Esta remembranza brotó en un indiscutible y cálido atardecer de mayo, cuando en mi andanza perezosa marchaba derrotero al cementerio con el fin de ofrecer algunas flores a la escasa parentela, sepultadas en este taciturno lugar. De manera instintiva contuve mis pasos con el propósito de ver los helechos y abrojos verdes que se asomaban encima de la decaída tapia del estadio de Jircan. Luego, con la mirada distraída hacia el camposanto y alrededor mío, me di cuenta que estaba solo. En este contexto, el pasado, de la etapa de joven deportista, apareció en mi memoria como un rayo.
Acompañado de la luz limonada del foco, acosado por el insondable silencio del cuarto, el tercer viernes de octubre y en altas horas de la noche, concluía la tarea escolar con el fin de dejar todo listo para la siguiente semana de clases e irme, presuroso y animado, a la santa tierra con el objetivo de jugar mí deporte preferido. El motivo del viaje era el emocionante campeonato de futbol, y la causa, la celebración del aniversario de la provincia de Bolognesi.
El día siguiente, sábado, amaneció un tanto tristón, con ligera llovizna y un mar de brumas blanquecinas. Sin embargo, a pesar de las condiciones adversas del tiempo, viajar de Huaraz a Chiquian, mi alma sentía intensa motivación que hasta los ojos me brillaban como dos luceros de cálido atardecer, el cabello negro y la vellosidad del cuerpo parecía arderme,.
Viajar en plena mocedad entre la ciudad y el pueblo, era toda una odisea. La etapa de ardoroso deportista, me impulsaba a trasmitir el apego y la pasión que tenía por el futbol. Sentía en el espíritu el deseo de mostrar con ahínco, lo que la madre naturaleza me regaló, la destreza de este popular deporte que, desde el tiempo que se inventó, embriaga hasta hoy en día a multitudes de seguidores, y temerario, viajaba sin tomar en cuenta de algún peligro inminente, pudiéndose presentar de un momento a otro, en contra de mi integridad física.
Aquella mañana, sábado, mi periplo empezaba cuando el reloj tintineaba sonoro a las cinco de la mañana. Simultáneamente, a través de la ventana que daba a la calle, a hurtadillas, ingresaba al callado cuarto la primera lóbrega luz del nuevo día. De inmediato, me puse de pie y con la mochila en la adolescente espalda, derrotando al frio madrugador, partí rumbo a la periferia de Huaraz con el propósito de tomar el carro que iba a Recuay. Para mí buena fortuna, de aquí, raudo, subí a un camión que se dirigía a Catac. En este distrito en el que abraza el penetrante e insoportable frio, esperaba al carro donde cargaban el ganado lanar con el objetivo de trasladarlo a Conococha. Mientras tanto, aproveché el valioso tiempo con el fin de tomar desayuno, una taza de leche, caliente al extremo, acompañado del pan con queso. Ya en Conococha, situado a 4100 msnm, luego de paciente espera, cerca de tres horas, tiritando de frio, se presentó de milagro el carro de Marcial Moreno, “el roqueño” colmado de víveres y abarrotes de canto a canto.
En seguida, sin perder el tiempo, trepé el camión por una minúscula escalera y me acomodé en el único lugar vacío, la canastilla, encima de la caseta. Junto al viento silbante que besaba mi rostro amoratado y el cuerpo aterido por completo, llegué a las dos de la tarde a mi destino final, Chiquian. El resto del día, dichoso, lo pasé junto a mi magnánima madre que quedó un tanto asombrada por la sorpresiva e inesperada visita y que no nos veíamos desde el festivo mes de agosto.
Al despuntar el alba del día domingo, fluía paz y absoluto silencio en la casa. Reunido con mi madre, luego de inacabables dos meses, disfruté del desayuno y el almuerzo como nunca. A continuación, la gestora de mis días como un ángel de la guarda colocó su terciopelada mano sobre mi cabeza y me habló con voz interpolada: —Esta tarde me encantaría verte jugar hijo mío pero tengo apretado el tiempo, sin embargo, te doy mis bendiciones con el fin de que todo te vaya magníficamente bien —yo me fui al estadio con el vestuario deportivo todo listo. En el campo de futbol me darían la camiseta de color verde y blanco.
Para mi sorpresa y a la edad que tenía en aquel momento, por decisión unánime de los camaradas, me nombraron como capitán del Club Atlético Tarapacá al que defendía con indudable orgullo, vergüenza deportiva y dejaba, dentro del perímetro del campo, el espíritu jadeante, la última gota de sudor y el postrero suspiro en cada embate de los reñidos encuentros de futbol, incluso cuando el equipo estaba perdiendo, jamás me amilané. Al frente teníamos como rival al Club Sport Cahuide cuyo capitán era nada menos que César Ortiz Aranda “Choclón”, que doblaba mi edad.
En el centro del campo, en el instante de saludamos con un fuerte apretón de manos leía en los penetrantes ojos de Choclón una expresión de desconcierto que parecía decirme, “¿tú, pimpollo, de capitán?”. Para ese entonces, el dilema de los capitanes era escoger al árbitro. Tal persona tenía que ser imparcial, ecuánime, tener inclinación y capacidad para dirigir el arte del futbol. En seguida, nuestras acuciosas miradas recorrieron las tribunas de oriente y occidente, colmado de aficionados y exaltados simpatizantes de los dos equipos. La búsqueda fue infructuosa y reanudamos a mirar con el rabillo del ojo. En ese ínterin, escucho la ronca voz de mi par: —él es, —y de manera reservada señaló al susodicho, parado junto a la escalerilla empedrada, que facilitaba el ingreso a la tribuna, con el hombro apoyado en la pared de bloques de piedra, los brazos y la piernas cruzadas. Traía puesto un vestuario deportivo semejante a los colores del Sport Jaimes.
Cuando nos echamos a caminar en dirección del candidato elegido con la finalidad que regente el encuentro de futbol, la banda empezó a tocar un alegre huayno. Ya enfrente del posible árbitro, en medio de la bulliciosa y acorde melodía de la banda, el capitán del Cahuide, Choclón, tomó la palabra: “Permítame usted, Aurelio Romero Gamarra (Cotí) decirle que ambos, él y yo, y en común acuerdo te hemos elegido para dirigir este partido”. “Y yo porqué, pueden escoger a otro de juez principal”. “Pues, porque usted, reúne las condiciones —intervine yo, y continué —por favor acepte comandar este encuentro” —con mirada impávida, Cotí nos respondió con tono severo: “acepto pero con la condición de que mis decisiones sean respetadas”.
A las tres de la tarde, se dio inicio del anhelado encuentro de futbol entre los dos enconados antagonistas, el Tarapacá frente al Cahuide. El réferi seguía a pie puntillas cada acción de los veintidós puntillosos jugadores y la oportunidad de marcar el primer y codiciado gol por uno de los dos equipos tradicionales de La incontrastable y generosa villa ciudad de Chiquian. Por un lado, los aficionados, expectantes y gozosos, disfrutaban del juego atildado, del buen espectáculo que brindaban uno y otra escuadra. Por otro lado, los acalorados seguidores, nerviosos y el cuerpo que parecía que le rosaba la electricidad, manifestaban inverosímiles ademanes cuando ocurría cierto peligro en la portería del equipo de sus amores.
Media hora antes de la puesta del sol, y una nube, oscura e inmóvil, que amenazaba con soltar las primeras gotas de cristal sobre el ceniciento campo de futbol, empezaba la reanudación del partido, y el Tarapacá ya ganaba por el gol anotado en el ocaso del primer tiempo. El reñido encuentro, a medida que transcurría el infalible tiempo, se tornaba inquietante e impetuoso que, de manera inevitable, se cometía una falta fortuita o indeliberada. A dos, tres metros fuera del área grande, el árbitro cobró una infracción del defensa central, compañero nuestro, que para los demás era Injusto, como consecuencia de este fallo, se formó una gresca descomunal. En medio del barullo y los empujones de uno y otro jugador, Choclón agarraba mi hombro con una mano y con la otra me daba constantes palmadas sobre mi atezado y adusto rostro. Yo, sin amedrentarme, le devolví el gesto y deprisa saqué su mano de mi hombro con cierta violencia y digna firmeza. Claro, no era una agresión de parte de los dos ni una falta de respeto de parte mía sino un cumplido por el calor del futbol.
No obstante, concluido este incidente deportivo, fui en busca del capitán del Cahuide con el objetivo de pedirle disculpa por el breve altercado del intercambio de palmadas, a lo que me respondió con palabras alentadoras y con tono amigable: “Huguito, no hay nada de que disculparse, al contrario, tú, siendo un adolescente, has demostrado rebeldía, personalidad que todo jugador debe tener dentro del campo de futbol, felicitaciones”.
El partido de futbol seguía su curso. Sport Cahuide, acosaba a nuestros defensores y al arquero con constantes ataques con el ánimo de igualar el marcador. Cuando Faltaba pocos minutos para la culminación del vibrante encuentro, por el sector de la tribuna del Sport Jaimes, yo tenía la pelota bajo el pie derecho, junto a la línea lateral pintado de blanco. Como me había aprendido las tretas de los jugadores experimentados, ahora, yo hacía lo mismo con los jugadores del equipo contrario. Pues, esta vez, mi intención era que pasen los segundos que valían oro para los intereses del querido Club Atlético Tarapacá.
Al balón, de cuero de treinta y dos paños, lo protegía con el hombro, el cuerpo y con el pie lo llevaba hábilmente de un lugar a otro evitando que saliera del campo de juego. De pronto, escuché el ruidoso sonido del silbato. El árbitro; que estaba detrás del jugador que me asediaba con intensa fogosidad con el propósito de quitarme la pelota, sin ver a su juez de línea, creyó, y estaba convencido que había salido del perímetro del campo. Más allá, a un metro de la línea blanca, la multitud de entusiasmados espectadores de heterogenia edad que presenciaban el disputado encuentro, insatisfechos por el cobro indebido lo rechazaban con una gama de agravios. Uno de ellos vociferó con tono de protesta: “Señor árbitro, ¡la pelota no ha salido del campo!”. “¡Cállese, el partido lo dirijo yo!” —le gritó con voz impetuosa al acalorado aficionado. “¡La pelota no ha sobrepasado la línea blanca, cobre lo justo! —replicó en tono frenético la voz desconocida para mí, hasta ese instante.
En segundos, todo este suceso sucedía como un sueño. Cuando alcé la mirada, en dirección de la abigarrada multitud de espectadores, para ver quién era el que reclamaba la aparente parcialidad del árbitro por el equipo contrario, advertí el rostro iracundo de Abilio Jara, viejo simpatizante del Tarapacá. Al notar la agitación descontrolada del airado hincha, me solidaricé con su ira otoñal que me contagió e hizo presa en mi adolescente y febril corazón. Acto seguido, la sensación, el sentimiento, la confusión reinaba en mi espíritu. Fue entonces, cuando de manera inconsciente, cerca de cumplir los 17 años, con la palma de mi mano que parecía el de un osezno, irrumpí con una inopinada bofetada sobre el rostro enjuto del árbitro Como resultado de este acto, impropio de mi persona, el silbato salió volando de los lívidos labios para ir a aterrizar en el ceniciento suelo del campo de futbol Los simpatizantes que estaban en ambas tribunas vitoreando a todo pulmón, de pronto, surgió un silencio sepulcral, el estadio parecía un cementerio.
El árbitro, Cotí, me observó con expresión de asombro, con ojos achinados, los parpados colgantes y frunciendo el entrecejo, dio media vuelta para ir a recoger el silbato, arrellanado en el suelo a tres metros de distancia. Volvió con la cabeza encogida entre los hombros y dando pasos semejantes al de una garza. Parado frente a mí, puso el silbato empolvado en la boca y lo repicó sonoro al momento que me imponía la tarjeta roja. Fue la primera y única vez que me expulsaron durante todo el tiempo que jugué este hermoso deporte, el futbol.
El Pichuychanca
Chiquian, 11 de Mayo 2025
No hay comentarios.:
Publicar un comentario