El Pichuychanca
lunes, 3 de diciembre de 2018
Referéndum, organización criminal y buscando asilo.
El Pichuychanca
viernes, 23 de noviembre de 2018
Coronas, cartas y alumnos.
Al amanecer, en el horizonte, aún en el cielo oscuro, una titilante perla solitaria guiñando al pueblo dormido, se va extinguiendo. El reloj, ubicado en el velador, sus relucientes agujas, monótono, tañen con timidez, tic-tac, tic-tac. Cuando llega a las 5 1/2 de la mañana, dobla con ensordecedor ruido, despertando a la eficiente y perita de coronas, Srta. Dolores Aguirre Novoa, mi tía por parte de mi bisabuela doña Agripina Álvarez Novoa.
Mi tía Dolores, atesoraba una fisonomía redonda, tez blanca y candorosa. En sus cuencos descansaba bondadosos ojos risueños, pardos y redondos. Su nariz era pequeña y respingada donde posaba el puente de los impertinentes de lunas gruesas y montura de carey color marrón. Su larga cabellera cana y sedosa, con dedicación y afán, lo acicalaba a diario, cada mañana, haciendo un copete lo sujetaba con una peineta detrás de su pequeña y redonda cabeza. Su andar era lento y se apoyaba de un bastón, para ese entonces tenía setentaicinco años, el reumatismo de a poco le iba afectando. Era pequeña de estatura, pero de un corazón magnánimo y grande. Crió con tesón a su sobrino Hernán Reyes Aguirre como su propio hijo, y a los hijos de éste, Romeo, Carlos y Vladimiro como sus verdaderos nietos.
Del comedor a la tienda, después de haber tomado desayuno, se dirigía con pasitos cortos y lerdos, auxiliado por el cayado. El negocio ubicado entre el Jirón comercio y Leoncio Prado, constaba de un estante de madera, colmado de gaseosas y una nimiedad de abarrotes. Encima del dilatado mostrador color celeste, junto a la puerta del comedor, reposaba la pequeña vitrina, la balanza y el pote rectangular, conteniendo la manteca. Al costado de la puerta, del Jirón Comercio, yacía el par de cilindros, uno encerraba kerosene y el otro ron de quemar. La pared al frente del estante, estaba emperifollado de cuadros de los equipos protagonistas del futbol profesional, resaltando el equipo moreno del Alianza Lima.
Avanzaba paso a paso entre el estante y el mostrador, hasta llegar a la silla, ubicado en la esquina de la tienda. Logrando arrellanarse, con entereza y una brizna de dificultad. Se abrigaba las piernas, pequeñas y quebrantadas, con el manto que lo dejaba en el respaldar del reclinatorio
Los nietos, muy temprano y con debida concentración, prosesaban los apropiados armazones de las coronas, con asiduidad y esmero. Y Antes de marchar al colegio, con entusiasmo y apuro, lo dejaban, muy cerca donde reposaba la perita en el montaje de diademas, todos los materiales para su elaboración.
Con excepcional paciencia, con sus liliputienses manos plegadas, procedía a envolver y amarrar con prolijidad los armazones con las hojas de viejos periódicos pasados o con los resistentes papeles de los sacos de abarrotes, redoblados de manera concienzuda. Finalizado esta diligente tarea, sosteniendo entre sus activas manos, estiraba los parvos brazos y frente a ella; oteaba, una y otra vez, meneando su cabeza de un lado a otro, si había alcanzado la casi requerida y perfecta circunferencia, sonriendo, daba su propio visto bueno de la primera fase en la elaboración de las solicitadas coronas.
En el transcurso de las primeras horas de la tarde, luego de almorzar, arrimaba el engrudo y el papel de seda, cortados con anticipación, en decenas de diminutos segmentos rectangulares, con exactitud milimétrica. Cogía el empapelado armazón y empezaba a deslizar, con aplicación, el engrudo que ella misma preparaba y con asombrosa destreza pegaba los finos papeles envolviendo, poco a poco, el armazón. Luego, juntando las comisuras de los ateridos labios de su pequeña boca, soplaba con delicadeza en dirección de los diminutos segmentos, éstos, se abrían como los pétalos de una flor. A continuación le daba los últimos toques, que solo ella lo sabía hacer. A la vista de todos resultaban tupidas, ensortijadas y atractivas. Las coronas grandes, medianas y pequeñas de color negro, morado, blanco y celeste, se exhibían suspendidos en el estante, listos para su venta.
De tarde en tarde siempre le visitaba don Luis Castillo, hombre jovial, caballero y respetuoso. Cuando le saludaban, respondía con tal atención que devolvía el saludo ofreciendo muchos parabienes para el que le saludaba y para toda su correspondiente familia. Era un experto en lanzar espontáneamente algunos refranes, dichos y sentencias.
Recuerdo cierta vez, una tarde, cuando estuve haciendo un mandado de mi tía Dolores, llegaban sus amigos y la clientela uno tras otro. El primero en llegar fue el tío Lucho, los mocitos le llamábamos de esta manera, con cariño. Luego, vino otro a comprar querosene más el ron de quemar. Un tercero, solicitando manteca y azúcar. Y el cuarto cliente, venía a adquirir un par de coronas. Estaban platicando por unos breves minutos y en un instante de espontaneidad, el Tío Lucho, pregunta con voz de tenor:
Los clientes, desconcertados se miran el uno al otro. Uno agarrándose la barbilla, otro, pensativo mirando al vacío y el tercero, que estaba apresurado por marcharse, preguntó:
---No sabemos, ¿Qué fecha es? ---con ojo bromista y mirando a cada uno de los presentes, el tío Lucho, respondió con jovialidad:
-Es…febrero ---Sorprendidos, los clientes preguntaron en coro:
---¿Por qué febrero?
---Pues, por qué febrero trae solo… 28 días. ¡Je, je, je!
Estallando de risa, los parroquianos se marcharon por diferentes direcciones y la tía Dolores, apoltronada en la silla, desde el abrigado recodo de la tienda, azorada también sonreía.
***
En algunas ocasiones; en mi impúber edad de catorce, quince años, los fines de semana, enviado por mi madre, iba a dormir a la casa de mi tía Dolores que cada día era afectada por el reumatismo, por lo tanto, imposible para poder caminar por si sola. Con puntualidad, por las mañanas y las tardes, de sus aposentos a la tienda y viceversa la llevaba cargada en mis mofletudos brazos y, ella con los brazos parvos y calurosos, con cariño, mirándome a los ojos, se aferraba con mucha fuerza a mi ancho y juvenil hombro.
A pesar de su ancianidad, la querida tía Dolores, conservaba una lucidez envidiable. Hallándome en la tienda, he sido testigo involuntario de sucesos inesperados. Mujeres de edad madura y poco instruidas comparecían, de tarde en tarde, ante la lectora de misivas solicitando su disposición y la buena voluntad para leer la carta recibida de un familiar suyo, guardando, de modo severo, el secreto de su contenido. Los visitantes ahi presentes se retiraban, con mucha diplomacia. A los mocitos a quienes enseñaba las primeras lecciones, con sutileza los enviaba al fono de la tienda comentando que era un mal hábito oír cartas ajenas
Una tarde, a mediados del mes de diciembre, cuando dejó de llover y por lss calles de veredas angostas, habían emergido pequeños regatos, una señora, desconocida para mí, jadeante, se presentó en la tienda. Era de contextura baja, rostro delgado y pálido. En los grandes ojos claros, reflejaba cierta nostalgia. Sobre su cabeza, traía puesto un sombrero blanco de alas cortas, en el borde de la copa posaban una multitud de coloridas flores naturales y frescas. Sobre sus enjutos hombros pendían dos largas apretujadas prietas trenzas y el pañalón le cubría del frio. Vestía con una pollera amplia y multicolor y en los pies semidesnudas las ojotas.
En el momento que estaba revisando el cuaderno de uno de los inquietos pequeños alumnos, aquella señora, desde la puerta, con voz agitada saludó:
---Buenos tardes.
Los mocitos giraron su cabeza y la maestra Dolorita, desde su posición, arrellanada sobre la silla, en el cantillo de la tienda, levantando los ojos bondadosos, pardos y redondos sobre los impertinentes, con voz cariñosa, le invito a pasar:
---Buenos tardes, adelante ---Realizando un ademan con la mano le indicaba:
---Por favor toma asiento, en que te puedo ayudar.
La señora se puso delante del mostrador, luego se sentó frente a ella revisando el cesto suspendido del antebrazo, extrajo un sobre y le entregó extendiendo el delgado brazo y algo turbada, revelaba:
---Por favor, acudo a usted, para que me haga el servicio de leer la carta que me ha enviado mi hija.
La puntual lectora de misivas, tomo la carta entre los menudos dedos, lo colocó sobre el mostrador, presionando con una mano y con la otra, aplicada, con una navaja cortaba poco a poco el borde del sobre. Extrajo con prudencia la carta, lo desdobló. Ajustó el puente de los impertinentes de lunas gruesas sobre su pequeña nariz respingada, empezó a leer de manera pausada y con voz serena:
“Lima…
Mi querida mamaíta, cuando recibas y escuches esta carta, espero con toda mi alma, te encuentres gozando de buena salud junto con mis hermanos menores que los recuerdo y les tengo presente en lo más hondo de mi corazón”.
Valentina, hija mayor, hace un año que había terminado la secundaria y medio año vivía en Lima en la casa de una tía, hermana de su madre. Se encontraba al borde de la cama junto al velador, bajo la luz mortecina de la lámpara y junto a la ventana, recordando su feliz vida infantil, ahora lejos de su madre, en medio de la soledad, seguía escribiendo:
“Mamaíta, con la platita que me enviaste la última vez, logré matricularme en la academia, hago lo posible para no faltar. Digo esto, porque mi tía siempre me envía hacer los mandados; lavar los trastes, ir a comprar al mercado, limpiar la casa que no es tan grande pero me quita el tiempo para estudiar. Pero mamaíta de mi corazón, no te preocupes, para ganar el tiempo, me levanto muy temprano, sin hacer ruido y sobre mi cama repaso los libros y los apuntes que están en mi cuaderno”
Valentina, hace una pausa, pensativa observa los libros prestados por el primo, el único hijo de su tía y mayor que ella. Encoge sus lozanos hombros. Continuaba redactando”.
“Sabes mamaíta linda, pondré mi máximo esfuerzo para serte útil en lo que esté a mi alcance. A veces no me alcanza la platita que me envías. Trato de ahorrar en lo que puedo. No te exijo que me mandes más dinero, ya es mucho de lo que recibo, seguro que les hará falta a mis hermanitos. Te digo esto mamaíta, porque la semana pasada, saliendo de la academia, me fui a estudiar a la Biblioteca Nacional que está ubicado en la Avenida Abancay. Al Salir, vi una tienda de helados, me provocó y compre un barquillo. Luego, cuando iba a tomar la línea nueve que atraviesa cerca de la casa de mi tía, que queda al final de la Avenida Brasil, no me di cuenta que ya no tenía para mi pasaje de regreso”
La lectora de la misiva, hizo una pausa, alzó los ojos piadosos sobre los gruesos impertinentes, observó que la señora se hallaba con la cabeza inclinada hacia adelante. De los ojos grandes y claros manaba lágrimas de aflicción. Para calmarla, le convidó un vaso de agua. Luego de unos breves minutos, con el rumoreo de la llovizna que se desplomaba de nuevo en la calle empedrada, prosiguió con la lectura:
“Con cierto temor decidí caminar, rumbo a la casa de mi tía. Preguntando a las personas, conocí el Jirón de la Unión, la Plaza San Martin y la Avenida Paseo Colon llegando por fin a la Avenida Brasil, frecuentada por mí. Mamaíta, no quiero causarte más ansiedades de lo que ya tienes. Todo esto te lo cuento porque usted es mi única amiga, no tengo a nadie más aquí en esta ciudad grande a quien contar mis experiencias que me toca vivir día a día. Fue una divertida aventura caminar. Me acordé cuando caminábamos por primera vez, de nuestro pueblo a Chiquian para seguir estudiando en el único colegio de la Provincia. Usted mamaíta, iba tras de nosotros cuidándonos. Ahora por el momento ando sola, pero me cuido
Mamaíta, estos días estuve pensando con añoranza. Se acerca la fiesta de navidad, es la primera vez que no estaré a tu lado, extrañaré tu calor de madre, tus abrazos, tus besos, tu cariño. ¡Ay! Mamaíta, hoy cuanto valoro tu desprendimiento, tu sacrificio, tu amor por todos nosotros. El mejor regalo que nos has dado, es la vida, tu ternura, el afecto y amor incomparable, sin condiciones y sin pedir nada a cambio. Mamaíta, mi regalo no va ser de objetos materiales y temporales. Mi regalo para ti, mamaíta, es corresponderte con todo el amor del mundo que te tengo, no hay palabras, mamaíta, para expresar lo que percibo desde lo más recóndito de mi ser que te admiro, te amo más que a mí misma. Sin querer ser nostálgica, te escribo y lo digo en voz alta, una y otra vez que: ¡TE AMO MAMAÍTA!, ¡eso es la pura verdad¡ saludos y abrazos fuertes para cada uno de mis hermanitos.
Se despide hasta la próxima carta, tu hija Valentina”
Con profundos suspiros, aun con la carta entre los dedos de su aterida mano y adherido a la altura de su contrito corazón, incorporándose de la silla, habló con voz palpitante:
---Mañana, más tranquila, volveré para que le escriba mi respuesta.
Se despidió de la lectora de misivas, agradeciéndole profundamente su servicio. Desde la abrigada esquina de la tienda, detrás del mostrador, la siguió con mirada piadosa hasta la puerta, llegando a la calle desapareció de sus ojos pardos y bondadosos.
Retomó su vocación de enseñar pacientemente a los alumnos que fluctuaban entre los cinco y siete años de edad. Colocándose con cuidado los impertinentes de lunas grandes y gruesas cuyo puente se resbalaba cerca de sus refinadas aletas de su respingada nariz. Esmerada, escribía, en el cuaderno de caligrafía de cada inquieto rapaz, las cinco vocales, adornadas, grandes y redondas, como modelo. Los mocitos como tarea, agarrando el lápiz entre sus menudos dedos, a veces concentrados y en otro momento con flojera, escribían con dificultad el prototipo escrito en primera línea del cuaderno. Siguiendo el orden de las vocales, tenían que rellenar toda la hoja. Bajo su tutela que duraba dos meses. Pronto, los mocitos ya sabían escribir y deletrear algunas oraciones cortas, auxiliados por el inseparable libro Coquito.
Ciertos adolescentes, estudiantes del colegio, se hallaban en la sala de la casa de uno de los condiscípulos, alumbrados por la luz mortecina de focos amarillentos o, cuando por algún desperfecto técnico de la planta eléctrica, provocaba un inesperado apagón, salía a relucir la luz agónica y quieta de las velas. Entonces bajo la penumbra y el silencio de la habitación, realizaban con determinación y celo las tareas encomendadas por el maestro del curso de lenguaje o literatura y, cuando uno de ellos incurría en alguna negligencia ortográfica, los compañeros de clase se mofaban diciendo: “¡No has desfilado por las aulas de la tía Dolorita!”
El Pichuychanca
Chiquian 23 de noviembre 2018
Canto a la vida
Chiquian. Mes de Marzo |
Canto a la
vida
martes, 13 de noviembre de 2018
Rosa roja
Rosa Roja
|
sábado, 3 de noviembre de 2018
Historia del Perú
Tiempos de lluvia en Chiquian |
Historia del
Perú
viernes, 19 de octubre de 2018
Excursion, señales y momias .
La señal es tan antigua como el hombre mismo. Nos da indicio sobre el tiempo, la hora y los caminos por donde dirigirse. Cuando en el horizonte, sobre los cerros y nevados, se forman nubes sombrías, nos señala el pronóstico del tiempo, lloverá. Nuestra propia sombra proyectada por los rayos del sol en su cénit, nos señala que ha llegado el mediodía. El humo de una fogata que se encumbra sobre las copas de los altos árboles o incluso sobre los picos de los cerros y flotando quedo por el inmenso espacio azulado, nos indica varias posibilidades: uno, la ubicación de un pueblo cercano, dos, están trabajando en los campos o, alguien solicita de manera urgente que lo auxilien. Hay señales que son visuales como auditivas, los hay también, sencillas y otras complicadas. En las carreteras hay señales que revelan curvas cerradas, peligro por posible desplome de piedras y, riesgo por adelantar a otro vehículo. Otros como el celular o el tic-tac de las agujas del reloj despertador cuando llega a la hora programada, comienza atronar o, el canto chillón de un gallo, nos señala que son las primeras horas de un nuevo día. Después de todo, las señalizaciones, son de modo considerable, necesario y urgente, máxime, en los lugares turísticos que se encuentran alejados de los pueblos. En estos tiempos hay señales que son modernas, uno de ellos, el GPS. Pero cuando no hay señales de internet o la batería del celular se agota, nos extraviamos.
***
Luego de presenciar, con expectativa, las elecciones de los nuevos funcionarios para la próxima fiesta patronal de Santa Rosa de Lima Chiquian, ahora, en adelante, denominado: Patrimonio Cultural de la Nación y observar desde una esquina del zócalo, por un corto tramo, como una dolida muchedumbre de fieles, acompañaban la última procesión de la imagen de la patrona del pueblo, me marché a mi casa.
Es cinco de setiembre. A las seis y media de la mañana, de Quihuyllan, Perching, Adela, Gloria y yo, entusiasmados nos trasladamos rumbo a Huasta, con el fin de percatarnos y a la vez, reencontrarnos con nuestros antepasados, las momias de Huasta enclavados desde tiempos remotos en las cuevas de un inhabitable altozano.
A la señora; de rostro delgado y pálido, sus ojos pardos parecían guardar cierta tristeza que nadie sabía el morivo, el dormido bebé, mecido en su enjuta espalda abrigada de un pañalón por el intenso frío, que nos atendió con amabilidad sirviendo un agradable desayuno típico de la zona, con voz inquisitiva, le pregunté:
-Estamos yendo a conocer las cuevas de las momias, ¿Sabe dónde se encuentran? ---detrás del mostrador, apoltronada sobre una silla tejido con chilligua, respondió con voz grave:
---Saliendo de aquí, a la derecha está la plaza, llegan y doblan a la izquierda. Caminan unas cuadras hasta encontrar la carretera que va a Aquia. Caminando por la carretera hallarán una cruz que está al frente de un muro blanco. En ese muro comienza el camino para ir a las cuevas ---Le dimos las gracias y nos despedimos. Fue la primera señal, pero oral.
Por aquel lugar, por la carretera afirmada, las primeras horas del día, se hallaba en completo silencio. El tiempo transcurre a paso de tortuga, parece no tener fin. Bajo el cielo azulenco, desnudi de nubes, las aves vuelan gorjeando entre los susurrantes árboles de la quebrada y la parda sombra del cerro misterioso, nos cobija de los primeros rayos del sol.
En nuestra sofocante marcha, por la carretera llana y cenicienta, no veíamos la citada señal. De pronto, advertíamos a dos mozos, en la lejanía, que se acercaban cabalgando con sus respectivos jamelgos, de color bayo y blanco, levantando briznas de polvo. Llegando junto a nosotros, preguntamos por aquel muro y la cruz. El joven sentado en el lomo del caballo bayo, giro la cabeza y tendiendo el afilado brazo, con voz chillona nos dijo: ---En aquella ceja hay un muro pequeño, ahí empieza el camino para ir a visitar a las momias ---Agradeciendo su atención, continuamos caminando. En aquellos lugares de vez en cuando nos deteníamos para ver con fascinación los hermosos panoramas. De improviso, una pareja de jóvenes esposos caminaban con paso ligero, daba la impresión que tenían alguna urgencia, en el momento que nos adelantaban, Adela se acercó y les preguntó: ---Nos estamos dirigiendo a las cuevas donde están las momias, ¿falta mucho para llegar?- El atento esposo, encajando la racuana y la soguilla en el escuálido hombro, desplegando su brazo un tanto flacucho, con miramiento, nos explicó: ---¿Ven aquellos árboles? ---Si, respondimos en coro. Luego continuó, ---Pues bien, ahí, al frente de los árboles, empieza el camino para llegar a las cuevas donde están las momias ---y una vez más, esperando encontrar el ansiado camino, agradecíamos el informe de la pareja que se alejaba conforme lo veíamos venir, caminando con pasos ligeros.
Mientras tanto, en medio de amenas pláticas, íbamos explorando aquellos nuevos parajes esplendidos, hasta entonces desconocidos para nosotros, al menos para mí. Aun en tiempos de intenso calor, es increíble observar una diversidad de plantas silvestres con llamativas flores amarillas, moradas y rojas. Percibir distintos aromas arrastrados gracias al viento apacible y fresco. Distraídos y sin advertir del lugar que estábamos indagando, llegamos a la última curva, encontrando una cruz de regular tamaño, la carretera continua con dirección al distrito de Aquia. Este paraje sosegado se torna en un estupendo mirador. De este lugar se puede observar con admiración el atractivo valle de Aynin, el Centro Poblado de Carcas, las faldas llanas de Cuta carcas, Pampan, Obraje y, más allá, de manera imperceptible, la tierra natal, Chiquian, que se halla ubicado sobre una mágica altiplanicie, empotrado y abrazado de colosales cerros de cumbres heterogéneas. Comprobamos que Las señales de manera oral, jamás son exactas.
Extraviados. Con paciencia, esperábamos que aparezca alguna persona para que nos informe con exactitud el camino que nos lleve a las cuevas donde se hallaban las momias, asentadas por cientos de años. De pronto, vimos tras los escasos arboles surgiendo una columna de polvo, tras la última ceja, aparecía un carro de caseta blanca y carrocería gris, se aproximaba. Alzamos nuestras manos, el conductor detuvo el camión. Adela se acercó y le preguntó lo mismo que a las personas anteriores. El chofer de contextura mediana, delgado y de rostro ovalado, de la cabina del carro, bajó ágilmente, caminó unos metros acercándose a la orilla de la carretera, con amabilidad nos explicó: ---Se han pasado del camino ---señalando el lugar, continuó, ---Caminen hasta esos tres cuatro eucaliptos, van encontrar el muro y la cruz, ahí comienza el trecho para ir a las cuevas.
Luego de caminar poco más o menos medio kilómetro, para nuestro alivio, por fin, encontramos el muro, era pequeño no muy visible y la cruz de madera color marrón, se hallaba entre los arbustos al borde de la carretera. Abordamos el camino empinado, cascajo, estrecho y zigzagueante que no tenían fin, bordeado de copiosas plantas rusticas. Las barandas de vetustas maderas, que si bien da cierta confianza, sobre todo a aquellas personas que sufren de vértigo, fobia a la altura, se encontraban inestables. El camino nos llevaba por el inclinado derrumbadero del cerro misterioso y, a la sombra de las hierbas selváticas encontramos bifurcaciones, tanto a la derecha como a la izquierda, nos quedamos desconcertados sin saber qué sendero seguir. Por unanimidad elegimos la trocha angosta junto al cerro rocoso del lado izquierdo. Perching fue a explorar por aquel camino. Mientras esperábamos su regreso, escuchamos su resonante voz: ---¡Aquí está la cueva! Emocionados emprendimos nuestra marcha de unos treinta metros, sorteando todo tipo de plantas, algunas espinosas, estancadas entre el cerro y el precipicio del camino.
En la cueva, muda y solitaria, debajo del hosco cerro, en un hoyo semicircular guardaba los huesos de cráneo, fémur y peroné, todos dispersados. Huesos que sobresalían más a la vista. Entre nosotros dialogábamos e inquiríamos que, razones y motivos tenían nuestros antepasados de trasladar a sus parientes y amigos fallecidos a este apartado lugar, teniendo que subir por estos caminos tan inaccesibles. Científicamente no teníamos una respuesta, se lo dejamos a los antropólogos, arqueólogos e historiadores. Así como también, los profesores y alumnos indaguen y no pequen de ignorancia de su propia historia tan cerca de ellos.
De aquella cueva, escondido debajo del cerro empinado y de profusas plantas pedestres, salimos un tanto descorazonados, de no encontrar a las momias en su plenitud conforme lo habíamos visto por las redes sociales, No obstante, Perching se animó a explorar el camino del lado opuesto, la derecha. Llegó arriba a la ceja empinada y desapareció de nuestras vistas, luego de unos breves minutos de espera, su figura delgada proyectada por los rayos del sol nos decía: ---¡No hay más cuevas ni momias! ---En mi fuero interno me preguntaba: “¿Dónde estarán?”
***
Llegamos al ordenado y bien trajeado zócalo de Huasta. La restaurada Iglesia colonial, los balcones muy bien conservados, la fachada de las casas pintados de blanco y las calles empedradas, le da un aspecto proverbial de un pueblo tradicional y tentador, es como si el tiempo se hubiera detenido. De pronto viene corriendo un vientecillo que mece a las plantas del zócalo. De una flor, emerge una abeja atiborrada de polen, alborotada circunvala sobre el pétalo, alza el vuelo y zumbando regresa a su colmena.
Para nuestra buena fortuna, encontramos al gobernador de aquel pueblo celestial, el profesor Nivardo Jara, amigo nuestro, caminando por el rededor de la plaza. Luego de saludarnos, le confesamos nuestra aventura y a la vez la decepción de no haber encontrado las momias. Para nuestra sorpresa, nos explicó que, las momias se encontraban por encima de donde habíamos estado en aquella sombría cueva. Entonces, para no estar doblemente decepcionados, le expresamos nuestras intenciones de conocer el interior de la Iglesia. Bondadosamente se comprometió de ir al domicilio del sacristán, ubicado a media cuadra del zócalo, para traer la llave. De pronto regresaba con el picaporte de quince centímetros de largo.
Logramos desplegar la mediana y quejumbrosa puerta de la iglesia. Entramos al brumoso y sosegado salón extendido y rectangular. Nivardo encendió la luz, cuyas bombillas estaban encajadas en más de una decena de arañas que pendían del alto techo y, frente a nuestros ojos se mostraban cinco hermosos pedestales coloniales, donde posan las imágenes de la tradición católica. Al fondo se hallaba el altar. A un costado, detrás de la pared de dos metros de ancho, se ve un bello lienzo del bautizo del Señor Jesucristo.
Luego de esta inesperada visita, descendíamos por el camino que, dicho sea de paso, se encuentra en buen estado, rumbo a Pampan.
Digresión y desinterés.
Por la ausencia de señales visibles, perdimos el tiempo y nos extraviamos, aún más, no llegamos al lugar correcto. Exigimos a las autoridades que tomen interés por las zonas turísticas de toda la Provincia de Bolognesi. ¿Acaso debemos amar a nuestra tierra tan solo porque colocan más y más cemento? Una vez más, citaré a K Paustovki.
“No solo por eso amamos los lugares natales. Los amamos también porque, aunque no posean riquezas, son hermosas para nosotros. Amo el territorio de Bolognesi porque es bello, aunque su belleza no se rebele de pronto, sino muy despacio, paulatinamente”.
El Pichuychanca.
Huasta 5 de setiembre 2018
viernes, 12 de octubre de 2018
Chiquian, desde las cumbres de los cerros. El canal
Amanece. Iniciaba la segunda semana del mes de agosto. Para mi desconcierto, el tiempo otoñal de este mes, me era inusual. Una primorosa y fría llovizna regaba el patio y, en el jardín humedecía a las rosas y los geranios, podados por mí, al día siguiente de haber llegado a la inolvidable tierra natal, Chiquian. Percibía, en el íntimo silencio del patio, efluvios de tierra rociada. El viento frío besaba a las suplicantes manzanas maduras, suspendidas de las abrumadas ramas, acompañadas de escasas hojas languidecidas y violáceas. Las rojas manzanas, parecían pedirme auxilio de los sendos picotazos que le daban los pájaros de pico rugoso, pecho amarillo y el resto de su cuerpo, con alas convincentes, color de tierra mojada.
Para mi ventura, una vez más, el buen amigo Dante me invitó acompañar a los miembros de la Junta de Regantes que tenían la misión de inspeccionar el Canal de Tucu desde la altura de Huaca Corral hasta la cascada de Umpay Cuta y Putu. Los pormenores de la inspección del Canal, de parte de la Junta de Regantes, por esta vez, no narraré los detalles, pero si la súbita y deslumbradora travesía por aquellos territorios admirables y míticos, aun no conocidos por mí.
Mientras esperábamos a los últimos miembros de la Junta de regantes para emprender el viaje a Huaca Corral. Desde el zócalo, embelesado contemplaba las fragosas cumbres de los enigmáticos cerros y como el viento matinal, arrastraba con lentitud a los oscuros nubarrones que amenazaban quedarse estáticos. En las vertientes de tono verde y amarillo reinaba la calma.
De una de las esquinas del zócalo, de repente escuché una voz ronca y ensordecedora:
---¡Suban a los carros!- del cual rompió mi abstracción por aquellos cerros de crestas disímiles. Junto con los miembros de la Junta de Regantes, subí en uno de los tres carros que nos llevaría a nuestro destino, los misteriosos prados de Huaca Corral. De la carretera, observaba, a través de la ventana, como me separaba de las ceñidas calles y las casas de techos rojos que ya no son tan numerosas como algunos años idos. Las edificaciones modernas mancillan su vista panorámica de pueblo serrano y seductor. Recelosas cortinas de nubes grises, ocultaban a la irreprochable Cordillera de Huayhuash, ¡Impidiéndome ver en su totalidad, su majestuosa belleza! Llegando a la curva de Caranca, desaparece de mis curiosos y contemplativos ojos las postreras calles y casas de mi pueblo afectuoso y la poca visibilidad de los nevados de la inconmovible cordillera.
Al instante, por la carretera pavimentada, el carro atraviesa por los primeros moderados precipicios y quebradas serpenteantes. En el horizonte, entre los cerros mustios y escabrosos, solitario, se encuentra el solemne nevado de Tucu cuyo pico tiene un declive muy singular. Al fondo se halla el sosegado y hermoso valle de Aynin por donde recorre el río del mismo nombre, surcando con su agua bulliciosa y ondeante entre las vertientes de Cuta carcas, Pampan, Obraje, la Florida, Quisipata y Coris.
Cuanto más asciende el carro por la carretera zigzagueante, los despeñaderos son más profundos. Por el borde de la carretera, cada cierta distancia, se hallan los aromáticos y altos eucaliptos cuya corteza se va desprendiendo del tallo y de las ramas. Por estos lugares apartados, de Matarrajgra, pasando Conchuyaco, no posee una hermosura imponente más que sus quebradas donde las acequias rumorean y surgen bandadas de aves volando y piando alborotadamente, donde las laderas están pobladas de plantas rusticas, circunvalado por una atmosfera apacible y un aire diáfano. Sin embargo, estos parajes ostentan una gran energía de encanto inenarrable.
Arribamos a nuestro destino final, Huaca Corral. Sobre sus lomas de tierras muníficas, los rayos matutinos del sol se posan sobre las hierbas marchitadas y por los prados corren los vientos frescos e inmaculados. En el horizonte, las cretas de los nevados se vuelven cual vigorosas copas resplandecientes. Divisando aquellos lugares con solícita curiosidad, de pronto las evocaciones de mi niñez vienen uno tras otro revoloteando mi mente. Uno de esos recuerdos es cuando en mi dichosa infancia acompañaba a mi dulce madre y, en la medida de mis posibilidades colaboraba en la ansiosa y esperada cosecha de papas de cuyas matas aun verdosas, para mi asombro y a la vez de regocijo, surgían del suelo blando, generoso y fértil, ingentes cantidades de este maravilloso alimento milenario.
En un recodo de la carretera que atraviesa como olas del mar por estas amplias comarcas, los miembros de la Junta de Regantes, realizaban una asamblea breve e improvisada sobre la inspección del Canal de Tucu. Luego, comenzamos a trepar la falda de Pallca Cuta, en fila india, por una angosta y abandonada trocha topándonos con fangos y bifurcaciones en la parte central de aquella inquietante e inmensa vertiente. En la medida que avanzábamos, con pasos lentos, seguros y percibiendo las primeras fatigas, sus laderas eran cada vez más empinadas y tortuosas. En mi camino, algunas personas pasaban por mi lado platicando cuyas palabras se los llevaba el viento, escuchaba solo murmullos. Quedándome un tanto rezagado, levanté la cabeza y avizoré que, para llegar al Canal, aún estaba lejano.
---¡Camina por aquella ceja! ¡Es liviano y llegaras pronto! ---señaló el lugar, alzando su pesado brazo. Me hablaba con voz ronca y pausada, una persona de edad ya avanzada qué estaba descansando bajo la raleada sombra de un arbusto viejo. Presuroso emprendí mi andanza por aquel lugar indicado. Caminé un largo trecho, cuando giré mi cabeza para ver a los miembros de la Junta de Regantes, habían desaparecido. En un santiamén se escarapeló mi cuerpo de mi natural preocupación. Pensaba en ese momento, regresar o seguir mi camino. Entonces, decidí caminar por aquel reservado e incierto sendero bordeado de plantas opacas y desnudas. Luego de andar por un breve tiempo, de entre los alicaídos y medianos matorrales, encontré sentado y concentrado a un mozo de quince años con un celular en la mano, comunicándose quién sabe con quién, desde aquel lugar inexpresivo, desierto y apartado del pueblo. Azorado, se puso de pie al instante, llevando la mano que agarraba el celular a su lozana y circunspecta espalda, me saludó con voz aun infantil:
---Buenos días… ---Hugo, me llamo Hugo ---le respondí, al notar que aún se hallaba turbado. Estaba arriba, en la ladera, a más de un metro y medio del camino cascajo.
---¿Qué haces por aquí? ---Inquirí, curioso. ---Cuido mis borregas ---respondió más tranquilo. ¡Qué manera de cuidar las borregas!, cavilé. Luego, con voz amistosa le explique mi presencia por aquel lugar:
---Estoy acompañando a las personas que han venido a inspeccionar el canal y uno de ellos me recomendó venir por aquí. ---Parado en la ladera del camino y sobrecogido, me explicó:
---Si sigue por esta vía se alejará y se extraviará, mejor corte camino ---me señaló la pequeña concavidad con su airosa mano. ---Por aquí llegará al canal ---Gentilmente le di las gracias, me despedí y abordé el camino.
Mi cayado. Un palo seco y macizo, recogido en el camino, me auxiliaba para caminar con más seguridad por terrenos inclinados; cascajo y resbaladizo. Sobrepasando, cuesta arriba, los atajos cubiertos de variados arbustos y de todo tamaño que lanzaban aromas típicos de los campos vírgenes y desembarazados. Plantas silvestres que se encontraban bajo los rayos indolentes del sol, se resistían a secarse por completo. Luego de circunvalar las laderas de aquella quebrada, en la forma de U, llegué extenuado con síntomas de calambre en mis muslos. Además, también, arrobado al momento de sentarme en la orilla del imperecedero canal y ver como el agua fría y verdeante por los reflejos de las plantas que habían crecido en los bordes, recorría mansamente por su cauce. En mis pensamientos, evoqué y di gracias a todos aquellos hombres legendarios de méritos no reconocidos hasta hoy en día por esta ambicionada y brillante obra.
Nuestra aventura por la orilla de este excepcional canal, comenzaba luego de haber comido nuestro ligero fiambre de exquisitas frutas, Por cierto, el fiambre me convidó Dante que, por la premura del tiempo, yo me olvidé de traer. Solo me había provisionado de agua y la cámara fotográfica. Arriba, el cielo estaba parcialmente cubierto de nubes canas, rizadas y comprimidas. Abajo, en las vastas vertientes, la floresta semidesnuda ululaba, las crecidas plantas, se balancean. De arbusto en arbusto y al ras del suelo bucólico, zumbando vuelan los insectos.
El canal, en su trayecto se encuentra lugares significativos y muy seductores. Se introduce por sombrías quebradas, encontrándose con riachuelos que vienen rumoreando de los humedales y de los cerros más elevados. Las hojarascas que crecieron en la orilla, envuelve por partes la superficie del agua. El canal franquea por subrepticios túneles e insospechados precipicios. Al silencio, lo rompen nuestros rudos pasos cuando hacen crujir a las desparramadas hojas secas, desprendidas de las plantas marchitadas, del angosto camino. Caminando por el borde del prolongado canal, si no me equivoco y me podrán tildar de chauvinista, se vuelve un mirador legítimo, mágico y maravilloso. De estas comarcas el panorama es fantástico: Se puede observar con asombro, los nevados de heterogéneas crestas de la Pampa de lampas y el de Tucu. Los prados desahogados y fecundos de Huaca Corral. Los pueblos incrustados debajo de los cerros como el de Aquia, Huasta y Pacllón. El aplacado valle de Aynin y la descomunal Cordillera de Huayhuash. Al contemplar estos majestuosos paisajes, vibra mí alma de emoción inconfesable.
Trajinando por la trocha, al margen del canal, encontré mi primer escollo. El agua circulaba con calma por una mediana quebrada, donde se había construido un muro de cemento de quince metros de alto y no más de treinta centímetros de ancho. Yo observaba con temor, a las personas que caminaban osadamente, un trecho de diez o doce metros de largo, sobre el angosto muro del canal sin ninguna dificultad. Luego, del otro lado; unos sentados, otros parados, expectantes miraban a los demás miembros de la Junta de regantes, como cruzaban aquel muro. Yo, aproximándome y al momento de abordar con el primer paso, sopló el viento furioso, fue cuando percibí que mi cuerpo, de modo imperceptible, oscilaba. Era mi fobia a la altura. Sin complicarme de esta coyuntura emocional, sin pensarlo dos veces, me acomodé al lado del canal, me despojé de las zapatillas y las medias, me arremangue el buzo-pantalón más arriba de mis aun resistentes rodillas. La querencia por la tierra natal, ya sea por necesidad o no, aumenta cuando con nuestros cinco sentidos se concentran por todo aquello que lo circunscribe. Con los pies desnudos, fascinado ingresé al canal, percibiendo al instante el contacto con el agua cristalina y helada que hizo zarandear mí cuerpo entero.
En nuestro desplazamiento por las orillas del canal, el viento silva y arrastra aromas de las plantas silvestres. Cada cierto tramo, las nubes desgreñadas, nos cobijan de los punzantes rayos del sol. Nos encontramos con caminos estrechos que tienen bajadas y subidas entre las quebradas y los precipicios. Es así, que en dos ocasiones más, tuve que deslizarme por el reservado canal cuya agua fría y purificante llegaba cerca de mis rodillas ateridas. Al otro lado, estaba Dante que había detenido su camino para esperarme. Desde una ceja, con atención, estirando su mano amiga, me señalaba el camino correcto que estaba cubierto de yerbas rusticas aún frescas.
Siete horas atrás, desde el zócalo de Chiquian, avizoraba con aplicación estos cerros de cumbres insondables y desconocidos. Ahora, de este plácido y generoso lugar, con un entorno mágico y silencioso, bajo la mirada. Mis ojos se regodean cuando distingo que mi pueblo está encajonado en las profundidades de los cerros; con calles angostas, el zócalo con su iglesia moderna y los cuatro históricos y longevos árboles, la plazuela de Quihuyllan, Umapay, hana(1) barrio y ura(2) barrio, el anacrónico estadio de Jircán; lugares por donde caminé y jugué en la etapa de mi infancia y la adolescencia. Avizoro las faldas, colinas y vertientes, donde sobresale el escamado cerro de Capilla Punta que guarda en sus entrañas vestigios de nuestros antepasados. Por un momento hago un alto en mi andanza, realizo una introspección y, luego, me doy cuenta que soy un diminuto ser viviente de este universo que ha tenido la maravillosa fortuna de haber visto por primera vez la luz en esta bendita tierra rodeado de cascadas, cerros, vertientes y nevados.
La tarde llega. Apenas brilla la cordillera. Desciendo por el camino empinado y cascajo de Tanas, Hullaypampa y Jaracoto. Se acentúa el mágico crepúsculo, los rayos del sol pinta las nubes de matices rosáceas, luego la oscuridad, la noche se reviste de luceros parpadeantes que se tiende sobre todo el pueblo añorado. Llego agotado.
Jamás es tarde para volver a la entrañable tierra natal. ¡Oh pueblo mío! He regresado como un hijo pródigo, luego de largos años de ausencia para pedirte indulgencia. Indulgencia por no haberte conocido en su oportunidad, en mi solazada y fugaz adolescencia, en toda tu dimensión de los inconcebibles y maravillosos territorios que guardabas.
Este día ha sido vivificante. Recorriendo vertientes, hondonadas, la cumbre de los cerros y el extenso canal de Tucu, vienen a la medida las siguientes palabras de K. Paustovski:
“A primera vista, es una tierra tranquila y simple bajo el cielo empañado. Más conforme vas conociéndola, vas queriéndola cada vez más, casi con el dolor en el corazón, esta tierra extraordinaria. Y si surgiera la necesidad de defender al país, yo sabré, allá, en lo más hondo del corazón, que defiendo también este pedazo de tierra, que me ha enseñado a ver y comprender lo bello, por muy imperceptible que parezca, este meditabundo territorio boscoso, al que se ama con un amor tan inolvidable como el primer amor”.
El Pichuychanca
Chiquian Tanas 15 de Agosto de 2018
P/d
Hana(1) palabra quechua, significa arriba. Ura(2) transliterado al español significa, abajo.
Huaca Corral. Asamblea Junta de Regantes |
Caminando al Canal |
Vertiente Pallca Cuta |
Caminando rumbo al canal |
Canal y Nevado de Tucu |
Prados fecundos de Huaca Corral |
Nevado de Tucu y las fértiles tierras de Huaca Corral |
Desde Huancar, |
Haca Corral |
Quebrada |
Nevados y el canal de tucu |
Canal de Tucu |
Restos arqueológicos de Capilla Punta |