Son mis primaverales cinco años de edad y unos meses más, próximo para cumplir los seis. Los cinco sentidos empiezan a despertar. Advierto, escucho y descubro todo lo que hay en mi rededor. Nuevos sonidos, nuevos paisajes, nuevos amiguitos, nuevas experiencias…
Ya despunta la fascinante alborada. De la casa materna, del dilatado balcón de madera y del patio circundado de una frondosa rosaleda, plantas y tres manzanos, cultivados con esmero, mis sentidos infantiles se agudizan al distinguir, absorto, el vasto cielo cubierto de nubes semejante a realzados mantones de algodón, instantes después, se transforma en nubarrones desgreñados. Mostrando sus oquedades acuña discordantes sombras sobre los tejados y los cerros anunciando la primera y esporádica lluvia para el regocijo de los ganaderos, los agricultores. Son los postreros días del mes de Octubre.
En los siguientes meses, la lluvia se avecina, no siempre, por el solitario nevado de Tucu, que baña el magnífico valle de Aynin donde ha brotado el pimpollo del maíz, el trigo y la papa, a lo lejos parece ser una llamativa alfombra verde. De Las nubes prietas se desploman las gotas de cristal, es el aguacero que se desplaza por las vertientes de los cerros, de las pequeñas colinas, al llegar al pueblo riega las apretadas calles, el patio y los tejados. Del jardín fluye el aroma a tierra mojada.
De repente, allá, en el horizonte, asombrado, percibo el relámpago producido por la fugaz y extendida luz del rayo que, veloz, desciende de las nubes sombrías en la forma de prolongadas e incesantes zetas, y en un santiamén, escucho el sordo y estrepitoso sonido del trueno. Fenómenos naturales que me infunden temor y mi cuerpo infantil se estremece. Unos minutos después, para mi desconcierto, aparece el extenso y parabólico arcoíris sobre los erguidos cerros, mostrándose presuntuoso con sus colores vivos. Detrás de los nevados, sigue lloviendo. Mis ojos se regodeaban viendo aquel hermoso paisaje. Empiezo a comprender la reticencia de la Madre Tierra.
En la primera hora de la mañana, escucho con atención, el suave susurro de las plantas y de los manzanos del jardín, de los árboles, en el campo. Percibo El alegre canturreo, interminable y sonoro, del Pichuychanca posado en la cima del tejado, gracioso, da saltitos acrobáticos y giros sincronizados, sacude las menudas alas a fin de desprenderse de las partículas cristalinas de la madrugadora llovizna que se precipitan sobre su inquieta figura. Desde el corral de los vecinos, capto el canto aflautado, matinal, de los gallardos gallos.
Cada sereno amanecer, noto de como en las faldas de los cerros, colmados de plantas pedestres hollados por el intenso estío de junio a setiembre, se transforman, paso a paso, en vivificante floresta verde, causada por la nueva temporada de lluvia. De las plantas campestres que empiezan a crecer, brotan los primeros aromas, seductores y embriagantes. Aumenta el caudal en los susurrantes manantiales de agua cristalina, también, en los alegres riachuelos. En las hondas quebradas, rodeado de plantas rusticas que se encuentra bañado de roció, afloran las arcanas cascadas con su linda y serpenteada caída del agua.
Me parece oír una copla. El florido campo, es un concierto de trinos que regocija el espíritu. De las quebradas de Chibis y Ninan, surge el sordo canto del admirable ruiseñor, pájaro de pecho color amarillo intenso y las alas de tono negro. El pájaro carpintero, golpea con su pico rugoso, de modo constante y afanoso, el rudo tallo de algún árbol…tac —tac— tac. Deseo, ansioso, descifrar lo que quieren decir con sus encantadores gorjeos. Más allá, en las ignotas covachas, los sapillos comienzan a croar. Mis sentidos inofensivos, al oír estos trinos sonoros de los hermanos menores, es un espectáculo grandioso que surge desde el fondo de mis entrañas una sensación de placer indefinible.
En este pueblito mágico, en un rinconcito del mundo, ver el atardecer, dotado de una hermosura sin igual y el cielo garzo sembrado de titilantes luceros da la impresión que comienzan a cercar la cresta de los cerros, no con el designio de castigarle, sino de apapacharlo con todo el cariño del mundo, cual buen padre protector; —¡Yo, cuanto lo necesitaba!—, para cobijar de cualquier desamparo a mi pueblito preferido. Mi adorado Chiquian.
Además de los cerros encumbrados y esplendidos, cuenta con las faldas de Cochapata, Parientana, Oro Puquio y Huamgan, lugares adonde acudo con una bandada de chiuchis* con el fin de jugar en sus blandas faldas. Sentado, cada uno, encima de la penca, raudo, con las piernitas erguidas nos deslizamos rozando la parva espalda sobre el pasto húmedo. En otro instante, busco un sitio adecuado, para posar en una piedra lisa o, sin darme cuenta, en los helechos rociados por la ligera llovizna, con el propósito de ver y admirar el ocaso del risueño sol que proyectaba diversas y largas sombras con sus oblicuos rayos. Ver el preciso momento, de asomase a la vana luna, detrás de la cordillera, que empieza a adornar con su luz albina, la noche serena de mi pueblito mágico.
El agua, de las escondidas cascadas de Umpay Cuta y Putu, al desplazarse por riachuelos vanidosos causa sonidos indolentes y extensos y en su recorrido jubiloso y sinuoso, sus cuchicheos me incitan a soñar dulcemente. A lo largo de su trayecto carga todo lo que encuentra a su paso, piedritas, helechos que se fundirán con el caudaloso río Aynin que viene formando espacios y escasos lugares arenosos formando curvas, pendientes suaves y bruscos en sus orillas.
En este lugar mágico, la vida transcurre con tranquilidad, tanto de unos como para otros, sin percibir que los cabellos ya habían nevado en la azotea. EL tiempo, sin tiempo, parece detenerse, hasta encontrarse, de repente, con la sorpresiva expiración grata, ingrata e impredecible.
En los meses de mayo a julio, el sol, en pleno ocaso, va dispersando sus últimos rayos dorados provocando susurrantes airecillos fríos que golpean con finura mi rostro amoratado. Baja la temperatura. Es cuando en las acequias y en los arroyuelos se forman finas escarchas sobre el agua que corre, con lentitud, en las estepas y raudos por las quebradas cuesta abajo, produciendo sonidos místicos que me invitan a contemplar el bello atardecer de mi pueblito mágico. Escucho el canto de los grillos, cri-cri-cri, el murmullo de las ramas que se balancean de un lado a otro, y desde el cielo despejado, de repente, me miran sonrientes las pepitas luminosas pestañeándome con mucho afecto.
Las lluvias se despiden de su temporada, se alejan los nubarrones de diferentes matices y formas, dan paso al sol que aparece en su plenitud. Alzo la cabeza en dirección al vasto espacio y observo que está sin máculas de nubes. Todas las chacras florecen y están en el tiempo de cosechas, los agricultores, al contemplar las colinas, los prados y el horizonte, se regocijan. Del rostro cobrizo surge una afable y suave sonrisa, sienten eterna dicha.
Por los alrededores de aquel pueblito mágico, en los pequeños pozos de agua cristalina, podía observar a los renacuajos que nadan y flotan en plena libertad. También, habitan ranas tiernas, que cazaba con los inquietos amiguitos, con el propósito de llevarlo al huerto y al jardín de la casa con el fin de que hagan guardia atrapando a los insectos trepados en las plantas y la rosaleda como en las hortalizas.
Los campesinos se colocan los sombreros, a fin de protegerse de sol que comienza a brillar, la bufanda, del viento frio y seco de las primera horas de la mañana. Agarran las herramientas y lo acomodan sobre su nervudo hombro adonde se halla el manto para amortiguar el peso de las mismas. Dan un severo latigazo sobre el lomo de la yunta que, todo perezoso, todavía está durmiendo bajo el ancho alero del cobertizo. Optimistas se dirigen al campo donde les espera agotadoras jornadas
Terminado el despajo (trilla) del trigo, observo a las laboriosas campesinas, ayudadas por el suave viento, como separan el trigo de la paja. En la cosecha de las papas se trasladan ollas de regular tamaño, de la casa a la chacra. Se elabora el fogón en un rincón apropiado a fin de preparar la exquisita cachizada o el pari de 7 yerbas con la papa recién cosechada, acompañados con el queso y el rocoto, sabor y aroma a chinchu, y la infaltable cancha. En todos los sectores, se percibe efluvios a tierra mojada,
La vida en aquel pueblito mágico, en un rinconcito del mundo, bendito por la naturaleza, es apacible. Cuando los habitantes están ocupados en sus distintas actividades laborales, las idílicas calles empedradas se hallan en absoluto silencio, solo circulan unas cuantas personas. Todas las puertas de las viviendas se encuentran abiertas. En estas calles ceñidas, solo se oyen los zumbidos de las abejas, abejorros y las moscas, el gorjeo de los pájaros. Por alguna razón, se habían quedado algunos animales domésticos en el patio de la casa de donde se escucha el balido de una cabra o un borrego; el cacareo de un gallo o el de una gallina; el aullido del perro o el gato maúlla. Jamás había escuchado un escándalo de notoriedad, salvo algunos robos o hurtos de hortalizas de un huerto o el de una gallina de un corral. Hasta que un día, ciertos intrépidos mozos que regresaban a la tierra natal, de distintos puntos del país, con el objetivo de pasar las vacaciones universitarias y reencontrarse con sus familiares, amigos en el pueblito mágico, en un rinconcito del mundo, bendito por la naturaleza. Sucedió lo siguiente:
Fue un fin de semana, cuando el sol se hundía detrás del pico de los cerros, 4 jóvenes, se aventuraron a ingresar, de modo furtivo, a un corral para escamotearse un lechón muy bien proporcionado. Al día siguiente, en Obraje, a las orillas del torrentoso rio Aynin, celebraban los carnavales con un sabroso plato de pachamanca, una de las variadas carnes era de aquel lechón escamoteado. El escándalo surgió cuando el propietario se sorprendió al no encontrar, en su corral, aquel animal preciado, de inmediato, denunció la desaparición ante las autoridades respectivas, propagándose el toletole en todo el pueblito mágico, ubicado en un rinconcito del mundo.
Irrumpía los siguientes tres meses, agosto setiembre y octubre, todo se encuentra en silencio, reina la misma paz en las periferias del pueblo y en los campos. La naturaleza no había castigado a este pueblito mágico con epidemias y plagas salvo aquel terremoto de mil novecientos setenta, que destruyó parcialmente el techo y la torre de la antigua iglesia y algunas casas, sin una desgracia de pérdidas de vida humana que lamentar. En este pacifico pueblito, en un rinconcito del mundo, de entre miles de personas, unos cientos o quizás decenas de personas y, dentro de ellos, surgía en mí, con edad infantil, regodear y admirar con ojos de contemplación el inesperado atardecer. Mientras curioseaba asombrado el paisaje, el vuelo de regreso de los pájaros a sus nidos y escuchando sus trinos, arriba en el colosal espacio, de súbito, aparecía la luna coqueta que, decorada de nubes cálidas, se desplazaba con lentitud y recato por detrás de las ramas de los aromáticos eucaliptos desparramando fasces de rayos plateados que caían en mis inocentes ojos y, tal vez, en otro lugar, en los ojos de otros admiradores mayores y de corazones enamorados.
En la aurora de aquel pueblito mágico, observo el maravilloso panorama. Por el horizonte y sobre el nevado del Yerupaja, el sol emerge con solemnidad causando expandidas sombras; de los árboles, de la torre de la iglesia, de las casas, de las pircas de las chacras, así como también de la vaca, del toro, del caballo, todos, exhibían sus siluetas alargadas. Ya es las doce del día, el tiempo en ese momento es candente. Arriba en el cielo garzo, no se descubre ni una sola mácula de nube. En el cenit, el sol, acomodado sobre las cabezas de los habitantes de aquel pueblito mágico, quema las hierbas, los pastizales con sus rayos crepusculares del mediodía.
En las afueras del mágico pueblito. En la superficie del agua límpida de los pequeños pozos que se habían formado en la estación de lluvia o, los labriegos, de haber regado las chacras, observo ensimismado, como las ramas de los árboles reflejadas en el agua, se bambolean remisamente. Sopla el viento grave, provocando imperceptibles ondulaciones, desapareciendo el reflejo de aquellas ramas profusas. Me quedo sorprendido.
En los serenos atardeceres, da la impresión que a los rededores de aquel pueblito mágico, escondido en un rinconcito del mundo, está deshabitado, En el horizonte, las crestas de los cerros y de los nevados parece unirse con el cielo garzo. Así de cautivador es mi pequeña patria celestial. En los campos se extiende una imperturbable mudez, a unos cuantos pasos escucho el vuelo y el zumbido de una abeja laboriosa, llevando el polen a su panal, y más allá, el salto de un salta monte que apresurado se escabulle de mis pasitos discretos...
El Pichuychanca.
Chiquian 29 de enero del 2016
*Chiuchis, infantes, niños
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