viernes, 19 de octubre de 2018

Excursion, señales y momias .



La señal es tan antigua como el hombre mismo. Nos da indicio sobre el tiempo, la hora y los  caminos por donde dirigirse. Cuando en el horizonte, sobre los cerros y nevados, se forman  nubes sombrías, nos señala el pronóstico del tiempo, lloverá. Nuestra propia sombra proyectada por los rayos del sol en su cénit, nos señala que ha llegado el mediodía. El humo de una fogata que se encumbra sobre las copas de los altos árboles o incluso sobre los picos de los cerros y flotando quedo por el inmenso espacio azulado, nos indica varias posibilidades: uno, la ubicación de un pueblo cercano, dos, están trabajando en los campos o, alguien solicita de manera urgente que lo auxilien. Hay señales que son visuales como auditivas, los hay también, sencillas y otras complicadas. En las carreteras hay señales que revelan curvas cerradas, peligro por posible desplome de piedras y,  riesgo por adelantar a otro vehículo. Otros como el celular o el tic-tac de las agujas del reloj despertador cuando llega a la hora programada, comienza atronar o, el canto chillón de un gallo, nos señala que son las primeras horas de un nuevo día. Después de todo, las señalizaciones, son de modo considerable, necesario y urgente, máxime, en los lugares turísticos que se encuentran alejados de los pueblos. En estos tiempos hay señales que son modernas, uno de ellos, el GPS. Pero cuando no hay señales de internet o la batería del celular se agota, nos extraviamos.

***

Luego de presenciar, con expectativa, las elecciones de los nuevos funcionarios para la próxima fiesta patronal de Santa Rosa de Lima Chiquian, ahora, en adelante, denominado: Patrimonio Cultural de la Nación y observar desde una esquina del zócalo,  por un corto tramo, como una dolida muchedumbre de fieles, acompañaban la última procesión de la imagen de la patrona del pueblo, me marché a mi casa.

Es cinco de setiembre. A las seis y media de la mañana, de Quihuyllan, Perching, Adela, Gloria y yo, entusiasmados nos trasladamos rumbo a Huasta, con el fin de  percatarnos y a la vez, reencontrarnos con nuestros antepasados, las momias de Huasta enclavados desde tiempos remotos en las cuevas de un inhabitable altozano. 

A la señora; de rostro delgado y pálido, sus ojos pardos  parecían guardar cierta tristeza que nadie sabía el morivo, el dormido bebé, mecido en su enjuta espalda abrigada de un pañalón por el intenso frío, que nos atendió con amabilidad sirviendo un agradable desayuno típico de la zona, con voz inquisitiva, le pregunté:

-Estamos yendo a conocer las cuevas de las momias, ¿Sabe dónde se encuentran? ---detrás del mostrador, apoltronada sobre una silla tejido con chilligua, respondió con voz grave:

---Saliendo de aquí, a la derecha está la plaza, llegan y doblan a la izquierda. Caminan unas cuadras hasta encontrar la carretera que va a Aquia. Caminando por la carretera hallarán una cruz que está al frente de un muro blanco. En ese muro comienza el camino para ir a las cuevas ---Le dimos las gracias y nos despedimos. Fue la primera señal, pero oral.

Por aquel lugar, por la carretera afirmada, las primeras horas del día, se hallaba en completo silencio. El tiempo transcurre a paso de tortuga, parece no tener fin. Bajo el cielo azulenco,  desnudi de nubes, las aves vuelan gorjeando entre los susurrantes árboles de la quebrada y la parda sombra del cerro misterioso, nos cobija de los primeros rayos del sol.  

En nuestra sofocante marcha, por la carretera llana y cenicienta, no veíamos la citada señal. De pronto, advertíamos a dos mozos, en la lejanía, que se acercaban cabalgando con sus respectivos jamelgos, de color  bayo y blanco, levantando briznas de polvo. Llegando junto a nosotros, preguntamos por aquel muro y la cruz. El joven sentado en el lomo del caballo bayo, giro la cabeza y tendiendo el afilado brazo, con voz chillona nos dijo: ---En aquella ceja hay un muro pequeño, ahí empieza el camino para ir a visitar a las momias ---Agradeciendo su atención, continuamos caminando. En aquellos lugares de vez en cuando nos deteníamos para ver con fascinación los hermosos panoramas. De improviso, una pareja de jóvenes esposos caminaban con paso ligero, daba la impresión que tenían alguna urgencia, en el momento que nos  adelantaban, Adela se acercó y les preguntó: ---Nos estamos dirigiendo a las cuevas donde están las momias, ¿falta mucho para llegar?- El atento esposo, encajando la racuana y la soguilla en el escuálido hombro, desplegando su brazo un tanto flacucho, con miramiento, nos explicó: ---¿Ven aquellos árboles? ---Si, respondimos en coro. Luego continuó, ---Pues bien, ahí, al frente de los árboles, empieza el camino para llegar a las cuevas donde están las momias ---y una vez más, esperando encontrar el ansiado camino, agradecíamos el informe de la pareja que se alejaba conforme lo veíamos venir, caminando con pasos ligeros. 

Mientras tanto, en medio de amenas pláticas, íbamos explorando aquellos nuevos parajes esplendidos, hasta entonces desconocidos para nosotros, al menos para mí. Aun en tiempos de intenso calor, es increíble observar una diversidad de plantas silvestres con llamativas  flores amarillas, moradas y rojas. Percibir distintos aromas arrastrados gracias al viento apacible y fresco. Distraídos y sin advertir del lugar que estábamos indagando, llegamos a la última curva, encontrando una cruz de regular tamaño, la carretera continua con dirección al distrito de Aquia. Este paraje sosegado se torna en un estupendo mirador. De este lugar se puede observar con admiración el atractivo valle de Aynin, el Centro Poblado de Carcas, las faldas llanas de Cuta carcas, Pampan, Obraje y, más allá, de manera imperceptible, la tierra natal, Chiquian, que se halla ubicado sobre una  mágica altiplanicie, empotrado y abrazado de colosales cerros de cumbres heterogéneas. Comprobamos que Las señales de manera oral, jamás son exactas.  

Extraviados. Con paciencia, esperábamos que aparezca alguna persona para que nos informe con exactitud el camino que nos lleve a las cuevas donde se hallaban las momias, asentadas  por cientos de años. De pronto, vimos tras los escasos arboles surgiendo una columna de polvo, tras la última ceja, aparecía un carro de caseta blanca y carrocería gris, se aproximaba. Alzamos nuestras manos, el conductor detuvo el camión. Adela se acercó y le preguntó lo mismo que a las personas anteriores. El chofer de contextura mediana, delgado y de rostro ovalado, de la  cabina del carro, bajó ágilmente, caminó unos metros acercándose a la orilla de la carretera, con amabilidad nos explicó: ---Se han pasado del camino ---señalando el lugar, continuó, ---Caminen hasta esos tres cuatro eucaliptos, van encontrar el muro y la cruz, ahí comienza el trecho para ir a las cuevas.              

Luego de caminar poco más o menos medio kilómetro, para nuestro alivio, por fin,  encontramos el muro, era pequeño no muy visible y la cruz de madera color marrón, se hallaba entre los arbustos al borde de la carretera. Abordamos el camino empinado, cascajo, estrecho y zigzagueante que no tenían fin, bordeado de copiosas plantas rusticas. Las barandas de vetustas maderas, que si bien da cierta confianza, sobre todo a aquellas personas  que sufren de vértigo, fobia a la altura, se encontraban inestables. El camino nos llevaba por el  inclinado derrumbadero del cerro misterioso y, a la sombra de las hierbas selváticas encontramos bifurcaciones, tanto a la derecha como a la izquierda,  nos quedamos desconcertados sin saber qué sendero seguir.  Por unanimidad elegimos la trocha angosta junto al cerro rocoso del lado izquierdo. Perching fue a explorar por aquel camino. Mientras esperábamos su regreso, escuchamos su resonante voz: ---¡Aquí está la cueva! Emocionados emprendimos nuestra marcha de unos treinta metros, sorteando todo tipo de plantas, algunas espinosas, estancadas  entre el cerro y el precipicio del camino.

En la cueva, muda y solitaria, debajo del hosco cerro, en un hoyo semicircular guardaba los huesos de cráneo, fémur y peroné, todos dispersados. Huesos que sobresalían más a la vista. Entre nosotros dialogábamos e inquiríamos que, razones y motivos tenían nuestros antepasados de trasladar a sus parientes y amigos fallecidos a este apartado lugar, teniendo que subir  por estos caminos tan inaccesibles. Científicamente no teníamos una respuesta, se lo dejamos a los antropólogos, arqueólogos e historiadores. Así como también, los profesores y alumnos indaguen y no pequen de ignorancia  de su propia historia tan cerca de ellos.

De aquella cueva, escondido debajo del cerro empinado y de profusas plantas  pedestres, salimos un tanto descorazonados, de no encontrar a las momias en su plenitud conforme lo habíamos visto por las redes sociales, No obstante, Perching se animó a explorar el camino del  lado opuesto, la derecha. Llegó arriba a la ceja empinada y desapareció de nuestras vistas, luego de unos breves minutos de espera, su figura delgada proyectada por los rayos del sol nos decía: ---¡No hay más cuevas ni momias! ---En mi fuero interno me preguntaba: “¿Dónde estarán?” 

***

Llegamos al ordenado y  bien trajeado zócalo de  Huasta. La restaurada Iglesia colonial, los   balcones muy bien conservados, la fachada de las casas pintados de blanco y las calles empedradas, le da un aspecto proverbial de un pueblo tradicional y tentador, es como si el tiempo se hubiera detenido. De pronto viene corriendo un vientecillo que mece a las plantas del zócalo. De una flor, emerge una abeja atiborrada de polen, alborotada circunvala sobre el pétalo,  alza el vuelo y zumbando regresa a su colmena.  

Para nuestra buena fortuna, encontramos al gobernador de aquel pueblo celestial, el profesor Nivardo Jara, amigo nuestro, caminando por el rededor de la plaza. Luego de saludarnos, le confesamos nuestra aventura y a la vez la decepción de no haber encontrado las momias. Para nuestra sorpresa, nos explicó que, las momias se encontraban por encima de donde habíamos estado en aquella sombría cueva. Entonces, para no estar doblemente decepcionados, le expresamos nuestras intenciones de conocer el interior de la Iglesia. Bondadosamente se comprometió de ir al domicilio del sacristán, ubicado a media cuadra del zócalo, para traer la llave. De pronto regresaba con el picaporte de quince centímetros de largo. 

Logramos desplegar  la mediana  y quejumbrosa  puerta de la iglesia. Entramos al brumoso y sosegado salón extendido y rectangular. Nivardo encendió la luz, cuyas bombillas estaban encajadas en más de una decena de arañas que pendían del alto techo  y, frente a nuestros ojos se mostraban cinco hermosos pedestales coloniales, donde posan las imágenes de la tradición católica. Al fondo se hallaba el altar. A un costado, detrás de la pared de dos metros de ancho, se ve un bello lienzo del bautizo del Señor Jesucristo. 

Luego de esta inesperada visita, descendíamos por el camino que, dicho sea de paso, se encuentra en buen estado, rumbo a Pampan.     

Digresión y desinterés.

Por la ausencia de señales visibles, perdimos el tiempo y nos extraviamos, aún más, no llegamos al lugar correcto. Exigimos a las autoridades que tomen interés por las zonas turísticas de toda la Provincia de Bolognesi. ¿Acaso debemos amar a  nuestra tierra tan solo porque colocan más y  más  cemento? Una vez más,  citaré a K Paustovki.

“No solo por eso amamos los lugares natales. Los amamos también porque, aunque no posean riquezas, son hermosas para nosotros. Amo el territorio de Bolognesi porque es bello, aunque su belleza no se rebele de pronto, sino muy despacio, paulatinamente”.

El Pichuychanca.

Huasta 5 de setiembre 2018


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Huasta 5 de setiembre 2018
                 

viernes, 12 de octubre de 2018

Chiquian, desde las cumbres de los cerros. El canal


Amanece. Iniciaba la segunda semana del mes de agosto. Para mi desconcierto, el tiempo otoñal de este mes, me era inusual. Una primorosa y fría llovizna regaba el patio y, en el jardín humedecía a las rosas y los geranios, podados por mí, al día siguiente de haber llegado a la inolvidable tierra natal, Chiquian. Percibía, en el íntimo silencio del patio, efluvios de tierra rociada. El viento frío besaba a las suplicantes manzanas maduras, suspendidas de las abrumadas ramas, acompañadas de escasas hojas languidecidas y violáceas. Las rojas manzanas, parecían pedirme auxilio de los sendos picotazos que le daban los pájaros de pico rugoso, pecho amarillo y el resto de su cuerpo, con alas convincentes, color de tierra mojada. 

Para mi ventura, una vez más, el buen amigo Dante me invitó acompañar a los miembros de la Junta de Regantes que tenían la misión de inspeccionar el Canal de Tucu desde la altura de Huaca Corral hasta la cascada de Umpay Cuta y Putu. Los pormenores de la inspección del Canal, de parte de la Junta de Regantes, por esta vez, no narraré los detalles, pero si la súbita y deslumbradora travesía por aquellos territorios admirables y míticos, aun no conocidos por mí.

Mientras esperábamos a los últimos miembros de la Junta de regantes para emprender el viaje a Huaca Corral. Desde el zócalo, embelesado contemplaba las fragosas cumbres de los enigmáticos cerros y como el viento matinal, arrastraba con lentitud a los oscuros  nubarrones que amenazaban quedarse estáticos. En las vertientes de tono verde y amarillo reinaba la calma.    

De una de las esquinas del zócalo, de repente escuché una voz ronca y ensordecedora:

---¡Suban a los carros!- del cual rompió mi abstracción por aquellos cerros de crestas disímiles. Junto con los miembros de la Junta de Regantes, subí en uno de los tres carros que nos llevaría a nuestro destino, los misteriosos prados de Huaca Corral. De la carretera, observaba, a través de la ventana, como me separaba de las ceñidas calles y las casas de techos rojos que ya no son tan numerosas como algunos años idos. Las edificaciones modernas mancillan su vista panorámica de pueblo serrano y seductor. Recelosas  cortinas de nubes grises, ocultaban a la irreprochable Cordillera de Huayhuash, ¡Impidiéndome ver en su totalidad, su majestuosa belleza! Llegando a la curva de Caranca, desaparece de mis curiosos y contemplativos ojos las postreras calles y casas de mi pueblo afectuoso y la poca visibilidad de los nevados de la inconmovible cordillera. 

Al instante, por la carretera pavimentada, el carro atraviesa por los primeros moderados precipicios y quebradas serpenteantes. En el horizonte, entre los cerros mustios y escabrosos, solitario, se encuentra el solemne nevado de Tucu cuyo pico tiene un declive  muy singular. Al fondo se halla el sosegado y hermoso valle de Aynin por donde recorre el río del mismo nombre, surcando con su agua bulliciosa y ondeante entre las vertientes de Cuta carcas, Pampan, Obraje, la Florida, Quisipata y Coris.

Cuanto más asciende el carro por la carretera zigzagueante, los despeñaderos son más profundos. Por el borde de la carretera, cada cierta distancia, se hallan los aromáticos y altos eucaliptos cuya corteza se va desprendiendo del tallo y de las ramas. Por estos lugares apartados, de Matarrajgra, pasando Conchuyaco, no posee una hermosura imponente más que sus quebradas donde las acequias rumorean y surgen bandadas de aves volando y piando alborotadamente, donde las laderas están pobladas de plantas rusticas, circunvalado por una atmosfera apacible y un aire diáfano. Sin embargo, estos parajes ostentan una gran energía de encanto inenarrable.

Arribamos a nuestro destino final, Huaca Corral. Sobre sus lomas de tierras muníficas, los rayos matutinos del sol se posan sobre las hierbas marchitadas  y por los prados corren los vientos frescos e inmaculados. En el horizonte, las cretas de los nevados se vuelven cual vigorosas copas resplandecientes. Divisando aquellos lugares con solícita curiosidad, de pronto las evocaciones de mi niñez vienen uno tras otro revoloteando mi mente. Uno de esos recuerdos es cuando en mi dichosa infancia acompañaba a mi dulce madre y, en la medida de mis posibilidades colaboraba en la ansiosa y esperada cosecha de papas de cuyas matas aun verdosas, para mi asombro y a la vez de regocijo, surgían del suelo blando,  generoso y fértil, ingentes cantidades de este maravilloso alimento milenario.     

En un recodo de la carretera que atraviesa como olas del mar por estas amplias comarcas, los miembros de la Junta de Regantes, realizaban una asamblea breve e improvisada sobre la inspección del Canal de Tucu. Luego, comenzamos a trepar la falda de Pallca Cuta, en fila india, por una angosta y abandonada trocha topándonos con fangos y  bifurcaciones en la parte central de aquella inquietante e inmensa vertiente. En la medida que avanzábamos, con pasos lentos, seguros y percibiendo las primeras fatigas, sus laderas eran cada vez más empinadas y tortuosas. En mi camino, algunas personas pasaban por mi lado platicando cuyas palabras se los llevaba el viento, escuchaba solo murmullos. Quedándome un tanto rezagado, levanté la cabeza y avizoré  que, para llegar al Canal, aún estaba lejano.

---¡Camina por aquella ceja! ¡Es liviano y llegaras pronto! ---señaló el lugar, alzando su pesado brazo. Me hablaba con voz ronca y pausada, una persona de edad ya avanzada qué estaba descansando bajo la raleada sombra de un arbusto viejo. Presuroso emprendí mi andanza por aquel lugar indicado. Caminé un largo trecho, cuando giré mi cabeza para ver a los miembros de la Junta de Regantes, habían desaparecido. En un santiamén se escarapeló mi cuerpo de mi natural preocupación. Pensaba en ese momento, regresar o seguir mi camino. Entonces, decidí caminar por aquel reservado e incierto sendero bordeado de plantas opacas y desnudas. Luego de andar por un breve tiempo, de entre los alicaídos y medianos matorrales, encontré sentado y concentrado a un mozo de quince años con un celular en la mano, comunicándose quién sabe con quién, desde aquel lugar inexpresivo, desierto y apartado del pueblo. Azorado, se puso de pie al instante, llevando la mano que agarraba el celular a su lozana y circunspecta espalda, me saludó con voz aun infantil: 

---Buenos días… ---Hugo, me llamo Hugo ---le respondí, al notar que aún se hallaba turbado. Estaba arriba, en la ladera, a más de un metro y medio del camino cascajo. 

---¿Qué haces por aquí? ---Inquirí, curioso. ---Cuido mis borregas ---respondió más tranquilo. ¡Qué manera de cuidar las borregas!, cavilé. Luego, con voz amistosa le explique mi presencia por aquel lugar:       

---Estoy acompañando a las personas que han venido a inspeccionar el canal y uno de ellos me recomendó venir por aquí. ---Parado en la ladera del camino y sobrecogido, me explicó:

---Si sigue por esta vía se alejará y se extraviará, mejor corte camino ---me señaló la pequeña concavidad con su airosa mano. ---Por aquí llegará al canal ---Gentilmente le di las gracias, me despedí  y abordé el camino.

Mi cayado. Un palo seco y macizo, recogido en el camino, me auxiliaba  para caminar con más seguridad por terrenos inclinados; cascajo y resbaladizo. Sobrepasando, cuesta arriba, los atajos cubiertos de variados arbustos y de todo tamaño que lanzaban  aromas típicos de los campos vírgenes y desembarazados. Plantas silvestres que se encontraban bajo los rayos indolentes del sol, se resistían a secarse por completo. Luego de circunvalar las laderas de aquella quebrada, en la forma de U, llegué extenuado con síntomas de calambre en mis muslos. Además, también, arrobado al momento de sentarme en la orilla del imperecedero canal y ver como el agua fría y verdeante por los reflejos de las plantas que habían crecido en los bordes, recorría mansamente por su cauce. En mis pensamientos, evoqué y di gracias a todos aquellos hombres legendarios de méritos no reconocidos hasta hoy en día por esta ambicionada y brillante obra.

Nuestra aventura por la orilla de este excepcional canal, comenzaba luego de haber comido nuestro ligero fiambre de exquisitas frutas, Por cierto, el fiambre  me convidó Dante que, por la premura del tiempo, yo me olvidé de traer. Solo me había provisionado de agua y la cámara fotográfica. Arriba, el cielo estaba parcialmente cubierto de  nubes canas,  rizadas y comprimidas. Abajo, en las vastas vertientes, la floresta semidesnuda ululaba, las crecidas plantas, se balancean. De arbusto en arbusto y al ras del suelo bucólico, zumbando vuelan los insectos. 

El canal, en su trayecto se encuentra lugares significativos y muy seductores. Se introduce por sombrías quebradas, encontrándose con riachuelos que vienen rumoreando de los humedales y de los cerros más elevados. Las hojarascas que crecieron en la orilla, envuelve por partes la superficie del agua. El canal franquea por subrepticios túneles e insospechados  precipicios. Al silencio, lo rompen nuestros rudos pasos cuando hacen crujir a las desparramadas hojas secas, desprendidas de las plantas marchitadas, del angosto camino. Caminando por el borde del prolongado canal, si no me equivoco y me podrán tildar de chauvinista, se vuelve un mirador legítimo, mágico y maravilloso. De estas comarcas el panorama es fantástico: Se puede observar con asombro, los nevados de heterogéneas crestas de la Pampa de lampas y el de Tucu. Los prados desahogados y fecundos de Huaca Corral. Los pueblos incrustados debajo de los cerros como el de Aquia, Huasta y Pacllón. El aplacado valle de Aynin y la descomunal Cordillera de Huayhuash. Al contemplar estos majestuosos paisajes, vibra mí alma de emoción inconfesable.

Trajinando por la trocha, al margen del canal, encontré mi primer escollo. El agua circulaba con calma por una mediana quebrada, donde se había construido un muro de cemento de quince metros de alto y no más de treinta centímetros de ancho. Yo observaba con temor, a las personas que caminaban osadamente, un trecho de diez o doce metros de largo, sobre el angosto muro del canal sin ninguna dificultad. Luego, del otro lado; unos sentados, otros parados, expectantes miraban a los demás miembros de la Junta de regantes, como cruzaban aquel muro. Yo, aproximándome y al momento de abordar con el primer paso, sopló el viento furioso, fue cuando percibí que mi cuerpo, de modo  imperceptible, oscilaba. Era mi fobia a la altura. Sin complicarme de esta coyuntura emocional, sin pensarlo dos veces, me acomodé al lado del canal, me despojé de las zapatillas y las medias, me arremangue el buzo-pantalón más arriba de mis aun resistentes rodillas. La querencia por la tierra natal, ya sea por necesidad o no, aumenta cuando con nuestros cinco sentidos se concentran por todo aquello que lo circunscribe. Con los pies desnudos, fascinado ingresé al canal, percibiendo al instante el  contacto con el agua cristalina y helada que hizo zarandear mí cuerpo entero.  

En nuestro desplazamiento por las orillas del canal, el viento silva y arrastra aromas de las plantas silvestres. Cada cierto tramo, las nubes desgreñadas, nos cobijan de los punzantes rayos del sol. Nos encontramos con caminos estrechos que tienen bajadas y subidas entre las quebradas y los precipicios. Es así, que en dos ocasiones más, tuve que deslizarme por el reservado canal cuya agua fría y  purificante llegaba cerca de mis rodillas ateridas. Al otro lado, estaba Dante que había detenido su camino para esperarme. Desde una ceja, con atención, estirando su mano amiga, me señalaba el camino correcto que estaba cubierto de yerbas rusticas aún frescas.

Siete horas atrás, desde el zócalo de Chiquian, avizoraba con aplicación estos cerros de cumbres insondables y desconocidos. Ahora, de este plácido y generoso lugar, con un entorno mágico y silencioso, bajo la mirada. Mis ojos se regodean cuando distingo que mi pueblo  está encajonado en las profundidades de los cerros; con calles angostas, el zócalo con su iglesia moderna y los cuatro históricos y longevos árboles, la plazuela de Quihuyllan, Umapay, hana(1) barrio y ura(2) barrio, el anacrónico estadio de Jircán; lugares por donde caminé y jugué en la etapa de mi infancia y la adolescencia. Avizoro las faldas, colinas y vertientes, donde sobresale el escamado cerro de Capilla Punta que guarda en sus entrañas vestigios de nuestros antepasados. Por un momento hago un alto en mi andanza, realizo una introspección y, luego, me doy cuenta que soy  un diminuto ser viviente de este universo que ha tenido la maravillosa fortuna de haber visto por primera vez la luz en esta bendita tierra rodeado de cascadas, cerros, vertientes y nevados.

La tarde llega. Apenas brilla la cordillera. Desciendo por el camino empinado y cascajo de Tanas, Hullaypampa y Jaracoto. Se acentúa el mágico crepúsculo, los rayos del sol pinta las nubes de matices rosáceas, luego la oscuridad, la noche se reviste de luceros parpadeantes que se tiende sobre todo el pueblo añorado. Llego agotado.        

Jamás es tarde para  volver a la entrañable tierra natal. ¡Oh pueblo mío! He regresado como un hijo pródigo, luego de largos años de ausencia para pedirte indulgencia. Indulgencia por no haberte conocido en su oportunidad, en mi solazada y fugaz adolescencia, en toda tu dimensión de los inconcebibles y maravillosos territorios que guardabas.

Este día ha sido vivificante. Recorriendo vertientes, hondonadas, la cumbre de los cerros y el extenso canal de Tucu, vienen a la medida las siguientes palabras de  K. Paustovski:

“A primera vista, es una tierra tranquila y simple bajo el cielo empañado. Más conforme vas conociéndola, vas queriéndola cada vez más, casi con el dolor en el corazón, esta tierra extraordinaria. Y si surgiera la necesidad de defender al país, yo sabré, allá, en lo más hondo del corazón, que defiendo también este pedazo de tierra, que me ha enseñado  a ver y comprender lo bello, por muy imperceptible que parezca, este meditabundo territorio boscoso, al que se ama con un amor tan inolvidable como el primer amor”.    

El Pichuychanca

Chiquian Tanas 15 de Agosto de 2018

P/d

Hana(1) palabra quechua, significa arriba. Ura(2) transliterado al español significa, abajo.



Aquí más fotos
Huaca Corral. Asamblea Junta de Regantes

Caminando al Canal

Vertiente Pallca Cuta

Caminando rumbo al canal

Canal y Nevado de Tucu

Prados fecundos de Huaca Corral

Nevado de Tucu y las fértiles tierras de Huaca Corral

Desde Huancar, 

Haca Corral

Quebrada


Nevados y el canal de tucu

Canal de Tucu


Restos arqueológicos de Capilla Punta 

Chiquian Tanas 15 de Agosto de 2018

sábado, 6 de octubre de 2018

Sueño

Vista panoramica de Chiquian y la Cordillera de huayhuash

Sueño

Estaba segando el trigo
 en el campo del señor.
  Sintió llorar a su niño
   y corriendo hacia él marchó.
    Le libró de sus pañales,
     le dio el pecho y le besó;
      después, al lado del hijo,
       la madre se adormeció.
        En sueños ve a su hijo esbelto,
         y rico en sueños lo ve;
          con mujer libre casado,
           y él mismo siervo ya no es.
            Y allá en sus tierras alegres,
             siegan él y su mujer,
              y los hijos pequeñitos,
               les traen allí a comer…
                En sueños, sonrió la pobre
                 de alegría y despertó.
                  ¡No era verdad! Tomó al hijo,
                   en silencio lo fajo,
                    miró asustada a los lados
                     y la hoz de nuevo empuñó.

                      Tarás Shevchenko 
                       (Poeta Ucraniano)