Estoy frente al Hospital, Es Salud Eduardo Rebagliati edificio, antiguo y conservado, de 14 pisos. Al ingresar a este nosocomio, por la puerta que da a la Av. Salaverry, de inmediato, resucitan en mi mente dolorosos recuerdos cuando hace algunos años atrás, preocupado, acompañaba por largos días e inquietas noches, sin salir de este recinto, a mi madre enferma.
Ahora, ingreso de nuevo a este mismo lugar con el propósito de visitar a un familiar después de que fuera sometida a una intervención quirúrgica, la noche anterior. Familiares de los pacientes, uno tras otro, esperan el turno para acceder al remoto y trémulo ascensor, con profusos años de uso. Ascensor que sigue funcionando a la perfección, gracias al minucioso mantenimiento. Uno de ellos, haciendo cola, que va al piso N° 7, soy yo. De pronto sale una multitud de personas y otro pelotón ingresa al elevador. El encargado pregunta a que piso nos dirigimos y pulsa las luminosas clavijas de los números anunciados. Presto, cierra las puertas y trepidante empieza a elevarse. Observo rostros con diversos estados de ánimo. . .
Ya camino por el pasillo del piso número 7. Las losetas blancas y grises, dotado de limpieza, brillan. Al lado izquierdo del corredor, las habitaciones tienen una sola cama. Un paciente descansa sobre un sillón, con el pie vendado y levantado sobre una silla. Mientras espera la visita familiar, lee un periódico de setenta céntimos. Al lado derecho del pasillo, las habitaciones tienen dos camas, los familiares acompañan al paciente. Las enfermeras llevan, en un coche; los envases de suero, medicinas y las agujas para ser aplicados a los dolientes que lo necesitan. Del fondo del pasadizo, que tiene aromas típicos a medicina, surge una camilla, sobre ella, tendido un enfermo, dos técnicas, vestidas de blanco, una atrás y la otra delante, lo llevan quien sabe a dónde, ¿a la sala de operaciones o, para un examen?
Me aproximo a la habitación número 710 y aflora la imagen de Perching, mi hermano, con rostro aliviado, síntoma de que su esposa salió bien de la operación. Le saludo, y reciproca mi efusivo e intenso abrazo. En seguida, paso a ver a la paciente que descansa, aliviada, sobre la cama.
Al platicar con, Lucy, mi cuñada, sobre su estado de salud con todos los presentes, Perching, su hijo Piero con su enamorada, veo que en la cama contigua, separado por una cortina, esta una paciente mayor, de más o menos 75 años de edad. Señora de cabello corto y color cenizo, ojos de piadosa mirada, tez cobriza. En la comisura de su boca reflejaba los pliegues lo mismo que en su pequeña frente. Se incorpora con dilación y se arrellana sobre el sillón que está junto al catre. Cavilosa, mira a través de los cristales de la amplia ventana, el patio del hospital, en donde los intensos rayos del sol, aguijonea al experto jardinero que regaba con esmero la exigua rosaleda.
Con anterioridad, antes de mi llegada, la señora, de la cama adyacente, le solicitó un servicio a mi hermano para que le consiga ciertos alimentos para el hijo, discapacitado, que le visitaría más tarde. Perching y Piero, su hijo, regresaron con el encargo. Luego de esta actitud altruista de parte de mi hermano, les acompañé al restaurante, en el trayecto, Perching me comentaba que la señora tiene una hija que la visitaba por breve tiempo.
De regreso, luego de 2 horas, el hijo incapacitado, se había retirado con el propósito de llegar al asilo, a la hora puntual, en donde la señora le había internado, de momento, hasta que los doctores le dieran de alta. Perching se emplazó al pie de la litera, a mi costado, mientras su cuñada, que llegó en nuestra ausencia, platicaba de manera amena con su esposa. Mi hermano, se arrimó aún más a mi lado con el fin de comunicarme con voz apagada:
— La señora, de la cama del costado, es de Yungay.
Enterado de donde era la señora, mi casi otoñal memoria viajó veloz, recordando aquel infausto acontecimiento, el terremoto y el aluvión del año 1970.
Informado que la señora era de Yungay, mayor fue mi interés e inquietud de querer saber, por boca de ella, del persistente recuerdo que aflora en la mente cómo burbuja del agua hervida, no sólo de los sobrevivientes y de las personas de la Región de Ancash, sino también del país entero, del aciago aluvión que azotara con virulencia, su tierra añorada.
Cada aniversario de este fatídico suceso, oí muchos relatos y leyendas, pero, no de modo directo de uno/a que se haya salvado, dentro de los miles de habitantes del desaparecido y hermoso pueblo de Yungay.
En este Hospital Es Salud Edgardo Rebagliati, habitación número 710, arrellanada en el sillón, junto a los traslucidos cristales del amplio ventanal, en mi delante, estaba una sobreviviente, la señora…Huinchos viuda de Vergara.
Me aproximé con sesuda prudencia y le pedí permiso si podía sentarme junto a ella, del cual accedió con placer mi petición. Me ubiqué de espalda a los cristales de la ventana y en medio del vocerío de los familiares que llegaron con el fin de enterarse sobre la salud de mi cuñada, inicie el dialogo con cautela y le pregunté en tono grave:
— ¿No le abrumo, si le pregunto sobre lo sucedido con el aluvión de Yungay? —En seguida agregué —¿Usted estuvo presente en aquel acontecimiento fatal?
Luego de esta interrogación, tal vez muy directo, entre ella y yo, hubo un monumental silencio, a pesar de las voces ininteligibles que llegaba del otro lado de la cortina. Después de unos segundos, agarrándose las pequeñas y acanaladas manos, miró hacia el patio con sus piadosos ojos, en seguida, el blanco techo, como que hacia un esfuerzo por traer a su longeva memoria los sombríos acaecimientos producidos por el terremoto de 1970. Con lánguida mirada, profunda e inmóvil, con voz mortecina, manifestó:
— No te preocupes, mi dolencia no es nada grave, pero ahí vamos dándole duro a la vida —hizo una pausa y prosiguió —por aquel entonces ya contaba con 25 años de edad, estaba casada y ya tenía un hijo de un año y dos meses y cuatro meses de gestación cuando ocurrió lo del aluvión.
Haciendo un reposo de sus vagos recuerdos, le interpelé:
—¿Recuerda usted, los hechos de aquel momento?
—No todo pero los sucesos más difíciles y trascendentales, que pasé en este pasaje de mi breve existencia, se me quedó gravado para toda la vida, jamás lo olvidaré. Me parece que fue ayer, lo llevaré hasta cuando me marche de este mundo —expresó con voz interpolada,
Se dio tiempo para serenarse e inicio el relato de su vivencia personal:
“Con mi esposo, mi esposo se llamaba Nemias Vergara, ya teníamos previsto desde la noche anterior, sábado, trasladarnos rumbo a la chacra. Ese día, 31 de mayo, amaneció radiante, animado; los nacientes rayos dorados del sol, empezaba a aguijonear a la cima cana del Huascaran, a la cumbre de los cerros aun reverdecidos y al techo rojo de las casas. Arriba, el espacio, se hallaba rematadamente azulenco, libre de nubes. El suave y fresco viento de la mañana arrastraba, desde el jardín a nuestro aposento, sugestivos aromas de diversas flores y rosas. Cómo cada día domingo, tomamos el desayuno un poco tarde. Mi esposo y yo además de ser docentes, nos dedicábamos al negocio de materiales de construcción, la tienda estaba cerca del mercado, en el centro del pueblo, junto con el de mis padres que se dedicaba a la venta de abarrotes y estaba a cargo del estanco de coca. En esas circunstancias de sosiego, de súbito, un colega, profesor, se presentó a la casa solicitando, de manera urgente, cemento y fierros.
De regreso, ya en casa, cuando mi esposo comentaba que mejor sería ir a la chacra, a las 2 de la tarde, después de almorzar…, tañen la puerta, fuerte y de modo constante. Mi compañero con tono afectuoso, me dice:
—Anda a ver quién es —atravesé el patio que lo regué mientras mi esposo estuvo ausente, al abrir el zaguán me topé con las figura de 2 colegas de mi esposo, notando en sus rostros cárdenos, señales de ebriedad. Uno de ellos preguntó con lenta voz:
— ¿Se encuentra Nemias? —Mi esposo, que también había salido hasta el centro del patio, reconoció la voz y se acercó al añejo pórtico, colocándose a mi lado, habló con recia voz:
— Hola Pablo, buenos días, ¿Ocurre algo?
— Vamos a la casa de Eusebio, para brindar unas copas, hoy es su cumpleaños. —Mi esposo, reflexivo, en tono amigable comento:
— Es temprano para ir a su casa, ¿no les parece? —Luego añadió— preferible sería ir en la tarde, pero tampoco podré, tengo que partir a la chacra. —justificándose con razón, les propuso —Mientras tanto, por favor, pasen a la sala. —Y así convinieron en permanecer en la casa, en seguida, Nemias mandó a comprar cerveza”.
La Señora Huinchos, detiene el relato por un momento con el fin de referirse acerca de su tierra natal, antes del fatídico terremoto que provocó el aluvión de 1970. Yungay, me dice, era muy atractivo, las casas, en su mayoría de 2 pisos, poseían llamativos balcones que embellecía aún más la calle angosta y empedrada. Gozaba de amplio patio adornado de un bello y odorífico jardín. Cada domingo, los campesino/as venían de las aldeas cercanas trayendo sus productos agrícolas que, colocados alrededor del mercado, ofrecían al público. El comercio estaba en auge, tal es así, que los pobladores de Caraz y Carhuaz acudían aquí, para realizar las compras. En la entrada del cementerio se podía apreciar la pulcra estatua del Cristo Redentor de Yungay, erigido en el año 1966 y en la plaza se hallaba las hermosas y desafiantes palmeras, mirando al imponente nevado del Huascaran. Al otro lado, la maravillosa Iglesia colonial Santo Domingo.
Como si estuviera ante un alumno, la señora Huinchos, me describe datos históricos de su tierra natal y continúa ilustrándome. El nombre de Yungay, me explica, proviene del vocablo quechua “yunga” o “yunca” que significa cálido, “valle cálido”. Además como docente que fue por aquella época, me reveló y aclaró que el término o la denominación tradicional de “Yungay hermosura” fue mencionado por el explorador alemán Richard Witt en 1842 y que erróneamente es adjudicado a Antonio Raimondi. Luego de manifestarme estos importantes detalles, una vez más, miró a través de los cristales, los nuevos edificios construidos alrededor del hospital, suspiró y continuó con su relato:
“Después de almorzar, el sol comenzaba a inclinarse y el viento sereno empujaba de un lado a otro a las nubes pardas que causaban hoscas sombras sobre los techos y calles del pueblo. Mi esposo, con uno de los colegas seguía tomando, el otro, luego de permanecer por breve tiempo, se retiró. Yo, al día siguiente, lunes, tenía que estar muy temprano en la escuela, ya estaba embarazada de 4 meses. Meditando que ropa ponerme, es cuando rememoro del vestido de mi gestación anterior. Subí al cuarto, al encontrarlo, de inmediato, me probé, para mi buena fortuna encajó en mi cuerpo. Como tenía que ir a la chacra a ver los sembríos, me puse la ropa de campo, bajé y fui directo al jardín con el propósito de podar algunas plantas mientras ellos, don Nemias y el amigo, terminaban de tomar.
En el momento que salía del jardín, sentí un leve temblor, di unos pasos más y la tierra seguía temblando. Entonces, aterrada, grité con voz que salía de mis entrañas:
— ¡Temblo-o-o-r! ¡Temblo-o-o-o-r! —en seguida, vi a mi esposo, al amigo y al cocinero que teníamos a nuestro servicio, saliendo de la sala, desesperados uno tras otro, con el semblante pálido y achispado.
—Ya va pasar, ya va pasar —decía mi esposo cuando llegó mi lado. Sin embargo, la tierra seguía temblando de modo espantoso.
El amigo, que estaba junto a nosotros, de repente, empezó a clamar con voz desgarradora:
— ¡Mi familia! ¡Mi familia! —se retiró despavorido de la casa, tirando el zaguán. Yo, angustiada, seguía gritando:
—¡Abrancito-o-o! ¡Abrancito-o-o!, ¡Neme, Abrancito está en el escritorio, en su cuna!
Mi esposo, dominando el susto de ese terrorífico momento, raudo fue al rescate de mi hijito, que se hallaba en profundo sueño. De vuelta, apenas cruzó el corredor, acunando al hijo entre su pecho y los brazos calurosos, llegó a mi lado. Y al segundo se desplomó el techo, causando un estruendoso y horrendo crujido, en seguida, le siguieron las cuatro paredes de la casa de donde surgió una espesa y terrosa polvareda. Estábamos aturdidos. Alrededor nuestro, todo era oscuro e incomprensible. De pronto, el joven cocinero, chillaba con pavor:
— ¡Don Nemias; se viene el Huascaran! ¡Se viene el Huascaran!...
Sin saber a dónde ir, desesperada, con tono atropellado, pedía marchar:
— ¡Al cementerio! ¡Al cementerio! —mi esposo jalándome de la mano, decía con voz ronca:
— ¡No!, ¡Vamos a la pista de Caraz! ¡A la pista de Caraz!
En medio de aquel caos emocional, mi esposo me jalaba con fuerza y decidimos marchar, salvando sobre la casa demolida, a la pista de Caraz. Segundos después, percibíamos un intenso y desgarrador frio. De los cerros provenían sordos rumores amenazantes, entonando cantos fúnebres. Advertíamos impetuosos ecos, zumbidos, ruidos asombrosos y desconocidos, jamás escuchado. Tras de nosotros, cerca, lejos, la gente corría, se hincaban, con voces desgañitadas, continuaban clamando:
— ¡Terremoto-o-o! ¡Terremoto-o-o! , ¡Se viene el Huascaran!..
Cuando por un instante torné la mirada, de la martirizada huida, vi arriba, a la entrada de Yungay, una inmensa ola negra que se acercaba doblándose como una serpiente siniestra abriendo sus fauces para tragarse todo lo que hallaba en su mortal trayecto.
— ¡Neme! ¡Neme! ¡Dame a mi hijo! ¡Yo, me quedo aquí! ¡Ya está sobre nosotros! —Le gritaba fuera de sí —¡Corre! ¡Corre! —me animaba para seguirlo.
Detrás de nosotros venia un jovencito que, luego de vociferar con inaudita desesperación: — ¡Sí, señora, ya está sobre nosotros!, ¡estamos perdidos! —se desmayó.
Sin detener nuestra fuga, de aquel siniestro aluvión, pude observar que algunos vecinos, por la impresión que se vivía, perdían el conocimiento”.
Por un momento, la señora con ojos de piadosa mirada, guarda absoluto silencio, como deseando obtener una respuesta a estos escalofriantes fenómenos naturales, que arrasó con todo lo que encontró en su devastador curso.
Luego del movimiento telúrico, una inmensa masa de hielo, se desprendió de la parte norte del nevado del Huascaran, impactando contra la pared de la quebrada del rio de Ranrahirca cuyo efecto formó un estancamiento de agua, desviando furiosamente su curso en 30 grados que dio inicio su apocalíptico recorrido con dirección al desafortunado pueblo de Yungay.
“Mientras el aluvión desbordado con 40 millones de metros cúbicos de hielo, fango y rocas que media aproximadamente 1Km de ancho y con una velocidad de 200 a 500 Km/h va arrastrando y sepultando en su horrendo e inexorable curso, cadáveres de campesinos, infantes, turistas ahogados, junto con el de sus bueyes, corderos, aves de corral y las vigas de las casas, arrancando arboles de raíz, sementeras y por último a la población entera en los fatales 18 Km que avanzó.
De repente. Esa resonancia, ese eco inverosímil, extrañamente se interrumpió. Ganada por la angustia, cuando volví la mirada por segunda vez, Yungay, en tres minutos, había desaparecido de mí vista, de principio a fin, para siempre. De nuevo grite, desfallecida:
— ¡Mi papá-a! ¡Mi mamá-a-a!... ¡los pañales de Abrancito-o! —mi esposo, abrazándome con uno de sus brazos me consolaba, susurrando con voz apagada y trémula:
— Amor, nos hemos quedado en absoluto desamparo, sin nada; sin casa ni parientes.
Agotados, caminamos con el objetivo de alcanzar la parte alta de la inmensa peña de Huachahuay, cerca del cementerio. Con este cuadro infausto de la naturaleza, me parecía estar soñando. De todo lo hermoso que atesoraba Yungay, sobrevivieron, imperturbables, sosteniéndose sobre sus cimientos férreos, desafiando al demoledor aluvión, cuatro erguidas palmeras, ubicado en la desierta Plaza Mayor y al frente, alejado, en lo alto del cementerio, la estatua del Cristo Redentor de Yungay.”
Su voz se ahogó, suspiró con profundidad. Al notar que estaba muy afligida, me aproximé para confortarla y solidarizarme con la anciana enferma, sola, arrellanada en el sillón, con el otro recóndito dolor de aquella imperecedera tragedia.
De esta aciaga calamidad, pocos lograron salvarse de entre miles y miles de personas, como los siguientes testimonios cortos que a ella le contaron:
“Un señor, que lo conocía de vista, me contó que se encontraba cerca del mercado, apenas sintió el temblor, empezó a correr al sector de Aura, donde vivía su familia. En su veloz travesía por las calles ceñidas, pudo observar a la muchedumbre corriendo de un lugar a otro con los rostros despavoridos, a mis padres ancianos y a una multitud de gente, prosternados con los ojos cerrados y los brazos en alto, implorando: ¡Khuyapayawayku! ¡Khuyapayawayku! (¡Señor ten piedad! ¡Señor ten piedad!). En su recorrido, me contaba, veía muertos y heridos, tendidos en el suelo empedrado de las apretadas calles, esperando ser socorridos.
Estaba determinado llegar a su domicilio; corría y corría, sorteando paredes que se desplomaban de donde surgía la densa polvareda, elevándose con lentitud inaudita oscurecía la calle por completo. Postes y paredes meciéndose de un lado a otro, como los altos arboles de copiosa copa, inclinándose por el fuerte viento. Se alejaba de la cuidad, sin saber que venía el encrespado aluvión. Había pasado la calle Espinar, por donde yo vivía y creyendo que yo había muerto, vio a mis vecinos, al señor Cesar Lagos, su esposa, a su papá, su hermano, también, arrodillados, en el centro de la arteria, turbados y espeluznados, sin saber qué hacer ni a donde ir. Cuando llegó a su destino, al volver la mirada hacia el pueblo, este, se encontraba con un aspecto inusual, monstruoso, sombrío, desierto, Yungay, estaba bajo los escombros de bloques de hielo, lodo y rocas, en un cerrar y abrir de ojos, había desaparecido completamente de la faz de la tierra”.
Dentro del centenar de maestros y maestras que enseñaban en Yungay, sobrevivieron cuatro, Reyna Veramendi, Elvira Vásquez, y Carmen Giraldo, esta última docente, le describió lo siguiente:
“Huyendo del sismo, estremecidas por las resonancias extrañas que arribaba de los cerros y las quebradas, con mi anciana madre, sin pensar 2 veces, corríamos directo al panteón. Cuando subíamos los primeros peldaños, con penosa dificultad, a razón de que mi madre, exhausta, ya no podía caminar a paso firme, al escuchar cada vez más cerca el violento e inverosímil sonido y cuando de repente advertí, aún lejano, una ola negra, gigante y espantosa que nos acechaba, entonces, con desesperación, con las ultimas fuerzas y el aliento que me quedaba, empecé a jalarla a rastras, de pronto, vuelvo la mirada para ver a mi madre, y como si fuera un sueño, ya no estaba conmigo, el protervo aluvión me la había quitado de mi propia mano. Era una escena apocalíptica, embarazoso de describirlo”.
Continuará…
Con sobrevivientes.
El Pichuychanca.
Lima, Hospital Es Salud Edgardo Rebagliati 8 de febrero 2020