El Pichuychanca
lunes, 3 de diciembre de 2018
Referéndum, organización criminal y buscando asilo.
El Pichuychanca
viernes, 23 de noviembre de 2018
Coronas, cartas y alumnos.
Con el fin de evocar un año más por el día de los muertos, la Srta. Dolores Aguirre, se alistaba con dedicación inaudita a elaborar las coronas. Y en las postreras noches del mes de octubre, en días de rotundo sosiego, los cantores, el sacristán Julio Alvarado y el pregonero Juan Jaimes, con singular y honrada anticipación, ensayaban responsos y estrofas fúnebres, ajustando la trémula voz, amparados del afinado violín.
Al amanecer, aún en el cielo oscuro, en el horizonte una desamparada y titilante perla que guiñaba al pueblo dormido, languidecía paso a paso. El reloj, ubicado en el velador, las agujas lúcidas tañía con timidez, tic-tac, tic tac. Cuando la manecilla llegó a las 5 ½ de la mañana dobló un ensordecedor ruido despertando a la eficiente y perita de coronas, Dolores Aguirre Novoa, mi tía por parte de mi bisabuela. Agripina Álvarez Novoa.
Mi tía Dolores, atesoraba una fisonomía redonda, tez blanca y candorosa. En sus cuencos descansaba bondadosos y risueños ojos pardos. Su nariz era pequeña y respingada donde posaba el puente de los impertinentes de lunas gruesas y la montura de carey color marrón. Su larga cabellera cana y sedosa lo acicalaba cada mañana, con dedicación y afán, hacia un copete y lo sujetaba con una peineta detrás de la pequeña cabeza. Su andar, auxiliado por el bastón, era lento. En ese entonces tenía 75 años. El reumatismo de a poco le iba afectando. Era pequeña de estatura, pero de un corazón magnánimo y grande. Crió con tesón a su sobrino Hernán Reyes Aguirre como su propio hijo, y a los hijos de éste, Romeo, Carlos y Vladimiro como sus verdaderos nietos.
Del comedor a la tienda, después de haber tomado el desayuno, se dirigía con pasitos cortos y lerdos, socorrido por el cayado, su eterna compañera desde que empezó a usarlo. El negocio, ubicado entre el Jirón comercio y Leoncio Prado, constaba de un estante de madera, colmado de gaseosas y una nimiedad de abarrotes. Encima del dilatado mostrador color celeste, junto a la puerta del comedor, reposaba la vitrina pequeña, una balanza y el pote rectangular, conteniendo la manteca. Al costado de la puerta, del Jirón Comercio, yacía el par de cilindros, uno encerraba el kerosene y el otro, el ron de quemar. La pared, al frente del estante, estaba emperifollado de cuadros de los equipos protagonistas del futbol profesional, resaltando el equipo moreno del Alianza Lima.
Avanzaba paso a paso entre el estante y el mostrador, hasta llegar a la silla, ubicado en la esquina de la tienda. Una vez arrellanada, con entereza y una brizna de dificultad, se abrigaba las piernas, pequeñas y quebrantadas, con el manto que lo dejaba en el respaldar del reclinatorio, cada atardecer.
Los nietos, muy temprano, con debida concentración, asiduidad y esmero, procesaban el apropiado armazón de la corona. Y antes de marchar al colegio, entusiasmados y apurados, dejaban los materiales necesarios para su elaboración, cerca donde reposaba la perita en el montaje de diademas.
Con excepcional paciencia, con la liliputiense mano plegada, procedía a envolver y amarrar con prolijidad el armazón con las hojas de viejos periódicos o con los resistentes papeles de los sacos de abarrotes, redoblados de manera concienzuda. Finalizado esta diligente tarea, sosteniendo entre sus activas manos, estiraba los parvos brazos y frente a ella, oteaba, una y otra vez, meneando su cabeza de un lado a otro, si había alcanzado la requerida y perfecta circunferencia, sonriendo, daba su propio visto bueno de la primera fase en la confección de la solicitada corona.
Por la tarde y a primera hora, luego de almorzar, arrimaba los materiales con el propósito de elaborar la corona. Cogía el armazón y empezaba a deslizar, con diligencia, el engrudo que ella misma lo preparaba y con asombrosa destreza pegaba los finos papeles envolviendo, poco a poco, el esqueleto. Luego, juntando las comisuras de los ateridos labios de su pequeña boca, soplaba con delicadeza en dirección de los diminutos fragmentos del papel de seda, éstos, se abrían como los pétalos de una flor. A continuación le daba los últimos toques, que solo ella lo sabía hacer. A la vista de todos, las orejas cortada de forma rectangular, resultaba tupida, ensortijada y atractiva. Las coronas grandes, medianas y pequeñas de color negro, morado, blanco y celeste, se exhibían suspendidos en el estante, listos para su venta.
De tarde en tarde siempre le visitaba don Luis Castillo, hombre jovial, caballero y respetuoso. Cuando le saludaban, respondía con tal atención que devolvía el saludo ofreciendo muchos parabienes para el que le saludaba y para toda su correspondiente familia. Era un experto en lanzar espontáneamente algunos refranes, dichos y sentencias.
Recuerdo cierta vez, cuando me disponía a salir por un mandato de mi tía Dolores, llegaron los amigos y la clientela uno tras otro. El primero en llegar fue el tío Lucho, los críos le llamábamos de esta manera, con cariño, luego, vino otro a comprar querosene más el ron de quemar. Un tercero, solicitando manteca y azúcar. Y el cuarto cliente venía a adquirir un par de coronas. En la tienda, se armó una breve tertulia. De repente, el espontaneo tío Lucho, preguntó con tono de tenor:
—Saben ustedes, queridos amigos, ¿En qué mes, las mujeres hablan menos?
Los clientes, desconcertados cruzan sus miradas. Uno agarrándose la barbilla, el otro, pensativo mirando al vacío y el tercero, presuroso por marcharse, preguntó:
—No sabemos, ¿Qué mes es? —con ojo bromista y mirando a cada uno de los presentes, el tío Lucho, respondió con jovialidad:
—Es…febrero —Sorprendidos, los clientes preguntaron en coro:
—¿Por qué febrero?
—Pues, por qué febrero trae solo… 28 días. ¡Ja, ja, ja!
Estallando de sisa, los parroquianos se marcharon por diferentes direcciones y la tía Dolores, apoltronada en la silla, desde el abrigado recodo de la tienda, también sonreía azorada.
***
En algunas ocasiones; en mi impúber edad de 13, 14 años, los fines de semana, enviado por mi madre, iba a dormir a la casa de mi tía Dolores que cada día era afectada por el reumatismo, por lo tanto, imposible de poder caminar por si sola. Puntual, por la mañana y en la tarde, de su aposento a la tienda y viceversa la llevaba cargada en mis mofletudos brazos. Ella, con los ojos bondadosos, me pegaba una mirada angelical y cariñosa. Sus brazos, parvo y caluroso, se aferraba con fuerza y confianza en mí ancho y juvenil hombro.
A pesar de su ancianidad, la querida tía Dolores, conservaba una lucidez envidiable. Hallándome en la tienda, he sido testigo involuntario de sucesos inesperados. Mujeres de edad madura y poco instruidas comparecían, de tarde en tarde, ante la lectora de misivas solicitando su disposición y la buena voluntad para leer la carta recibida de un familiar suyo, guardando, de modo severo, el secreto de su contenido. Los visitantes ahí presentes se retiraban con diplomacia. A los becarios a quienes enseñaba las primeras lecciones, con sutileza los enviaba al fono de la tienda comentando que era un mal hábito oír cartas ajenas.
Fue una tarde, quincena de diciembre, cuando dejó de llover y por las calles de vereda angosta, emergieron pequeños regatos de agua, una señora, desconocida para mí, jadeante, se presentó en la tienda. Era de contextura baja, rostro delgado y pálido. En los grandes ojos claros, reflejaba cierta nostalgia. Sobre su cabeza, traía el sombrero blanco de ala corta, en el borde de la copa posaban una multitud de coloridas flores naturales y frescas. Sobre su enjuto hombro pendían 2 apretujadas prietas trenzas y el pañalón le cubría del frio. Vestida con pollera amplia y multicolor y en los pies semidesnudas las ojotas.
En el momento que estaba revisando el cuaderno de uno de los alumnos inquietos, aquella señora, desde la puerta, con voz agitada saludó:
—Buenos tardes.
Los alumnos giraron la cabeza y la maestra Dolorita, desde su posición, arrellanada sobre la silla, en el cantillo de la tienda, levantó los ojos bondadosos sobre los impertinentes, con voz cariñosa, le invito a pasar:
—Buenos tardes, adelante —Realizando un ademan con la mano le indicaba:
—Por favor toma asiento, en que te puedo ayudar.
La señora se puso delante del mostrador, luego se sentó frente a ella revisando el cesto suspendido del antebrazo, extrajo un sobre y le entregó extendiendo el delgado brazo y algo turbada, revelaba:
—Por favor, acudo a usted, para que me haga el servicio de leer la carta que me ha enviado mi hija.
La puntual lectora de misivas, tomo la carta entre los menudos dedos, lo colocó sobre el mostrador, presionando con una mano y con la otra, aplicada, con una navaja cortaba poco a poco el borde del sobre. Extrajo con prudencia la carta, lo desdobló. Ajustó el puente de los impertinentes de lunas gruesas sobre su pequeña nariz respingada, empezó a leer de manera pausada y con voz serena:
“Lima…
Mi querida mamaíta, cuando recibas y escuches esta carta, espero con toda mi alma, te encuentres gozando de buena salud junto con mis hermanos menores que los recuerdo y les tengo presente en lo más hondo de mi corazón”.
Valentina, hija mayor, hace un año había terminado la secundaria y hace medio año ya vivía en Lima en la casa de una tía, hermana de la madre. Se encontraba al borde de la cama junto al velador, bajo la luz mortecina de la lámpara y junto a la ventana, recordando su feliz vida infantil, ahora lejos de la progenitora, en medio de la soledad, escribió:
“Mamaíta, con la platita que me enviaste la última vez, logré matricularme en la academia, hago lo posible para no faltar. Digo esto, porque mi tía siempre me envía a comprar al mercado, lavar los trastes, limpiar la casa pero me quita el tiempo para estudiar. Pero mamaíta de mi corazón, no te preocupes, para ganar el tiempo, me levanto temprano, sin hacer ruido y sobre mi cama repaso los libros y los apuntes que están en mi cuaderno”
Valentina, hace una pausa, pensativa observa los libros prestados por el primo, el único hijo de su tía y mayor que ella. Encoge sus lozanos hombros. Continuaba redactando”.
“Sabes mamaíta linda, pondré el máximo esfuerzo para serte útil en lo que esté a mi alcance. A veces no me alcanza la platita que me envías. Trato de ahorrar en lo que puedo. No te exijo que me mandes más dinero, ya es mucho de lo que recibo, seguro que les hará falta a mis hermanitos. Te digo esto mamaíta, porque la semana pasada, saliendo de la academia, me fui a estudiar a la Biblioteca Nacional, ubicado en la Avenida Abancay. Al Salir, vi una tienda de helados, me provocó y compre un barquillo. Luego, cuando iba a tomar la línea 9 que pasa cerca de la casa de mi tía, al final de la Avenida Brasil, no me di cuenta que ya no tenía para mi pasaje de regreso”
La lectora de la misiva, hizo una pausa, alzó los ojos piadosos sobre los gruesos impertinentes, observó que la señora se hallaba con la cabeza inclinada hacia adelante. De los ojos grandes y claros manaba lágrimas de aflicción. Para calmarla, le convidó un vaso de agua. Luego de unos breves minutos, con el rumor de la llovizna desplomándose de nuevo en la calle empedrada, prosiguió con la lectura:
“Con cierto temor decidí caminar, rumbo a la casa de mi tía. Preguntando a las personas, conocí el Jirón de la Unión, la Plaza San Martin y la Avenida Paseo Colon llegando por fin a la Avenida Brasil, frecuentada por mí. Mamaíta, no quiero causarte más ansiedades de lo que ya tienes. Todo esto te lo cuento porque usted es mi única amiga, no tengo a nadie más aquí en esta ciudad grande a quien contar mis experiencias que me toca vivir día a día. Fue una divertida aventura caminar. Me acordé cuando caminábamos por primera vez, de nuestro pueblo a Chiquian para seguir estudiando en el único colegio de la Provincia. Usted mamaíta, iba tras de nosotros cuidándonos. Ahora por el momento ando sola, pero me cuido.
Mamaíta, estos días estuve pensando con añoranza. Se acerca la fiesta de navidad, es la primera vez que no estaré a tu lado, extrañaré tu calor de madre, tus abrazos, tus besos, tu cariño. ¡Ay! Mamaíta, hoy cuanto valoro tu desprendimiento, tu sacrificio, tu amor por todos nosotros. El mejor regalo que nos has dado, es la vida, tu ternura, el afecto y amor incomparable, sin condiciones y sin pedir nada a cambio. Mamaíta, mi regalo no va ser de un objeto material temporal. Mi regalo para ti, mamaíta, es corresponderte con todo el amor del mundo que te tengo, no hay palabras, mamaíta, para expresar lo que percibo desde lo más recóndito de mi ser que te admiro, te amo más que a mí misma. Sin querer ser nostálgica, te escribo y lo digo en voz alta, una y otra vez que: ¡TE AMO MAMAÍTA!, ¡eso es la pura verdad¡ saludos y abrazos fuertes para cada uno de mis hermanitos.
Se despide hasta la próxima carta, tu hija Valentina”
Con profundo suspiro, aun con la carta entre los dedos de su aterida mano y adherido a la altura de su contrito corazón, incorporándose de la silla, habló con voz palpitante:
—Mañana, más tranquila, volveré para que le escriba mi respuesta.
Se despidió de la lectora de misivas, agradeciéndole profundamente su servicio. Desde la abrigada esquina de la tienda, detrás del mostrador, la siguió con mirada piadosa hasta la puerta, llegó a la acera y desapareció de sus ojos pardos y bondadosos.
Retomó su vocación de enseñar a los alumnos que fluctuaban entre los 5 y 7 años de edad. Se Colocó con cuidado los impertinentes de lunas grandes y gruesas cuyo puente se resbalaba cerca de sus refinadas aletas de su respingada nariz. Esmerada, escribía, en el cuaderno de caligrafía de cada inquieto rapaz, las 5 vocales, adornadas, redondas y grandes como modelo. Los mocitos, agarran el lápiz entre sus menudos dedos, a veces concentrados y en otro momento con flojera, escriben con dificultad el prototipo escrito en primera línea del cuaderno. Siguen el orden de las vocales, hasta rellenar toda la hoja. Bajo su tutela que duraba dos meses, pronto, los párvulos ya sabían escribir y deletrear algunas oraciones cortas, auxiliados por el inseparable libro Coquito.
Cuando los estudiantes se hallaban en la sala, de la casa de un compañero, alumbrado por la luz mortecina del foco o, por algún desperfecto técnico de la planta eléctrica de Umpay, provocaba un inesperado apagón, salía a relucir la luz agónica e inmóvil de las velas. Entonces, bajo la penumbra y el silencio de la habitación, realizaban con determinación y celo la tarea encomendada por el maestro del curso de lenguaje o literatura y el alumno en el momento que incurría en alguna negligencia ortográfica, los camaradas de clase, en coro y en tono de mofa, decían: “¡No has desfilado por las aulas de la tía Dolorita!”
El Pichuychanca
Chiquian 23 de noviembre 2018
Canto a la vida
Chiquian. Mes de Marzo |
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martes, 13 de noviembre de 2018
Rosa roja
sábado, 3 de noviembre de 2018
Historia del Perú
Tiempos de lluvia en Chiquian |
Historia del
Perú
viernes, 19 de octubre de 2018
Excursion, momias y señales .
La señal es tan antigua como el hombre mismo. Nos da indicio sobre el tiempo, la hora y los caminos por donde dirigirse. Cuando en el horizonte, sobre los cerros y nevados, se forman nubes sombrías, nos señala el pronóstico del tiempo, lloverá. Nuestra propia sombra proyectada por los rayos del sol en el cénit, marca que ha llegado el mediodía. El humo de una fogata que se encumbra sobre las copa de los árboles o incluso sobre el pico de los cerros que flota quedo por el vasto cielo azulado, nos revela varias posibilidades: uno, la ubicación de un pueblo cercano, dos, están trabajando en el campo o, alguien solicita de manera urgente que lo auxilien. Hay señales que son visuales como auditivas, los hay también, sencillas y otras complicadas. En las carreteras hay señales que revelan curvas cerradas, peligro por posible desplome de piedras y riesgo por adelantar a otro vehículo. Otros como el celular o el tic-tac de las agujas del reloj despertador cuando llega a la hora programada, comienza atronar o, el canto chillón de un gallo, nos señala que empieza a amanecer. Después de todo, las señalizaciones, son de modo considerable, necesario y urgente, máxime, en los pueblos alejados donde uno visita. En estos tiempos hay señales que son modernas, uno de ellos, el GPS. Pero cuando no hay señales de internet o la batería del celular se agota, nos extraviamos.
Todavía es temprano. Caminando a paso pausado por la carretera afirmada, se percibe un absoluto silencio. El tiempo transcurre pero no parece no tener fin. Bajo el cielo azulenco, desnudo de nubes, las aves vuelan gorjeando entre los susurrantes árboles de la quebrada, La parda sombra del cerro misterioso, nos cobija de los rayos del sol.
Extraviados. Con paciencia, esperamos que aparezca alguna persona para que nos informe con exactitud el camino que nos lleve a la cueva de las momias, asentadas por cientos de años. De pronto, vimos, tras la escasa arboleda, que surgía una columna de polvo, minutos después, aparecía un camión. Próximo a nosotros, alzamos la mano, el conductor detuvo la marcha del carro. Adela se acercó y le preguntó lo mismo que a las personas anteriores. El chofer de rostro ovalado, bajó de la cabina del carro y caminó unos metros acercándose a la orilla de la carretera, con amabilidad nos explicó: —Se han pasado del camino. —y señalando el lugar, continuó: —Caminen hasta esos tres cuatro eucaliptos, van encontrar el muro y la cruz, ahí comienza el trecho para ir a la cueva.
Llegamos a la ordenada y bien trajeada Plaza Mayor de Huasta, donde se encuentra la restaurada Iglesia colonial. Balcones conservados, la fachada de las casas pintadas de blanco y la calle empedrada le da un aspecto proverbial de un pueblo tradicional. Es como si el tiempo se hubiera detenido. De pronto viene corriendo un vientecillo que mece a las plantas. De una flor, emerge una abeja atiborrada de polen, alborotada circunvala sobre el pétalo, alza el vuelo y zumbando regresa a su colmena.
viernes, 12 de octubre de 2018
Chiquian, desde las cumbres de los cerros. El canal
Amanece. Inicia la segunda semana de agosto. Para mi desconcierto, el tiempo otoñal de este mes, me era inusual. Al íntimo silencio del patio le regaba una primorosa y fría llovizna, de donde surgía el efluvio a tierra rociada. En el jardín humedecía a las rosas y los geranios, podado al día siguiente, luego de haber llegado a la inolvidable tierra natal, Chiquian. El viento frío besaba a la suplicante manzana madura, suspendida de la abrumada rama, acompañada de escasas hojas languidecidas y violáceas. La manzana roja, parecía pedirme auxilio del picotazo que le daba el pájaro de pico rugoso, pecho amarillo y el resto de su cuerpo con alas convincentes color café.
Cuanto más asciende el ómnibus por la carretera zigzagueante, los despeñaderos son más profundos. Por el borde de la carretera, cada cierta distancia, se halla la aromática arboleda de eucaliptos cuya corteza se desprende del anchuroso tallo. Por estos parajes apartados, de Matarrajgra, pasando Conchuyacu, no posee una hermosura imponente más que sus quebradas donde las acequias rumorean y surgen bandadas de aves volando y piando alborotadamente, donde las laderas están pobladas de plantas rusticas, circunvalado por una atmosfera apacible y un aire diáfano. Sin embargo, estos parajes ostentan una gran energía inenarrable.
—Buenos días… —Hugo, me llamo Hugo —le respondí, al notar que aún se hallaba turbado. Estaba arriba, en la ladera, a más de un metro y medio del camino cascajo.
En el largo trayecto del canal, me topé con lugares significativos y seductores. Se introduce por sombrías quebradas por donde cruzan los rumorosos riachuelos que manan de los humedales y de los cerros elevados. Las hojarascas que crecieron en la orilla, envuelve parte de la superficie del agua. El canal franquea por subrepticios túneles e insospechados precipicios. Los rudos pasos rompe el silencio cuando hacen crujir a la desparramada hoja seca, desprendida de las plantas marchitadas, del angosto camino. Al avanzar por el borde del prolongado canal, si no me equivoco y me podrán tildar de chauvinista, se vuelve un mirador legítimo, mágico y maravilloso. De esta comarca el panorama es único y fantástico: Se observa con asombro, los nevados de heterogénea cresta de la Pampa de lampas y el de Tucu. Se aprecia el prado desahogado y fecundo de Huaca Corral. Se logra ver a los pueblos incrustados debajo de los cerros como el de Aquia, Huasta y Pacllón. El aplacado valle de Aynin y la descomunal Cordillera de Huayhuash. Al contemplar estos majestuosos paisajes, vibra mí alma de emoción inconfesable.
Siete horas atrás, desde la Plaza Mayor de Chiquian, avizoraba, contemplativo, la cumbre de los insondables y desconocidos cerros. Ahora, de este plácido y generoso lugar, de un entorno mágico y silencioso, bajo la mirada y mis ojos se regodean cuando distingo a mi pueblo en miniatura que está encajonado en las profundidades de los cerros; de calles angostas, la Plaza Mayor con la iglesia moderna y los 4 longevos árboles. La plazuela de Quihuyllan, Umapay, hana(1) barrio y ura(2) barrio, el anacrónico estadio de Jircán; lugares por donde caminé y jugué en la etapa de mi infancia y la adolescencia. Avizoro la falda, donde sobresale el escamado cerro de Capilla Punta que guarda en sus entrañas vestigios de los antepasados. Por un momento hago un alto en mi andanza, realizo una introspección y, luego, me doy cuenta que soy un diminuto ser viviente de este universo que he tenido la maravillosa fortuna de haber visto por primera vez la luz en esta bendita tierra rodeado de cascadas, cerros y nevados.
Huaca Corral. Asamblea Junta de Regantes |
Caminando al Canal |
Vertiente Pallca Cuta |
Caminando rumbo al canal |
Canal y Nevado de Tucu |
Prados fecundos de Huaca Corral |
Nevado de Tucu y las fértiles tierras de Huaca Corral |
Desde Huancar, |
Haca Corral |
Quebrada |
Nevados y el canal de tucu |
Canal de Tucu |
Restos arqueológicos de Capilla Punta |