viernes, 19 de julio de 2024

El librero y el insospechado encuentro


Estoy en el Centro Histórico de Lima, exactamente en la Cámara Popular de Libros de Amazonas, ubicado en la primera cuadra de la congestionada Av. Abancay, junto al rio hablador del Rímac y del remoto puente Balta, lugar donde se expenden diversos tipos de libros, desde ciencias aplicadas hasta literatura infantil. Recorro los stands, colmados de ávidos lectores, situado en los prolongados y constreñidos pasadizos. Al igual que yo, ven los anaqueles de ambos lados, abarrotado de obras y compendios de toda calidad, averiguan por el autor de uno u otro libro de su interés.
Son las 11 de la mañana y es un día estival. Bajo el frescor de la sombra de los altos techos, voy derrotero al puesto de un conocido proveedor. Éste, es un hombre de unos 65 años de edad, de contextura delgada y mediana estatura. Sobre su ovalada cabeza, tiene el cabello cenizo y ensortijado, con raya al centro, crecido hasta la altura de su enjuto gollete. De tez bronceada por los rayos del sol, está marcado por lucientes surcos. Debajo de sus cejas, casi albinas, reposan sus acuciosos ojos pardos. Es una persona comunicativa y bonachón. Se llama Oscar Carbajal, atiende en el stand C-31
En la medida que me aproximaba al kiosco, de rebato, entre el tropel de lectores, observé a una niña traviesa de 4 años, corriendo alrededor de una pequeñísima mesa que rebasaba ligeramente la entrada del puesto de libros. Cuando llegué, saludé a Oscar y la nieta, de ojos avispados y picara, no se dio ni por enterada de mi presencia. Al darse cuenta que el abuelo consentidor platicaba conmigo, con jovialidad, y no le prestaba atención, jaló el cajón de la mesita y extrajo un juego de crayolas. Con pasitos ligeros y tarareando una cancioncilla ininteligible, fue a refugiarse en los cálidos brazos de la abuela que estaba en el fondo y bajo la penumbra del pequeño stand, ordenando, con entereza, las decenas de tomos en los sólidos anaqueles de metal. Cuando extendía y desplegaba las solariegas obras, con sus minúsculas y fruncidas manos, de los cientos de palidecidos folios, impulsado por el tenue viento, manaba y envolvía a la tienda de un enmohecido efluvio de libros pretéritos.
En esta ocasión, partí de mi domicilio, con la certeza de adquirir una obra de mi autor preferido que indagaba hace un buen tiempo. Luego de consultar el nombre, escrito en mi celular en la forma de una nota, con voz suplicante, pregunté:
—¿Tendrás, por ventura, la obra de Máximo Gorki?… —Sin dejarme de terminar el nombre del libro, raudo, inquirió a viva voz:
—¿Cómo se llama la obra?
—La vida de Klim Samguín.

Guardaba la remota esperanza que lo tuviera. Más, Oscar, por un segundo quedó pensativo con el dedo índice sobre sus delgados labios, en seguida,, y tornó la mirada en dirección del anaquel donde guardaba las obras que siempre le requería. Su búsqueda fue infructuosa, no lo encontró y una vez más me quedé aplanado. Él, muy bien enterado de los argumentos y tramas de la obra que adquiría, me sorprendió, cuando de sopetón, con voz baja y discreta, me interpeló:
—¿De qué trata la obra? —no esperaba tal pregunta.
Yo, ya había leído una obra sobre, critica a la Literatura Soviética en donde se refería a Klim Samguín. Recordando uno de los párrafos, a groso modo, le comenté:
—La vida de Klim Samguín descubre las raíces psicológicas del monstruo. Esta obra es, posiblemente, la más profunda que se haya escrito sobre las vías de la degeneración del hombre.
—¡Interesante!…interesante —manifestó, meneando la cabeza de cabello cano y ensortijado.
Luego, me reveló que era muy difícil encontrar esa obra. Pero como no quería irme con las manos vacías, pregunté por las obras de León Tolstoy. Sin perder el tiempo, don Oscar, fue al anaquel y regresó con un voluminoso compendio de la obra del autor mencionado. Esta vez, dio rienda suelta de su conocimiento sobre los argumentos de cada uno de las obras contenidas en este libro. Con inexplicable detalle, me hablo de La Sonata de Kreutzer, cuyo trama, el autor, somete a un severo juicio el matrimonio moderno (La época de Tolstoy) describiendo magistralmente la angustiosa pasión de los celos. Me comentaba, según él, Oscar, que esta obra deberían leer los solteros, sin excepción, antes de casarse.
***
De regreso, me deslizo bajo la oportuna sombra de las altas y antiguas paredes, enfrente del renovado Parque de la Muralla. Aun en la lejanía, logro escuchar música vernácula a través de un potente equipo de sonido. Llegando al lugar exacto, contuve mis agitados pasos, provocado por la sofocación de los rayos agudos del sol, en su cenit. Dentro del parque enrejado y debajo de la generosa sombra de un tupido árbol, una fogosa cantarina, con vestuario multicolor y llamativo, compuesto de un par de zapatos de color rojo encendido con tacos muy altos, la redondez de la pollera, más arriba de sus descarnadas rodillas, la llicllia, debajo de sus medianos hombros, el sombrero de paño, sobre su cabeza de cabello castaño y asistido por un experto bailarín, interpretaba alegres huaynos ante un escaso público quienes, de manera espontánea, colaboraban con donaciones, depositando en una cajita de madera, situado sobre un mantel colorido. De este modo, se ganaba el sustento del día.

A pesar de los años y el tiempo inexorable, a Lima no se la puede confundir con ninguna otra ciudad. Personalmente me agrada transitar por las estrechas calles y ver todavía, con sumo placer, los adornados y bellos balcones coloniales de tallado fino, un maravilloso modelo de arte aplicada con sus monumentos arquitectónicos de siglos pasados. Uno de ellos es la Plaza de Armas que atesora y conserva un conjunto de pulcras obras como el Arzobispado de Lima, la Catedral, el Palacio de Gobierno y la Municipalidad de Lima. Los visitantes que acuden a estos hermosos lugares, lo aprecian con admiración.
Hoy sábado 29 de febrero, luego de almorzar, me animé a ir a la Casa de la Literatura, con el propósito de leer el primer título del voluminoso libro adquirido, cuyo tenor decía: Estudio preliminar. Cuando arribé al amplio y quieto espacio de la sala de lectura, ubicado al costado del copioso y atractivo jardín y más allá, la vía férrea del tren, alcanzaba distinguir a docenas de lectores y lectoras de heterogénea edad, cómodos y sentados alrededor de pequeñas mesas, todas ocupadas, leyendo con prolija concentración. Al extremo de la sala, para mi buena guisa, había una butaca vacía, donde me acomodé y empecé a leer, con avidez.
Sin darme cuenta, había transcurrido 2 horas de atenta lectura, seduciéndome para seguir leyendo en los siguientes días de manera continua. De pronto, en la lejanía, percibí el fragoso ruido que emitía el tren, luego de un breve tiempo, pasaba con lentitud frente a los lectores/as, quienes hicieron un alto de su absorta lectura. Antes de abandonar el local, decidí visitar la sala donde exponen las obras y frases de los diferentes escritores y poetas del Perú. Andando por la sala y leyendo fragmentos de cada uno de los novelistas me tropecé con dos expresiones de José María Arguedas, autor de los Ríos profundos, El zorro de arriba y el zorro de abajo, y de Todas las sangres. sus obras cumbres, que me llamaron la atención,. En la medida que leía estas sentidas y elocuentes frases, recordaba mi vivencia infantil en la tierra natal.
“Acompañando en voz baja la melodía de las canciones, me acordaba de los campos y la piedras, de las plazas y los templos, de los pequeños ríos adonde fui feliz”.
“Recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las piedra y las islas” José María Arguedas.
***

Ya estoy peregrinando por las aceras rojas y limpias de la frecuentada y angosta calle Carabaya, orillado de sobrevivientes y contiguos edificios coloniales, franqueando entre un pelotón de personas, vehículos y un sin número de tiendas comerciales, restaurantes y los minúsculos kioscos matizados de color verde situados en las esquinas de la animada y prolongada arteria, cuyos propietarios, ofrecen sus productos a los paseantes. De pronto, llego a la tradicional y sugerente Plaza San Martin, orlado y circunvalado de un singular vestigio arquitectónico. En la plaza descubro una gama de múltiples colectividades, entre ellos, a través de un equipo de sonido estridente, logro oír música cristiana, los predicadores evangélicos vociferan con pasión y disonante brío que ningún transeúnte se osa a detenerse para escucharlo. Más allá, distanciados uno del otro, dos tres grupos abarrotado de personas, oyendo, de modo circunspecto, la disertación de espontáneos oradores sobre los álgidos problemas sociales, económicos y políticos que atraviesa el país. Mientras tanto, los vendedores informales, la mayoría de ellos de nacionalidad venezolana, merodean una y otra vez junto a la masa de individuos, exhaustos por el calor reinante de la tarde. Impetuosos, ofrecen sus productos, alzando la voz: ¡Gaseosa! ¡Helados! ¡Pasteles!...
Mi interés y la curiosidad, me llevó a arrimarme a uno de estos grupos apilado de personas de diversa condición social, carentes de trabajo estable, sin seguro social ni de salud. El sol, con sus rayos oblicuos, en su ocaso, aun sofocaba con ímpetu, obligándome a buscar un refugio bajo la desprendida y larga sombra del árbol que estaba en las inmediaciones. Agucé mis oídos, para escuchar al expositor, un hombre de aproximadamente 60 años, que a viva voz, explicaba, con detalle y dialéctica, sobre el imperante tema de la corrupción, la política económica, social y cultural del sistema vigente que, hasta hoy en día, sigue golpeando al país, y por último, el caso de Odebrech.
De pronto, un oyente, que estaba frente al expositor, alto y enjuto, que tenía un par de libros en la escuálida mano, con voz ronca, interrumpió el discurso con una indeliberada pregunta. La concurrencia, de manera simultánea e incontinenti, dispararon su mirada sobre aquel aparente universitario. Dentro de esas decenas de escudriñadoras miradas, descubrí una que se dirigía fijamente hacia mí, reconociéndome, me preguntó llamándome de tú:
—¿Hugo?
Después de echarle un vistazo por unos segundos, asentí moviendo mi cabeza y llevado por el instinto de respeto, nos apartamos del grupo de manera prudente, a un lugar apropiado. Cuando estuvimos solos, uno frente al otro, prosiguió hablando:
—¿Será posible que no me reconozcas, querido amigo?

Yo, desorientado, masculle algo parecido a: —“sí, sí, recuerdo naturalmente”— pero él me interrumpió:
—¡Ah! ¡No te acuerdas de nada!
Por todos los medios posibles, trataba de recordar, a través del pérfido tiempo que todo lo devora, el extraviado rostro infantil del amigo de la escuela, que ahora, por esas cosas que tiene el destino, se hallaba frente a mí. Yo, seguía desconcertado y zaherido por no lograr y terminar de reconocer al amigo de infancia, con voz casi mitigada, hablé:
—Son 40 años, te imaginas…sin vernos... y sin tener ningún indicio de ti ni de los otros amigos de la escuela.
Luego de un breve silencio, afloró, en su rostro cetrino, una indefinible sonrisa espontánea y casi desviando la mirada con dirección al horizonte, aseveró:
—Sin embargo, apenas te vi, ¡no dudé que fueras tú!
—A desfilado numerosos años y tienes una lucidez fabulosa de guardar fisonomías de los amigos de la infancia.

Y, él, cediendo dos trancos hacia atrás, me interrogó:
—¿Aun no te acuerdas de mí?
Sin saber que decir y con atisbo de azoramiento, permanecí callado y acabó por revelarse el mismo:
—¡Hugo!, ¡Soy Macario!
—¡Macario! ¡Eres tú! —Grite y en seguida, sin dudar, alborozados, cruzamos un afectuoso y extendido abrazo por los años transcurridos y comenzamos a lanzarnos cumplidos, uno al otro, sobre nuestro corto y feliz viaje por las campestres aulas y el rústico patio de nuestra añorada escuela.
Atrapando sus recuerdos de infancia, con voz rumorosa, manifestaba:
—Tú, andabas de cabecilla en nuestro salón y nos exigías ir al patio para jugar futbol. En todo instante permanecías con una pelota roja, sostenido bajo tus minúsculos y fornidos brazos…
—No, no es posible… estas exagerando… me gustaba el futbol, pero no recuerdo que obligaba…

—¡Sí!, sí, tú nos obligabas, Hugo- insistió con arrebato.
—Bueno, si tú lo dices…
—¡Así era!, ¿cómo es que no te acuerdas?…
—No en vano transcurre los años.
—Tú, te vez bien… en cambio yo…
El insospechado encuentro con el amigo, presto, hizo que mi memoria otoñal volviera a cobrar vida de los indelebles pasatiempos infantiles, ocurridos, allá, en la otrora escuelita de don Josué. Pero cuando le oí decir: “en cambio yo”… quedé pensativo. Noté, en él, que no derramaba la misma llanura del infante inquieto, de un espíritu intrépido y rebelde que era.
Macario, ora reñía con los compañeros del salón, ora objetaba mal al tutor, a veces realizaba garabatos en el cuaderno de los condiscípulos y se las pasaba todo el día realizando travesuras. Por este motivo, era azotado severamente por el mentor, y aunque no lloraba, se ponía a chillar tan fuerte que nos producía un estremecimiento irresistible y encogiendo los minúsculos hombros, protegíamos los oídos con la palma de nuestras enanas manos.
Así como denodado y revoltoso que era, Macario, también poseía actitudes positivas. Por ejemplo, era extremadamente solidario con los alumnos de transición y el primer año. No sentía ni una sola pizca de animosidad por el bienestar de los demás compañeros y compartía, a la hora del recreo, el maíz tostado (la cancha) que traía depositado en una microscópica talega y embutido en los hondos bolsillos de su pantalón de percal. ¡Era un mocito intuitivo y guasón!
En los postreros días de abril, con el tiempo aún hosco y borrascoso, desde el sencillo salón, se podía advertir, a través de los netos espejos de la ventana, que el mudo y agreste patio de la escuela, poco a poco empezaba a ser enfundado por brumas terrosas. Entre tanto, nosotros, alumnos del quinto año de primaria, cuando esperábamos, con enorme entusiasmo, la presencia del mentor Romeo Reyes, a nuestra espalda, de improviso, crujió la añeja puerta y, en un santiamén, al unísono, viramos la cabecita esquilada, topándonos con su estampa delgada y los carrillos cubierto de tupida patilla y en sus comedidas manos, para sorpresa de los escolares, posaba un extraño animal embalsamado. Pasando delante de nosotros, absortos, le seguimos con mirada vigilante e indagadora hasta llegar al pupitre, donde lo acantonó con esmero, a un costado y junto a la ancha y fría pared. Luego, maquinalmente, uno tras de otro, nos adosamos para otearlo con más detenimiento a aquel mamífero ignorado.

…Semanas después, llegó el momento del examen oral y por coincidencia se trataba del reino animal y la naturaleza. Nuestro tutor, apostado al otro extremo del escritorio, junto a la ventana lindante a la calle, en el salón, reinaba un absoluto silencio. Macario, relajado y de presta mirada, erguido, frente a nosotros, con las manitas cruzada sobre su afilada espalda, ansioso, esperaba las preguntas.
El profesor, empezó a interpelar con cierta voz de confianza:
—Macario, con voz alta y clara, narre todas las características del animal… que esta sobre el pupitre.
Rompiendo el silencio con un resoplido intenso, con pasitos ligeros, Macario, se aproximó al mamífero, antes ignorado. Lo observó de manera escrupulosa, reflexivo, lo sondeo de todas las direcciones: de arriba abajo, de abajo arriba, del este, oeste, norte y sur.
Terminado de chequear al animal disecado, que momentos antes, el profesor lo había colocado al centro del pupitre para que el alumno tuviera la facilidad de describirlo de manera apropiada. Reseñó no precisamente de las tipologías propias del embalsamado mamífero, sino de todos los defectos que le afectaron por el inexorable tiempo. Lo describió del modo siguiente:
“La Muca, con el ojo hundido (Macario estira sus parvos brazos en dirección del patio) está mirando hacia el horizonte. Descansa sobre una vieja y quebrada rama de eucalipto y en la base dice… —No Tocar—. Al instante, escuchamos una gutural y parca silaba… ¡Ja!, fisgones, tornamos la mirada y notamos que en el rostro velludo del profesor, había una imperceptible sonrisa contenida. Macario, reanudó con el examen oral, detallando: las patas traseras y delanteras, uno, del lado izquierdo y el otro, del lado derecho, carecen de dos garras. Esta vez, oímos el parco ¡ja! por dos veces consecutivas igualmente dominada. Por último, levantó su delgado cuello y enfrente de la muca, con voz risueña, explicó: la oreja pequeña, del lado izquierdo, esta pelado y roto, pero esta enhiesto gracias a usted profesor, porque la semana pasada, lo pego con una cinta aislante”… Profesor y alumnos, al mismo tiempo, no le dejamos continuar con su exposición porque de las 4 paredes del salón, estalló estentóreas carcajadas aguantadas desde hace buen rato. Así era el amigo Macario, espontaneo y sandunguero.
***
Luego de una amena plática sobre nuestras evocaciones en la escuelita de don Josué, le invité a tomar lonche vegetariano que aceptó con mucho agrado. Sin prisa, caminábamos por la remozada calle Camaná y aproveché para entrar a una acreditada librería, atestada de lectores. Pregunté por la obra que indagaba hace algunas horas en la librería de Amazonas. Tampoco lo tenían. Reanudamos nuestro trayecto y atravesando la Plaza Francia, Macario, de golpe, contuvo sus pasos y sincerándose, con voz taciturna, me reveló;

—De lo que pasa con mi salud, no se lo cuento a nadie. A pesar de no haber frecuentado esta amistad de nuestra infancia, durante tantos años, hay algo dentro de mí que me dice que debo confesarte algo. —Tenía el aspecto grave, misterioso, que me suscitaba una indefinible inquietud
Sobresaltado, y mirándole al rostro, con prudencia y voz grave, le pregunté:
—¿Es grave?
—Hugo, sobrellevo —comenzó hablar con voz apagada— una intensa depresión crónica…
Me sentía apenado por la situación que pasaba. Y fijando mi mirada en sus ojos lánguidos, proseguí con la dolorosa conversación:
—¡Cómo es eso, y desde cuándo?
—Desde hace mucho tiempo, se me presento de súbito.. —Replicó, desviando la mirada en dirección de la cúpula de la Iglesia la Recoleta, de fachada azul.
Por un instante, permanecí sordamente callado, y comprendí entonces, cuando hace un momento me decía “tú, te ves bien, pero en cambio yo”…
Volvimos a deslizarnos por el pasaje y luego la Av. Garcilaso de la Vega. Conversando en medio del ruido insoportable de los carros, llegamos al restaurant ubicado en el pasaje Velarde, adonde también, por cierto, invité a varios paisanos a degustar un plato de comida vegetariana.
Degustando, cada uno, el par de vasos de yogurt, acompañado de un exquisito sándwich, sosteniendo la mirada por breves segundos sobre mi rostro, luego, oteando ora aquí, ora allá, Macario, me comentaba inquieto y lastimero, con voz cascajo:
—Hugo, a veces se me viene la idea del suicidio.
Oyendo aquellos penosos pensamientos del amigo de infancia, contuve el habla, sin saber cómo responder sobre su delicada enfermedad. Mi mente corrió como un rayo, recapturando la imagen del niño rebelde e ingenioso, hoy, después de 40 años, frente a mí, al ver ese mismo rostro bronceado pero atravesado por nacientes ranuras sobre su frente amplia, por las mejillas y además, taciturno y mortecino, se me partió el alma. En ese lapso, cavilaba; “En estos tiempos de todo tipo de violencia, ¿Acaso el Estado, en el sector de salud mental y toda la gente no debe ser más tolerante, ayudarse los unos a los otros y combatir juntos el mal y la muerte? Caras vemos, corazones no vemos, ¿Quién no sufre a escondidas?... Seguía pensando ¿Por qué no ayudarle en este crítico momento con palabras cálidas y sentidas? ¿Por qué no darle ánimo? Pues no hay nada que reconforte tanto como unas palabras bondadosas” Y eso es lo que hice, solidarizarme espiritualmente y darle ¡ánimo al amigo de infancia!
Culminando nuestro desahogado dialogo, Macario, con su apaciguada mano, asió con avidez el segundo sándwich que estaba sobre la panera y presto lo guardó en la bolsa que cargaba con la otra. Al darme cuenta de su espontanea actitud, le convidé una bolsa de pan integral. Con pasos mesurados, casi en silencio, nos dirigimos, a la transitada y bulliciosa avenida Uruguay, en donde nos despedimos con un fuerte abrazo. De mi parte, afligido, permanecí plantado. En la medida que iba desapareciendo de mi vista, observaba que caminaba con lentitud y rengueando de modo imperceptible, agarrando el cinturón de su pantalón que amenazaba con desplomarse. Atribulado, partí a mi domicilio con la esperanza de volverlo a ver muy pronto y recuperado de su salud.
El Pichuychanca Lima, Plaza San Martin, 29 de febrero 2020



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