Cuando por la mañana, de lunes a viernes, salia gozoso de la casa materna ubicado en la empedrada calle Tarapacá, con el objetivo de partir derrotero a la querida escuela de don Josué, el Director, de manera ineludible desfilaba por la tribuna sur del estadio de Jircan, hasta ese entonces, incierto para mis nacientes seis años de edad.
Terminado el reñido partido, los noveles futbolistas del futuro, hacíamos una colecta, centavo tras centavo, monedas sustraídas en secreto de nuestro sacrificado ahorro, en mi caso, resguardado por mi madre -ahorro por la comisión de la venta de periodicos y de las propinas de los parientes cercanos- y junto con aquellos amiguitos que no podían aportar la cuota por alguna circunstancia desconocida para mí, todos, absolutamente todos, con los rostros húmedos, la frente perlada y oliendo a estiércol de vaca, en compacta y alborozada camaradería, sedientos, nos dirigíamos rumbo a la austera tienda de la señora Jesusa, mujer gordinflona de lento desplazamiento, con el propósito de comprar una jarra grande repleta de la sabrosa y refrescante chicha de jora.
Entre los 10, 12 exhaustos deportistas, sentados al borde de la vereda empedrada y pegados hombro con hombro, degustando la exquisita chicha, en eterna platica, acalorados y alzando atronadoramente la voz cual bandada de tiernos loros en pleno vuelo y de bullicioso cotorreo se comentaba del intenso encuentro de fútbol.
Uno de los chiuchis*, no conforme con el resultado, habló con vocecita chillona:
-¡Shay!,** por suerte nos ganaron
-pero ganamos.
-y esa huachita que te hizo...
-fue un champazo***
-te hizo huachita y te quedaste picón, eso es, ¡picón!.
-¡ya... ya... basta de hablar!
Y así, iban y venian los ardorosos comentarios al termino de nuestro deporte favorito, animados y en camaradería, cada uno con su vaso, compartíamos con delicia, sorbo a sorbo, la refrescante y milenaria bebida.
En nuestro grupo de mocitos retozones, había uno que resaltaba por su singular afición y querencia por doblar, en perfecta armonía, la tinya y el pincullo, instrumentos divinos y tradicionales del Perú Profundo. El precoz músico de rostro atezado como la corteza de la leña expuesto al sol, se llamaba Flavio. Con la baqueta de huaromo, consentida por su mano yerta, hacia vibrar la tinya con hondos y sordos sonidos agudos, marcando el ritmo de la melodía que el viento sereno del atardecer arrastraba hasta nuestros lozanos oídos. Del pincullo, entre sus fríos y húmedos labios, los movedizos y hábiles dedos sobre los agujeros, ondulaban sonidos, armoniosos y graves como el canto sonoro de los cisnes enamorados.
Cuando la serena tarde llegaba a su fin y empezaba la oscura noche, agazapado como un gato esperando lanzarse en el momento oportuno sobre su presa, el ratón, o con cualquier otro pretexto ingenuo, yo, huía o salía de la casa materna trayecto al estadio de Jircan. Lugar de encuentro, previo acuerdo con los amiguitos del barrio.
En mis largas estancias en la dorada villa, de estos 5 últimos años, he visitado el anacrónico y evocado recinto, desdeñado por los miembros de la comunidad campesina y despojada por el violento tiempo. Me perfora el alma de intensa pena y de dolor, de ver cómo las paredes de adobe, sin las ventanillas ovaladas que en mi infancia los veía con mucho aprecio y curiosidad, poco a poco, se caen, se caen a pedazos como si me estuvieran arrancando una parte de mi existencia.
En medio del sombrío y recóndito silencio, embargado por la añoranza, en mi soledad he vuelto a transitar los sectores de su superficie, cascajo y ceniciento, por donde corría, con fervor, con pundunor, tras la pelota de cuero de 32 paños, defendiendo con arrebato los colores de mi querida escuela. y en mi adolescencia, la selección del CCB y al Club Atlético Tarapacá.
***
El estadio, las plazas y los parques, lugares adecuados para solazarse y congeniar de manera saludable con las amistades de toda edad, hoy en día se encuentran desiertos, silenciosos y sin vida, ausente de críos inquietos. Los niños de hoy ya no acuden a estos espacios para corresponder la naciente y franca amistad que surgen en edades tempranas, y sin duda, para no olvidarse nunca jamás. Han perdido el sentimiento de camaradería y de solidaridad para compartir un vaso de chicha de jora, ya no se miran a los ojos inocentes llenos de asombro, ira, jolgorio, no tienen contacto con los calurosos bracitos imberbes para abrazarse festejando un gol, disfrutar de algún otro juego infantil o de una incauta aventura. Percibo al niño de hoy, más solitario, individualista, egoísta y autómata porque supone que se divierte, feliz, frente al frío celular que no guarda ni trasmite la misma emoción y actitud natural de un niño de su misma edad. En nombre de la democracia y la tecnología, en posición de una minoría, el mundo y los humanos cada día se resquebrajan.
El pichuychanca.
Chiquian, 9 de mayo 2021
(*) Chiuchis= pequeños, infantes, niños.
(**) Shay= amigo.
(***) Champaso= suertudo.
Las siguientes fotos corresponden a los hermosos atardeceres, recordando mi infancia, de mi querido ChiquianEl pichuychanca.
Chiquian, 9 de mayo 2021