El monstruoso sismo de 7.9 grados de magnitud, ocurrido el 31 de mayo de 1970, que conmovió a los habitantes de la región alto andino de Ancash, duro 45 segundos. Como consecuencia de este violento movimiento telúrico, la ciudad de Huaraz, capital de Ancash y el pueblo de Yungay, circunvalado de serpenteados e imponentes nevados, fueron los más afectados. A causa de este fenómeno natural, hubo un saldo cerca de 70,000 mil muertos, 20,000 desaparecidos y miles de heridos.
Luego de sobrevivir del brutal terremoto y del espantoso aluvión, la Sra. Huinchos viuda de Vergara, junto a la amplia ventana de la habitación, ensimismada, descansa sobre el sillón, parece evocar del aciago momento de su milagrosa supervivencia. Por esos azares de la vida ahora estoy frente a ella con el deseo de saber los detalles de aquel suceso que tuvo que pasar por esa penosa y agobiante etapa de su vida. Con los ojos de piadosa mirada, con voz trémula, pero más calmada, continuó con su relato:
“Yo, sentía haber perdido la razón. Sobresaltada y enervada, casi arrastrada con vigor, caminaba de la mano por mi esposo. Sólo oía su voz estremecida que musitaba:
— ¡Vamos!, vamos rápido, por el camino hacia Caraz, es el lugar apropiado para acampar.
Desesperados y extenuados, por fin, logramos llegar salvos a la zona más elevada, de la enorme peña de Huachahuay. Ahí, ya se cobijaban 6 sobrevivientes, todos ellos con el rostro, abrumado, palidecido y tiritando de frío. De este sector, distante del pueblo, con Neme, mi esposo, mirábamos alrededor con esperanza indecible de ver si había alguna casa de pie. Nos parecía despertar de una larga pesadilla, toda la zona urbana de Yungay, se hallaba asolado, bajo los escombros de grandes cúmulos de hielo, rocas de todo tamaño y de una inmensa masa de lodo.
No había señales de vida. Yungay, desapareció de nuestros ojos para siempre. Percibíamos un sordo silencio inacabable. Era las 3.30 de la tarde, cuando por el firmamento se elevaba con indolencia una enorme masa de compacta y pavorosa polvareda. Las nubes, inmóviles y umbrías aún más oscurecieron el día. La tarde y el tiempo, parecían haberse adelantado 3 horas, daba la impresión que las agujas del reloj marcaban las 6 de la tarde.
El viento soplaba impetuoso, espoleaba el cuerpo, encontrándonos en total desamparo, percibíamos el agudo frio más de lo acostumbrado. A mi niño le abrigaba, con el único cobertor que tenía a la mano, la chompa de mi esposo. Le cobijaba en mi regazo alcanzándole mis pechos para que lactara. Al mirar las 4 veladas direcciones; este, oeste, norte sur, nos parecía estar en un sombrío desierto. Junto a los demás sobrevivientes, equidistantes de aquella hosca y maligna calamidad, fustigada por los fenómenos de la Madre Naturaleza, aumentó en nosotros una profunda e inconfesable zozobra.
Luego del devastador aluvión, en medio del penetrante y misterioso silencio, ahí sobre la peña, nos sentíamos abandonados a nuestra suerte. Los sobrevivientes se veían con el rostro afligido, insepulto, inconsolable, no era necesario expresar palabra alguna, infundido de profundo dolor por la pérdida de los familiares y amigos. Por la adversidad que vivíamos, nadie se atrevía a moverse del lugar, por temor a las constantes réplicas del terremoto. De rato en rato se oía, quizás del único, el llanto deplorable de mi hijo.
Los segundos parecían minutos y los minutos horas, las horas…fueron una eternidad. A eso de las 7, bajo la enmarañada penumbra de la noche, con pasos cansinos, se aproximaba, una silueta humana, un sobreviviente. El hombre entrado en edad otoñal, era el encargado de cuidar el colegio, donado para ese entonces por la embajada de México, generoso y solidario, con voz trepidante, nos propuso:
— Señores, vamos al colegio con el fin de pernoctar esta noche, como se van a quedar aquí a campo abierto y en tanto frio. —luego de su generosa invitación, aliviados le dimos las gracias. El magnánimo señor, añadió— Por el momento podemos alimentarnos con el trigor y la leche en polvo, que por suerte, no fueron dañados.
De la peña, descendimos en plena oscuridad. Llegamos al colegio y el portero nos ubicó en uno salón que resistió en desplomarse, el resto no se encontraba en buenas condiciones. Arriesgando nuestra propia integridad física, intentamos dormir en el piso helado, pero no era posible por las redobladas replicas. Toda la noche pasamos corre aquí, corre allá; entre el colegio y la peña, de la peña al colegio.
Al siguiente día, la mañana amaneció doliente. En el espacio todavía permanecía la espesa y lóbrega polvareda, inmóvil. Más arriba, nubes pardas imponían a su voluntad un aspecto desolador del pueblo. El silencio, profundo y lánguido, nos envolvía de desesperanza. El joven cocinero, que se adelantó en la atormentada fuga, huyendo del espantoso aluvión, no sabíamos si estaba muerto o vivo.
Mientras un sobreviviente buscaba leña, otro construía un improvisado fogón en la periferia del colegio. Estando yo de espaldas, escuché una voz despepitada:
— ¡Señora-a-a! —veloz torné la mirada y vi la imagen angustiada del cocinero que me había reconocido, ante la presencia de los emocionados sobrevivientes. Mientras corría a mi encuentro con los brazos abiertos y con voz ahogada, gritaba:
—¡Señora-a-a! ¡Señora-a-a! ¡Está viva, viva! —llegando a mi lado me abrazó fuerte, muy fuerte y prolongado, también se abrazó con mi esposo y cargo a mí niño. Sollozando a lágrima viva, y con voz entrecortada, decía:
—Verlos vivos, yo, vuelvo a vivir.
Amaneció. Los sobrevivientes al observar que las aulas del colegio no guardaban buenas condiciones para seguir pernoctando, en común acuerdo decidimos marchar a un lugar, por así decirlo, invulnerable. Cuando nos disponíamos partir, de repente, vimos una silueta humana que se acercaba, como una hormiga solidaria, trayendo sobre sus enjutos hombros, un pesado colchón de lana, le esperamos con cierto desasosiego. Ya junto al desconsolado grupo, se aproximó a mi esposo que estaba a mí lado. Con generosa mirada y con voz ronca, hablo:
—Señor Vergara, lleve este colchón, su esposa está embarazada, y en las noches, entre ustedes, puedan abrigar a su niño. —aquel hombre magnánimo, era el amigo de mi padre, desaparecido por cauda el aluvión.
Alertados, marchamos en hilera, los siete u ocho sobrevivientes, con el objetivo de hallar un recinto que guarde cierta seguridad a donde poder acampar. Hombres de buen corazón y solidarios, turnándose de tramo en tramo, cargaban, sobre sus heterogéneos hombros, el pesado colchón. Luego de unos minutos, llegamos a una chacra recién cosechada, de maíz. Más allá advertimos un lugar despojado y silencioso, como nosotros con las manos casi vacías. Con lo poco que se pudo recuperar, entre ellos; víveres cómo una escasa bolsa de leche en polvo y el trigor, enseres de cocina; ollas pequeñas y algunos cubiertos, todo ello, propiedad del colegio, ubicado en la periferia de Yungay. Elegimos el paraje para alojarnos.
Se acordó formar comisiones con el propósito de realizar, de modo recíproco, el armazón de las chozas. Luego de emparejar el piso con fustes y las manos amoratadas, en el pétreo suelo, empotraron los palos y sobre ellos pusieron las ramas de los árboles de todo tipo y diversas plantas silvestres, traídos con esfuerzo y afán de lugares distantes. Edificaron con empeño el temporal cobijo. Con las pancas del maíz, para mi alivio y de los demás sobrevivientes, cubrieron todos los agujeros de las cabañas, para evitar que atraviese el agudo frio y el cruel viento de la noche. En un recodo de la chacra, montaron un familiar fogón. El joven cocinero preparaba la comida. Al momento de probarlo, el gusto era desabrido y mirábamos como reclamándole, él nos devolvía con otra mirada de compasión: “he preparado la comida con los escasos ingredientes que están al alcance de mi mano”. El hambre agobiaba y en sepulcral silencio, teníamos que seguir comiendo.
La estática polvareda y las nubes oscuras, tercas y obstinadas, no nos permitían ver el cielo azulenco en toda su dimensión. Descansando a nuestra suerte dentro de nuestras chozas, de repente, a la lejanía, escuchamos el sordo sonido del motor de un avión, veloz, todos salimos del cobijo, al centro de la chacra. Cada vez que se acercaba y estando a la expectativa, apresurados, unos fueron a recoger las ramas del eucalipto regados cerca del refugio, otros, expeditos se despojaban de la única chompa. El avión volaba raudo sobre nosotros, con desesperación, agitamos las prendas y ramas con trémulas manos, gritamos a viva y a una sola voz desde lo más recóndito de nuestro ser:
— ¡Aquí! ¡Aquí estamos! ¡Por favor, aquí-i-i! ¡Aquí-i-i!...
El bullicioso ruido del motor, ahogaban nuestras roncas voces que se perdían en el áspero espacio. Los pilotos no alcanzaron a vernos. Al tercer y cuarto día, sobrevolaban aviones arrojando paquetes, que descendían como meteoros, cayendo en los pueblitos y aldeas distantes donde no fueron afectados por el aluvión o el terremoto. Los Pobladores de otras aldeas comentaban que dichos paquetes se desplomaban…sobre el rio Santa.
La pesarosa tarde, transcurría en silencio casi absoluto. Por ahí, cerca de las chozas, por los alrededores de la chacra, se percibía el trino melancólico de los pájaros. Nubes oscuras y encrespadas, y el frío se deslizaban paso a paso, aguijoneando al extinguido pueblo y a los sobrevivientes. El ocaso se acentuó aún más, con una lobreguez inaudita. Los grillos, desde su inubicable escondrijo, cantaban quejumbrosos, cri-cri-cri. Cuando el cocinero se aproximaba al fogón para encenderlo y calentar la comida que sobró del almuerzo, del otro lado de la pirca, advertía quebradizos murmullos y lastimeros gemidos.
Con el cuerpo escarapelado, cauteloso, trepo la pirca circunvalado de tupida yerba silvestre. De pie, desde lo alto, asombrado, pegó una voz desenfrenada que nos dejó sobrecogidos a los compañeros:
—¡Vengan! ¡Vengan! —presurosos y turbados, salimos de la cabaña respondiendo en coro:
—¿Qué sucede?
—¡Rápido! ¡Rápido!... vengan —con su recia y aterida mano apuntaba al otro lado, animoso decía:
—¡Aquí hay unos niños!, ¡Hay unos niños que están a salvo!, ¡suban, suban!…vamos a auxiliarlos…
El cocinero los había descubierto adormilados tiritando de frio, arrellanados uno junto al otro, hombro a hombro y su liliputiense espalda apostados en la álgida pared de piedra. El rostro infantil estaba untado de polvo, los ojitos denotaban angustia, susto, no habían comido durante todo el día. Los niños habían asistido al circo Verolina, todos ellos fluctuaban entre los 6 y los 10 años de edad. Luego le proporcionamos la cena, consumiendo con cierto anhelo y aprieto, llegó la indefectible y umbrosa noche, teniendo que amoldarnos en mí choza para poder dormir… hasta el siguiente día, una vez más, sería algo incierto.
Los víveres se habían agotado y los supervivientes habían aumentado. ¿Qué hacer? Por las orillas de la abatida zona urbana de Yungay quedaban casas derruidas y abandonadas. Por las cercanías, deambulaban corderos, vacas y aves de corral. Los enseres de cocina no eran suficientes. No teníamos ningún tipo de alimento, ¡ni uno!, aunque sea lo esencial y tampoco los ingredientes necesarios para la comida. El alegre y rumoroso riachuelo estaba callado, su inclinado curso fue obstruido a consecuencia del violento sismo, por lo tanto, el agua escaseaba. Los niños, sin padres, aún temerosos, tenían hambre, mi niño de a poco se deshidrataba. Era un cuadro desolador pero…teníamos que sobrevivir…
En medio de este desconcierto y desasosiego estaba a prueba nuestro pudor. Aun en esta coyuntura, guardamos el respeto por las cosas ajenas. Sin embargo, comprendimos que en esos momentos de catástrofe teníamos que tomar una decisión. Nuestra moral y ética se sintió trastocado por una carestía dominante; el hambre, la vivienda y el abrigo.
Entonces, un grupo se dirigió a las casas devastadas, con el fin de encontrar los alimentos e ingredientes de primera necesidad, los menajes y enseres de cocina, y otro grupo, a coger las aves de corral para luego degollarlo, y en los siguientes días, los corderos. Un tercer grupo, fue a traer el agua del riachuelo ubicado a cientos de metros, empozado y turbio, para destilarlo, colocaba la penca al fondo del arroyuelo, y al cabo de largo tiempo, dos tres horas, retornaban, fatigados, con los pequeños recipientes llenos de agua cristalina. No abastecía para el almuerzo, esta faena se hizo en varios viajes. Se armó la olla común.
El aplicado cocinero, preparaba el almuerzo con lo que estaba al alcance de su amoratada mano. Cuando me acerqué a la olla, solo vi agua hervida, color terroso, y trozos de carne de gallina. Con el cucharon de palo, vertió unas gotas sobre la cuchara que lo sostenía en mis delgados dedos y cuando lo saboreé, lo percibí sin gusto, estaba insípido, sin sal y sin los respectivos ingredientes. El cocinero, al darse cuenta de mi gesto inconexo, después de probar el caldo, me miró y con voz afligida, expresó:
—Señora, eso es todo lo que hay.
—¿Y los niños, lo tomaran? —le pregunte con voz apagada.
—¿Qué podemos hacer?, el hambre les agobia, lo tomaran, —me objetó aún más dolorido.
En los siguientes días, nos sentíamos desfallecidos, desmoralizados y atormentados. Por las noches ya no soportábamos el penetrante frío. Los niños lloraban la ausencia de sus padres desaparecidos y de hambre. El desayuno y el lonche consistían sólo de papas sancochadas untadas con mantequilla y agua hervida. Estas provisiones lo encontraron al azar, en una de las casas derruidas. Yo, desde mi choza, que no podía movilizarme por estar embarazada y tener a mi niño enfermo que sufría de una enfermedad neurálgica, observaba, acongojada y llorosa, como una agraciada niña de 8 años, se portaba como una adolecente responsable, a su hermanito de 6 años, siempre le cobijaba con la poca ropa que llevaba puesta. En un rincón de la chacra le ayudaba a hacer sus necesidades fisiológicas. Estos chicos tan agraciados, eran los hijos de los guapos vecinos de mis padres, que también se dedicaban al negocio, fueron adoptados, como los demás niños, por familias extranjeras.
Mi blusa estaba hecha jirones porque lo rompía para reemplazar con el único pañal que tenía mi niño. Todas las mañanas, a primera hora, mi esposo iba a la quebrada de Ancash para lavarlo junto con su camiseta interior que también me servía como pañal. Cuando le aseaba a mí niño, mi corazón se estrujaba y lloraba a lágrima viva al ver sus enanas entrepiernas que estaba del todo escaldado, su finita piel, lo tenía rojo, a carne viva. Me sentía la madre más desdichada de ver a mi crio con semejante herida, el sollozaba y sollozaba sin descansar en mis endebles brazos y yo apenada e impotente lloraba con hondo dolor.
De las aldeas, ubicados en las alturas de Yungay, bajaron algunas bondadosas campesinas para apoyarnos en la cocina o cualquier otra actividad donde requeríamos su ayuda voluntaria. Cuando una de ellas escuchó el lamento suplicante de mi hijito, se acercó a la choza y al darse cuenta de la escaldadura, con voz suave, me comentó:
—Señora, mañana le traigo la caquita molida del cuy, eso es muy bueno para la escaldadura, ya verá, no se aflija, eso le va a sanar, lo va a secar. —yo, me quedé estupefacta e incrédula, con su proposición. Le di las gracias.
Al día siguiente, al amanecer, la generosa campesina, puntual, se presentó con lo ofrecido. La medicina milenaria de nuestros antepasados hoy desconocido por la mayoría de los habitantes de este país, por falta de interés o ignorancia, de manera soberbia, hemos dejado de aplicarlo como una medicina alternativa. Aún desconfiada, pero con mucho esmero y esperanza, después de cada aseo, 2, 3 veces al día, le aplicaba la caquita de cuy. Parecía un prodigio, la escaldadura, de pronto, ¡Se iba secando!, serenándome por el momento, porque mi otra preocupación, era que mi niño se deshidrata poco a poco.
Luego de varios días de abrumada e intolerable estrechez, los helicópteros se presentaron, trayendo ropa y víveres. Al llegar este apoyo, los sobrevivientes nos sentimos aliviados y muy contentos. Pero ese alborozo desaparecía a medida de que las donaciones, tanto del extranjero como el nacional, en cuanto a la comida y la ropa, que era una de nuestras mayores necesidades, se encontraban en extremo usados o deteriorados. Al respecto, se han tejido muchos rumores sobre esto. Decían: que los encargados de estas donaciones como LAJAN, fueron los que se habían apropiado los trajes, atuendos nuevos y lo cambiaron con ropas estropeadas. Fui testigo presencial y no le estoy mintiendo… Por ejemplo, escogí un zapato, jamás encontré su par. Buscaba otro, igual, tampoco lo hallaba. Me tuve que conformar con un par de zapatos que eran semejantes pero no iguales. En cuanto a las comidas, todas eran desabridas, y los panes se hallaban con moho.
Junto a estas donaciones, llegaron también un grupo de galenos peruanos y rusos de diferentes especialidades. Armaron carpas de campaña. Al enterarse de la presencia de los médicos, llegó un pelotón de personas de las diferentes estancias y aldeas que se asentaban por los rededores de Yungay. Preocupada por la salud de mi niño cada vez más desvaído y seco, lo llevé en mis agotados brazos. Aguarde mi turno, en el lugar donde se habían instalado. Para mi buena fortuna, fui la primera en ser llamada. El doctor, ruso, luego de auscultarlo con suma solicitud, con su español enrevesado me dijo:
— Estamos a tiempo, le vamos a suministrar algunas medicinas y tendrá que quedarse unas horas para ver cómo reacciona.
Transcurrieron los días, mi niño, con retardo mental, se recuperaba paso a paso de la deshidratación. Para mi ventura su rostro, candoroso y cárdeno, ya reflejaba su lozana sonrisa.”
La señora, después de este doloroso relato, se acordaba de la prodigiosa figura de la joven campesina, de quien estaba muy agradecida por haberle ofrecido, en el momento oportuno, la recomendación y la medicina natural, con el cual había sanado las heridas de su niño, producto de la escaldadura. Más tranquila y con mucha satisfacción, me platicaba de las obras que había realizado su esposo, ya fallecido, cómo Alcalde provisional. Cómo encargado de la alcaldía, me comentaba con fruición, su esposo don Nemias Vergara, fue uno de los gestores para restaurar el obelisco del Cristo Monumental, la reubicación y construcción del local para la Guardia Civil, de la escuela y el colegio. Además, agregaba con gozo, que había editado algunos escritos de su esposo, era escritor. Su relato, nuestra platica, no hubiera terminado, si mi cuñada, tendida en la cama, al otro lado de la cortina, no le decía que su comida, traído hace un buen rato por la encargada de su distribución, ya se enfriaba. En ese momento, le brinde mi rolliza mano para que se reincorpore del sillón y se apoye, la conduje a la mesita. Con avidez empezó a comer, era la hora de la cena.
Mientras degustaba la comida, le contemplaba en silencio, cavilando, “¿Cuantos relatos, cuentos y recuerdos quedarán cerca de su octogenaria memoria?”
El Pichuychanca.
Lima, Hospital Es Salud Edgardo Rebagliati. 8 de febrero 2020
No hay comentarios.:
Publicar un comentario