viernes, 12 de abril de 2019

Desdichado episodio.

Diciembre. En circunstancias apremiantes, con una semana de anticipación, Luzmila, mujer encomiable, hacendosa y puntual, viajaba de Chiquian a Lima para los preparativos del matrimonio religioso de la hija mayor, Nora. Los hijos, Pericles y Humberto, que cursaban el cuarto y quinto año de secundaria viajarían luego de haber acabado con los últimos exámenes del año escolar. La madre había dejado los respectivos boletos.     .  

La estremecida alborada estaba recubierta por un manto de la bruma invernal. Por los remozados rededores del pueblo y las vertientes de los inclinados cerros, se desplomaba la garua, acariciando el suelo, manaba efluvios a tierra húmeda, musgo y follaje, llevados por el suave viento matinal, legaban a las calles calladas. 

La lobreguez de la mañana, paso a paso, se tornaba  jubilosa cuando el gallo de crispadas crestas, desde algún corral, soltaba los primeros orfeones matutinos con un prolongado ki-ki-ri-ki. De la cima de los techos rojos, el trino melódico del barítono pichuychanca, y de los campos glaucos, el canto lúcido y estentóreo del ruiseñor, surgiendo ecos de la profundidad de las quebradas.   .

En las tiendas y el mercado, cada mañana, como los días anteriores y desde siempre, como un acto mecánico e ineludible, generación tras generación, de nuevo, se escuchaban los soñolientos murmullos de las personas de ambos géneros de edad variada, adquiriendo, con vo¿z exánime, los alimentos de primera necesidad: ¡Pan de piso! ¡Pan de punta! ¡Biscochos! ¡Pan de maíz! ¡Azúcar! ¡Avena! ¡Palta! ¡Queso! ¡Mantequilla!...      

Pericles, mozuelo retozón e inquieto de 17 años, poseía ojos negros, pobladas cejas y largas pestañas engarzadas, sobre su rostro descarnado y liberal libraba su respingada nariz, delgado y de regular estatura, estaba vestido con el singular uniforme plomo. En los pies, relucía el par de botines vaqueros color marrón oscuro. 

El velado día, con persistente llovizna, desde la primera luminiscencia del lúgubre albor hasta el crepúsculo, transcurrió indolente hora tras hora, como presagiando de algún aciago incidente. Los alumnos, en las aulas, cuando resolvían el último examen, doblaba, adolorido  y rumoroso, la vieja campana de bronce que se encontraba asentado en un altillo, del patio, pendido en el par de altos y delgados mástiles. 

La armoniosa resonancia de la campana, ejecutado por el estimado Señor Garay, estremeció el lozano corazón de los alumnos, especialmente de aquellos que cursaban el quinto año. El postrero y suave repiqueteo del carrillón que escucharon por cinco años consecutivos; por las mañanas, al medio día y al atardecer, los alumnos alzaron la cabeza y sus ojos se hundieron pensativos, observando por última vez el largo pizarrón, las paredes del salón y tras las ventanas, el silencioso patio polvoriento donde se habían divertido en numerosos e inolvidables recesos de clases. Suspiraron como si hubieran perdido algún pariente cercano y, de súbito, les envolvió una intensa melancolía. De pronto, se retirarían, de modo definitivo, del preciado colegio, llevándose de las aulas, profusos y perpetuos  recuerdos y experiencias..

El profesor acopiando, con rapidez, todos los exámenes, lo introdujo en su reluciente maletín y se marchó a la sala del personal docente y administrativo. Un grupo de alumnos animados y seguros de sí mismos por el buen desarrollo del examen final, organizaban una jovial y espontánea reunión anticipada de la despedida oficial, donde concurrirían con sus mejores atavíos. 

Horas después, los flamantes y egresados alumnos, alborozados y furtivos, se hallaban  en el recodo de un lóbrego y mal oliente bar. Alrededor de una diminuta mesa añosa de madera y arrellanados sobre sillas destempladas. Cinco alumnos, celebraban apasionados la doliente separación del añorado colegio y de cada compañero de estudios. Recordando y contando tanto las cándidas como las indignadas bromas y experiencias vividas durante los cinco hermosos e imborrables años de coexistencia, Nemesio, alumno sandunguero sin igual, carirredondo de tez blanca, bajo de estatura, con la mirada discreta, abierta, percibiendo en el cuerpo algo embriagador, al igual que sus compañeros, la cabeza le empezaba a dar vueltas, debido al octavo vaso de cerveza,  rememorando una anécdota, habló con voz hilarante:

¿Recuerdan de lo ocurrido cuando llego la hora del curso de educación física? —los camaradas, ciñendo el entrecejo, mirándose el uno con el otro, no lograron traer a la juvenil memoria aquel suceso. —Tantas veces hemos tenido el curso de educación física, ¿Quién se acuerda?… —dijo Aurelio, con voz gangosa. Tolomeo, impaciente, con los ojos que le bailaban en los hundidos cuencos, preguntó: —Cuenta, de una vez, ¿qué es lo que pasó? —En esa interrogativa y animada cháchara, Marcelino, el alumno más aplicado y cándido del salón, de repente, como un resorte, se erigió, alto él, su  juvenil cuerpo se bamboleaba. Con una mano se apoyó sobre la mesa y con la otra levantó el vaso lleno de cerveza, emocionado y con voz estremecida, hablo: —Antes de que nos cuente, primero brindemos por estos inolvidables cinco años de magnífica amistad, ¡que perdure por siempre!… —con el vaso de cerveza entre sus largos dedos, extendiendo el brazo en lo alto, agregó: —¡Salud! —¡Salud! —respondieron en coro los enzarzados y estrenados alumnos egresados. Los cinco vasos tintinearon. Pericles estaba sumido en profundos pensamientos sobre el viaje que debía hacer dentro de una hora. Chispo, con los turbios ojos negros e hipando, se reanimó, con voz suplicante y convulsa, dijo: —Desembucha de una vez lo que tienes que contar. —Los enrevesados cuatro pares de ojos se posaron sobre el ocurrente narrador, empezó a contar:   

“Recuerden, desmemoriados, era el día viernes, llego la hora del curso de Educación Física. Habitualmente nos dirigíamos al baño de varones o, a la espalda del aula. En las orillas de la acequia y debajo de los maizales, eran los lugares donde nos mudábamos el uniforme y estar impecables con la indumentaria deportiva. Pero, no sé porque razón nos quedamos en el salón y decidimos cambiarnos” —Los picados alumnos con los antebrazos sobre la chirriante mesa y con los movimientos involuntarios de la cabeza, de arriba-abajo, abajo-arriba, escuchaban aletargados. Nemesio continuó su relato con más énfasis. —“De súbito, las puertas se abrieron y las compañeras, corriendo entraron al salón, para su enorme sorpresa, nos vieron como al mítico primer hombre de la creación” —ja-ja-ja —Los achispados alumnos se echaron a reír de tal manera que llamaron la atención de los comensales de las mesas contiguas. Interrumpiendo el relato, uno de los compañeros, dijo: 

—Eso fue cuando estábamos en cuarto año…

—No-o-o, eso fue en el tercer año…

—¡Nones, nones!…ocurrió este año, en junio —cristalizó, Nemesio y prosiguió: —Y eso no fue todo. Ruborizadas, al instante cubrieron sus rostros con sus manos delgadas y los dedos tiesos pero separados en extremo, expresando: —¡Impúdicos, les vamos acusar con el Director! Mientras ustedes se cambiaban con prisa, yo les salí al paso y respondí: —muchachas, esperen, esperen que el pajarito alce vuelo. Así como entraron, salieron corriendo del salón”… —Ja-ja-ja ¡Salud! ¡Salud! —de nuevo los alumnos se reían a más no poder, celebrando el éxito del año escolar y la despedida definitiva del Colegio.

Había dejado de lloviznar. Pericles, picado, pensando en el viaje, presto, se dirigía a su casa formando piscas de zigzags sobre el húmedo suelo. En su marcha, vio una pelota que  emergió de súbito del zaguán de una de las  casas de la angosta calle  y, tras la pelota corría un mocito de siete años. El dicho dice: “cuando las cosas están para suceder, sucede”. Pericles, joven deportista, achispado, se creyó que estaba jugando en el complejo deportivo de la escuela N° 351, la Pre o, en el estadio de Jircán. Empezó a correr…cuando en eso, el niño, en el momento que se agachaba para recoger la pelota, sin medir ni darse cuenta, llegó primero la certera patada del botín marrón del achispado alumno, golpeando de modo fortuito y al mismo tiempo, sobre la pelota y la boca, rozándole los dos incisivos dientes delanteros  de leche del infante que pegó un lastimero grito: ¡¡Papá-a-a-a-a!. 

Mientras el estudiante egresado, impresionado, trataba de ayudar al mocito, los familiares salieron raudos y al ver que del hijo manaba sangre de la boca, lo agarraron a golpes introduciéndolo a la casa. Luego de un forcejeo y resistencia pétrea e inusual, el mozo, con extraordinario esfuerzo y habilidad, en medio de la gresca, inesperada para él,  logró  zafarse de los amenazantes cuatro pares de curtidos brazos dejando la chompa del uniforme entres las manos de sus agresores, atormentado, se  echó  a correr por derroteros ignorados.  

Minutos antes del viaje, Humberto se hallaba en la agencia esperando con impaciencia al hermano. Ligeros, llegaron dos amigos de Pericles, para  comunicarle que no podía viajar, porque era buscado por la policía. Humberto se turbo, quería quedarse, pero los amigos le animaron que viaje solo y, que, él, se los iba a arreglar, a como dé lugar, para viajar. En ese ínterin, Pericles, raudo, había entrado su casa para cubrirse con la primera chompa que encontró y decidió correr, sin temor, tomando el empinado, pedregoso y fangoso camino que conduce a Caranca, a un kilómetro y medio de distancia del pueblo. Alcanzando su proeza, con profunda angustia y expectativa, fatigado, esperaba al ómnibus, cuando notó que  se acercaba con las luces encendidas, alzó los brazos, con  agitación, más el carro con ruidoso ronquido del motor y resoplando humo, veloz, paso sin detenerse. Descorazonado, observaba la  luz  roja de la parte posterior, alejándose, hasta desaparecer de sus ojos. Soltando hondos suspiros, regresó por la carretera, luego por el inclinado y oscuro ceñido camino de Chicchog, meditabundo, pero no derrotado.    

Pericles, ocultándose de sus perseguidores, fue al encuentro de un amigo para pedirle apoyo, éste, luego de deliberar por unos minutos, recordó que el volquete de la Municipalidad, los sábados, partía muy temprano rumbo a las orillas de la Pampa de Lampas, Mojon, cuyo conductor era su amigo. No pego el ojo en toda la noche, a las cinco y media de la mañana, solapado y clandestino, salía de su casa por la parte trasera, previo acuerdo del chofer con el amigo, subía a la carrocería del volquete, cubriéndose con harapientas y rancias mantas.   

La madre se quedó sorprendida al ver sólo a Humberto, preocupada, con voz desencajada, pregunto: —¿Pericles? —turbado, después de pensar por un momento, respondió: —Se encontró con un amigo que vive en Huaraz y hoy  llegan a medio día. —Mirando fijamente al hijo, mortificada, habló: ¡Me estas mintiendo! Y el corazón de madre se partió en dos. Dentro de unas horas la hija se casaba y, por otro lado, presentía que al hijo le había sucedido algún acontecimiento embarazoso. 

El “fugitivo”, caminaba por el camino declive, espantoso y frío de Mojón, trayecto a Conococha. La hosca neblina, revivida, venía por los costados y detrás de él, parecían acosarlo, como la policía, persiguiéndole. Llegando al inicio de la extensa estepa, por la previa noche agitada, sin dormir, por el viaje incómodo, y sin abrigo necesario, comenzó a sentir retortijones en el tembloroso y hambriento estómago. Abatido comenzó a correr por la húmeda carretera. El mozo cavilaba: “Qué desdichado episodio estoy viviendo”. Los humanos acuden al lugar en donde no desean ser vistos, cuando llega el momento de estar en la posición de la forma de una curva parabólica. Pericles, desesperado, en medio de la extensa planicie, indagaba un lugar semejante, para su buena fortuna encontró un montículo rodeado de exuberante planta silvestre bañados de roció, el ichu, las densas y obscuras neblinas, como cortinas, le cubrían por completo, seguro de que ningún anónimo apacentador errante lo pueda  sorprender. 

Aliviado y presuroso, se echó a caminar, de tramo en tramo corría. Su delgado cuerpo se estremecía por el feroz frígido viento que arrancaba porciones de nubes fuliginosas dejando ver, en la profundidad del cielo, lunares azules por donde se filtraban los primeros fulgurantes rayos matutinos del sol, reverberando en las mansas aguas de las ciénagas y la laguna. Los patos silvestres volaban, graznando.   

Pericles, por el instante de angustia que pasó, se olvidó de recoger el dinero extra, de la  cómoda, para cualquier eventualidad que pudiera ocurrir, como sucedió. Fue directamente a la casa de un conocido colega de la madre para pedir apoyo económico que, luego le sería devuelto. La madre, además de prestarle ayuda para realizar trámites burocráticos al colega que laboraba en Conococha, cada vez que llegaba a Chiquian, le atendía al huésped con esmero. Por estas razones, sin pensarlo dos veces, se dirigió confiado y con esperanza a la casa de este colega, más el miserable, no le proveyó ni un solo sol. Apabullado, agotado, tiritando los dientes y con el cuerpo trémulo de frio, esperaba, a su suerte, cualquier vehículo, que iba rumbo a Lima. La mañana se tornaba sombría, pesarosa, llena de ahogado dolor en la anchurosa estepa. Inconsciente, enterró sus ateridas manos en uno de los bolsillos del pantalón, encontrando, para su asombro y de alivio a la vez, un billete de diez soles. De inmediato pensó. “con este dinero, como sea llego a Lima”. Acordándose recién que su amigo, Federico, le había prestado aquel peculio. Intranquilo levantaba el enjuto brazo cuando los carros se acercaban, pero ninguno se detenía. Desanimado, los veía circular con premura. 

La impiedad del tiempo iba en aumento a medida que se avecinaba la boda de la hermana.  Luego de varios frustrados intentos de tomar un vehículo, una camioneta se aproximaba a paso de tortuga, deteniéndose junto al desdichado peregrino. Desde la cabina, la pareja, con discreción, le observaban con ojos compasivos, descubriendo su ropa desalineada y los botines sucios con las suelas llenos de barro y con el lozano rostro sin poder ocultar el desvelo que le asaltaba. La joven esposa, con suave voz, le preguntó:  

—¿A dónde te diriges? —El mozo, tomando confianza, confesó, con brevedad, sobre el viaje y a donde se dirigía, con voz agitada, respondió: —Anoche el carro me dejó y esta mañana caminé toda la planicie, estoy viajando a Lima, esta noche se casa mi hermana.—La pareja, volvieron sus miradas entre sí, preguntándose maquinalmente. —“¿Qué hacemos?”…El esposo le Preguntó: —Como te llamas, Pericles, —“Bueno Pericles, nosotros estamos yendo a Paramonga, si deseas te llevamos”, ¡Por favor!, —“Sube”. 

Veloz y ágil, trepo la tolva acomodándose detrás de la cabina a la altura del conductor, éste, le dijo con bondad: —Hay un cesto de frutas, si te apetece, puedes comer. —En el trayecto, el mozo, tiritando de frio, observaba con frecuencia, con cierta tensión, adelante y detrás, imaginándose que la policía aún le estaba persiguiendo y cuánto le cobrarían por el viaje. Hambriento, comió lo necesario, sin aprovecharse  del auxilio y la indulgencia que le brindaban los generosos esposos que se dieron cuenta  del apremio que padecía. Llegando a su destino final, para su sorpresa, el esposo, reseñándole donde se ubicaba la agencia de los colectivos, le habló con voz serena:

—Por el pasaje no te preocupes, sabemos de tu preocupación y el compromiso que tienes, te recomiendo que tomes el colectivo hasta Huacho, luego tomas el ómnibus que va a Lima. ¿De acurdo? —Aliviado, asintiendo con un leve movimiento de cabeza y, concediendo  infinitas gracias, el malhadado circunstancial viajero, se despidió de la joven pareja.

Llegando a Huacho, abordó el ómnibus rumbo a Lima. El buen conductor de edad avanzada, con voz grave y paternal, le despertaba del profundo sueño y del cansancio: 

—¡Eh¡ ¡Eh! Muchacho, ya hemos llegado, estamos en la agencia —Soñoliento y aturdido, preguntó: 

—¿Dónde estamos?  

—En la agencia- 

—¿Está lejos la Avenida Abancay? 

—A dos cuadras- respondió el amable conductor. 

Descendió del ómnibus, oteó, con atención, por todas las direcciones. Luego se dirigió a la Avenida conocido por él, cuando iba a la Biblioteca Nacional ocho años atrás para realizar las tareas escolares de la semana. Recordando y reconociendo la céntrica Avenida, se  echó a caminar por más de una hora, trayecto a su destino final. Entre tanto, la novia, vestida de blanco, descendía por las escaleras, posando para las fotos del recuerdo. En la pequeña sala,  frente al espejo reflejaba su rostro henchido de felicidad, olvidándose por unos instantes de la ausencia del hermano. Reinaba el silencio absoluto, solo se escuchaba el clic de la cámara del  fotógrafo. De pronto, impetuoso repiqueteaba el timbre de la casa Rin-rin-rin. La madre presintiendo que era Pericles, veloz, salió para abrir la puerta, no se equivocó, estaba frente al inquieto y querido hijo todo mugriento, astroso, hambriento e infausto, no le impidió para abrazarle con recóndito amor maternal. De Inmediato, le mandó a cambiarse. 

El Pichuychanca         

Chiquian, 12 de abril 2019

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