Luego de haber arreglado el jardín y ordenado el patio con suma diligencia, en estos espacios antiguos de la morada materna donde siento completa beatitud, de repente, el tedio, sin prisa pero sin pausa, desmantela mi estado de ánimo con una vaga melancolía.
Sin embargo, la tarde apacible, en pleno declive del sol que brilla como el oro bruñido, invita a darme un paseo con paso cansino y a un ritmo agradable con el fin de enseñarme su escondida hermosura.
En mi pausada andanza por la periferia de la patria chica querida, el viento me sorprende con su furioso soplo y en un segundo infla como a un globo mi pantalón y el albo poncho. Este frío ventarrón, arrastrándose por las chacras despojadas y de los caminos ásperos, hace vibrar la copa descarnada de los viejos eucaliptos, las espigas pajizas de los escasos sembríos de trigo, de igual modo, a las pesadas mazorcas del maíz.
En el fugaz y hurón peregrinaje, un silencio retraído, agazapado tras las praderas sin bardas, me acosa sin cesar. Colmado de completo sosiego, cada paso, disfruto de la hermosa tarde serena. Ya en el ineludible ocaso del sol, de pronto, alzo la mirada hacia el extenso cielo en dónde flotan los policromos algodones, a veces grises, a veces ambarinos, a veces rojizos. Me da la impresión que se enfrentan en una dura batalla por ir adelante la una de la otra.
Allende, sobre la fragosa cima cana de la cordillera blanca, las nubes cálidas que se desplazan con increíble lentitud, como el caracol dentro del húmedo y nutrido jardín, graciosas, sonriendo todas ellas, se divierten frente a mis ojos contemplativos.
Alternándose con arrebatadores rubores me transportan en la soñadora bienaventuranza de mi mesurada pero feliz infancia que el infalible tiempo me ha privado.
El Pichuychanca.
Chiquian 2 de mayo 2021