viernes, 19 de octubre de 2018

Excursion, señales y momias .



La señal es tan antigua como el hombre mismo. Nos da indicio sobre el tiempo, la hora y los  caminos por donde dirigirse. Cuando en el horizonte, sobre los cerros y nevados, se forman  nubes sombrías, nos señala el pronóstico del tiempo, lloverá. Nuestra propia sombra proyectada por los rayos del sol en su cénit, nos señala que ha llegado el mediodía. El humo de una fogata que se encumbra sobre las copas de los altos árboles o incluso sobre los picos de los cerros y flotando quedo por el inmenso espacio azulado, nos indica varias posibilidades: uno, la ubicación de un pueblo cercano, dos, están trabajando en los campos o, alguien solicita de manera urgente que lo auxilien. Hay señales que son visuales como auditivas, los hay también, sencillas y otras complicadas. En las carreteras hay señales que revelan curvas cerradas, peligro por posible desplome de piedras y,  riesgo por adelantar a otro vehículo. Otros como el celular o el tic-tac de las agujas del reloj despertador cuando llega a la hora programada, comienza atronar o, el canto chillón de un gallo, nos señala que son las primeras horas de un nuevo día. Después de todo, las señalizaciones, son de modo considerable, necesario y urgente, máxime, en los lugares turísticos que se encuentran alejados de los pueblos. En estos tiempos hay señales que son modernas, uno de ellos, el GPS. Pero cuando no hay señales de internet o la batería del celular se agota, nos extraviamos.

***

Luego de presenciar, con expectativa, las elecciones de los nuevos funcionarios para la próxima fiesta patronal de Santa Rosa de Lima Chiquian, ahora, en adelante, denominado: Patrimonio Cultural de la Nación y observar desde una esquina del zócalo,  por un corto tramo, como una dolida muchedumbre de fieles, acompañaban la última procesión de la imagen de la patrona del pueblo, me marché a mi casa.

Es cinco de setiembre. A las seis y media de la mañana, de Quihuyllan, Perching, Adela, Gloria y yo, entusiasmados nos trasladamos rumbo a Huasta, con el fin de  percatarnos y a la vez, reencontrarnos con nuestros antepasados, las momias de Huasta enclavados desde tiempos remotos en las cuevas de un inhabitable altozano. 

A la señora; de rostro delgado y pálido, sus ojos pardos  parecían guardar cierta tristeza que nadie sabía el morivo, el dormido bebé, mecido en su enjuta espalda abrigada de un pañalón por el intenso frío, que nos atendió con amabilidad sirviendo un agradable desayuno típico de la zona, con voz inquisitiva, le pregunté:

-Estamos yendo a conocer las cuevas de las momias, ¿Sabe dónde se encuentran? ---detrás del mostrador, apoltronada sobre una silla tejido con chilligua, respondió con voz grave:

---Saliendo de aquí, a la derecha está la plaza, llegan y doblan a la izquierda. Caminan unas cuadras hasta encontrar la carretera que va a Aquia. Caminando por la carretera hallarán una cruz que está al frente de un muro blanco. En ese muro comienza el camino para ir a las cuevas ---Le dimos las gracias y nos despedimos. Fue la primera señal, pero oral.

Por aquel lugar, por la carretera afirmada, las primeras horas del día, se hallaba en completo silencio. El tiempo transcurre a paso de tortuga, parece no tener fin. Bajo el cielo azulenco,  desnudi de nubes, las aves vuelan gorjeando entre los susurrantes árboles de la quebrada y la parda sombra del cerro misterioso, nos cobija de los primeros rayos del sol.  

En nuestra sofocante marcha, por la carretera llana y cenicienta, no veíamos la citada señal. De pronto, advertíamos a dos mozos, en la lejanía, que se acercaban cabalgando con sus respectivos jamelgos, de color  bayo y blanco, levantando briznas de polvo. Llegando junto a nosotros, preguntamos por aquel muro y la cruz. El joven sentado en el lomo del caballo bayo, giro la cabeza y tendiendo el afilado brazo, con voz chillona nos dijo: ---En aquella ceja hay un muro pequeño, ahí empieza el camino para ir a visitar a las momias ---Agradeciendo su atención, continuamos caminando. En aquellos lugares de vez en cuando nos deteníamos para ver con fascinación los hermosos panoramas. De improviso, una pareja de jóvenes esposos caminaban con paso ligero, daba la impresión que tenían alguna urgencia, en el momento que nos  adelantaban, Adela se acercó y les preguntó: ---Nos estamos dirigiendo a las cuevas donde están las momias, ¿falta mucho para llegar?- El atento esposo, encajando la racuana y la soguilla en el escuálido hombro, desplegando su brazo un tanto flacucho, con miramiento, nos explicó: ---¿Ven aquellos árboles? ---Si, respondimos en coro. Luego continuó, ---Pues bien, ahí, al frente de los árboles, empieza el camino para llegar a las cuevas donde están las momias ---y una vez más, esperando encontrar el ansiado camino, agradecíamos el informe de la pareja que se alejaba conforme lo veíamos venir, caminando con pasos ligeros. 

Mientras tanto, en medio de amenas pláticas, íbamos explorando aquellos nuevos parajes esplendidos, hasta entonces desconocidos para nosotros, al menos para mí. Aun en tiempos de intenso calor, es increíble observar una diversidad de plantas silvestres con llamativas  flores amarillas, moradas y rojas. Percibir distintos aromas arrastrados gracias al viento apacible y fresco. Distraídos y sin advertir del lugar que estábamos indagando, llegamos a la última curva, encontrando una cruz de regular tamaño, la carretera continua con dirección al distrito de Aquia. Este paraje sosegado se torna en un estupendo mirador. De este lugar se puede observar con admiración el atractivo valle de Aynin, el Centro Poblado de Carcas, las faldas llanas de Cuta carcas, Pampan, Obraje y, más allá, de manera imperceptible, la tierra natal, Chiquian, que se halla ubicado sobre una  mágica altiplanicie, empotrado y abrazado de colosales cerros de cumbres heterogéneas. Comprobamos que Las señales de manera oral, jamás son exactas.  

Extraviados. Con paciencia, esperábamos que aparezca alguna persona para que nos informe con exactitud el camino que nos lleve a las cuevas donde se hallaban las momias, asentadas  por cientos de años. De pronto, vimos tras los escasos arboles surgiendo una columna de polvo, tras la última ceja, aparecía un carro de caseta blanca y carrocería gris, se aproximaba. Alzamos nuestras manos, el conductor detuvo el camión. Adela se acercó y le preguntó lo mismo que a las personas anteriores. El chofer de contextura mediana, delgado y de rostro ovalado, de la  cabina del carro, bajó ágilmente, caminó unos metros acercándose a la orilla de la carretera, con amabilidad nos explicó: ---Se han pasado del camino ---señalando el lugar, continuó, ---Caminen hasta esos tres cuatro eucaliptos, van encontrar el muro y la cruz, ahí comienza el trecho para ir a las cuevas.              

Luego de caminar poco más o menos medio kilómetro, para nuestro alivio, por fin,  encontramos el muro, era pequeño no muy visible y la cruz de madera color marrón, se hallaba entre los arbustos al borde de la carretera. Abordamos el camino empinado, cascajo, estrecho y zigzagueante que no tenían fin, bordeado de copiosas plantas rusticas. Las barandas de vetustas maderas, que si bien da cierta confianza, sobre todo a aquellas personas  que sufren de vértigo, fobia a la altura, se encontraban inestables. El camino nos llevaba por el  inclinado derrumbadero del cerro misterioso y, a la sombra de las hierbas selváticas encontramos bifurcaciones, tanto a la derecha como a la izquierda,  nos quedamos desconcertados sin saber qué sendero seguir.  Por unanimidad elegimos la trocha angosta junto al cerro rocoso del lado izquierdo. Perching fue a explorar por aquel camino. Mientras esperábamos su regreso, escuchamos su resonante voz: ---¡Aquí está la cueva! Emocionados emprendimos nuestra marcha de unos treinta metros, sorteando todo tipo de plantas, algunas espinosas, estancadas  entre el cerro y el precipicio del camino.

En la cueva, muda y solitaria, debajo del hosco cerro, en un hoyo semicircular guardaba los huesos de cráneo, fémur y peroné, todos dispersados. Huesos que sobresalían más a la vista. Entre nosotros dialogábamos e inquiríamos que, razones y motivos tenían nuestros antepasados de trasladar a sus parientes y amigos fallecidos a este apartado lugar, teniendo que subir  por estos caminos tan inaccesibles. Científicamente no teníamos una respuesta, se lo dejamos a los antropólogos, arqueólogos e historiadores. Así como también, los profesores y alumnos indaguen y no pequen de ignorancia  de su propia historia tan cerca de ellos.

De aquella cueva, escondido debajo del cerro empinado y de profusas plantas  pedestres, salimos un tanto descorazonados, de no encontrar a las momias en su plenitud conforme lo habíamos visto por las redes sociales, No obstante, Perching se animó a explorar el camino del  lado opuesto, la derecha. Llegó arriba a la ceja empinada y desapareció de nuestras vistas, luego de unos breves minutos de espera, su figura delgada proyectada por los rayos del sol nos decía: ---¡No hay más cuevas ni momias! ---En mi fuero interno me preguntaba: “¿Dónde estarán?” 

***

Llegamos al ordenado y  bien trajeado zócalo de  Huasta. La restaurada Iglesia colonial, los   balcones muy bien conservados, la fachada de las casas pintados de blanco y las calles empedradas, le da un aspecto proverbial de un pueblo tradicional y tentador, es como si el tiempo se hubiera detenido. De pronto viene corriendo un vientecillo que mece a las plantas del zócalo. De una flor, emerge una abeja atiborrada de polen, alborotada circunvala sobre el pétalo,  alza el vuelo y zumbando regresa a su colmena.  

Para nuestra buena fortuna, encontramos al gobernador de aquel pueblo celestial, el profesor Nivardo Jara, amigo nuestro, caminando por el rededor de la plaza. Luego de saludarnos, le confesamos nuestra aventura y a la vez la decepción de no haber encontrado las momias. Para nuestra sorpresa, nos explicó que, las momias se encontraban por encima de donde habíamos estado en aquella sombría cueva. Entonces, para no estar doblemente decepcionados, le expresamos nuestras intenciones de conocer el interior de la Iglesia. Bondadosamente se comprometió de ir al domicilio del sacristán, ubicado a media cuadra del zócalo, para traer la llave. De pronto regresaba con el picaporte de quince centímetros de largo. 

Logramos desplegar  la mediana  y quejumbrosa  puerta de la iglesia. Entramos al brumoso y sosegado salón extendido y rectangular. Nivardo encendió la luz, cuyas bombillas estaban encajadas en más de una decena de arañas que pendían del alto techo  y, frente a nuestros ojos se mostraban cinco hermosos pedestales coloniales, donde posan las imágenes de la tradición católica. Al fondo se hallaba el altar. A un costado, detrás de la pared de dos metros de ancho, se ve un bello lienzo del bautizo del Señor Jesucristo. 

Luego de esta inesperada visita, descendíamos por el camino que, dicho sea de paso, se encuentra en buen estado, rumbo a Pampan.     

Digresión y desinterés.

Por la ausencia de señales visibles, perdimos el tiempo y nos extraviamos, aún más, no llegamos al lugar correcto. Exigimos a las autoridades que tomen interés por las zonas turísticas de toda la Provincia de Bolognesi. ¿Acaso debemos amar a  nuestra tierra tan solo porque colocan más y  más  cemento? Una vez más,  citaré a K Paustovki.

“No solo por eso amamos los lugares natales. Los amamos también porque, aunque no posean riquezas, son hermosas para nosotros. Amo el territorio de Bolognesi porque es bello, aunque su belleza no se rebele de pronto, sino muy despacio, paulatinamente”.

El Pichuychanca.

Huasta 5 de setiembre 2018


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Huasta 5 de setiembre 2018
                 

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