viernes, 30 de abril de 2021

Testimonio I: Yungay, aluvión 1970

Yungay. Calle empedrada antes del sismo
Estoy frente al Hospital Es Salud Eduardo Rebagliati. Observo, con inquietud, este antiguo y conservado edificio que posee 14 pisos. Entrando a este nosocomio, por una de las puertas que da a la Av. Salaverry, de inmediato, resucitan en mi mente dolorosos recuerdos cuando hace algunos años atrás, preocupado, acompañaba por largos días e inquietas noches, sin salir de este recinto, a mi madre enferma. 

Ahora, de nuevo, ingreso en este mismo lugar, para visitar a un familiar después de que fuera operada, la noche anterior. Familiares de los pacientes, uno tras otro, esperan el turno para acceder al remoto y trémulo ascensor, con profusos años de uso. Ascensor que sigue funcionando a la perfección, gracias a un minucioso mantenimiento. Uno de ellos, haciendo cola, que va al piso N° 7, soy yo. De pronto, sale una multitud de personas y otro pelotón  ingresa al ascensor. El encargado pregunta a que piso nos dirigimos y pulsa las luminosas clavijas de los números anunciados. Presto, cierra las puertas y trepidante empieza a elevarse. Observo rostros con diversos estados de ánimo. . .

Ya estoy caminando por el piso número 7. Las losetas blancas y grises, dotado de limpieza, brillan. Al lado izquierdo del corredor, las habitaciones tienen una sola cama. Un paciente descansa sobre un sillón, con el pie vendado y levantado sobre una silla. Mientras espera una visita familiar, lee un periódico de setenta céntimos. Al lado derecho del pasillo, las habitaciones tienen dos camas y los pacientes se hallan acompañados por sus familiares.  Las enfermeras llevan, en un coche; los envases de suero, medicinas y las agujas para ser aplicados a los dolientes que lo necesitan. Del fondo del pasadizo, que tiene aromas típicos a medicina, surge una camilla, sobre ella, tendido un enfermo, dos técnicas, vestidas de blanco, una atrás y la otra delante, lo llevan quien sabe a dónde, ¿a la sala de operaciones o, para un examen? 

Me aproximo a la habitación número 710 y aflora la imagen de Perching, mi hermano, con rostro aliviado, síntoma de que su esposa salió bien de la operación. Le saludo, y reciproca mi efusivo e intenso abrazo Paso a ver a la paciente que está descansando sobre la cama, acompañada de su hijo que se dejó crecer la barba azabache y al costado de él, su enamorada, ambos, próximo a culminar su carrera de Derecho. 

Platicando sobre su estado de salud con todos los presentes, observo que en la cama contigua, separado por una cortina, esta una paciente mayor, una señora de cabello corto y color cenizo, ojos de piadosa mirada, tez cobriza y en la comisura de su boca reflejaba los pliegues lo mismo que en su pequeña frente, tenía aproximadamente 75 años de edad. Se incorpora con dilación y se arrellana sobre un sillón que está junto al catre. Cavilosa, mira a través de los cristales de la amplia ventana, el patio del hospital, en donde los intensos rayos del sol, aguijoneaba al experto jardinero que regaba con esmero la exigua rosaleda.

Yungay. 
Con anterioridad, antes de mi llegada, la señora, de la cama adyacente,  le había solicitado un servicio a mi hermano para que le consiga ciertos alimentos para el hijo, discapacitado, que le visitaría más tarde. Perching y Piero, su hijo, regresaron con el encargo. Luego de esta actitud altruista de parte de mi hermano, les acompañé al restaurante, en el trayecto, Perching me comentaba que la señora tiene una hija que la visita por breve tiempo. 

De regreso, luego de dos horas, Perching se emplazaba al pie de la litera, a mi costado, mientras su cuñada que había llegado en nuestra ausencia, platicaba amenamente con su esposa. Se arrimó aún más a mi lado para comentarme con voz apagada:

 — La señora, de la cama del costado, es de Yungay.

Enterándome de donde era la señora, mi casi otoñal memoria viajó veloz, recordando aquel infausto acontecimiento, el terremoto y el aluvión del año 1970.

Su hijo, discapacitado, se había retirado para llegar a la hora puntual al asilo  en donde le había internado, de momento, hasta que los doctores le dieran de alta. Ella, sentada al borde de la cama, y al frente de mi cuñada, horas antes, habíamos estado platicando temas de salud, de actualidad y otros de menor importancia. 

Enterado que la señora era de Yungay, mayor fue mi interés e inquietud de querer saber, por boca de ella, del persistente recuerdo que aflora, cómo burbujeo, en la mente, no sólo de los sobrevivientes y de las personas de la Región de Ancash, sino también del país entero, del aciago aluvión que azotara con virulencia, su tierra añorada. Cada aniversario de este fatídico suceso, oí muchos relatos y leyendas, pero, no directamente de uno/a que se haya  salvado, dentro de los miles de habitantes del desaparecido y hermoso  pueblo de Yungay. En este Hospital Es Salud Edgardo Rebagliati, habitación número 710, arrellanada en el sillón, junto a los traslucidos cristales del amplio ventanal, delante de mí, estaba una sobreviviente, la señora…Huinchos viuda de Vergara. 

Me aproximé con sesuda prudencia y le pedí permiso si podía sentarme junto a ella, del cual accedió mi petición, con placer. Ubicándome de espalda a los cristales de la ventana y en medio del vocerío de los familiares que llegaron para enterarse sobre la salud de mi cuñada, nuestro dialogo comenzó con cautela y le pregunté con voz grave: 

— ¿No le abrumo, si le consulto sobre lo sucedido con el aluvión de Yungay? —en seguida agregué— ¿Usted estuvo presente en aquel fatal acontecimiento? 

Luego de esta pregunta, tal vez muy directo, entre ella y yo, hubo un monumental silencio, a pesar de las voces ininteligibles que llegaba del otro lado de la cortina. Después de unos segundos, agarrándose las pequeñas y acanaladas manos, mirando hacia el patio con sus piadosos ojos, después el blanco techo, como queriendo traer a su longeva memoria los sombríos acaecimientos producidos por el terremoto de 1970. Con lánguida mirada, profunda e inmóvil, con voz mortecina, manifestó: 

— No te preocupes, no es nada grave mi dolencia, pero ahí vamos dándole duro a la vida —hizo una pausa y prosiguió— por aquel entonces ya contaba con 25 años de edad, estaba casada y ya tenía un hijo de un año y dos meses y cuatro meses de gestación cuando ocurrió lo del aluvión. 

Haciendo un reposo de sus vagos recuerdos, le interpelé:

— ¿Recuerda usted, los hechos de aquel momento?

 — No todo, pero los sucesos más difíciles y trascendentales que pasé en este pasaje de mi breve existencia, se me quedó gravado para toda la vida, jamás lo olvidaré. Me parece que fue ayer, lo llevaré hasta cuando me marche de este mundo —expresó con voz interpolada, contagiándome sus sentimientos de angustia y dolor. 

Se dio tiempo para serenarse e inicio el relato de su vivencia personal:                      

“Con mi esposo, mi esposo se llamaba Nemias Vergara, ya teníamos previsto desde la noche anterior, sábado, trasladarnos rumbo a la chacra. Ese día, 31 de mayo, amaneció radiante, animado; los nacientes rayos dorados del sol, empezaban a aguijonear las cimas canas del Huascaran, las cumbres de los cerros aun reverdecidos  y los techos rojos de las casas. Arriba, el espacio, se hallaba rematadamente azulenco, libre de nubes. El suave y fresco viento de la mañana arrastraba, desde el jardín a nuestros aposentos, sugestivos aromas de diversas flores y rosas. Cómo cada día domingo, tomamos el desayuno un poco  tarde. Mi esposo y yo además de ser docentes, nos dedicábamos al negocio de materiales de construcción y la tienda estaba en las cercanías del mercado, en el centro del pueblo, junto con el de mis padres que se dedicaba a la venta de abarrotes y estaba a cargo del estanco de coca, nuestros negocios se ubicaban próximo a la plaza de armas. De súbito, un colega, profesor, se presentó a la casa solicitando, de manera urgente, cemento y  fierros.

De regreso, cuando mi esposo me comentaba y planteaba que mejor sería ir a la chacra, a las dos de la tarde, después de almorzar…, en ese preciso instante, alguien tañía la puerta, fuerte y de manera consecutiva. Mi compañero con voz afectuosa me dice:

 —Anda, a ver quién es —fui atravesando el patio que había regado en las primeras horas de la mañana, al abrir el zaguán me topé con las figuras de dos colegas de mi esposo, notando en sus rostros cárdenos, con señales de ebriedad. Uno de ellos preguntó con lenta voz:

— ¿Se encuentra Nemias? —Mi esposo que también había salido hasta el centro del patio, reconociendo la voz, se acercó al añejo pórtico, y colocándose a mi lado, habló a su amigo  con recia voz:

— Hola Pablo, buenos días, ¿Ocurre algo?

— Vamos a la casa de Eusebio, para brindar unas copas, hoy es su cumpleaños. —Mi esposo, reflexivo, y con voz amigable comento:

— Es temprano para ir a su casa, ¿no les parece? —luego añadió—  preferible sería ir en la tarde, pero tampoco podré, tengo que partir a la chacra. —y justificándose con razón, les propuso— Mientras tanto, por favor, pasen a la sala. 

Y así convinieron en permanecer en la casa y don Nemias mandó a comprar cerveza”.

La Señora Huinchos, por un momento, detiene su relato, con brevedad, para referirme del pueblo, antes del fuerte y fatídico terremoto que provoco el aluvión de 1970. Yungay, me dice, era muy atractivo, de las calles principales, ceñidas y  empedradas, las casas, en su mayoría de dos pisos, poseían llamativos balcones, gozaban de amplios patios adornados de bellos y odoríficos jardines. Cada domingo, los campesino/as venían de las típicas aldeas cercanas trayendo variados productos agrícolas para vender. Se instalaban alrededor del mercado y la arteria principal. El comercio estaba en auge, tal es así, que los pobladores de Caraz y Carhuaz llegaban aquí, para realizar sus compras. En la entrada del cementerio se podía apreciar, pulcro y conservado, una estatua gigante del Cristo Redentor de Yungay, erigido en el año 1966 y en la plaza se encontraban las hermosas, robustas y desafiantes palmeras, mirando al imponente nevado del Huascaran. Al otro lado, la maravillosa Iglesia colonial Santo Domingo. 

Como si estuviera ante un alumno, la señora Huinchos, me describe datos históricos de su tierra natal y continúa ilustrándome. El nombre de Yungay, me explica, proviene del vocablo quechua “yunga” o “yunca” que significa cálido, “valle cálido”. Además como docente que fue por aquella época, me reveló y aclaró que el término o la denominación tradicional de “Yungay hermosura” fue mencionado por el explorador alemán Richard Witt en 1842 y que erróneamente es adjudicado a Antonio Raimondi. Luego de manifestarme estos importantes detalles, una vez más, observó a través de los cristales, los nuevos edificios construidos alrededor del hospital, suspiró y continuó con su relato:


“Después de almorzar, el sol iba inclinándose y el viento sereno empujaba de un lado a otro a las nubes pardas, éstas, causaban hoscas sombras sobre los techo y las calles del pueblo. Mi esposo con uno de sus colegas seguían tomando, el tercero se había retirado. Yo, al día siguiente, lunes, tenía que estar muy temprano en la escuela y, ya estaba embarazada de cuatro meses. Meditando que ropa ponerme, es cuando rememoro del vestido de mi gestación anterior. Subí al cuarto, al encontrarlo, de inmediato me probé quedándome al talle, para mi alegría. Como tenía que ir a la chara para ver los sembríos, me puse mi ropa de campo y descendí con dirección al jardín para podar algunas plantas mientras ellos, don Nemias y el amigo que se había quedado, terminaban de tomar.

Cuando salía del jardín, sentí un leve temblor, di unos pasos más y la tierra seguía temblando. Entonces, con angustia y aterrada, grité con voz que salía de mis entrañas: 

— ¡Temblo-o-o-r!  ¡Temblo-o-o-o-r! —en ese instante, desesperados, mi esposo, su amigo y el cocinero que teníamos a nuestro servicio, salían al patio uno tras otro,  a paso ligero y con el semblante pálido y achispado.

— Ya va pasar, ya va pasar —decía de mi esposo llegando a mi lado y la tierra seguía temblando de modo espantoso. 

El amigo, que estaba junto a nosotros, de repente, empezó a clamar con voz desgarradora:

— ¡Mi familia! ¡Mi familia! —se retiró despavorido de la casa, tirando el zaguán. Yo, angustiada, seguía gritando: 

— ¡Abrancito-o-o! ¡Abrancito-o-o!, ¡Neme, Abrancito está en el escritorio, en su cuna! 

Mi esposo, dominando el susto de ese terrorífico momento, raudo fue al rescate de mi hijito, que dormía con candidez y sin preocupación. Cuando regresaba cargando a nuestro hijo, amparándolo en su pecho, con sus calurosos y nerviosos brazos, apenas cruzaron el corredor, llegando a mi lado, se desplomó el techo, causando un estruendoso y horrendo crujido, segundos después, le siguieron las cuatro paredes de la casa, de inmediato, se levantó por el cielo, una espesa y terrosa polvareda. Estábamos aturdidos. Alrededor nuestro, se hallaba nebuloso e incomprensible. En ese instante el joven cocinero, chillaba con pavor: 

— ¡Don Nemias; se viene el Huascaran! ¡Se viene el Huascaran!...

Sin saber a dónde ir, desesperada, yo pedía marchar con voz atropellada: 

— ¡Al cementerio! ¡Al cementerio! —mi esposo jalándome de la mano, decía con voz ronca: 

— ¡No!, ¡Vamos a la pista de Caraz! ¡A la pista de Caraz! 

En medio de aquel caos emocional, jalándome con fuerza, decidimos marchar, salvando sobre nuestra casa demolida, a la pista de Caraz. En ese instante percibíamos un intenso y desgarrador frio. Cuando huíamos por esta pista, de pronto, de los cerros provenían sordos rumores amenazantes, entonando cantos fúnebres. Advertíamos impetuosos ecos, zumbidos, ruidos asombrosos y desconocidos, jamás escuchado. Tras de nosotros, cerca, lejos, la gente corría, se hincaban, con voces desgañitadas, continuaban clamando:

— ¡Terremoto-o-o! ¡Terremoto-o-o! , ¡Se viene el Huascaran!.. 

Cuando por un instante torné la mirada, en nuestra martirizada huida, vi arriba, a la entrada de Yungay, una inmensa ola negra que se acercaba doblándose como una serpiente siniestra abriendo sus fauces para tragarse todo lo que hallaba en su mortal trayecto.

— ¡Neme! ¡Neme! ¡Dame a mi hijo! ¡Yo, me quedo aquí! ¡Ya está sobre nosotros! —Le gritaba fuera de sí— ¡Corre! ¡Corre! —me animaba para seguirlo. 

Detrás de nosotros venia un jovencito que, luego de vociferar con inaudita desesperación: — ¡Sí, señora, ya está sobre nosotros!, ¡estamos perdidos! —se desmayó. 

Sin detener nuestra fuga, de aquel siniestro aluvión, pude observar que algunos  vecinos, por la impresión que se vivía, perdían el conocimiento”.            

Por un momento, la señora con ojos de piadosa mirada, guarda absoluto silencio, como deseando obtener una respuesta a estos escalofriantes fenómenos naturales, que arrasa con todo lo que encuentra a su paso.

Segundos después del movimiento telúrico, una inmensa masa de hielo, se había desprendido de la parte norte del nevado del Huascaran, impactando contra la pared de la     quebrada del rio de Ranrahirca cuyo efecto formó un estancamiento de agua, desviando furiosamente su curso en 30 grados que dio inicio su apocalíptico recorrido con dirección al desafortunado pueblo de Yungay.

“Mientras el aluvión desbordado con 40 millones de metros cúbicos de hielo, fango y rocas que media aproximadamente 1Km de ancho y con una velocidad de 200 a 500 Km/h  va arrastrando y sepultando en su horrendo e inexorable curso, cadáveres  de campesinos, infantes, turistas ahogados, junto con el de sus bueyes, corderos, aves de corral y las vigas de sus casas, arrancando arboles de raíz, sementeras y por último a la población entera en los fatales 18 Km que avanzó. 

De repente. Esa resonancia, ese  eco inverosímil, extrañamente se interrumpió. Ganada por la angustia, cuando volví la mirada por segunda vez, Yungay, en tres minutos, había desaparecido de mí vista, de principio a fin, para siempre. De nuevo grite, desfallecida: 

— ¡Mi papá-a! ¡Mi mamá-a-a!... ¡los pañales de Abrancito-o! —mi esposo, abrazándome con uno de sus brazos me consolaba, susurrando con voz apagada y trémula::

 — Amor, nos hemos quedado en absoluto desamparo, sin nada; sin casa ni parientes.

Agotados, seguíamos caminando hasta alcanzar la parte más alta, donde se hallaba  la inmensa peña de Huachahuay, cerca del cementerio. Con este cuadro infausto de la naturaleza, me parecía estar soñando. De todo lo hermoso  que atesoraba Yungay, solo sobrevivieron, imperturbables, sosteniéndose sobre sus cimientos férreos, desafiando al demoledor aluvión, cuatro erguidas palmeras, ubicados en la desierta Plaza Mayor y al frente, alejado, en lo alto del cementerio, la estatua del Cristo Redentor de Yungay.” 

Su voz se ahogaba, suspiró con profundidad. Al notar que estaba muy afligida, me aproximé para confortarla y solidarizarme con la anciana enferma, sola, arrellanada en el sillón, con el otro recóndito dolor de aquella imperecedera tragedia.           

De esta aciaga calamidad, pocos lograron salvarse de entre miles y miles de personas, como los siguientes testimonios cortos que a ella le contaron:

“Un señor, que lo conocía de vista, me contó que estaba cerca del mercado, apenas al sentir el temblor, empezó a correr al sector de Aura, donde vivía su familia. En su veloz travesía por las calles ceñidas, pudo observar a la muchedumbre corriendo de un lugar a otro con los rostros despavoridos, a mis padres ancianos y a una multitud de gente, prosternados con los ojos cerrados y los brazos en alto, implorando: ¡Khuyapayawayku! ¡Khuyapayawayku! (¡Señor ten piedad! ¡Señor ten piedad!). En su recorrido, me contaba, veía  muertos y heridos, tendidos en el suelo empedrado de las apretadas calles, esperando ser socorridos.

 Estaba  determinado llegar a su domicilio; corría y corría, sorteando paredes que se desplomaban levantando densa polvareda. Postes y paredes que se balanceaban de un lado a otro, como los altos arboles de copiosa copa, inclinándose por el fuerte viento. Se alejaba de la cuidad, sin saber que venía el  encrespado aluvión. Había pasado la calle Espinar, por donde  yo vivía y creyendo que yo había muerto, vio a mis vecinos, al señor Cesar Lagos, su esposa, a su papá, su hermano, también, arrodillados, en el centro de la arteria, turbados y espeluznados, sin saber qué hacer ni a donde ir. Cuando llegó a su destino, al volver la mirada hacia el pueblo, este, se encontraba con un aspecto inusual, monstruoso, sombrío, desierto, Yungay, estaba bajo los escombros de bloques de hielo, lodo y rocas, en un cerrar y abrir de ojos, había desaparecido completamente de la faz de la tierra”.

 Dentro del centenar de maestros y maestras que enseñaban en Yungay, sobrevivieron cuatro, Reyna Veramendi, Elvira Vásquez, y Carmen Giraldo, esta última docente, le describió lo siguiente: 

“Huyendo del sismo, estremecidas por las resonancias extrañas que arribaban  de los cerros y las quebradas, con mi anciana madre, sin pensar dos veces, corriendo, nos encaminamos directo al panteón. Cuando estábamos subiendo los primeros peldaños, con penosa dificultad, a razón de que mi madre, exhausta, ya no podía caminar a paso firme, al escuchar cada vez más cerca el violento e inverosímil sonido y cuando de repente advertí, aún lejano, una ola negra, gigante y espantosa que nos acechaba, entonces, con desesperación, con las ultimas fuerzas y el aliento que me quedaba, empecé a jalarla a rastras, de pronto, vuelvo la mirada para ver a mi madre,  y como si fuera un sueño, ya no estaba conmigo, el protervo aluvión me la había quitado de mi propia  mano. Era una escena apocalíptica, embarazoso de describirlo”.    

Continuará…

Con sobrevivientes.  

El Pichuychanca.  

Lima, Hospital Es Salud Edgardo Rebagliati  8 de febrero 2020

Calle tradicional de Yungay con vista al inconmovible nevado de Huascaran. Antes del aluvión de 1070


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