas, día tras día le atormentaban. Momentos después, en la otra acera, surgió un individuo cincuentón que caminaba con solemnidad, ataviado de modo semejante a los perseguidores que atravesaron la calle. Temeroso, sin mirarle la cara, doblo por la esquina, tornando la cabeza, a cada instante, raudo, se alejaba a lugares ignotos. Jamás llegó a la casa del entrañable amigo para despedirse.                    

La diligente y perenne brisa, circunspecta, transita desde las primeras horas de la serena mañana por la difusa e imperturbables calles apretadas. En los bordes, junto a las veredas, las estridentes y deprimidas puertas de madera de las tiendas y las casas, aún permanecen cerradas. Detrás de las pequeñas ventanas de cristales vaporosas, del segundo piso, los focos de lánguida luz, comienzan a fulgurar con timidez . En algunos patios, sonoro, cantan puntual los airosos gallos. En los huertos, los irisados e inmóviles rocíos amanecen sobre los hermosos y fragantes pétalos de las rosas y flores. En la muda penumbra de las calles se distinguen las primeras siluetas humanas, ataviados del poncho, bufanda y sombrero, que trajinan temerosos, quien sabe a dónde, avizorando todo lo que está a su alcance.

El tiempo varía, repentino, de un día a otro. Es 24 de diciembre del año xx. Los campos, el vergel y las calles amanecen rociados debido a la impetuosa y al constante descenso de la llovizna. De los patios y arterias se yergue ligeros efluvios, invisible al ojo humano e impulsado por la brisa, llevan por todas las direcciones, el aroma a tierra acuosa. Las diligentes mujeres, aprovechando el relente del piso del patio, de  las aceras y la calle, comienzan a barrer con esmero. Mientras los hijos duermen, despreocupados., luego de haber asistido a la misa de gallo, por varios días consecutivos, prepara el desayuno.

En el oscuro mercado de abastos y en las surtidas tiendas, ubicados en las preferentes extendidas calles Dos de Mayo y el Comercio, las mujeres casaderas, casadas y viudas, las que más saben de estos menesteres, ya se encuentran, apremiadas, comprando todo lo referente para la noche buena y los juguetes para obsequiar a los inquietos, hijos, sobrinos…y quizás por ahí, una de ellas, con el corazón magnánimo, a algún chiquitín vagabundo que se cruce en su camino. Luego del agitado día, ingresando las primeras horas de la noche, todo queda dispuesto para la cena familiar de media noche. Navidad.


De la torre de la iglesia, la 11,45 de la noche,  las solariegas campanas doblaban y las vibraciones viajan por el espacio llevando las  ondeantes y agudas resonancias, perdurando por varios segundos. A continuación, el bronce más grande, redobló fuerte, acompasado y el sonido que manaba se escuchaba hasta el postrero e impenetrable recodo del pueblo, don-don…fue el segundo aviso de tres repiqueteos para la trascendental celebración de la misa de noche buena. Rosalino se despertó de su hondo sueño, alarmado, fue a la habitación contigua y lo halló vacío. Sus padres no llegaron de su tierra natal xx.

La feligresía se alistaba para acudir a la iglesia. Con tiempo y concentración, en un rincón de la sacristía, el cura Eusebio Velasco, de mediana estatura, cara redonda en cuyos cuencos se posaban sus ojos negros, con exponencial tranquilidad, leía uno de los versículos de la Biblia, alusivo a esta fecha tan importante para el mundo cristiano. Las bancas de la iglesia comenzaban a ser ocupados por los fieles hermanos de Cristo. Entre tanto el sacristán, Simón Paredes, con pasos cortos pero apresurados, iba y venía de la sacristía al altar, llevando entre sus adiposas manos la parafernalia para el prolongado sermón de media noche. Las luces mortecinas de la iglesia reflejaban un tedio insólito. El amplio salón que hasta ese momento reinaba un silencio de soledad, como el silencio en la oscuridad de un cementerio. Detrás de la gruesa y alta columna, surgió de repente una voz ensordecedora que hasta los vidrios de las ventanas vibraron, se escuchó: 

—¡Hijos del diablo! ¡Lárguense de la casa de Dios! —Cuando los feligreses giraron sus miradas de dónde provenía la voz increpante, se toparon con la imagen de Rosalino, con sus desorbitados ojos, semblante desencajado, empalidecido y entre sus temblorosas manos levantaba un grueso garrote amenazando a la concurrencia. El cura y el sacristán sorprendidos y temerosos se acercaron a la puerta de la sacristía y observaron la azarosa e inusitada escena, de inmediato, mandó al sacristán a pedir ayuda a la policía. Entre tanto, Rosalino de costado, se deslizaba, con lentitud, tras las anchas columnas, llegando a la altura del altar y los aterrados fieles, mirando al agresor, de espaldas, paso a paso, en dirección al portón,  seguía vociferando:

-¡Ustedes, miserables pecadores, no merecen estar aquí! Cuando el gentío ya se encontraba en las inmediaciones de la amplia puerta, llegaron los policías, dirigido por el corpulento oficial Humberto Llanos. Luego de coordinar, avivado, con sus subordinados, corrió por el costado, fuera de la iglesia, llegando a la sacristía, con cautela, ingresó al amplio salón. Cuando Rosalino era persuadido a detenerse y bajar el garrote, el oficial, agazapado como un puma tras su presa, se iba acercando por la espalda, logrando sujetarlo por el cuello con sus largos y macizos brazos. Cuando se sintió vencido, soltó el grueso garrote y no opuso resistencia. Lo enmaromaron y lo llevaron a la comisaria. Pasó la noche buena, detenido.  


Días después, Rosalino, caminaba por las calles y las periferias sumergido en deplorables y perturbadores pensamientos. Las personas que lograban reconocerlo a cierta distancia, lejos, evitaban encontrarse con él; presurosos doblan por la esquina o, cuando se hallaban a media cuadra, sin escapatoria, simulando haber olvidado algo, detenían sus pasos y regresaban quien sabe adónde. En los días subsiguientes su conducta era cada vez más violenta. De un momento a otro empezaba a agredir a cuanto transeúnte encontraba en su camino. Por esta actitud, infinidad de veces, pasó frías y turbulentas noches en la comisaria. Autoridades y policías, impotentes de tomar alguna acción para proteger a los pobladores, solo atinaban a comentar, “es un perturbado, inimputable a ser juzgado”.

Desfilaron días, semanas…En sombrío ocaso del sol, escoltado de nieblas, pardas y desgarradas,  flotando por las vertientes, cascadas, quebradas y la cumbre de los cerros, Rosalino, era conducido de la comisaria, donde había pernoctado, a la salida del camino de Cochapata trayecto a los centros poblados de Matara, Cuspon. Los severos policías, cumpliendo su deber y por  orden de las autoridades, lo expulsaron del pueblo.

Eran las tres de la tarde cuando Rosalino, se echó a caminar. Hasta cierto trecho, a menudo, volvía la mirada, tras su menuda espalda. Minutos después los perdió de vista, a  los policías que lo habían desterrado. En su andar solitario por el camino desconocido, empinado y pedregoso, le infundía un hondo temor. Cuando las copiosas copas de los alisos, molles, eucaliptos y las plantas silvestres florecidas en los bordes, siseaban con docilidad, se detenía, alertado. Oteaba arriba, abajo y a los costados, sospechando que alguien merodeaba cerca de él. Al no encontrar a nadie por su rededor, estúpidamente se refugiaba bajo un árbol, se sentaba con las vacilantes piernas encogidas y angustiado escondía la cabeza entre de sus escuálidos hombros y el pecho, blandiendo fuertemente  con sus manos curtidas. 

Tres horas después de su agotadora travesía, llegó a una colina de donde pudo observar escasas luces exánimes que empezaban a centellear y el humo que emergía de las chimeneas de las casas pintorescas, que en breves minutos, desaparecía de su atenta mirada. La fría noche se iba acentuando. Percibiendo una momentánea tranquilidad de su agitada mente, el forastero, descendió a la aldea de Cuspon. Luego de trajinar por las aceras húmedas y de charcos espaciados, sin saber porque, se acercó a una casa de primer piso, en cuyo zaguán, pendía una gruesa aldaba, lo asió y golpeo tres veces tac-tac-tac, le parecía una eternidad, esperando la respuesta. De súbito, la puerta crujió al momento de desplegarse y detrás, surgió un rostro femenino y bondadoso, cándidamente, pregunto con voz afable: 


¿Qué desea? ¿Quién es usted? —Rosalino, pensativo, dudó un segundo y con voz algo quebrantada, respondió

—Estaba yendo a mi pueblo y me gano la noche, por favor, le ruego que me dé auspicio solo por esta noche —La mujer de cara bondadosa, sin sospechar en lo más mínimo de aquel joven perturbado y desterrado, le hizo pasar, primero al patio y, luego de haber ordenado, veloz, el comedor, le llamo desde la puerta invitándole a pasar y tomar asiento junto a la mesa rectangular. Sobre la mesa, posaba un candil cuya amortiguada llama, flameaba quieta, detrás del vidrio con briznas de tiznado, Al fondo, en la umbrosa cocina, las piras vivas del fogón humeante, abrasaba a las  fuliginosas ollas. 

Tolentino Villalobos, de sesenta años, de rostro marcado por canalillos finos en el borde de sus vivaces ojos negros, de mentón cárdeno, pequeño de estatura, de espalda ancha y de buen carácter, marchó rumbo a su chacra para traer el ganado vacuno, donde estuvieron pastando durante todo el día. Cuando arribó a su destino, se quedó pasmado de no encontrar ni uno de ellos. Regresó a su casa pensando “seguro que estarán haciendo perjuicios en otra chacra cercana y ajena, bueno iré tras ellos y de paso recolectaré leña en el camino” Llegando a su casa, agarró una pequeña y poderosa hachuela de singular filo y partió en su pesquisa, alejándose de su pueblo, Ticllos.

En su itinerario, por los caminos recubiertos de ralos fangos, cada cierto tiempo, contenía los pasos cansinos para ver si las nobles vacas estaban; figurándose más allá de su jurisdicción, en las chacras ajenas o extraviadas por una de las diversas bifurcaciones del camino principal, mas estas no daban señales de su presencia. La ansiedad se apoderaba de su ser. Indagando, por aquí, por allá, de pronto se topó con rastros visibles de pezuñas, posiblemente de su ganado. Estas se dirigían al centro poblado de Cuspon. Desafiando la aproximación del ocaso y la oscuridad, marchó detrás de aquellas huellas con la esperanza de que fueran las suyas, sus vacas. Llegando al pueblo cerca de las siete de la noche, lo primero que hizo, sin pensarlo dos veces, determinó en trasladarse ligero y directo al lugar, en donde los animales son depositados por los dueños de las chacras damnificadas. Se asomó a la añosa puerta de maderas entrecruzadas y por una de las aberturas observó, dichoso, a las cinco reces, cada una con sus respectivas crías, rumiando con calma. 

Confiado, como en anteriores oportunidades, con pasos fatigados, se dirigió a la casa de su amiga de muchos años atrás, la señora de cara bondadosa, llamada Benigna. Golpeó la puerta con la maciza aldaba. Benigna al abrir la puerta se encontró con la aplacada imagen de su entrañable amigo y con premura le invito a pasar al comedor. Mientras cruzaban el extendido patio bordeado de perfectas rosas y flores en botón, Tolentino, con voz cansada, le explicaba el motivo de su inopinada visita. 


Rosalino, degustaba con avidez, del plato hondo de porcelana, la sopa caliente de fideos cabello de ángel acompañado de exquisitas papas arenosas que la señora le había preparado con misericordia. Cuando ingresó Benigna, la señora de cara bondadosa, al comedor y tras ella Tolentino, Rosalino, percibió un vago desasosiego,  su endeble cuerpo se le crispó y se le puso como piel de gallina, de ver al visitante con el hacha en la mofletuda mano y sobre su riguroso hombro, la alforja. Luego de presentar al forastero, con amabilidad, le invito a compartir la  modesta cena. Los invitados platicaban sobre el motivo de su estancia en aquel pueblo y el fortuito encuentro en aquella casa, Que más adelante sería un escenario insospechadamente fatal. Benigna, la señora de cara bondadosa, terminó de preparar el cuarto, voluntariosa y con esmero, para albergar a los casuales visitantes.

La magnánima anfitriona, iba delante de los ocasionales huéspedes guiándoles a la habitación donde pernoctarían. Se hallaba al frente de la cocina. Cruzando el patio, entró seguido de Tolentino y de éste,  unos pasos más atrás, Rosalino, que caminaba lerdo y enzarzado con la mirada fija sobre la hachuela que pendía y se mecía  de la mano derecha  de Tolentino. El cuarto que era iluminado, con languidez, por el lamparín ubicado en la pequeña ventana. Benigna, desde la opacidad de la puerta, les indicaba el lugar correspondiente para cada uno de ellos. En el piso apelmazado, en ambos lados del sombrío cuarto, que manaba aromas de rancias maderas, las vigas, y  los carrizos del techo, se hallaban tendidos largos pellejos y sobre ellos los colchones cubierto con frazadas de lana. La bondadosa señora, les brindaba en la medida de sus posibilidades, una sencilla pero adecuada estadía. Se despidió de  ambos con un amable: -¡buenas noches!    

La noche era pesarosa. De la mecha del lamparín surgía un hilo de hollín y la lumbre fulguraba inmóvil. El arcano silencio, se posesionaba paso a paso del cuarto, los rededores de la casa y del mismo pueblo. Aquellos huéspedes estaban exhaustos por la extensa e involuntaria caminata. El destino los había llevado a la misma casa y ahora compartían el mismo aposento. Era tal el amodorramiento, que, luego de haber platicado por breves minutos, Tolentino, cansado y rendido, fue el primero en quedarse dormido. El tiempo ineludible seguía marcando los segundos, los minutos…De la parte posterior de la ventana llegaban imperceptibles murmullos indefinidos. Rosalino, se alarmó. Los murmullos continuaban. Aquellos ruidos no eran más que los pasos de los animales nocturnos que rondaban cerca de la ventana. Entre tanto, en su fuero interno, luchaba frente a su otro yo, su doble personalidad que empezaron a resquebrajar sus pensamientos, sus deliberaciones. Él, Rosalino, se veía perseguido, aporreado, apresado y conducido por seres extraños a lugares apocalípticos que jamás había visto. Abatido e inconsciente, jadeante daba vuelcos sobre el colchón cubriéndose con las frazadas. Tolentino, extenuado, sin escuchar el menor ruido, continuaba dormitando.


Estremecido por sus figuraciones mentales, se sentó en el preciso  momento  en que los rayos alicaídos de la luz del candil hacia centellar, de manera  bizantina, el filo del hacha que estaba al pie de Tolentino que en ese instante se puso de costado para seguir soñando. Rosalino, perdiendo la razón, por completo, semidesnudo, se incorporó y veloz, como un rayo, cogió la hachuela…

La señora de cara bondadosa, Benigna, que dormía tumbada en su cama sin preocupación alguna, en sus sueños escuchó una voz, atronadora y suplicante:

—¡Auxilio-o-o-o! ¡Auxilio-o-o-o! —Rosalino, asaltado por el trastorno mental, su doble y artificioso yo, inconsciente y aturdido; emprendió una violenta acción.  Con la hachuela en la mano, propinó un certero golpe sobre las piernas del indefenso Tolentino, manando, con presión, la sangre caliente salpicando sobre el cuerpo desnudo del agresor. Cuando estaba por ejecutar el segundo hachazo, Benigna, escuchaba la voz debilitada e impotente de su amigo, no era un sueño, era una realidad: 

—¡Me quiere matar! ¡Auxilio-o-o! ¡Auxilio-o-o! —Conmovida y desesperada, corrió al infausto cuarto, temerosa se detuvo, aguzo el oído tras la puerta percibiendo el tercer hachazo, esta vez, hendiendo la cabeza y las manos encallecidas que maquinalmente se protegía de la inmisericorde embestida sin control del perturbado, Rosalino. Tolentino, moribundo, jadeante, respiraba con dificultad. Benigna, espeluznada, corrió por el lóbrego patio,  franqueó el zaguán y la gruesa aldaba trepidó. Angustiada continuaba corriendo por la penumbra y ceñida acera, pidiendo amparo con voz chillona y alborotada, a mandíbula batiente, pregonaba:

—¡Auxilio-o-o-o! ¡Han matado a Tolentino! ¡Auxilio-o-o-o! ¡Auxilio-o-o-o! — Al oír estos gritos desgajados, la gente, curiosas y aun soñolientas,  se acercaban a las puertas, temerosas lo desplegaban a medio abrir y asomándose detrás de ella, solo atinaban a aguaitar. Otros más decididos, salían de sus casas agarrando, con sus ateridas manos, palos, correas y todo lo que hallaban a su paso,  En medio del desconcierto, dieron alcance a Benigna que tenía el semblante cadavérico y  se encontraba en completo estado de zozobra y pánico al extremo de que no lograba expresar, de modo conciso y claro, el aciago acontecimiento.

Entre tanto, Rosalino, fue visto, sin más ni más, trastornado, corriendo a lugares ignotos, por uno de los vecinos que apresurado iba en sentido contrario para enterarse de lo que estaba ocurriendo. Sobresaltado llegó donde estaba reunido la muchedumbre, aun desorientado, dio parte de lo que acababa de ver. Benigna, la Sra. De cara bondadosa, restablecida, contaba  que habían matado a su amigo Tolentino y, el que huía era el agresor. El gentío, enterado de estos hechos macabros, fue tras el asesino para hacerse justicia por sus propias manos. Horas después llegaba la deplorable notica a Chiquian.


El Perturbado, Rosalino, desnudo, había llegado a la cima de una colina, de abrupto acceso para cualquier mortal, más, si ya era cerca de las diez de la noche. Amenazaba con una roca levantado por sus nerviosas manos y sosteniendo sobre su cabeza, presto a lanzarlo de quien se atrevía aproximarse. Abajo, los candiles de luces mortecinas, reflejaban rostros de venganza  del pelotón de enardecidos pobladores. Arriba, en la cumbre de la colina, el viento aullaba y el frio azotaba, la trémula silueta desnuda, caminaba, raudo, de un lugar a otro.              

Cuando la población se hallaba imposibilitada de hacerse justicia por ellos mismos, los miembros de las  fuerzas del orden llegaron con las sirenas apagadas de la camioneta, para no exacerbar más la conmoción que atormentaba a Rosalino. El oficial Humberto LLanos, luego de coordinar con sus compañeros, resuelto, empezó a trepar a tientas por la parte posterior de la colina. Rosalino, dotando extremada atención sobre la agitada gente que le rodeaba, ahí debajo de la colina, fue sorprendido cuando el policía, por la espalda, con potente voz le llamo por su nombre, al tornar veloz la cabeza, reconoció al hercúleo oficial y sin oponer resistencia, impotente, dejó caer la última piedra que sostenía entre sus yertas manos. En el instante que se prosternaba, abrazó las piernas del policía y se echó a llorar a lágrima viva balbuceando que no era él el asesino sino otro el que había matado a Tolentino. Una vez más estaba enmaromado por pesados grilletes. Al enterarse, por los custodios, que el agresor era un hombre que había perdido la razón desde hace tiempo, compasivas personas le proveían piezas de vestir para cubrirse de su total desnudes y con una frazada para abrigarse del inclemente frio de media noche. Del sombrío y silencioso cuarto, levantaron el desmembrado cadáver de Tolentino y lo trasladaban con cuidado para colocarlo sobre la tolva de la camioneta. Rosalino resguardado por los guardias, era conducido desde la colina a la caseta del mismo carro. Retornaban a Chiquian.

El  vehículo conducido por el oficial Humberto LLanos y ocupado por dos custodios, el perturbado Rosalino y el cadáver de Tolentino, se trasladaba con lentitud y en la caseta reinaba una prolongada inquietud. La noche presentaba un aspecto luctuoso, las brumas densas y pardas cubrían de palmo a palmo la serpenteante y angosta carretera. En el trayecto, a una hora de viaje, el carro sufrió un desperfecto mecánico. Uno de los miembros de las fuerzas del orden que era empírico en mecánica, luego de inspeccionar el motor, la dirección, la batería, el radiador y el eje, se vio frustrado de no haber solucionado la posible avería mecánica. A las dos de la mañana, acompañado por su colega, entre tinieblas, sombras y el viento que hacia estremecer sus cuerpos, partieron en busca de un experto mecánico. Mientras tanto, el oficial, pensando que en cualquier momento podía ser agredido por el perturbado Rosalino, por temor y cuidando su integridad física, prefirió permanecer fuera de la camioneta soportando el despiadado frio durante la madrugada. La asistencia mecánica llegó recién a las diez de la mañana.


Los curiosos pobladores de Chiquian, al enterarse que se aproximaba el carro de la policía con sus respetivos pasajeros, poco a poco se aglomeraban a lo largo de la calle Dos de Mayo. Cuando el carro hacia su presencia por la primera cuadra, como si hubieran sido contagiados por el Síndrome de Estocolmo, el gentío solidarizándose con el perturbado Rosalino, lo recibían entre aplausos y vivas  vociferando su nombre como si fuera un héroe. Fue conducido a la comisaria.

Al día siguiente, el fiscal don Juan Norabuena de tez cetrina, estatura mediana y fofa, ataviado de un traje de matiz negro, llegando a la comisaria saludo a los respectivos policías y al alcaide don Eustaquio Garro, de mirada soñolienta, de baja estatura y bonachón. El representante de la Ley, ingresó, pedante, a la sala de audiencias, donde Rosalino, nervioso, ya se hallaba sentado en la primera fila. Frente a frente, la autoridad de la Ley y el acusado, se dio inicio a la manifestación del reo. Con voz áspera, el fiscal preguntó:

—Señor Rosalino, diga y revele, ¿a cuántos ha matado? —El acusado de pie, con indiferente mirada, respondió quedamente:

—No he asesinado a nadie

—¡A nadie! ¡Ayer mataste al señor  Tolentino!

— Si usted lo dice…

—¡Como que lo digo! ¡Los hechos lo demuestran!

—Entonces…usted será el segundo.

Al fiscal, se le partió el alma. Al escuchar esta sentencia, percibió un hondo frio en su cuerpo fofo que hasta los vellos se erigieron. Azorado y preocupado en un santiamén se puso de pie y con voz entre cortada le dijo al bonachón alcaide:

—Don Eustaquio, por favor abra la puerta —Caminando, presuroso y con la mirada fija al piso, abandono la sala y la manifestación del inculpado.

Días después Rosalino era trasladado al Centro de Rehabilitación de Larco Herrera. Para asombro de las autoridades y la población en general, había regresado más rápido de los que lo habían llevado. Luego de unos días, lo trasladaron a Huaraz y jamás se llegó a saber de su paradero. Quedó en un misterio. 

El Pichuychanca

Chiquian, El zócalo, junio 2019        

viernes, 4 de octubre de 2019

Brisa - Alborada.


Brisa - Alborada.


¡Ay! brisa, brisa, como te escabulles, alborotada, ora aquí ora allá. Tú, que viajas ligera, ¿Te puedo pedir un favor? Anda, ve donde mi dulce amada, llévale esta hermosa rosa, recolectado de mi florecido vergel. ¡Ay! brisa, brisa, dile, asimismo, que mi corazón trepida y se desvive de amor por ella. Dile, que estoy aquí, ávido, en este cotidiano y hermoso lugar, aguardando de dicha, para ver junto a ella, abrazados y arrullados, los misterios de la suntuosa alborada. El Pichuychanca Chiquian, Tulpa Japana, 10 de setiembre 2019