Atardecer en Chiquian |
Por
eso, tenían que recurrir a diversas argucias para salirse con la suya. Por
ejemplo, los obreros de un arrabal de Moscú decidieron reunirse en el
cementerio.
Fabricaron
un ataúd y contrataron a un cura. Entre seis, levantaron la caja y los demás
formaron procesión detrás de la misma. Adelante iba el cura agitando el
incensario, consciente de su importancia.
Ahora
ya nadie les molestaría. Por el contrario, la policía incluso les cedía
respetuosamente el paso.
En
la capilla del cementerio, le cantaron el responso al “finado”. El cura agitó
el incensario y arrastró la cantinela:
-Que
en paz descanse el alma del esclavo de Dios…¿Cómo se llama?- preguntó a los
obreros.
-Nicolás.
-Que
en paz descanse el alma del esclavo de Dios, Nicolás- concluyó el sacerdote.
Terminado
el responso y luego de recibir los cinco rublos acordados, el cura se marchó.
Por su parte, los obreros se reunieron en el más remoto rincón del cementerio y
efectuaron su mitin. Cantaron a media voz himnos revolucionarios, leyeron
proclamas relacionadas con el Primero de Mayo.
Cuando
efectuaba su ronda acostumbrada, al anochecer, Tiatkin, el cuidador del
cementerio, encontró un féretro sin enterrar. Con estupor, levantó un poco la
tapa, echo una ojeada y lo que vio dentro lo dejó helado de espanto.
Corrió
al puesto de policía más cercano.
-¿Qué
deseas?- le preguntó el inspector.
-¡Un
féretro, Su Excelencia!
-¿Qué
estás diciendo?- se asombró el policía.
-Digo,
que allá, en un féretro…- Tiatkin comenzó a tartamudear.
-¿Qué
hay en el bendito féretro?
-Yace
Su Majestad, el emperador, nuestro querido zar Nicolás Segundo.
El
inspector se quedó boquiabierto:
-¿Te
has vuelto loco?
-Ya
lo quisiera yo- se persignó el cuidador del cementerio –me permito informarle
otra vez que en el féretro está el mismísimo emperador.
El
inspector fue al cementerio, miró el féretro, lo abrió y en realidad vio allí
al “mismísimo” emperador Nicolás Segundo.
Claro,
no del cuerpo presente, sino en un retrato de cuerpo entero, con sus
condecoraciones y en uniforme militar.
Comenzó
la investigación.
Tiatkin
nada nuevo pudo aportar.
Echaron
el guante al cura.
-¿Cantaste
el responso?- lo interrogó el inspector.
-Lo
canté
-¿En
nombre de quién?
-Del
esclavo de Dios, Nicolás.
-¡Imbécil!-
gritó el inspector.
El
cura estuvo largo rato sin comprender por qué lo insultaban y por qué delitos
había dado con sus huesos en la comisaría.
Cuando
lo supo, se echó a temblar como jalea. A temblar y a persignarse
empecinadamente, con los ojos desmesuradamente abiertos.
-¿Quiénes
estuvieron en la reunión?- insistió el inspector.
El
cura trató de recordar, pero fue en vano.
-Hubo
mucha gente- dijo. –Unos cuarenta quizá. Altos y bajos, jóvenes y viejos. Había
uno que cantaba muy bien el Aleluya.
-“El
Aleluya”- se burló el inspector. –Dime, ¿Quién te contrató? ¿Quién te pagó?
-Uno
de hombros anchos- se reanimó el cura.
–De bigote y con manos callosas.
Empezaron
la búsqueda. Pero eran tantos los obreros de hombros anchos, de bigote y con
manos callosas, que no pudieron encontrar a nadie.
El
inspector echó otra vez un mayúsculo regaño a Tiatkin y al cura. Y ahí terminó
todo.
Los
obreros estaban contentos. No era ninguna broma celebrar el Primero de Mayo a
la vista de todo el mundo y, de paso, echarle el responso al mismísimo zar.
Extraído
del libro:
Cuentos
de la historia Rusa
De:
S Alexéiev.
El
Pichuychanca.
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