viernes, 4 de julio de 2025

Acrofobia, Wacaulla, cementerio de momias

 

Los abuelos del pasado. Foto cortesía
Dante Aldave.

Quien ha tenido la ocasión de conocer un pueblo y haya gozado; de sus calles ceñidas, de la Plaza Mayor donde se ubica desde antiguo la Iglesia colonial o de un moderno templo, de haber ganado la afectuosa y desprendida amistad de los habitantes, de contemplar vistosos paisajes de cerros de cumbre elevada, de prados adornados de alfombra verde y de flores lozanas causada en época de lluvia o de tapiz amarillo promovido en el periodo del violento estío, habrá notado con sorpresa ciertos cambios cuando uno regresa luego de un tiempo indefinido. Y así fue.

El día 19 de junio, en La casa de la cultura, luego de haber terminado la reunión de los días miércoles, de pronto se realizó una tertulia sobre cuentos de aparecidos, ánimas y duendes. Cuando Zuly narraba estos mitos, calcando los ademanes y tonos de estos seres, en cada cuerpo de los presentes, como si fuera de un infante, urdía un cierto terror. Sin embargo, Manuel con un gesto inusual, espontaneo y jocoso, nos hizo reír a carcajada limpia. El coloquio concluyo a las 11 de la noche. Acto seguido, en la medida que avanzábamos derrotero a nuestro domicilio, todos moradores de Jana barrio, uno a uno se despedía con unas buenas noches. Antes de irnos a dormir, aun cuando la temperatura de 4 grados acechaba y mordía el cuerpo ya aterido, Dante, Coquí, Manuel y yo decidimos dar una ronda por la plazuela de Quihuyllan. De regreso, a la altura de la calle Sáenz Peña, Manuel contuvo sus pasos y se despidió de nosotros con un enérgico apretón de manos. 

En la Plaza Mayor, donde reinaba un silencio mortal, cerca de medianoche, estancamos nuestro andar cansino. Entonces, Coquí cada vez que visita la tierra natal, Chiquian, andante por antonomasia y ya con dos días de visita, como es habitual en él, nos propuso visitar algún lugar que todavía no conocía, De inmediato, pensé lo que se me vino veloz a la mente:   

—Vamos a Torre Pata.  

—Nooo, mejor a Huarampatay, el camino es más llano —planteó  Dante. Luego de una larga pausa… 

— ¿Y por qué no visitamos a las momias que está ubicado en uno de los cerros de Huasta? —en seguida, con ojos otoñales, de Dante y el mío, que reflejaban como luceros bajo la luz blanca de la Plaza, le lanzamos la mirada y de manera simultánea, moviendo la cabeza regado de cabello cenizo, asentimos de manera positiva la propuesta de Coquí. 


Al día siguiente, por suerte, el cielo azul de junio amaneció cubierto de bondadosas nubes, anchurosas, blancas y grises, que, con derroche de humildad, nos cobijaba  de los nacientes y punzantes rayos del sol. Luego de tomar desayuno, un vaso de quinua, nutritiva y caliente, acompañada de crocante tortilla de verduras embutido en el pan de corteza dorada, subimos a la combi junto con los trabajadores del sector estatal, los maestros y de ciertas personas que se dedicaban al oficio de la ganadería y agricultura. Partimos a nuestro destino a las 7.20 de la mañana.

Mientras Coquí, en compañía de Dante, se dirigía a la quesería con el fin de comprar moldes de queso que luego lo recogería al retornar del paseo a Wacaulla, yo, devoto y apasionado a la  fotografía, curioso, me quedé en la Plaza con el fin de captar algunas imágenes de la preservada iglesia colonial de Huasta, construido en el siglo XVI. En seguida, al mirar alrededor, ante mis ojos se asomaba el mural alusivo a las costumbres de este bello distrito. Al terminar el recorrido por el perímetro de la Plaza, que se encontraba en completo silencio, me senté en una de las bancas con el propósito de esperar a los amigos paseantes.

Como todavía no llegaban los amigos, decidí avanzar por la angosta y empedrada calle, abordado de casas muy antiguas, cubierto de tejas con caída de dos aguas, cuyas paredes se encuentran pintadas de blanco, las puertas, ventanas y balcones todos de color azul, sin excepción. Los atraídos peregrinos, como yo, para satisfacción y orgullo de sus habitantes, apreciamos con cierto embeleso el ornato tradicional del pueblo andino de Huasta. Nuestra excursión seguía su derrotero.

Cerca de la parda carretera, que nos conduciría al lugar elegido, al tornar la vista advertí a Coquí y a Dante, amantes al arte de la fotografía, captando fotos con extremada paciencia y de su entero gusto. Yo continúe la andanza realizando con pasión la misma afición. Durante todo el recorrido, cuando, de repente, aparecían los paisajes delante de nuestros ávidos ojos, cada uno escogía el lugar apropiado, entonces poníamos en acción la cámara con el fin de robar la excelente belleza de estos lares. Sin darnos cuenta del tiempo ni la distancia del periplo, avistamos la señalización con el nombre de: Wacaulla.

Nos pusimos en marcha por el camino estrecho, circunvalado, en uno y otro lado, de tupidas plantas silvestres. Por el sendero zigzagueante que amaneció húmedo por la llovizna de la noche anterior y de escasas barandas de madera, plantadas al borde del camino, que daba cierta seguridad, con paso pausado trepábamos cuesta arriba el cerro inclinado, Y en la medida que avanzábamos cada vez más se notaba el ligero abismo. En tanto que, Coquí y Dante se detenían con el objetivo de tomar fotos de este sesgado collado, yo me adelante con el fin de vencer mis temores que  iba surgiendo de pronto en mi sutil sentido, la  mente inquieta. 

Foto cortesía Dante Aldave.

Fatigados por el trajín de subir el camino serpenteado, buscamos un lugar aparente con el propósito de comer plátanos y mandarinas que traíamos como fiambre. De este empinado paraje se podía apreciar los pueblos de Huasta, Pampan y Chiquian adornados de bellos y singulares panoramas. Sin perder el tiempo, los tres errantes, nos pusimos a tomar fotos para el recuerdo. Luego de este breve descanso y con energía renovada, Coquí y Dante reanudaron la andanza. Esta vez yo iba, retrasado por unos minutos, detrás de ellos que ya me esperaban en la empinada ceja que daba cara al otro lado del cerro. 

Al llegar al lugar donde se ubicaban los amigos, advertí un profundo vacío que se apoderó de mí un temor involuntario. De inmediato y sin decir una sola palabra, pasé delante de ellos con el fin de seguir caminando. Durante el camino iba al paso, sin prisa, mirando solo la pared del cerro, abarrotada de yerba pedestre, y sin pensar en nada, como no fuera para decirme a mí mismo: “¡Hugo, vence tu acrofobia!” dándome este valor, amaino mí acelerado corazón otoñal y removía las ideas estúpidas acumulada en la mente.

Persistí con la andanza solitaria, tratando de vencer a toda cuanta idea se me venía a la mente inquieta. Lo estaba logrando, hasta cuando de nuevo llegué a un precipicio que me quede parado e inmóvil como un tronco. El último escollo para llegar al cementerio de las momias. Como muerto en vida, regresé con el cuerpo estremecido y me senté en la primera piedra que vi en el angosto sendero. En el fondo de mi alma se incubaba una vaga tristeza.

Cuando Coquí y Dante llegaron, me vieron sentado con el rostro sobre las palmas de mi mano, y seguramente con la cara pálida o como una cera, aterrados, me preguntaron en coro: 

— ¡Qué te sucede! ¡Qué te ha pasado!        

—Yo me quedo aquí, ustedes sigan caminando. —pasaron delante de mí y desde la ceja, Coquí contagiándome su elocuente serenidad, insistió

—Hugo, ven con nosotros, mira solo el camino. 

—Vayan ustedes, yo me quedo. —y me quedé. 

Con cierto temor regresé por el empinado camino, hasta llegar a la cenicienta carretera. Mientras los esperaba, bajo la sombra de una frondosa yerba silvestre, colmado todavía de lozanía y verdor, y sentado sobre una piedra semejante a un banco, bajo un silencio de muerte, me puse a leer el libro de: “Critica a la Literatura soviética”. Unos minutos después, los dos amigos se presentaron con el rostro rebosante de alegría de haber llegado a la meta. Por otro lado, se lamentaban que yo no haya logrado conocer, como era mi deseo, los restos de los abuelos. Las momias de Wacaulla.        

 El Pichuychanca

Chiquian, 19 de junio 2025






Chiquian, desde la carretera que conduce
al cerro de Wacaulla.




Foto cortesía, Dante Aldave

Coqui, Hugo. Foto cortesía Dante Aldave

Trepando el cerro inclinado. Foto cortesía
Dante Aldave.

Coqui. Momento oportuno para tomar una
Foto.
Foto cortesia Dante Aldave

Rumbo a las cuevas donde descansan las 
Momias de Wacaulla.
Foto cortesía Dante Aldave.



Chiquian, desde el empinado camino que 
conduce al cerro de Wacaulla, cobijo de 
nuestros antepasados.



Cuevas y momias. Foto cortesía
Dante Adave.

Cueva. Foto cortesía Dante Aldave.

Resto de nuestros abuelos. Foto cortesía Dante
Aldave

Foto cortesía Dante Aldave.

Coqui, tomando foto. Foto cortesía
Dante Aldave

Foto cortesia Dante Aldave.

Mallas protegiendo a las momias.
Foto cortesía Dante Aldave

Rostros de los antiguos abuelos.
Foto cortesía Dante Aldave.

Foto cortesía Dante Aldave.

Foto cortesía Dante Aldave.

Foto cortesía Dante Aldave.

Foto cortesia Dante Aldave.

Foto cortesía Dante Aldave.

Foto cortesía Dante Aldave.

Camino en medio del precipicio, que conduce
a las cuevas de Wacaulla.
Foto cortesía Dante Aldave.

Camino en medio del cerro
Foto cortesía Dante Aldave

Desde el cielo. Me tomaron esta foto.
Foto cortesía Dante Aldave.





















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