miércoles, 26 de mayo de 2021

Poemas musicalizados de Cesar Vallejo

Es un placer escuchar los poemas musicalizados, de uno de los más renombrados poetas de habla hispana, nuestro inmortal Cesar Vallejo, en la voz de diferentes y reconocidos interpretes del acervo popular.

Aqui algunos videos.


El Pichuychanca.

jueves, 20 de mayo de 2021

Testimonio II: Sobrevivientes. Yungay 1970

El sismo, el más monstruoso y destructivo en Perú fue el que sobrevino el funesto día 31 de mayo de 1970 en la Región alto andino de Ancash. El terremoto de 7.9  grados de magnitud que duró 45 segundos, conmovió a cientos de de miles de habitantes. Cómo consecuencia de este violento movimiento telúrico, la ciudad de Huaraz, capital de Ancash y el pueblo de Yungay, serpenteados  de imponentes nevados, fueron los mas afectados dejando un saldo de aproximadamente 70,000 mil muertos, 20,000 desaparecidos y numerosos miles de heridos.

Luego de haberse salvado, con mucha suerte, del brutal terremoto y el espantoso aluvión, evocando los aciagos momentos de su supervivencia, la señora Huinchos viuda de Vergara aun descansando en el sillón, adyacente a la amplia ventana de la habitación del hospital, que por esos azares de la vida estaba internada junto a la cama de mi cuñada, operada, y yo, a su lado, preguntando con moderación y deseando saber los detalles de aquel suceso que tuvo que pasar por esa penosa y agobiante etapa de su vida. Con sus ojos de piadosa mirada, con voz trémula, pero más calmada, continuó con su relato:

“Yo, sentía haber perdido la razón, sin darme cuenta, sobresaltada y enervada, iba caminando, jalada, con mucho vigor, de la mano por mi esposo, sólo escuchaba su voz estremecida que musitaba:

— ¡Vamos!, vamos rápido, por el camino hacia Caraz, a un lugar seguro donde acampar.

Luego de caminar, desesperados y extenuados, por fin, logramos llegar salvos a la zona más elevada, donde se ubicaba la enorme peña de Huachahuay. Ahí, ya se cobijan otros 5 o 6 sobrevivientes, todos ellos con rostros, desconsolados y palidecidos, tiritando por el cruel frío. Desde este sector, distante del pueblo con Neme, mi esposo, mirábamos alrededor nuestro, pensando ver, con esperanza indecible, si aún había alguna vivienda de pie. Nos parecía que despertábamos de una larga pesadilla, toda la zona urbana de Yungay, estaba asolado, bajo los escombros de grandes cúmulos de hielo, rocas de todo tamaño y de una inmensa laguna de lodo.

No había señales de vida de algún sobreviviente más, Yungay, había desaparecido de nuestros ojos para siempre. Percibíamos un sordo silencio inacabable. Era las 3.30 de la tarde, cuando por el firmamento aún se elevaba con indolencia una enorme masa de compacta y pavorosa polvareda, las nubes, inmóviles y umbrías aún más oscurecieron el día. La tarde y el tiempo, parecían haberse adelantado tres horas, daba la impresión que las agujas del reloj  marcaban las seis de la tarde.

El agitado y feroz viento, rugía amenazante y soplaba impetuoso, espoleando e hiriendo nuestros cuerpos, percibiendo el agudo frio más de lo acostumbrado. Nos encontrábamos en total desamparo. A mi niño le abrigaba, con el único cobertor que teníamos a la mano, la chompa de mi esposo, yo, le cobijaba en mi regazo alcanzándole mis pechos para que lactara. Al observar por las cuatro veladas direcciones; este, oeste, norte y sur, juzgábamos estar en un tenebroso desierto. Junto a los demás sobrevivientes, equidistantes de aquella hosca y maligna calamidad, fustigada por los fenómenos de la Madre Naturaleza, aumentó en nosotros, una profunda e inconfesable zozobra.

Luego del devastador aluvión, en medo del penetrante y misterioso silencio, ahí sobre la peña, nos sentíamos abandonados a nuestra suerte. Cuando nuestras afligidas miradas se cruzaban, notábamos rostros insepultos, inconsolables, no era necesario expresar palabra alguna. En ese instante, nos infundía un profundo dolor por la pérdida de nuestros seres queridos,  padres, hermanos, hijos, tíos y amigos. Por la adversidad que vivíamos, nadie se atrevía a moverse de aquel lugar, por temor a las constantes réplicas del terremoto. De rato en rato se oía, quizás del único, el llanto deplorable de mi hijo.

Los segundos parecían minutos y los minutos horas, las horas…fueron una eternidad. A eso de las siete, bajo la enmarañada penumbra de la noche, con pasos cansinos, se aproximaba, una silueta humana, un sobreviviente. El hombre entrado en edad otoñal, era  el encargado de cuidar el colegio, donado para ese entonces por la embajada de México, generoso y solidario, con voz trepidante, nos propuso:

— Señores, marchemos al colegio que está cerca para pernoctar esta noche, como se van a quedar aquí a campo abierto y en tanto frio. —luego de su oportuna invitación, aliviados le dimos las gracias. El magnánimo señor, añadió— Por el momento podemos alimentarnos con el trigor y la leche en polvo, por suerte, no fueron dañados.

En plena oscuridad, descendimos de la peña. Llegando al colegio, el portero nos ubicó en uno de los salones que había resistido al terremoto, el resto no se encontraba en buenas condiciones. Arriesgando nuestra propia integridad física, intentábamos dormir en el helado piso, pero no era posible por las redobladas replicas. Toda la noche pasamos corre aquí, corre allá; entre el colegio y la peña, de la peña al colegio.

Al siguiente día, la mañana amaneció doliente. En el espacio todavía se hallaba la espesa y lóbrega polvareda, inmóvil. Más arriba, nubes pardas imponían a su voluntad un  aspecto desolador del pueblo, y el silencio, profundo y lánguido, nos envolvía de desesperanza. El joven cocinero, que nos había adelantado en nuestra atormentada fuga, huyendo del espantoso aluvión, tomó el trayecto que va hacia Caraz, cruzando el puente de Ancash, logró salvarse. Maltrecho, por la tensión que pasó toda de la noche, regresó a la casa arrasada, indagando por nuestro destino. Aterrado y conmovido, observó el aniquilado pueblo. Sin encontrarnos con vida, pesaroso, regresaba en dirección del colegio.

Mientras uno de los sobrevivientes iba a buscar leña, otros construían un improvisado fogón en la periferia del colegio. Estando yo de espaldas, escuché una voz despepitada:

— ¡Señora-a-a! —veloz torné la mirada y vi la imagen angustiada del cocinero que me había reconocido, ante la presencia de los emocionados sobrevivientes. Mientras corría a mi encuentro con los brazos abiertos  y con voz ahogada, gritaba:

— ¡Señora-a-a! ¡Señora-a-a! ¡Está viva, viva! —llegando a mi lado me abrazó fuerte, muy  fuerte y prolongado, también se abrazó con mi esposo y cargo a mí niño. Sollozando a lágrima viva,  y con voz entrecortada, decía:

--- Verlos vivos, vuelto a vivir.

Amaneció. Observando que las aulas del colegio no estaban en buenas condiciones para seguir pernoctando, en común acuerdo decidimos marchar a un lugar, por así decirlo, invulnerable. Cuando nos disponíamos partir, de repente, vimos que alguien se acercaba, como una hormiga solidaria, trayendo sobre sus enjutos hombros, un pesado colchón de lana, le esperamos con cierto desasosiego. Cuando llegó, se aproximó a mi esposo que estaba a mí lado. Con generosa mirada  y con voz ronca, hablo:

— Señor Vergara, lleve este colchón, su esposa está embarazada, y en las noches, entre ustedes, puedan abrigar a su niño. —aquel hombre magnánimo, era el amigo de mi padre, desaparecido por el aluvión.

Alertados, ya estábamos caminando en hilera, siete u ocho sobrevivientes, indagando un recinto que guarde cierta seguridad para poder acampar. Hombres de buen corazón y solidarios, turnándose de tramo en tramo, cargando sobre sus heterogéneos hombros, nos apoyaban, trasladando el pesado colchón. Luego de unos minutos, ubicamos una chacra recién cosechada, de maíz. Llegando, observamos con atención los rededores de aquel lugar. Se hallaba despojado y silencioso, como nosotros, con las manos casi vacías. Con lo poco que se pudo recuperar, entre ellos; víveres cómo una escasa bolsa de leche en polvo y el trigor, enseres de cocina; ollas pequeñas y algunos cubiertos, todo ello, era propiedad del colegio, ubicado en la periferia de Yungay. Elegimos aquel paraje para alojarnos.

Lo primero que acordamos fue formar las comisiones para realizar, de modo recíproco, el armazón de las chozas. Luego de emparejar el piso con fustes y las manos amoratadas, en el pétreo suelo, empotraban los palos y sobre ellos esparcían las ramas de los árboles de eucalipto, molle, sauce y diversas plantas silvestres, traídos con esfuerzo y afán de lugares distantes. Edificaron con empeño el temporal cobijo. Con las pancas del maíz, para mi alivio y de los demás sobrevivientes, cubrieron todos los agujeros de las cabañas, para evitar que atraviese el agudo frio y el cruel viento de la noche. En un recodo de la chacra, montaron un familiar fogón. Nuestro joven cocinero, ansioso, preparaba la comida. Cuando degustábamos, el gusto era desabrido y mirábamos como reclamándole, él nos devolvía con otra mirada de compasión: “he preparado la comida con los escasos ingredientes que  están al alcance de mi mano”. El hambre agobiaba y en sepulcral  silencio, teníamos que seguir comiendo.

La estática polvareda y las nubes oscuras, tercas y obstinadas, no nos permitían ver el cielo azulenco en toda su dimensión. Descansando a nuestra suerte dentro de nuestras chozas, de repente, a la lejanía, escuchamos el sordo sonido del motor de un avión, veloz, todos salimos de nuestros cobijos, al centro de la chacra. Cada vez que se acercaba y estando a la expectativa, apresurados, unos fueron a recoger las ramas del eucalipto que estaban regados cerca de nuestras chozas, otros, expeditos se despojaron de sus prendas. ,El avión volando raudo sobre nosotros, con desesperación, agitamos las prendas y ramas con nuestras trémulas manos, gritamos a viva y a una sola voz desde lo más recóndito de nuestro ser:

— ¡Aquí! ¡Aquí estamos! ¡Po favor, aquí-i-i! ¡Aquí-i-i!...

El bullicioso ruido del motor, ahogaban nuestras roncas voces que se perdían en el áspero espacio. Los pilotos no alcanzaron a vernos. Al tercer y cuarto día, sobrevolaban aviones arrojando paquetes, que descendían como meteoros, cayendo en los pueblitos y aldeas distantes donde no habían sido afectados por el aluvión o el terremoto. Los Pobladores de otras aldeas comentaban que dichos paquetes se desplomaban…sobre el rio Santa.

La pesarosa tarde, transcurría en  silencio casi absoluto. Por ahí, cerca de las chozas, por los alrededores de la chacra, se percibía el trino melancólico de los pájaros. Nubes oscuras y encrespadas, y el frío se deslizaban paso a paso, aguijoneando al extinguido pueblo y a los sobrevivientes. El ocaso se acentuó aún más, con una lobreguez inaudita. Los grillos, desde sus  inubicables escondrijos, cantaban quejumbrosos, cri-cri-cri. Cuando el cocinero se aproximaba al fogón para encenderlo y calentar la comida que había sobrado del almuerzo, del otro lado de la pirca, advertía quebradizos murmullos y lastimeros gemidos.

Con el cuerpo escarapelado, cauteloso, trepo la pirca circunvalado de tupida yerba silvestre. De pie, desde lo alto, asombrado, pegó  una voz desenfrenada que nos dejó sobrecogidos a los compañeros:

— ¡Vengan! ¡Vengan! —presurosos y turbados, salimos de nuestras cabañas y  al unísono respondimos:

— ¿Qué sucede?

---¡Rápido! ¡Rápido!... vengan —con su recia y aterida mano apuntaba al otro lado y animoso decía:

--- ¡Aquí hay unos niños!, ¡Hay unos niños que están a salvo!, ¡suban, suban!…vamos a auxiliarlos…

El cocinero los había descubierto adormilados tiritando de frio, arrellanados uno junto al otro, hombro a hombro y su liliputiense espalda apostados en la álgida pared de piedra. Sus infantiles rostros estaban untados de polvo, sus ojitos denotaban angustia, susto y no habían comido durante todo el día. Eran los niños que habían asistido al circo Verolina, todos ellos fluctuaban entre los 6 y los 10 años de edad. Luego le  proporcionamos la cena, consumiendo con cierto anhelo y aprieto, llegó la indefectible y umbrosa noche, teniendo que amoldarnos en mí choza para poder dormir… hasta el siguiente día, una vez más, sería algo incierto.

Los víveres se habían agotado y los supervivientes habían aumentado. ¿Qué hacer?  Por las orillas de la abatida zona urbana de Yungay quedaban casas derruidas y abandonadas. Por las cercanías, deambulaban corderos, vacas y aves de corral. Los enseres de cocina no eran suficientes. No teníamos ningún tipo de alimento, ¡ni uno!, aunque sea lo esencial y tampoco los ingredientes necesarios para la comida. Los alegres y rumoreantes riachuelos estaban callados, sus inclinados cursos habían sido obstruidos a consecuencia del violento sismo, por lo tanto, el agua escaseaba. Los niños, sin padres, aún temerosos, tenían hambre, mi niño de a poco se deshidrataba. Era un cuadro desolador, pero…teníamos que sobrevivir…

En medio de este desconcierto y desasosiego estaba a prueba nuestro pudor. Aun en esta coyuntura, guardamos el respeto por las cosas ajenas. Pero comprendimos que en esos momentos de catástrofe teníamos que tomar una decisión. Nuestra moral y ética se sintió trastocado por una carestía dominante; el hambre, la comida y el abrigo.

Entonces, un grupo se dirigió a las casas devastadas,  para hurgar y encontrar los alimentos e ingredientes de primera necesidad, los enseres de cocina, como los menajes respectivos, y otro grupo, a coger las aves de corral para luego degollarlo y, en los siguientes días, los corderos. Un tercer grupo, fue a traer el agua del riachuelo que estaba ubicado a cientos de metros, empozado y turbio, para destilarlo, colocaban pencas al fondo del arroyuelo, y al cabo de largo tiempo, dos tres horas, retornaban, fatigados, con los pequeños recipientes llenos de agua cristalina. No abastecía para el almuerzo, esta operación lo realizaban dos tres veces. Se armó la olla común.

El aplicado cocinero, preparaba el almuerzo con lo que estaba al alcance de su amoratada mano. Cuando me acerqué a la olla, solo vi agua hervida, color terroso, y trozos de carne de gallina. Con el cucharon de palo, vertió unas gotas sobre la cuchara que lo sostenía en mis delgados dedos y cuando lo saboreé, lo percibí sin gusto, estaba insípido, sin sal y sin los respectivos ingredientes. El cocinero, al darse cuenta de mi gesto inconexo, después de probar el caldo, me miró y con voz afligida, expresó:

--- Señora, eso es todo lo que hay.

— ¿Y los niños, lo tomaran?  —le pregunte con mi voz apagada

— ¿Qué podemos hacer?, por el hambre que les agobia, lo tomaran, —me objetó aún más dolorido.

En los siguientes días, nos sentíamos desfallecidos, desmoralizados y atormentados. Por las noches ya no soportábamos el penetrante frío. Los niños lloraban la ausencia de sus padres desaparecidos y de hambre. El desayuno y el lonche consistían sólo de papas sancochadas untadas con mantequilla y agua hervida. Estas provisiones lo encontraron al azar, en una de las casas derruidas. Yo, desde mi choza, que no podía movilizarme por estar embarazada y tener a mi niño enfermo que sufría de una enfermedad neurálgica, observaba, acongojada y llorosa, como una agraciada niña de 8 años, se portaba como una adolecente responsable, a su hermanito de 6 años, siempre le cobijaba con la poca ropa que llevaba puesta. En un rincón de la chacra le ayudaba a hacer sus necesidades fisiológicas. Estos chicos tan agraciados, eran los hijos de los guapos vecinos de mis padres, que también se dedicaban al negocio, fueron adoptados, como los demás niños, por varias familias extranjeras.

Mi blusa estaba hecha jirones porque lo rompía para reemplazar con el único pañal que tenía mi niño. Todas las mañanas, a primera hora, mi esposo iba a la quebrada de  Ancash para lavarlo junto con su camiseta interior que también me servía como pañal. Cuando le aseaba a mí niño, mi corazón se estrujaba y lloraba a lágrima viva al ver sus enanas entrepiernas que estaba del todo escaldado, a través de su finita piel, lo tenía rojo, a carne viva. Me sentía la madre más desdichada de ver a mi crio con semejante herida, el sollozaba y sollozaba sin descansar en mis endebles brazos y yo apenada e impotente lloraba con hondo dolor.

De las aldeas, ubicados en las alturas de Yungay,  bajaron algunas bondadosas campesinas para apoyarnos en la cocina o cualquier otra actividad donde requeríamos su ayuda voluntaria. Cuando una de ellas escuchó el lamento suplicante de mi hijito, se acercó a la choza y al darse cuenta de la escaldadura, con voz suave, me comentó:

— Señora, mañana le traigo la caquita molida del cuy, eso es muy bueno para las escaldaduras, ya verá, no se aflija, eso le va a sanar, lo va a secar. —yo, me quedé estupefacta e incrédula, con su proposición. Le di las gracias.

Al día siguiente, al amanecer, la generosa campesina, con puntualidad se presentó con lo ofrecido. La medicina milenaria de nuestros antepasados hoy desconocido por la mayoría de los habitantes de este país, por falta de interés o ignorancia, de manera soberbia, hemos dejado de aplicarlo como una medicina alternativa. Aún desconfiada, pero  con mucho esmero y esperanza, después de cada aseo, dos tres veces al día, le aplicaba la caquita de cuy. Parecía un prodigio, la escaldadura, de pronto, ¡Se iba secando!, serenándome por el momento, porque mi otra preocupación, era que mi niño se iba deshidratando poco a poco.

Los helicópteros se presentaron, trayendo ropa y víveres, luego de 15 largos días de una abrumada e  intolerable estrechez. Al llegar este apoyo, los sobrevivientes nos sentimos aliviados y muy contentos. Pero ese alborozo iba desapareciendo a medida de que las donaciones, tanto del extranjero como el nacional, en cuanto a la comida y las ropas, que era una de nuestras mayores necesidades, cuando pasaban por nuestros ojos, se encontraban en extremo usados o se hallaban indiscutiblemente deteriorados. Al respecto, se han tejido muchos rumores sobre esto. Decían: que los encargados de estas donaciones como LAJAN, eran los que se habían apropiado, por no decir de los nuevos, los mejores trajes, atuendos e indumentarias, cambiándolos con ropas deterioradas. Fui testigo presencial y no le estoy mintiendo…Por ejemplo, escogí un zapato, jamás encontré su par. Buscaba otro, igual, tampoco lo hallaba. Me tuve que conformar con un par de zapatos que eran semejantes pero no iguales. En cuanto a las comidas, todas eran desabridas, y los panes se encontraban mohoseados.

Junto a estas donaciones, llegaron también un grupo de galenos peruanos y rusos de diferentes especialidades. Armaron carpas de campaña. Al enterarse de la presencia de los médicos, llegó un pelotón de personas de las diferentes estancias y aldeas que se asentaban por los rededores de Yungay. Preocupada por la salud de mi niño que se encontraba cada vez más desvaído y seco, cargándole con mis agotados brazos, aguardaba mi turno, en el lugar donde se habían instalado. Para mi buena fortuna, fui la primera en ser llamada. El doctor, ruso, luego de auscultarlo con suma solicitud, con su español enrevesado me dijo:

— Estamos a tiempo, le vamos a suministrar algunas medicinas y tendrá que quedarse unas horas para ver cómo reacciona

Transcurrieron los días, mi niño, con retardo mental, se recuperaba paso a paso de la deshidratación. Para mi ventura su rostro, candoroso y cárdeno, ya reflejaba su  lozana sonrisa.”

La señora, después de este doloroso relato, se acordaba de la prodigiosa figura de la joven campesina, de quien estaba muy agradecida por haberle ofrecido, en el momento oportuno, la recomendación y la medicina natural, con el cual había sanado las heridas de su niño, producto de la escaldadura. Más tranquila y con mucha satisfacción, me platicaba de las obras que había realizado su esposo, ya fallecido, cómo Alcalde provisional. Cómo encargado de la alcaldía, me comentaba con fruición, su esposo don Nemias Vergara, fue uno de los gestores para restaurar el obelisco del Cristo Monumental, la reubicación y construcción del local para la Guardia Civil, de la escuela y el colegio. Además, agregaba con gozo, que había editado algunos escritos de su esposo, era escritor. Su relato, nuestra platica, no hubiera terminado, si mi cuñada, tendida en la cama, al otro lado de la cortina, no le decía  que su comida, traído hace un buen rato por la encargada de su distribución, ya se estaba enfriando. En ese momento, le brinde mi rolliza mano para que se reincorpore del sillón y se apoye, la conduje a la mesita. Con avidez empezó a comer, era la hora de la cena.

Mientras degustaba la comida, yo le contemplaba en silencio, cavilando, “¿Cuantos relatos, cuentos y recuerdos quedarán cerca de su octogenaria memoria?”

El Pichuychanca

Lima, Hospital Es Salud Edgardo Rebagliati. 8 de febrero 2020

viernes, 14 de mayo de 2021

A un poeta muerto

Este fragmento del poema A UN POETA MUERTO de Luis Cernuda, cobra vigencia hasta en el aspecto social, cultural y político. 

Triste sino nacer

 Con algún don ilustre

  Aquí, donde los hombres

   En su miseria sólo saben

    El insulto, la mofa, el recelo profundo

     Ante aquel que ilumina las palabras opacas

      Por el oculto fuego originario.


       Luis Cernuda. 

        Poeta y escritor español. 



    

  

jueves, 6 de mayo de 2021

Madres, vivas y muertas


Madres, vivas y muertas


Las madres no duermen con hijos pequeños, Las madres no duermen con hijos mayores, Las madres no duermen con hijos de edad. ¡Oh, insomnio sagrado! ¿Y cómo pagar a las madres por tanto desvelo? ¿Besando sus manos, sus frentes, sus canas? ¿Regando las flores de sus tumbas tempranas? ¡Imposible pagarlo!... Cómo al sol por su luz, Cómo a la Tierra por su verdor. ¡Imposible pagarlo!... Hay que hacer, simplemente, algo bueno, Muy bueno, Hay que hacer algo grande: Entonces, felices, las madres reirán entre lloros, Las madres vivas y las madres muertas, las de todos. Oleg Shestinski Poeta de la Unión Soviética, 1929 El Pichuychanca
Lima, mayo 2021   

Mi madre. Luz Romero Milla.

En algún lugar de Chiquian.

También iba de caza.

Momento para la foto.

De paseo, en las periferias de Chiquian.

Participaba en los carnavales, se fue cantando arbolito de manzana.

Destacada boleibolista. Tarapaqueña.


Campeona de boleibol.

En algún lugar. 


Con sus hermanas. Clausura de capacitación de maestros. Colegio Guadalupe.

Lidia, Ernesto. Mis tíos.


Hermanas de mi madre. Lidia, Heraclides.

Momentos de distracción. Físicamente ya no están. Las recuerdo a través de las fotos.

Tiempo para la foto y el paseo. Con ese carnero llamado canelin, aprendi el "arte del toreo"


 Los sábados era su dia preferido para disfrutar de un ameno paseo. 

El Pichuychanca.

martes, 4 de mayo de 2021

Palabras para la libertad

 Palabras para la libertad

Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y enfermarse, como se cansan y enferman los hombres y los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder un poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibildiad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados.


Sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuáles son estas palabras en la que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. Y aquí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida, tal como la entendemos, no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. (...) Pero en algunos de nosotros, acaso porque tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de inquietud, un temor que sería fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado cuando se le siente con la fuerza y con la angustia con que a mí me ocurre sentirlo. 


Una vez más surgen entre nosotros palabras cuya necesaria repetición las está limando, desgastando, apagando. Digo libertad, digo democracia, y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un cliché sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque esa es la naturaleza misma del cliché y del estereotipo, anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo. (...)


Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas críticas, en los enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor supremo del que no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que debería ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por válido, descontando que la libertad es la libertad, y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen. (...)


Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de la vida, del Estado, de la sociedad y del individuo, basada en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista del poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual.


 Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de inflitración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manera de servirse de los mismos conceptos que estamos utilizando aquí esta noche para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología. (...) Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas realmente masificadas. (...)


La excesiva confianza nuestra en el valor positivo que tienen esos términos puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han demostrado su capacidad de insunuar, de introducir paso a paso un vocablo que se presta como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas, puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos como individuo, como justicia social, como derechos humanos, según sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del fascismo. (...)


Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sino por el mal uso que les dan nuestros enemigos y el que en muchas circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser. Solo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, solo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que les devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia, con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan.

Julio Cortázar