sábado, 20 de mayo de 2017

Asamblea comunal, cosecha de papas, Huaca Corral (I)


Al rayar el nuevo día, un mar de brumas cubre al pueblo por completo. Los comuneros, después de tomar el desayuno, abrigado con el  poncho, la bufanda y el sombrero, marchan rumbo al local de la Comunidad Campesina. En su itinerario, por prolongadas y angostas calles, cruzan pequeños charcos de agua, originados por la lluvia de la noche anterior. En la entrada del amplio local, protegido por el añejo zaguán que chirriaba al instante de abrir o cerrarlo, el Delegado, ya les esperaba apoltronado en una  vetusta silla con los brazos cruzados sobre el pecho, y sobre la mesa, reposaba el padrón de los miembros de la comunidad. Era un hombre de semblante pálido, nariz aguilucha y mirada de búho.

Apoyó las manos cárdenas sobre la mesa, y en seguida se levantó. Luego de ver a los puntuales comuneros, uno detrás de otro, en tono severo les advirtió: 

—Por favor, guarden el orden y la compostura que voy a tomar lista de acuerdo a su llegada.  

Luego de estampar su firma en aquel padrón de hoja amarillenta y doblada, ingresaban al espacioso local, construido con esfuerzo y entusiasmo por los afiliados de la pujante Comunidad. Cobijados bajo la sombra del techo de calamina, crecía el frio de la mañana. Toman asiento, uno al lado del otro, hombro a hombro, en las dilatadas y añejas bancas de madera, De pronto, el salón de reuniones se encontró colmado, de canto a canto, por los ansiosos comuneros esperando el inicio de la Asamblea. 

El Presidente, con la directiva y el Consejo de vigilancia con los respectivos delegados, presiden la Asamblea extraordinaria. Luego de haber dispuesto el tema a debatir, el secretario, de nombre Dionisio Días, hombre de baja estatura, cara ovalada con ojos saltones, carraspeando la voz, de forma pausada y grave, anunciaba:

—Estimados comuneros, La junta directiva les da la bienvenida a esta Magna Asamblea de la activa Comunidad —hizo una pausa, luego continuó: —Quiero hacer hincapié y evocar  que, en la Asamblea anterior, registrado en el Libro de Actas, por mayoría, se acordó  llevar acabo la deliberación y decidir para el día de hoy la repartición temporal de parcelas para la siembra de papas en Huaca Corral. Por otro lado, La Directiva les pide que guarden el orden y la disciplina que se merece esta Cámara. Sus ponencias serán oídas, con atención. Gracias —Tomo asiento y el salón retumbo a causa del fuerte aplauso de los asistentes.      


Por las tres parcas ventanas, el agonizante rayo amarillo del sol, interceptado por la nube blanca y cristalina, forjaba una luz mortecina dentro del recinto, en  donde todos los comuneros, guardaban sepulcral silencio. De pronto, en medio de la penumbra del salón, se levantó una silueta y al mismo tiempo que retiraba el sombrero de la cabeza, relució su prematura calvicie. Ya de pie por completo, se pudo notar que era un hombre de mediana estatura, cara redonda y con ojos de pocos amigos, alzó la mano con el que sostenía el sombrero, pidió la palabra y habló con voz estentórea:
 
—Mi saludo al Presidente y a los demás directivos que lo acompañan. —Tomó aire, prosiguió con su intervención. —Mi presencia en esta Asamblea extraordinaria convocada por la directiva, sobre la repartición de las parcelas, me veo en la necesidad de exponer mi sugerencia, esperando señor Presidente, que tomen en cuenta lo siguiente: Si le ceden las parcelas a los comuneros que son empleados públicos, poseen negocios, propiedades, los demás miembros de esta comunidad, privado de peculio y trabajo, nos veremos afectados  porque tendremos menos de lo que necesitamos. Por lo tanto, señor Presidente, mi opinión es que, a estos aparceros, no se les debe repartir las parcelas. Eso es mi pedido. Gracias por escucharme.    
   
Del fondo del salón, un grupo de comuneros se pusieron de pie  como empujados por  un resorte, alzando al unísono  la voz semejante a un coro y las manos estiradas hacia arriba, clamaban:

—¡Bravo! ¡Debe ser así! ¡Tierra para los verdaderos comuneros! —Al instante, se escuchó una voz solitaria y resonante:

—¡Bravo pelado, así se habla, bravo! —Era evidente el apoyo a la intervención del hombre calvo cuyo cuero cabelludo brillaba débilmente como una bola de billar. Por toda la anchurosa sala rugía el bullicio, el murmullo, los aplausos y las risotadas. El Secretario, enardecido por el alboroto, se puso de pie y con la palma de la mano golpeó 2,3…veces  sobre la mesa. Levantó la voz, hasta que la sangre se le subió al rostro, poco más o menos, con potente voz, vociferó: 

—¡Orden, orden! ¡Silencio! ¡Estamos en una Asamblea, no en un corral, orden!

Luego de la encendida batahola, volvió la calma. Los comuneros, todavía agitados, tomaron asiento. No obstante, el sol, sereno, proyectaba una luz agónica a través de las pequeñas ventanas. El salón presentaba un aspecto sombrío. El viento sopló violento y el zaguán crepito. Los aparceros lanzaban miradas furiosas, síntoma que aún no estaba de acuerdo con la propuesta.


El secretario, de pie, con el rostro exasperado, agitaba el brazo, con la mano tendida y el  dedo índice apuntando a la masa, amenazaba con suspender la Asamblea. Tomo aire por las gruesas aletas de su nariz de bola, tratando de guardar la calma, hablo con voz serena:

—Se les pide, una vez más, por favor, guardar el orden y la disciplina de lo contrario nos veremos obligados a suspender la Asamblea. —hizo una pausa y prosiguió: —Continuando con la Agenda del día, se les pide su opinión y lo más importante, su propuesta. 

Cuando el secretario, terminó de mitigar el ánimo de los asambleístas, se apoltronó en la silla, olvidándose que una de las cuatro patas estaba averiada. Como consecuencia, su cuerpo se balanceó hacia atrás y del mofletudo pie derecho, suspendido en el aire, el zapato, de visibles cercos y  suelas desgastadas, voló por debajo de la mesa hasta la primera fila de la concurrencia. De inmediato, surgió una estruendosa y unísona carcajada que se escuchó hasta el último rincón del lóbrego salón, Sin embargo, por la ágil e instantánea reacción del tesorero, logro agarrarlo del brazo y del otro, el vicepresidente, evitando que se cayera del todo al piso del estrado, construido especialmente para esta Asamblea, 

Acontecido este ocasional incidente, los asistentes volvieron a guardar la calma, cruzando miradas desafiantes, sin soslayar su disconformidad. En el salón, en completo silencio, solo se oía el resoplido de comuneros irascibles acompañado del zumbido del moscón negro que volaba zigzagueando, inquieto, de un lugar a otro. El frio penetraba por las ventanas y del viejo zaguán. Los comuneros estaban a la espera y expectativa de  la siguiente proposición.

De la segunda fila, una señora cerca ya a los 40 años, de tez trigueña, de menuda contextura, de cabello rizado y negro, cubierta de un rebozo de matiz  marrón con rayas cremas y los flecos del mismo color, al ver que nadie intervenía en el debate, se levantó, acomodó su manto sobre el aparente débil hombro, decidida, alzó la mano solicitando la palabra, del cual cedió el secretario, y al instante comenzó a hablar con voz aguda y mando:

—Señor Presidente y demás directivos que dirigen esta magna Asamblea, compañeros aquí presentes. Me siento honrada y satisfecha por la digna presencia de los comuneros que nos trae a este importante acontecimiento, la repartición de las parcelas, del cual debemos tomar decisiones en favor de todos los presentes en esta Asamblea. El compañero que acaba de intervenir, ha aludido a algunos de los miembros de esta digna comunidad, pues debo recordarle que, al margen de ser una trabajadora del sector público, soy una  comunera, cómo todos los presentes, desde los tiempos de nuestros abuelos,  Por otro lado, Señor Presidente, el instrumento que norma la vida Institucional de nuestra Comunidad son los Estatutos, y todos los afiliados nos  debemos a él —tomó una pausa y serena, de su pequeño canasto, extrajo dicho documento y prosiguió: —Aquí en mis manos tengo el Estatuto, yo pregunto, ¿Lo tienen todos ustedes? —Ante esta  pregunta incisiva de golpe y porrazo, los comuneros, inclinaron la cabeza y enterraron la mirada al piso, segundos después, uno al otro, de reojo. Una vez más el salón entró en otro silencio absoluto, esta vez se escuchaba el silbido del viento, tras un fuerte ventarrón detrás del vetusto zaguán.


Al ver que nadie mostro aquel documento tan importante para el debate de la Orden del día, de nuevo, tomó la palabra, esta vez dirigiéndose al Presidente y a su comitiva: —Con las disculpas correspondientes, Señor Presidente, veo también, que ustedes no tienen a la mano el Estatuto de la Comunidad. Señores directivos, por respeto a esta Asamblea, vosotros deberían dar el ejemplo práctico en este evento decisivo con el fin de tomar una decisión definitiva —al escuchar la sutil reprimenda de la intrépida comunera, el rostro de los aludidos se les desencajó por completo, la comunera continuó: —Permítame Señor Presidente, leer los Artículos del Estatuto con el propósito de esclarecer este asunto de la repetición de las parcelas. —Al instante, los sorprendidos comuneros, murmuraban con el que estaba a su lado. Desplegando las páginas del Estatuto, halló los artículos pertinentes. Esta vez, comenzó su intervención con mucha enjundia: —Señor Presidente, con su permiso, leeré los Artículos estipulado en el Estatuto, con el objetivo de hacerles saber a los comuneros presentes en esta Asamblea.   

—El comunero, lo resalto, para que se informen, escuchen y recuerden, según el estatuto, El comunero tiene derecho de hacer uso de los bienes y servicios de la comunidad. Elegir y ser elegido para cargos propios de la comunidad. Participar con voz y voto en las asambleas generales. Denunciar ante los órganos del gobierno de la comunidad, cualquier acto impropio contra los intereses de ésta. Por lo tanto, Señor Presidente, mi opinión y sugerencia, según los artículos mencionados  que rige en el Estatuto, y sin preferencia alguna y que le otorga ese derecho, se haga en forma ordenada a quien corresponda, la repartición de las parcelas en Huaca Corral para la siembra de papas. Si no hay  un común acuerdo sobre el tema, que se someta a voto y si es posible a mano alzada. —Dirigiéndose a la mesa de la directiva y al auditorio, arengó con voz imponente: —Señor Presidente, tome a bien mí recomendación y mí propuesta —Al terminar su magnífica y clara intervención, los comuneros irrumpieron con estruendosos aplausos y murmullos que hasta el techo de calamina vibró. Los comuneros que estaban cerca de ella, le felicitaban efusivamente por su acertada y oportuna sugerencia. Mientras tanto en el bando opositor, comuneros,  enfadados e inconformes abucheaban y maldecían a la comunera. Una vez más tuvo que intervenir el Secretario para poner orden de la Magna Asamblea. 


Luego de batallar, por largos minutos, con ambos bandos, sobre todo, con los comuneros, iracundos e intolerantes, llegaron a calmar los  ánimos caldeados. El Secretario, en donde más resaltaba su ajetreado trabajo, era en este tipo de circunstancias, en tiempos de las Asambleas extraordinarias. Esta vez tomando precauciones, sentado no tan cómodo en la silla que aún estaba inestable, se dirigió a los intranquilos comuneros con voz parca:

—Hemos llegado al final de la Asamblea en el que decidiremos la Agenda  del Día mediante votación a mano alzada. Por favor se les pide orden y seriedad. Los que están en contra de la repartición de las parcelas, levanten la mano.

Corrían los segundos que parecían minutos y los minutos horas…las miradas se cruzan como si estuvieran en un campo de batalla. Por fin el hombre calvo, con ojos de pocos amigos, observó a los comuneros, y al ver que nadie se atrevía a levantar la mano, él se animó en levantarlo y lo mantuvo en alto, Giró a su alrededor para ver si alguien más le seguía. Cuando por segunda vez giraba, vio que, del lado izquierdo, derecho, del fondo, y por ultimo de cara al proscenio del salón, unos escuálidos y regordetes brazos se elevaban llegando a contar el Secretario ciento veinte votos, confirmado por el delegado.
 
El secretario, registró en el Libro de actas, con mucha prudencia los sucesos de la Agenda del Día. Anotó en el último renglón los votos en contra de la repartición de las parcelas.

Una vez más el Secretario exhortó a los miembros de la Comunidad a guardar el orden, aun sensibles, esperando el desenlace final  de la postrera Asamblea del año en curso. Desde la silla movediza, en medio de los directivos, se dirigió con las siguientes palabras: 

 —Los que estén a favor de la repartición de las parcelas, levanten la mano…

Los comuneros opositores, con ojos hundidos y las pupilas colmados de sangre y la mirada acerada, parecían amenazar a los indecisos. En la asamblea, existían comuneros que no les interesaba, en absoluto, tomar partida por uno u otro bando, carecían de principios e ideales. Tan es así, que solo velaban por sus intereses mezquinos. Temerosos miraban por otro lado. Sin embargo, desde la primera fila, una anciana comunera, de trenzas canas plegadas en su encorvada espalda, sobre su cabeza pequeña, el sombrero de color blanco humo, de ojos negros rasgados, con la nariz larga y el rostro surcado por los años vividos, arremangándose el pañalón sobre el enjuto hombro, torpemente se ponía de pie apoyándose de su añejo bastón, poco a poco,  erguía  su mano arrugada de tantos años de labrar la tierra. Bajo la penumbra del salón, todos guardaban profundo silencio, las centenas de  miradas se dirigían a aquella mano, elevada con firmeza en el aire. Fuera del salón, brillaba el sol. Los comuneros estaban a la expectativa. Con tono pausado y ronca, habló:

—Las parcelas de Huaca Corral se reparten, todos los comuneros tienen derecho sobre ella. —De este modo fue la primera en votar a favor, luego… alzaban 3, 15, 80, 115, hay…¡128 votos! Chillaba el Secretario desde su posición; confirme señor delegado, este respondió, con voz estrepitosa ¡Confirmado Señor Secretario!  ¡Registre en el Libro de Actas  128  votos a favor!
   
Continuara…

El Pichuychanca.

Chiquian, julio 2016 



 

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