“¿Hay algún sentido en mi vida que
no será destruido por la inevitable muerte que me espera?”

León Tolstói

El escritor León Tolstói tiene cincuenta y un años (nació en 1828), una buena salud, una finca enorme en el campo, dinero de sobra, una esposa amable, cariñosa e inteligente (escritora, copista y fotógrafa) y trece hijos. Tolstói ha sido candidato al Premio Nobel de literatura y al Premio Nobel de la Paz y ya publicado las novelas Guerra y paz y Ana Karénina, dos de las más importantes de la literatura universal y se ha consagrado (junto a Chejov y a Dostoievski), como uno de los escritores más importantes de su natal Rusia y del mundo entero. Tolstói, además, cuenta con la admiración y el cariño de sus compatriotas. Para la mayoría, esto debería de hacerlo feliz. No obstante, el escritor ha caído en una profunda depresión. En un estado emocional que compara con una enfermedad grave. Respira, come, bebe y duerme porque hay vida en él —piensa— , pero ya no se trata de una verdadera vida, sino de un conjunto de funciones automáticas que lo mantienen en el mundo, pero que no le proporcionan gratificación alguna. “Es la muerte en vida”, piensa. En medio de aquella oscuridad, Tolstói ha dejado de llevar su rifle en sus paseos por el campo; tiene miedo de quitarse la vida. Hace demasiado tiempo que piensa en el suicidio.

Hombre repleto de hambre espiritual, Tolstói lucha con los polos de la naturaleza humana. Vida y muerte. Bondad y maldad. Riqueza y pobreza. Burgués, descendiente de lo más alto de la nobleza rusa (sus padres fueron el conde Nikolái Ilich Tolstói y la condesa Maríya Tolstaya). Como consecuencia de los años de su juventud que pasó recorriendo el Cáucaso o por sus experiencias en el ejército, sobre todo, de los recuerdos de la sangrienta Batalla de Sebastopol, ha sufrido, repentinamente, un fuerte golpe de realidad. Se siente asqueado por la banalidad que acompaña a la fama, por la falsedad de las clases altas rusas y por la injusticia en la que viven los campesinos de su país. Intenta llevar una vida más sencilla.

Cómo se relacionan la moral y la religión: esta es la cuestión central de la visión del mundo de León Tolstoi. Criado en la Iglesia Rusa Ortodoxa, abandonó la religión a los 18 años y, durante su juventud, cuando era un inmaduro aristócrata, fanfarrón y bebedor, llevó una vida disipada, marcada por el libertinaje. Esta cuestión se aborda en todas sus obras.


El joven Tolstoi, en el Ejército
 


Con frecuencia piensa en su cadáver, putrefacto y pestilente, siendo devorado por gusanos dentro de un ataúd. Se pregunta para qué ha de seguir haciendo esfuerzos en la vida si, al final, de todas maneras, vendrá la muerte para terminar con todo. “¿Por qué hacer algo?”, se pregunta. “¿Cómo puede el hombre dejar de ver esto? ¿Y cómo seguir viviendo?”. “La vida —dice— es un estúpido fraude”. “La vida, es una broma cruel”.  

Anarquista cristiano, ferviente pacifista, recurre a las doctrinas religiosas y filosóficas para buscar respuestas a sus múltiples y complejas preguntas. Al principio, lanza una fuerte provocación a los cristianos o a los que se dicen cristianos, pero que no practican las enseñanzas de Jesús. “Personas estúpidas, crueles e inmorales que se creen muy importantes”, dice. Evidentemente, ha renunciado a su fe cristiana (que años más tarde volverá a recuperar) en favor de “leer y pensar”. Observa atentamente a cuantos le rodean, quiere averiguar si enfrentan problemas similares al suyo. Sus indagaciones internas y externas lo llevan, una vez más, a la escritura. Pero esta vez no recurre a la ficción, sino a la biografía. El resultado es un libro-itinerario de un alma desesperadamente separada de Dios, abandonada por la gracia y sola. Un alma obsesionada por la idea de la muerte y por la búsqueda del sentido de la vida en medio de un mundo que no tiene sentido.  

El primer impulso de la búsqueda de Tolstói comenzó por la ciencia, a la que dividió en dos partes: la física y la filosofía, pero ninguna de las dos le proporcionaron respuestas satisfactorias. La física describía perfectamente el proceso en el que vivimos y los mecanismos que rigen los acontecimientos del universo y eso, aunque es importante, no era lo que él buscaba. Las segundas, no llegan a respuestas comprobables, sino que se quedan en meras especulaciones imposibles de comprobar. “A medida que la pregunta, “¿por qué?”, se vuelve más importante, y la respuesta más difícil y quizás incluso más incógnita, la desesperación y la ansiedad se apoderan de nosotros”, dice Tolstói en una de sus confesiones. Las respuestas dogmáticas que dan las religiones organizadas también lo decepcionan. En cambio, la fe… eso es distinto. Tolstói cree en la potencia arrolladora de la fe.

Para encontrar el sentido de la vida, Tolstói identificó que las personas utilizaban cuatro enfoques:

  1. La ignorancia: proviene de no comprender que la vida es un absurdo.
  2. El epicureísmo: consiste en aprovechar (a pesar de que la vida sea un absurdo), las ventajas que se tienen y disfrutar los placeres inmediatos y materiales. Este segundo enfoque, pensó, es el que tiene la mayoría de la gente de la burguesía y lo consideraba una forma de evasión que, al final, los alejaba de una vida íntegra. Él mismo, en su juventud, no había alcanzado a comprender el sentido del epicureísmo y se había convertido en un hedonista.
  3. La fuerza y la energía: el suicidio,que implica ponerle fin a esta mala broma. Tolstói consideraba, igual que los estoicos, al suicidio como una manera digna de rechazar la vida cuando esta se torna insoportable.
  4. Aferrarse a la vida: vivir la vida de la mejor manera posible, a pesar de ser conscientes de que el final será la muerte y vivirla de manera virtuosa.

Es después de la primera mitad de Confesión, cuando Tolstói empieza a tener un cambio en su enfoque y en su sensibilidad. Cita pasajes de la Biblia y, de pronto, tiene una especie de conversión cristiana, tan radical, que nos recuerda a otro libro de confesiones, las Confesiones de san Agustín. Declara que empezará a ir a la Iglesia y participará en los sacramentos. Sin embargo, no consigue desembarazarse de su pasado, que le estorba y al que carga como una cruz.



El hallazgo más importante de su búsqueda lo encuentra entre la gente sencilla, entre los campesinos (recordemos que Rusia era un feudalismo y que las élites vivían en condiciones de enorme privilegio, mientras que la gente del campo vivía en condiciones de extrema miseria). “La gente pobre, sencilla e inculta, el pueblo trabajador, conocía el significado de la vida y la muerte, soportaba el sufrimiento y las dificultades y, sin embargo, encontraba una tremenda felicidad en la vida. Para ellos, la incertidumbre, la incomodidad y el trabajo aburrido forman parte de la vida. En contraste con lo que vi que ocurría en mi propio círculo, donde toda la gente se dedica a la ociosidad y a la diversión.”, escribe Tolstói, al tiempo que estudia las observaciones que ha hecho en las visitas que hace a las aldeas.

Tolstói observa que, así como la gente sencilla y menos culta es más feliz, la gente, entre más inteligente es, menos comprende el sentido de la vida y más atormentada resulta. Sus diálogos internos suelen ser más complejos y requieren ser guiados sabiamente para que no caigan en el pesimismo.

Uno de los puntos más destacables de Confesión, son las reflexiones que, muchas veces en forma de preguntas, Tolstói hace sobre esas mismas confesiones. Tolstói, al mismo tiempo que revela una experiencia, un pensamiento, una reflexión, una observación, lo analiza con asombrosa profundidad. Preguntas similares seguirá haciendo en sus obras posteriores. “¿Por qué has hecho todo esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué, por qué me atormentas tan horriblemente?”, Pregunta a Dios, en su lecho de muerte, el protagonista de La muerte de Ivan Ilich, después de darse cuenta de que ha llevado una vida mediocre y que sólo su criado le trata con verdadera compasión.

Una de sus observaciones más interesantes de Confesión, desde mi punto de vista, aparece en un párrafo en el que Tolstói asegura que una parte importante de nuestra insatisfacción con la vida nos sucede porque “no nos gusta lo que hacemos”.

“En efecto, un pájaro está hecho de tal manera que puede volar, recoger comida y construir un nido, y cuando veo a un pájaro haciendo estas cosas me alegro. Cuando lo hacen estoy seguro de que son felices y de que sus vidas tienen sentido. ¿Qué debe hacer el hombre?”. Y enseguida responde: “También él debe trabajar para su existencia, al igual que los animales, pero con la diferencia de que él sabe que perecerá”.

Sin embargo, observa que no todo el mundo puede dedicarse a lo que le gusta. Por otra parte, la actividad de todo ser humano, no importa cual sea, está siempre llena de dificultades. Entonces, piensa que cuando aceptamos nuestras dificultades como parte integrante de nuestro ser, en lugar de quejarnos de ellas como un dolor temporal que desaparecerá, podremos comenzar a vivir en paz. En pocas palabras, todo es cuestión de llegar a la aceptación de las propias circunstancias que no se pueden cambiar y a reconocer que siempre estarán ahí. No se debe luchar contra ellas. Sólo observarlas y atenderlas.  

Esa conciencia que sólo el hombre, entre todos los seres vivos tiene de que va a morir le causa un enorme desasosiego. En La muerte de Iván Ilich la conciencia de la propia muerte es la condición más íntima y misteriosa de la experiencia humana, precisamente, porque apela a aquello que lo hace único e irrepetible. Gracias a que sabemos que vamos a morir, nuestra existencia nos pertenece plenamente. La muerte es una reivindicación de la propia vida. Lo que la conciencia de la muerte hace es obligar al ser humano a despojarse de la máscara que el rol social que interpreta le ha puesto y mostrarle su verdadero yo.


En una de sus últimas confesiones, Tolstói habla de cómo consigue salir de aquel estado de desesperación en el que se encontraba: “Mi camino de vuelta a la paz, y para salir de la depresión y la desesperación, era volver a conectar con la humanidad y hacer mi parte, trabajando junto a los demás”. El sentido de la vida consiste en que ayudemos a nuestros semejantes con sus dificultades y en eso se basa en gran parte el pensamiento del escritor ruso. Que los ayudemos de verdad, con todas nuestras posibilidades. Para Tolstói la solidaridad nos aporta el sentido más grande que podemos darle a nuestra fugaz existencia.  

Como muestra de lo anterior, en los últimos días de su vida, Tolstói escapó de su propiedad y de su mujer y trató de donar sus bienes a los pobres, pero ella y algunos de sus amigos lo impidieron. Durante su periplo, contrajo neumonía y murió en la estación de ferrocarril Astápovo (ahora Estación Lev Tolstoy). Tenía ochenta y dos años. Stefan Zweig, el escritor austriaco, narró en Momentos estelares de la humanidad este acontecimiento. Lo tituló: La huida hacia Dios. Título brillante y acertado.

Durante su búsqueda por el sentido de la vida, Tolstói hizo numerosos cambios en su estilo de vida, cambios que, de alguna manera, predijeron la modernidad. Se convirtió en vegetariano (le preocupaba la violencia que se ejercía contra los animales para matarlos y comerlos), cuidaba el medio ambiente y montaba en bicicleta. Una autora alemana compara al barbudo Tolstói, llevando este estilo de vida, con los hípsters de hoy.

Tolstoi, con su mujer


Los primeros años de la carrera de escritor,Tolstói escribió un gran número de cuentos magistrales y tres novelas de iniciación: Infancia (1852), Adolescencia (1854) y Juventud (1856)Más tarde, en Felicidad conyugal (1858)abordó el tema del amor que no tiene como epicentro de la relación el sexo, sino que mira hacia el futuro, cuando queden dos seres humanos que tengan que lidiar cada día con el aburrimiento, con sus propias necesidades, intereses y deseos y, al mismo tiempo, con las de su pareja. Los cosacos (1863), narra los hábitos y el carácter de los habitantes del Cáucaso, pueblo orgulloso y primario, libre y celoso de su autonomía, distribuido a lo largo de las fronteras del imperio zarista. Guerra y paz (1865-1869), ambientada en las luchas napoleónicas, es considerada por muchos críticos como la mejor novela de la historia. Ana Karénina (1875-1877), a la que Tolstói consideraba como su primera novela, era para Dostoievski, el otro titán de la literatura rusa, una “verdadera obra de arte”. A esta siguió Confesión, la obra que marca el texto que nos ocupa; el despertar espiritual de un genio y marca un punto de inflexión en la literatura de Tolstói. Cinco años después de Confesión, que fue publicada en 1881, publicó La muerte de Iván Ilich, novela corta o nouvelle, en la que vuelve a tratar los temas del sentido de mediocridad de la vida de un hombre que se enfrenta a la muerte. En la Sonata de Kreutzer, retorna al tema del amor de pareja. La última novela suya que fue publicada en vida del autor fue Resurrección, en la que denuncia el sistema de justicia que ha sido creado por los hombres. De manera póstuma se publicaron dos novelas adicionales: El cupón falso Hadji Murat.

El joven Tolstoi


Confesión no es sólo una búsqueda espiritual, sino también una exploración de ideales estéticos que llevan en sí mismos consecuencias religiosas y filosóficas. Algunos de los escritos de Confesión son tan mordaces y están cargados de una espiritualidad de tal intensidad, que pueden cambiar la forma que tenemos de ver a la religión y al mismo Jesucristo. Entre más leo Confesión, más evidentes me parecen los conflictos morales y espirituales que enfrentaba Tolstói. Se convierte menos en un autor religioso que en uno espiritual; es menos dogmático, pero mucho más interesante de leer debido a que, ahora, se atreve a cuestionar su fe estancada. Tolstói luchó toda su vida por formular respuestas a las cuestiones espirituales que se oponían a las instituciones. Pensaba que la religión no hacía a los seres humanos libres, sino que los encadenaba. Su idea central estaba basada en la convicción de que los grandes pensamientos vienen directamente del corazón. Tolstói se peleó con la Iglesia porque defendía las guerras, porque no condenaba la inmensa brecha que había entre los ricos terratenientes y los siervos, y porque no puso los ideales del cristianismo primitivo en el centro. “La Iglesia no me dio lo que esperaba del cristianismo”, dijo.  

“Todo está en Tolstói”, asevera Ricardo San Vicente, profesor de literatura rusa y traductor de autores rusos al español. Al igual que ocurre con Homero, Cervantes o Shakespeare, todos los aspectos de la condición humana están estudiados cuidadosamente en las obras de León Tolstói.

Horas antes de su muerte, el autor de Confesión hizo una última anotación en su diario que muestra claramente su reivindicación final con el cristianismo, tal y como él lo entendía: “Lo único que pido es no pecar. Y que no haya maldad en mí. En este momento no la hay”.


Estación de ferrocarril Lev Tolstoy, lugar donde el escritor murió en 1910.

Después de Tolstói, muy pocos escritores literarios han seguido el camino de la confesión espiritual y religiosa, porque para el hombre posmoderno, la espiritualidad tiene que ver con la liberación de la religión y con la construcción personal del alma. Si lo analizamos, una gran mayoría de los grandes escritores de la literatura moderna ha sido, incluso, antirreligiosa. En ese sentido, no ha vuelto a haber otro feroz investigador de la espiritualidad y de la relación que el ser humano tiene con la fe cristiana que esté a la altura de León Tolstói.

El Pichuychanca

Chiquian, calle Tarapacá, 7 de febrero 2022


El reloj de Tolstói


Fuentes: El viejo topo

La casa de Tolstói en Moscú se encuentra en la ulitsa Lva Tolstovo, junto a Komsomolski Prospekt, en el barrio de Jamóvniki.

Durante su vida, la calle se llamaba Dolgohamovnicheski y fue centro de la industria textil de la ciudad, como denota la cercana iglesia barroca de cúpulas doradas de San Nicolás de los Tejedores, y aquí o a la casa de Yásnaia Poliana llegaban admiradores y seguidores de sus ideas, desde campesinos a personajes de la corte, pasando por periodistas rusos, franceses o británicos o por productoras cinematográficas como Société Pathé Frères que rodó entre 1908 y 1910 un curioso documental sobre el escritor donde se ve a Tolstói caminar sobre la nieve o ir a buscar agua, sobre patines, a la plaza Krymskaya de Moscú. Aunque vivió casi siempre en Yásnaia Poliana, Tolstói compró esa casa moscovita de madera en 1882, y vivió en ella casi veinte años, alternándola con la finca de Tula, hasta 1901. Diez hijos suyos vivían en Moscú: Tatiana, María, Alexandra, Serguéi, Ilia, Lev, Andréi, Mijaíl, Alexéi y Vanechka. Desde aquí, Tolstói salía a pasear a caballo, y cuando colaboró en la elaboración del censo de 1882 iba al barrio de Jitrovka, lleno entonces de burdeles y delincuentes, esperando encontrar remedio a la podredumbre social del zarismo.

Desde entonces, el tiempo se ha detenido en esa casa. Tras una pequeña recepción, enseguida se pasa al comedor de la planta baja, puesto para doce personas, con la vajilla azul que gustaba al escritor, un armario para loza, y un reloj de cuco presidiendo la estancia. Frente al plato de Tolstói, su vaso y su sopera: era vegetariano. En ese comedor le hizo su busto Pável Trubetskói en 1898. Al lado, en la habitación de la esquina, está el piano de cola, un billar chino, un sofá con mesa y lámpara, y un canapé. A la izquierda, una sala con un escritorio, que muestra manuscritos originales. Tras un biombo, la cama, y, junto a ella, un balancín, un batín, una mesita con palangana y el jarro de agua: es el dormitorio de Sofía Andréievna y Tolstói. Ella, tenía una mesita para hacer punto de cruz.

Más allá, la habitación de los niños: Alexéi, que murió con cuatro años; y Alexandra. Una mesa con trabajos escolares, plumas, tampón. Un caballito de madera, una muñeca, un baúl y dos camas. Al lado, otro aposento, para las criadas, y una estancia para niños, que da al patio, mirando a la calle: una mesa con un globo terráqueo, un reloj de campana, libros, armario y el aguamanil para lavarse. Después, la habitación de Tatiana: es la más bonita. Dos butacas doradas, dos mesitas, muchos cuadros en las paredes, todas pintadas de color rosa, y numerosos portarretratos, y una caja para la correspondencia, con llave. Después, el visitante se encuentra un rincón con armario-mostrador para el samovar, y para guardar vajilla, que tiene un quinqué en la pared.

Junto a la escalera, el abrigo de Tolstói, forrado con piel. Arriba, la sala con un piano de cola y partituras de Haydn, Chopin y Beethoven. Es grande, espaciosa, presidida por una gran chimenea, aquí lo visitó Rimski-Korsakov. Hay una mesa para diez comensales, dispuesta; un canapé y seis sillas con almohadillados dorados ante un ajedrez, y todavía más asientos en la sala. Después, otra gran estancia con mesas y sillas, una cama turca habilitada como sofá: en ella, podían sentarse hasta doce personas, y una gran alfombra. En ese piso superior, están los dormitorios: el de María, Masha, tiene un biombo. Al lado, la habitación para la modista, muy pequeña, con un maniquí y dos minúsculas camas. Y una tercera habitación, diminuta: solo cabe un lecho, baúl, mesa y silla, y una estufa.

El estudio de Tolstói es inhóspito. Una mesa con una pequeña baranda en los bordes, un sofá y seis butacas negras, y un armario al que los vigilantes de la casa no dejan acercarse. En la mesa, dos palmatorias, tinteros, secador, plumas, y un periódico y una carpeta, como si la víspera Tolstói hubiera dejado todo preparado. Aquí escribió Resurrección, que acabó con más de setenta años, La muerte de Iván Ilich y La sonata Kreutzer, y trabajando en esa mesa le hizo Nikolái Ge su célebre retrato de 1884, y P. V. Preobrazhenski le fijó en una fotografía de 1898 que casi parecen la misma escena. La mayor parte de sus libros se encuentran en Yásnaia Poliana, donde guardan más de veinte mil volúmenes, muchos de ellos en francés.

Al lado del estudio, un espacio para la ropa, con perchero; otro para los zapatos, y una bicicleta que utilizó siendo ya un anciano. Escondido tras un armario, un aguamanil y dos sillas. Y unas botas que hizo el propio Tolstói. Desde esta casa, fue a pie, tres veces, hasta Yásnaia Poliana.

* * *

La edición soviética de sus obras completas, que se terminó en 1958, llenó noventa volúmenes y está disponible en internet, y la colección de sus diarios y de su correspondencia a lo largo de casi setenta años, que tradujo la eslavista mexicana Selma Ancira al castellano, da cuenta de sus preocupaciones, de su vida de noble: escribió sus diarios hasta unos días antes de morir. Consiguió una inmensa celebridad en Rusia y en toda Europa. Stefan Zweig creía que Tolstói había sido el escritor más fotografiado, aunque las imágenes no estuvieran disponibles: en el Museo Tolstói se conservan más de doce mil; muchas, con escenas de su familia, tomadas por su editor, Vladímir Chertkov, con quien mantenía una gran amistad y relación: Tolstói le escribió tantas cartas que llenan cinco volúmenes de sus obras completas.

Pável Ivánovich Biriukov publicó su biografía en vida de Tolstói, que pudo corregir y revisar el texto, acompañada de documentos, cartas y fragmentos del diario que escribió durante toda su vida. Anotó en él sus quehaceres, sus intereses; durante sesenta años escribió en sus páginas, aunque a veces dejó de hacerlo, como en la década larga entre 1863 y 1877: la escritura de Guerra y Paz entre 1863 y 1869, y de Anna Karénina entre 1873 y 1877, lo absorbía. De manera que puede seguirse su evolución y sus preocupaciones: apunta sus tropiezos, como cuando c0n menos de veinte años contrajo la gonorrea por frecuentar prostitutas, o cuando se entregó al juego en sus años de milicia. También son relevantes para ver su evolución las páginas que escribió su mujer, Sofía. Tolstói era absorbente: Biriukov estuvo a punto de casarse con Masha, la hija predilecta, pero el escritor no quiso renunciar a ella, que copiaba sus manuscritos, atendía su correspondencia, trabajaba en las tierras de la familia. También impidió que se casase con Petia Raievski, un amigo de la familia, y con Nikolái Zander, un maestro a quien Masha se resistió a renunciar. Finalmente Masha pudo casarse con Nikolái Leonídovich Obolenski, un príncipe arruinado. En 1906, Tolstói vio morir a su querida hija, muerta con solo treinta y cinco años.

Sus padres murieron cuando Tolstói era un niño. En 1837, la familia Tolstói se traslada a la ulitsa Pliushchikha, en Moscú, donde vive su infancia, primero con su padre y después con su abuela, y en 1841 los llevan a Kazán, donde viven con su tía Pelagheya I. Yushkova, casada con un terrateniente de la región; y donde tres años después ingresa en la Universidad, primero en la facultad de Filosofía para estudiar literatura árabe-turca y después en Derecho, que abandona en 1847, sin culminar sus estudios. Tiene inquietudes religiosas, viaja con frecuencia a Moscú, frecuenta prostitutas, lee a Rousseau y a Dickens. Con veintiún años decide estudiar Derecho en San Petersburgo, con la intención de “quedarse para siempre”, pero abandona al año siguiente, cargado de deudas. El 8 de diciembre de 1850 escribe en su diario, confuso pero decidido a cambiar: “Dejé de hacer castillos y planes españoles”; a finales de año se instala en Moscú, y en abril de 1851 recorre el Cáucaso con su hermano Nikolái, oficial del ejército zarista, y él mismo se incorpora en enero de 1852. Vive en Tiflis, lee a Platón, a Rousseau, a Dickens, y en marzo de 1854 va a Bucarest con el ejército, y al año siguiente a Sebastopol, donde recibe la primera carta de Turguénev aconsejándole que abandone el ejército y cultive la literatura.

En casa de su abuela, Tolstói escuchaba a un ciego que explicaba las historias de las mil y una noches, una de sus influencias tempranas: tal vez por eso escribió su trilogía Infancia, Adolescencia, y Juventud, publicados entre 1952 y 1856, aunque esas páginas son más un conjunto de relatos que recuerdos reales, que también incorpora. En 1854 su compañía va a la guerra de Crimea (donde Rusia se enfrenta a Gran Bretaña y Francia) y lucha en Sebastopol, de ello surgirán sus Relatos de Sebastopol. Cuando cayó la ciudad, el 27 de agosto de 1855, la víspera de su cumpleaños, Tolstói tenía bajo su mando cinco cañones de batería; consideró una tragedia la derrota, un hecho que recordó durante toda su vida.

En noviembre de ese año fue a San Petersburgo, donde conoció a Turguénev, Nekrásov, Ostrovski, Goncharov, y un año después se licenció de la milicia. Era ya conocido en los círculos literarios, que le disgustaban. En febrero de 1857 inicia un viaje por Europa: Francia, Italia, Suiza, Alemania; llega a París, donde lo reciben Turguénev y Nekrásov y donde presencia una ejecución en la guillotina. Durante mes y medio frecuenta a Turguénev en la capital francesa, aunque tienen diferencias; en su diario, Tolstói escribe sobre él: “Es un hombre frío e inútil, aunque inteligente, y su arte es inofensivo.” Después, va a Lucerna, Berlín, Varsovia. En Baden-Baden pierde todo su dinero en la ruleta, y en julio tiene que regresar en un vapor a San Petersburgo: ha dilapidado sus recursos. En 1860 viajó al sur de Francia, por la muerte de su hermano Nikokái. Volvió más tarde a Europa: de 1861 es el conocido daguerrotipo de Tolstói en Bruselas. Ese año, una disputa con Turguénev le lleva a romper con él, con quien no se reconciliaría hasta diecisiete años después.

En 1862 Tolstói recorre de nuevo Europa y conoce en Florencia a Serguéi Volkonski (un general que había pasado treinta años exiliado en Siberia tras el fracaso decembrista, y que le serviría de inspiración para el personaje de Andréi Bolkonski de Guerra y paz), y en Londres a Herzen y a Dickens. En los años siguientes, Tolstói escribe y procura la emancipación de los siervos de su hacienda, que es acogida por estos con desconfianza. Años atrás, en San Petersburgo, Tolstói ya había empezado a escribir un plan para la liberación de los campesinos en sus tierras de Yásnaia Poliana y Gretsovka, proyecto que desarrolló en 1856 mientras negociaba las condiciones con ellos, que tenían un temor de siglos sobre las intenciones de los terratenientes.La abolición de la servidumbre por Alejandro II en 1861 dejó a muchos campesinos sin trabajo y sin saber qué hacer, y Tolstói creó entonces una escuela para los hijos de los mujiks en sus tierras de Yásnaia Poliana, donde él mismo impartía clases.

En 1862, en la iglesia de la Natividad del Kremlin moscovita, desposa a Sofía Andréievna Bers, una joven de dieciocho años con quien tendrá trece hijos y una relación difícil que les llevó casi hasta el divorcio, y serias diferencias: tras el nacimiento de su hija Masha, que casi causó la muerte de Sofía Andréievna, Tolstói rechazó de plano la recomendación médica de que su mujer no tuviese ya más niños. Cuando se casó, el escritor ya había tenido un hijo, Timofei, con una campesina, Aksinya Bazikina, esposa de uno de sus siervos; el niño se educó en la escuela del propio Tolstói y después trabajó como cochero en su finca. En esos años, el escritor interviene en asuntos políticos, critica el despotismo zarista y los atropellos del gobierno. De hecho, hacía años que la policía zarista lo vigilaba, como después la censura le prohibió artículos y libros, y tras las protestas de otros nobles que acusaron a Tolstói de favorecer a los campesinos, los gendarmes llegaron a registrar su casa, en 1862, en busca de una imprenta secreta.

En Guerra y paz, que había iniciado pensando escribir una novela sobre los decembristas y el retorno de exiliados de Siberia, acaba esculpiendo el gran friso sobre la guerra napoleónica y la Rusia de Alejandro I. Trabaja en bibliotecas moscovitas, visita el campo de batalla en Borodinó, el mayor enfrentamiento de las guerras napoleónicas, y consigue terminarla en 1867. Se inspira en miembros de su familia para dibujar el carácter de algunos personajes: el príncipe Bolkonski recuerda a su abuelo materno, que vivió en tiempos de Catalina II; el príncipe Andréi se basa en un primo hermano de su madre, el príncipe Nikolái Grigórievich Volkonski, que había participado en las guerras napoleónicas; Tatiana, hermana de su esposa, se refleja en la Natasha Rostov, alma de la novela; incluso se fija en sus padres, cuyas cualidades se encuentran en Nikolái Rostov y en la princesa María Volkónskaia. También alude a su familia en otras obras: rasgos de su hermano Dmitri se encuentran en el hermano del Levin de Anna Karénina. Tolstói apuntó que Guerra y paz no era una novela, ni un poema o una crónica histórica, aludiendo de paso a su desdén por las formas canónicas en la literatura europea, porque creía que desde Pushkin la literatura rusa se “desvía de las formas europeas” (citaba como ejemplos Almas muertas, de Gógol, y La casa muerta de Dostoievski). Las ilustraciones de Guerra y paz y de Resurrección fueron realizadas por su amigo Leonid Pasternak, padre del novelista.

Sus frecuentes depresiones le hacen dudar de sí mismo, porfiar con su mujer y sus hijos, refugiarse en Schopenhauer y en un misticismo cristiano e inquietud espiritual que le llevan a rechazar incluso la escritura: hacia 1869, repudia la literatura y deja de escribir; la crisis que le abruma, ante un mundo que considera debe cambiarse, le lleva a rechazar sus propias obras, a arrepentirse de haberlas escrito, aunque cuatro años después inicia Anna Karénina que no terminará hasta 1877, sin dejar por ello sus ocupaciones espirituales que se expresan en obras como Confesión o Mi fe. Toma como modelo para la heroína de su novela a María Alexandrovna Hartung, la hija mayor de Pushkin, a quien conoció en Tula en 1868, y el destino de Anna Karénina se inspira en el suicidio de la amante de un vecino suyo, Anna Stepanovna Pirogova, que, abandonada, se lanzó bajo un tren de carga. Esa historia de Anna y el conde Vronski se publicó en 1878, dejando paso después a una profunda depresión de Tolstói.

Estudia griego para leer a Homero y Platón, y se enorgullece de leer en el original a Jenofonte, como estudió hebreo, para leer la Biblia; también, física, astronomía, y llega a escribir artículos sobre esas materias. Lee también a Erasmo, Agustín, Emerson, Montaigne. Un pleito por la muerte de un pastor le lleva a planear irse a vivir a Inglaterra; se preocupa por la pobreza del pueblo ruso, que observa en los barrios moscovitas, y su peculiar religión atrae a los curiosos que se acercan a su casa. Transcurre casi una década hasta que publica, en 1886, La muerte de Iván Ilich. En 1887, Nikolái Leskov lo visita en Moscú, y Tolstói conoce a Tomáš Masaryk. Sus convicciones le abruman: quiso renunciar a sus propiedades y a los ingresos que le reportaban sus libros, con la oposición de su mujer; era ella quien cuidaba de la hacienda, de los gastos, de las necesidades de los hijos, además de atender la correspondencia de su marido, de copiar sus libros: el escritor pudo dedicarse a sus asuntos, a sus novelas, a su religión laica, mientras Sofía bregaba con la vida, asistida por criados y campesinos. Su obsesión por la lascivia le llevó a escribir: “Tengo que acostarme con mujeres. De lo contrario, la lujuria no me abandona ni un instante”. Tuvo siempre esa inquietud, pero en los frecuentes embarazos de Sofía, Tolstói aprovechaba su condición de conde y terrateniente para acostarse con jóvenes campesinas, atribuyendo a su esposa la responsabilidad por no satisfacerle. En esos años, Tolstói se refugia en una consciente austeridad y vida frugal, busca la virtud, trabaja incluso los campos y medita entregar sus tierras a los mujiks, mientras su familia continúa la vida ociosa, indolente y despreocupada de la vieja nobleza. Ayuda a los campesinos en los meses de la hambruna que se desata en Samara en 1891, y crea comedores en Riazán, reparte leña, ayuda a sembrar. Al mismo tiempo, copia aforismos y pensamientos de escritores de todo el mundo, que recoge en su Círculo de lectura.

En 1901 está viejo y enfermo y es excomulgado por la iglesia ortodoxa, el mismo año en que Ilia Repin, que lo calificó de “la mejor persona del mundo, el alma más delicada”, pinta su retrato, vestido con blusa de mujik, descalzo en el bosque: Tolstói se ha convertido en un campesino, pero es el señor, el conde. En septiembre se va a Gaspra, en Crimea, a la finca de la condesa Sofía Panina; allí recibe a Chéjov, que estaba en la cercana Yalta, y a Gorki, a Alexandr Goldenweiser, e incluso al gran duque Nikolái Mijáilovich Románov. En los meses siguientes contrae neumonía y tifus, pero consigue recuperarse, aunque después cae bajo la gripe. En la revolución de 1905 se pone al lado de los campesinos y critica a Nicolás II por olvidar al pueblo; por eso, dos años después, escribe al presidente del gobierno, Stolipin, pidiendo la abolición de la propiedad de la tierra. No podía extrañar que, en 1908, con ocasión del ochenta cumpleaños de Tolstói, el Santo Sínodo de la iglesia ortodoxa llamara a los fieles a no honrarle en su aniversario. Ese mismo año, Prokudin-Gorski toma su célebre fotografía del escritor, con blusa campesina y botas negras para montar a caballo: la primera en color que se hizo en Rusia. Cada vez padece más achaques, incluso prepara su muerte, y vuelve a pedir a su familia que renuncie a los derechos de sus obras.

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Su preocupación por la forma de vivir el cristianismo, y la propia figura del Cristo, le llevaron a definir un singular evangelio de cinco mandamientos: en él, Tolstói cree que no se debe ofender a nadie; ni perseguir aventuras con mujeres; ni jurar nunca, porque los juramentos llevan a malas obras; pide aceptar las ofensas y huir de la venganza; y no diferenciar las patrias, porque todos los seres humanos son hijos del mismo padre. De hecho, en su artículo “Cristianismo y patriotismo”, escribió que el nacionalismo era “estúpido e inmoral”. En la inquieta Europa que recibía el orientalismo, que soportaba la voracidad burguesa y las ciudades negras de la industria, aquella Rusia que llegaba con las novelas de Tolstói, y también con Dostoievski, revelaba un mundo eslavo espiritual que impregnaba la vida y dotaba de una nueva sensibilidad al ánimo fatigado del continente. En su Vida de Tolstói, Rolland escribe que los lectores europeos recibieron sus novelas con emoción porque “jamás una voz como la suya había resonado por toda Europa”. Hicieron suya su obra “por su vida ardiente, por su juventud de espíritu. Nuestra, por su desencanto irónico, su implacable lucidez, su obsesión por la muerte. Nuestra, por sus sueños de amor fraternal y de paz entre los hombres.” El ascetismo, pero también la corriente nihilista, se expresan en ese peculiar cristianismo de Tolstói que rechaza la riqueza, que siente los pecados del mundo, que se aleja de la iglesia, aunque rechaza cualquier tentación atea. Esa insatisfacción ante la vida real que padecía el pueblo ruso y su búsqueda de un nuevo horizonte donde impere la justicia, está en el nihilismo y en el naciente movimiento obrero, y también en la obra de Tolstói, aunque todos tomarán caminos diferentes.

Inclinado a la humildad, Tolstói no rehuía la gloria. Ese Tolstói moralista, que rechazaba la sexualidad pero tuvo trece hijos, era un singular anarquista fuera de las organizaciones ácratas de su tiempo, contrario a la propiedad privada, solidario con los trabajadores en los años de la guerra ruso-japonesa, hombre fraterno con los campesinos, pero desdeñoso con la capacidad de las mujeres, hasta el punto de rechazar su igualdad con los hombres; pacifista que llegó a influir en Gandhi (con quien mantuvo correspondencia al final de su vida y que llevó al indio a bautizar la cooperativa sudafricana de Durban como Granja Tolstói), hostil con la Iglesia ortodoxa pero no con la religión, abierto enemigo del ateísmo (“la fe es la fuerza que nos mantiene vivos”), que siente un profundo dolor ante la miserable suerte de los oprimidos, pero noble, al fin, porque era un terrateniente que podía comunicarse con la familia del zar.

La obsesiva búsqueda de la espiritualidad, los castigos que se infligía, el constante sentimiento de culpa, el lúgubre remordimiento por sentir deseos sexuales, sus sermones sobre las relaciones carnales y la necesaria castidad que exigía, la lujuria que lo perseguía, revelan un hombre devoto y exaltado, intransigente y consumido: pretende que los campesinos abandonen el alcohol y no prueben la carne, como hace él, pero también le descubren sinceramente angustiado por la dura vida de los mujiks. Su severidad consigo mismo venía de lejos: el 7 de julio de 1854, había anotado en su diario: “Soy tonto, torpe, sin escrúpulos y sin educación. Soy irritable, aburrido con los demás, inmodesto, intolerante y avergonzado desde niño. Soy casi ignorante. Lo que sé, lo aprendí de alguna manera yo mismo, a trompicones, sin comunicación, en vano. Soy incontinente, indeciso, voluble, estúpidamente vanidoso y ardiente, como todos los cobardes”, aunque Chernishevski destacó la «pureza del sentimiento moral» de Tolstói.

Lev Nikoláievich fue duro con Shakespeare, como anotó Rolland; no soportaba a George Sand, y estimaba menos a Dostoiesvki que a Turguénev, aunque no por ello dejó de tener una relación difícil con él, a quien reprochaba su vida disipada, siempre en el pecado. Sus fotografías con Gorki y Chéjov, que lo fue a visitar a Yásnaia Poliana en 1895, muestran a Tolstói en el mundo, aunque se alejaba de él; en cambio, nunca conoció a Dostoievski, de quien leía Los hermanos Karamázov en los últimos días de su vida: el libro quedó en su habitación de Yásnaia Poliana cuando huyó, y todavía se encuentra sobre la mesa.

Huye de su casa el 28 de octubre de 1910, en un carruaje, acompañado de su médico personal, Dushan Petrovich Makovitski; llega a la estación de ferrocarril de Kozlova Zaseka, donde toma un tren: quiere ir al monasterio Shamordinski, allí está su hermana la monja Maria Nikolaevna; después, cambia de idea y pretende llegar a Novocherkassk, pero enferma y baja del tren para morir en Astápovo, un pueblecito al que la revolución bolchevique cambiaría su nombre por el de Tolstói. En la casa del jefe de estación, Iván Ozolin, le disponen una cama, donde muere el 7 de noviembre. Su tumba, sin cruces cristianas, un sencillo túmulo de tierra, está en Yásnaia Poliana, entre los abedules. Zweig, que fue invitado por los sóviets al centenario del nacimiento del escritor en 1928, visitó Yásnaia Poliana, y la sencillez desnuda de su sepultura le causó una profunda impresión: “Ni la cripta de Napoleón bajo el arco de mármol de los Inválidos, ni el sepulcro de Goethe en el panteón de los príncipes, ni ninguno de los monumentos funerarios de la abadía de Westminster impresionan tanto con su aspecto como esta tumba conmovedora en su anonimato, magnífica en su silencio, perdida en medio del bosque y rodeado tan sólo por el susurro del viento; sin mensaje alguno, sin palabras.”

El sonido del hacha talando el jardín de los cerezos de Chéjov había anunciado el fin de una época, y tras la muerte de Turguénev y Dostoievski, la desaparición de Tolstói cierra el ciclo de la excepcional literatura rusa de la segunda mitad del siglo XIX que se había interrogado sobre la condición humana y su manera de permanecer en el mundo. Gorki rompió a llorar al conocer la noticia del tránsito de Lev Nikoláievich, y Víktor Shklovski recordó que, cuando murió Tolstói, la vida en Rusia se detuvo y un espeso silencio cubrió San Petersburgo. Por eso, el reloj de la estación de Astápovo, hoy Lev Tolstói, marca desde entonces las 6’05, la hora de su muerte.


El Pichuychanca

Chiquian, 14 de marzo 2022