Los votos fueron registrados en el deslucido y penúltimo folio número 199, como sigue: 4 abstenciones, 120 en contra y 128 como aprobado, de este modo, los directivos estamparon su rúbrica en el viejo Libro de Actas certificando el reparto de las parcelas.
El rumor que corría por las calles del pueblo, correspondía a los sucesos de la asamblea, tanto del lado de los que se oponían, como los que estaban a favor de la repartición de las parcelas. Pero, el cotilleo que destacaba era el incidente ocurrido al secretario de la Comunidad, cuando trastabillo y estaba a punto de caer en el piso del proscenio. Ocurrencia que hizo olvidar, por un momento, la animadversión y discrepancia entre los comuneros,
La mayoría de los aparceros amanecía de buen humor, dejando de lado las rivalidades. Transcurría los primeros días de octubre, mes que armonizaba con la fiesta del segundo patrón del pueblo, San Francisco de Asís. Es tiempo propicio para los preparativos de las parcelas en el bendito paraje de Huaca Corral. Desde la época de los ancestros, ayer como hoy, familias unidas siguen con la costumbre y marchaban provistos del azadón y todo tipo de herramientas necesarias, auxiliado por la yunta para labrar feraz tierra.
Las avecillas, del nido ubicado en la tupida copa de los árboles, alzan raudo vuelo en busca de sustento. Posan en la cumbre del tejado o en la cruz y trinan sin cesar anunciando junto con el viento, la salida del sol, que aparecerá detrás del blanquecino nevado del Yerupaja. Mientras tanto, el gallo desde el corral anda desafiante ante los suaves trinos, pero trinos al fin; con cambios rápidos ascendentes y descendentes del inquieto pichuychanca; entonces, el gallo, concentrado, atiranta su cuello emplumado e inflando su gallardo pecho, comienza a cantar aflautadamente con un largo quiquiriquí. En el pueblo de Chiquián, en el alba, es un concierto de trinos y cantos de aves madrugadoras.
En los declives y las colinas de Huaca Corral se respira aire puro, se percibe el estoico silbido del viento, a veces monótono y de repente se vuelve hosco y furioso. Los arroyuelos se sienten encopetados, las primeras lluvias incrementan su minúsculo caudal de agua cristalina, que lleva hojas, helechos por el angosto cauce poco profundo. En las vertientes y pequeñas hondonadas, despunta la yerba silvestre, el Ichu, de tallos erguidos que soporta el frio inclemente y se aferra a la tierra, es el alimento ancestral de los auquénidos, ovejas y amigo de los pastores. La mediana y hermosa quebrada guardan un misterio que invitan a descubrir sus entrañas. Los secretos de la naturaleza que rodean al pueblo mágico de Chiquián, se refugian en Huaca Corral.
Por 3 semanas consecutivas, laboriosos comuneros, con su respectiva familia, limpian la parcela, regados con anticipación o humedecido gracias a la lluvia. En este paraje donde se percibe el silencio, la quietud con nitidez, se rompe con el concierto del coro de barretas, picos y racuanas, cuando encuentran terrenos duros, resistentes e irrompibles. De las sacrificadas palmas de la mano amoratada del labriego, brotan llameantes ampollas. Afanosos hunden los azadones sobre el suelo dócil, ocasión para voltear la tierra, cuyos terrones o bloques son golpeados 2, 3 veces con el reverso de la racuana o la parte plana del pico, pag-pag, hasta desbaratarlo a tierra lisa. De este modo, extraen las malezas, arbustos, para exponerlos al sol y dejarlos secar. En otras parcelas las yuntas uncidos por el yugo, el comunero, experto, toma la mancera unido al timón y penetra la reja en la tierra acuosa y con la otra mano el boyero, golpea sobre el lomo de los bueyes, ordena con voz ronca:—“fuerza toro, fuerza” “usha carajo, usha” —en la medida que avanza, abre surcos ondeantes listos para ser abonado con el estiércol seco, arrancado de los corrales, del coso o del costado de la entrada principal del estadio de Jircan.
Pasa los primeros días de noviembre, Chiquian, amanece cubierto por sombrías neblinas. Al poco tiempo, las nubes inmóviles se desplazan sin rumbo y abren agujeros azulinos por donde el sol aprovecha para proyectar su rayo ambarino con el fin de pintar la cima de los cerros de oro fundido. En ese ínterin, el ruido ensordecedor del reloj, ubicado en el velador, despertaba al comunero…todavía soñoliento estira su huesuda mano con el propósito de detener el escandaloso fragor del timbre que lo programó para las 5 1/2 de la mañana. Aun en la oscuridad sacudió el hombro de la esposa que dormía con placidez, que ni el sonido estridente del timbre del reloj pudo despertarla. Prendió la vela colocado sobre el candelabro de acero de dos brazos, se puso de pie, y con tono de cariño…
—Salome, Salome, ya levántate, tenemos que ir a Huaca Corral.
Se colocó la última prenda de vestir, el poncho. Acompañado de la luz lánguida de la vela y andando sobre el plañidero piso entablado, el par de zapatos producía sonidos que parecían teclas falsetes de un piano desafinado…tac-top-tac-top. Con paso pausado se dirigía al fondo del único cuarto de la casa, donde duermen los cinco hijos, todos ellos de 4 a 12 años. En la penumbra, observa el semblante angelical de los infantes durmientes. Sacude el diminuto hombro con ternura, empieza a despertarlos con tono suave:
-¡Samara, Evaristo, Esteban, Nazaret, Ezequiel, despierten! Huaca Corral nos espera —al momento de despertarse, expresan su rabieta propia de la edad infantil.
Continuara…
El Pichuychanca
Chiquian julio 2016
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