sábado, 17 de diciembre de 2016

Vida cotidiana de ayer, las lámparas del Jr. Comercio.


— ¡Es hora de ir a colocar las lámparas!

— ¡Todavía no es hora!, ¡además, hay 4 que no tiene combustible!

— ¡Mientras colocas las primeras, mandaré comprar el combustible!

Así, con el rostro encendido de pasión, se encaraban el jefe y el encargado de ubicar las luminosas lámparas en cada cuadra de la calle principal y la Plaza del pueblo.    

El atractivo y mágico pueblo de Chiquian invita a visitarlo por la energía cósmica que emiten los cerros señoriales. La atracción de su hermosa y acrisolada cordillera blanca. El inefable valle de acentuadas quebradas colmado de tupidas florestas y de seductoras cascadas. De restos arqueológicos que aún se puede restaurar, en suma, este pueblo, tiene la fortuna de atesorar primorosos paisajes. En este paradisiaco lugar, de cielo intensamente azul, en ausencia de las lluvias, parece que el tiempo se hubiera detenido. A los ojos de cualquier visitante, ofrece un panorama de indecible embrujo.

En los meses de abril a setiembre, las alboradas son frías e intensas. El resto de los meses, el cielo se cubre de densas y variadas nubes prietas. El clima  por lo general es frio y templado, sin embargo, el tiempo es inconstante. El viento enfurecido arrastra heladas insoportables, a su paso, golpea las ramas de los robustos árboles, sacudiéndolos del profundo letargo de la noche. Ya despiertos por completo, empiezan a sisear. Hojas ingrávidas, que oscilan sin prisa pero sin pausa, separándose de la magra copa, giran en el vacío con el propósito de besar el suelo de algún camino pedregoso, mustio o húmedo, acoplándose con otras  hojas de  variadas plantas silvestres.  

En el corral, cercado de una vetusta pared de adobe, el gallo cantor, en medio de su harem de gallinas, extiende las amplias alas rojas y comienza aletear una y otra vez como desperezándose de la prolongada quietud de la noche. Camina con arrogancia, levanta el cuello frente al zorzal y el pichuychanca que lo contemplan con cierta candidez desde el alero del zaguán. El gallo, mientras mueve la cabeza, observa de aquí para allá y de allá por aquí, su alta cresta roja oscila, alza el seso y con el pecho inflado arranca los  primeros cantos. Su canto es tan impetuoso y conmovedor que no solo despierta al amo de su profundo sueño, sino también, al de los vecinos de toda la cuadra. El pichuychanca, de la cornisa de las casa, participa con su trino sonoro y acompasado en un hermoso canto coral, a primera hora antes del amanecer. 

Luego de varias noches, silenciosa y misteriosa, afloran las centelleantes estrellas junto a la fiel compañera de tiempos inmemoriales de la tierra, la bruñida luna vanidosa. El lunar blanco del cielo oscuro, alumbra las calles empedradas y los senderos, escolta a los errantes nocturnos que marchan por senderos sinuosos, a derroteros ignorados. De pronto,  poco a poco, dejan de fulgurar las estrellas, el alba aflora en el horizonte. Mientras tanto, de  la luna, el brillo es cada vez más frágil ante la presencia de la luz amarilla del sol. Arriba, en el cielo azulado, nubes inmóviles y desgreñadas ensombrecen el flamante día. Instantes después, el viento,  con su soplo suave, empuja cuesta arriba a las nubes dormilonas con el propósito de que los pobladores puedan apreciar el resplandor de la cumbre de los inclinados cerros que rodean al mágico pueblo. Es un nuevo día de esperanza  


Los pobladores; cuando abren la pequeña ventana, perciben sobre su rostro tostado, el roce acariciador de la ventisca templada de la mañana e invaden el cuarto, el aroma de los claveles, rosales, geranios y jazmines, transportados desde el frondoso jardín. Los bebés despiertan y lloran de hambre, la madre magnánima, con ese amor inigualable que pueda habitar en la tierra, lo acuna y lo mece con ternura  entre  sus  tibios brazos y amamanta al hijo querido, este, devora con avidez los pezones de la madre. Sacia la  angustiosa apetencia y calma su primer llanto de la mañana.  

De la puerta de la casa, luego de haber retirado la tranca, surge el primer crujido al momento de abrirlo y da paso para ir a realizar diferentes actividades del nuevo día. Mientras los rayos amarillos del sol abriga la falda de los cerros y el techo de las casas, el gentío de múltiple edad, marchan a la panadería de su preferencia, con el fin de adquirir la crocante carioca, el pan de punta con abundante miga, el delicioso biscocho o el pan de piso; muy original y tradicional, el preferido y el más agradable de todos cuando es untado con el exquisito queso o la sabrosa mantequilla en el momento de comer y tomar  junto con una taza caliente de café con leche. El queso y la mantequilla son productos del pueblo  mágico, Chiquian. En el mercado y el baratillo, apiñado de clientes, se oye con ingente escándalo, las primeras voces de la mañana, lo mismo ocurre en  las diferentes tiendas del Jirón Comercio y Dos de Mayo.

Plantas silvestres, posado en el borde del  sendero, en la falda del cerro, derrama efluvios balsámicos. Del nido, los pájaros alzan raudo vuelo para buscar el primer alimento del día. En el campo, el rocío amanece adosado en la hoja del maíz, el  trigo y la alfalfa. Becerros, separados de la madre desde el día anterior, berrean con lastima por su ausencia. Luego, serán enlazados en la pata trasera de la altruista vaca, hasta cuando el  ordeñador termine de sacar la leche de la  generosa  ubre que almacena este alimento divino.

El tiempo inexorable, avanza. De pronto la calle se encuentra solitaria y muda. De vez en cuando se ve cruzar con lentitud, a los lejos, de una acera a otra, a personas ancianas apoyado por un viejo bastón. Alumnos y maestros marcharon rumbo a la escuela, los empleados públicos, a la correspondiente oficina, otro al taller; como el herrero, el sastre, el talabartero, el carpintero, el zapatero; al campo, el campesino que en su andar por el camino, se topa con límpidos charcos de agua, formado después de haber regado los sembríos el día anterior. Ahora,  le sirve de espejo,  para las aves y los animales, saciar su sed y para los marranos echarse a bañar.


Las manecillas del reloj marcan las doce del mediodía, es hora de salida de los  centros de labores, de las escuelas. La mayoría de las personas adultas se coloca el sombrero de paño o  de paja con el propósito de resguardarse del sol, que ahora abrasa y brilla en el cenit. Las calles recobran su alegría porque sobre el piso empedrado pasan pelotones de escolares haciendo alboroto y travesura y media. Corren de un lugar a otro, becarios vocingleros perturban la paz de alguna persona de mal humor. 

El heladero con perspicacia se coloca por donde más se apilan tanto las personas de mayor edad como los alumnos, entonces, uno de ellos, el que tiene la buena fortuna de recibir la propina, presuroso, va a comprar el delicioso helados. Desde la otra acera, un escolar, en silencio y de reojo, ve y le apetece probar aquel postre congelado, posado en el barquillo crocante, sostenido entre las manos liliputienses del compañerito, imagina, se hace la idea, que también lo saborea. La boquita sedienta, se le hace agua. Será para otra oportunidad cuando me den mi propina, piensa con candidez. En seguida, marcha rumbo al hogar. La madre le preparó con mucho amor, un sencillo plato de comida. Es la hora del almuerzo.

El atardecer comienza  a declinar. Es el momento de  retornar a la escuela, al taller y a la oficina. El viento ruge y sopla fuerte, abre la ventana y la puerta de par en par, en el campo crepitan el inmenso árbol. Estar cobijado bajo la sombra de un techo o, de uno de los cuatro árboles de la plaza, hace frio. Estar expuesto a los rayos del sol se siente bochorno, quema y seca la humedad de la piel del rostro bronceado. 

La hora desfila paso a paso. Arriba el eterno ocaso y la nube rosácea, se desplaza con extremada lentitud con el propósito de dar permiso a la postrera y oblicua luz amarilla del sol, que proyecta lánguida silueta del árbol, la pirca sobre el terso  verdor de la falda de Mishay, Cochapata. Se percibe la fresca brisa que viene del valle y el rio de Aynin. Los pájaros, piando, regresan al nido, llevan alimento al pichón que no deja de trinar. Las crestas de la cordillera cambian de color a medida que la luz del sol se hunde en el poniente. El cálido atardecer es fantástico. Irremediable, el día pierde la batalla frente a la noche que se acentúa de manera progresiva. Es el momento de ir al puquial con el fin de acarrear el agua. Comprar el pan para tomar el lonche. Abraza el frio, tirita el cuerpo.   

Llega la oscura noche. En la casa se enciende la primera  vela que se encuentra encajado en el viejo candelabro de bronce o la lamparilla para iluminar la cocina, el comedor, el cuarto y la acera del patio. De Pronto, zumbando, aparece la mariposa nocturna con el objetivo de volar sobre la aplacada luminaria. El intrépido insecto cae chamuscado. El cielo esta regado de una alfombra descomunal de brillantes estrellas. Puntual, Bonifacio Peña, como todos los días, a partir de las seis de la tarde, por el Jirón Comercio una de las calles principales, camina con paso prudente llevando las lámparas con supremo cuidado…


Bonifacio Peña, con calma y cuidado, sube los peldaños de una resistente escalera de madera, con el fin de colocar la lámpara sobre una percha especial, enganchada en la pared de la casa, al final de cada cuadra. Los 8 o 10 apreciados y potentes faroles, 4 ubicado en cada esquina de la Plaza Mayor, donde acude la muchedumbre a pasar momentos de tertulia, eliminara la lóbrega oscuridad hasta las 10 de la noche.                             

El campesino, luego de a haber concluido su bravía jornada, errando por el camino inclinado de la falda de Capilla Punta, detiene el apurado paso al ver, impactado, que el extendido jirón Comercio brillaba con luz amarilla como si hubiera sido invadido por una multitud de caprichosas luciérnagas. Son las maravillosas lámparas que  llameaban con aplomo. 

A su debido tiempo, adolescentes y jóvenes se cobijan con el poncho y la bufanda para protegerse del agudo frio. Presurosos, salen de la vivienda para encontrarse con los amigos, citados en aquella calle iluminada, Descansar con sosiego en las  frías orillas de las  veredas angostas y debajo de aquellos abrigadores quinqués, para platicar con simpatía, asuntos personales. 

Más allá, a una cuadra del Jr. Comercio, en una calle transversal, iluminado bajo la luz mortecina de la lámpara, en el silencio sepulcral de la noche, acompañados de la luz fresca de la argentada luna, una pareja, flechados por cupido, tomándose las trémulas manos y  susurrando, quedos, declaran su cariño. El corazón le palpita. Cuanto más cerca está uno del otro, no hacen falta las palabras.  

Son los maravillosos años de vida social de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, en aquel pueblo mágico, Chiquian. 

El Pichuychanca.

Chiquian 3 de agosto de 2016




lunes, 28 de noviembre de 2016

Rumbo a los cien años, Club Atlético Tarapacá cumplió 77 años


El club Atlético Tarapacá, celebro sus setentaisiete años de vida institucional deportiva, social y cultural, dando un homenaje de reconocimiento al conjunto los Yabar Junior´s por su labor  artística como músicos chiquianos que  en su momento complacieron a cientos de miles, con  la música y ritmos  de moda de la década de los setenta y ochenta.

Otro reconocimiento  fue para el  Dr. José Saldivar Alva, como jugador  integrante del Club Atlético Tarapacá, posteriormente como delegado y miembro de la directiva de los años setenta y ochenta.

Por otro lado, contamos con la presencia de artistas que se proyectan para ocupar un lugar preponderante en el arte de  la canción popular de nuestro Perú milenario.

 Rossy Lemus con su voz grave, lírica y profunda nos deleitó e hizo bailar al público asistente con huaynos de nuestra tierra añorada y la región de Ancash. Margarita Romero con un sentimiento que llega al alma, con su voz templada y una brillante sonoridad y a veces aguda nos encandilo con música del acervo ayacuchano.

 Y para cambiar de ritmo con música variada,  estuvo Aroma & huellas banda show de Abel Alvarado.

En la parte de la coreografía y baile se presentó Raquel Farfán Robles, bailando de forma rítmica,  sincronizada, con pasos ligeros, movimientos brillantes y rápidos, una pieza de salsa, luego, escenifico un ballet con la música insignia del Perú, el Cóndor pasa, danzando con majestad y gracia.

A todos ellos, nuestro agradecimiento infinito de parte de la comisión del CAT

Para alegrar aún más la festividad  de nuestro aniversario,  no podía estar ausente la banda, que es parte de nuestras costumbres, arraigados al corazón de cada hijo chiquiano. Esta vez nos acompañó la Banda Sensación Chiquian cuyo Director es nuestro dilecto amigo, tarapaqueño también, Roberto Alvarado Aldave.
Agradecer al público asistente que nos acompañaron en este aniversario, va nuestra especial consideración al Presidente del Club Sport Cahuide Sr. Valderrama y su comitiva y, a la delegación del Distrito de Pacllón.

Hacer mención horrorosa a la Sras. Dina Isabel Vasquez Damian y Nataly Ibarra Robles que nos hicieron llegar sus generosas pero importantes donaciones, Gracias por su apoyo incondicional.  

Aquí algunas fotos    
Campeones del cincuentenario Don Anatolio. Calderon y Magno Diaz


Entrada triunfal de nuestros viejos campeones, sobrevivientes.

Foto para el recuerdo









 
Reconocimiento al Dr. José Saldivar Alva


Raquel Farfan , Bailando salsa

Ballet El Condor pasa



Reconocimiento a los Yabar Junior´s
















Rossy Lemus


Margarita Romero Martel


Banda Sensación Chiquian

Foto del recuerdo, Tarapaca, campeon del cincuentenario

El Territorio del Pichuychanca.

jueves, 27 de octubre de 2016

El pregonero, Limpia acequias...


En ateridas mañanas y en apacibles tardes, durante muchos años, los pregoneros, además, talentosos músicos, desfilaban a paso lento por las calles pastoriles. Uno de ellos, Juan Jaimes, retumbaba la tinya con vivo redoble y cadencioso, el otro, Antonio Padua, del pincullo, con virtuoso solfeo y los dedos danzarines sobre los orificios, originaba tonantes sonidos agudos.
 
Los pregoneros
El primer viernes de mayo, por la noche, el pregonero, Padua, hombre de pequeña estatura, de ojos adormilados, de cara redonda, de nariz respingona con aletas anchas, en un rincón del cuarto donde reinaba un religioso silencio y bajo la luz mortecina de la llama inmóvil de una vela solitaria, se acomodó en la silla, agarró la hoja de apuntes, la pluma lo introdujo en el tintero de tono negro que estaba sobre la mesa, y en seguida se puso a escribir, abstraído y con lentitud, el pregón que pronunciaría al día siguiente.
   
El activo reloj de pared, manaba sonoros sonidos cuando las manecillas marcaban las 7 de la mañana, señal para que el puntual pregonero, con premura, se ataviara con el sombrero de paño color marrón y el saco de cordellate donde guardó, en uno de los hondos bolsillos, el mandato escrito la noche anterior.  
          
Presto, cruzó el viejo zaguán de la casa con el fin de colocarse en la ceñida acera. En medio de la calle, animado, estiró los parvos brazos, tosió y entornó los ojos. Con los dedos cárdenos de su pequeña mano, llevó la boquilla del pincullo entre las comisuras de los delgados y amoratados labios. La cinta, unida a la tinya, lo colocó sobre el hombro cruzando el tórax, y ésta, la tinya, quedó tendida a la altura de la cadera. Con la baqueta en la otra mano se dispuso a ejecutar, con estilo propio, las primeras melodías que llamaba la atención de los vecinos y a las personas que estaba cerca de él. En el acto, se echaba a andar por las calles calladas haciendo vibrar los atávicos instrumentos, su querencia.  
      
El pregonero Padua, cada dos cuadras detenía el paso cauteloso y continuaba generando alegres acordes. Con gracia, lucimiento y habilidad hacia bailar la baqueta sobre la tinya y con la otra mano los dedos se zarandeaban en coordinación fastuosa sobre los orificios del pincullo. En la calle aún desierta, de pronto se asomaba un pelotón de curiosos chiuchis*, veloz, se acercaban, y frente a él, apasionados e inquietos, oían el fluir las sordas melodías de aquellos instrumentos solariegos ejecutados con inigualable sonoridad y preciosidad.  

El pregonero, luego de doblar los preciados instrumentos,  con mesura,  giraba la tinya con el fin de quedar suspendido sobre su menuda espalda y el pincullo lo guardaba en uno de los bolsillos del grueso pantalón de cordellate, las manos pequeñas quedaban libres. Con una de ellas agarraba la solapa del saco y con la otra extraía el pregón, a la par, fijaba los anteojos de gruesas lunas y montura de carey sobre la nariz respingada.


En las apacibles casas, al oír, en la lejanía, los sordos sonidos de la tinya y del pincullo, los pobladores, en especial los miembros de la Junta de Regantes, dejaban de lado los quehaceres y raudos salían hasta el centro de la calle. Otros, de acercaban presurosos al crujiente zaguán a medio abrir que simultáneamente estiraban el cuello, unían los dedos y enarcando la palma colocan la mano detrás de la oreja con la finalidad de enterarse de los exclusivos e  importantes anuncios a través de la voz apasionada y resonante del pregonero.

La mañana se torna despejada, los rayos del sol punzan el aterido cuerpo del pregonero, éste, al no soportar el calor, se coloca de espalda a la estrella del día y queda enfrente de los excitados chiuchis que le observan con intensa admiración. Aspiró con profundidad el frescor del día, como resultado se le infló el minúsculo pecho, despejó la garganta, carraspeó y  acomodó la voz de falsete, clara y estentórea, a fin leer el siguiente pregón:

“Se comunica a los miembros de la Junta de Regantes con sus respectivas compañías; El Zorro, San Francisco, Santa Rosa, San Vicente, San Marcelo, San Martin, que, el día domingo 20 de mayo se llevará a cabo la faena de limpia acequias que empezará en Huaca Corral y Huancar, terminando por las alturas de la cascada de Putu y en el estanque de Cascas.  El punto de encuentro será a las seis y media de la mañana  en  el local de la Comunidad de donde partiremos a los lugares señalados… —hizo una pausa, carraspeó la garganta y con voz crepitante prosiguió leyendo aquel pregón: —Por lo tanto, conocidos por su alta responsabilidad, deberán presentarse con sus debidas herramientas; azadones, machetes, lampas, picos, barretas y rastrillos. Se demanda su asistencia y  puntualidad, en el día y la hora indicada”

En la puesta del sol y su postrera luz pintaba de tono dorado las crestas de los cerros,  Padua, salía con el pincullo entre los dedos, acompañado, esta vez, por Juan Jaimes, también distinguido pregonero. Hombre de rostro sereno, ojos colmados de quietud, frente amplia y labrada. Con su inseparable baqueta, doblaba asombrosas melodías sobre el vibrante tambor. Ambos pregoneros conformaban un dueto maravilloso.

Uno y otro pregonero, agotados y shinca shinca*,  marchan por las ultimas cuadras de la dilatada calle 28 de julio, tañendo en perfecta armonía la vibrante tinya y el tono agudo del pincullo. Ya, cerca de las 6 de la tarde, bajo la luz lánguida de los focos de los altos postes de madera, la oscura penumbra de la tarde no les permitía seguir leyendo el mandato. Entonces, precavidos, asistidos por la luz potente de la linterna de mano, codo a codo, hombro a hombro difundían con voz quejumbrosa y al mismo ritmo el último pregón del día. Los renombrados pregoneros cumplían su noble jornada cuando con lentitud llegaba la negra noche y el cielo se adornaba de titilantes luciérnagas.   


Limpia acequias.
La faena de limpiar las acequias es toda una fiesta popular y de camaradería que se realiza desde hace mucho tiempo en gratitud a la Madre-Tierra. Esta fiesta es tan importante como  la fiesta patronal de Santa Rosa de Lima, patrona de Chiquian, San Francisco o del Señor de Conchuyacu. Los Miembros de la Junta de Regantes, luego de haber oído con cierto fervor el pregón, propalados por los reconocidos pregoneros, puntuales, a la hora citada, aparecían con sus respectivas e inherentes herramientas, agrupándose cada uno de ellos en su correspondiente compañía.
     
Con el lema  de “Todos juntos y en camaradería, se puede hacer grandes faenas”, la multitud, entre murmullos y en medio de voces  vocingleras y repicando las herramientas de trabajo, marchan con inusitada pasión rumbo  la exigente faena de la limpieza de las acequias, acequias que se hallaban en el límite de las cumbres de  los cerros de Huaca Corral de donde se desplazaran hasta Huancar, Capilla Punta y la cascada de Putu. 

Bajo la sombra de nubes enmarañadas, caminan por el luengo camino, dejando atrás las calles del pueblo, que paso a paso desaparecen de los ojos de los faeneros. Lo mismo sucede con las huellas holladas en el húmedo y fangoso sendero. En su ardoroso andar, cuesta arriba, las herramientas repican sobre los heterogéneos y recios hombros. Se cruzan con una multitud de florecillas primaverales, verdaderos enjambres sobre el verdor de las faldas de los cerros que derramaban aromas por doquier, arrastrado gracias a la fresca brisa de la mañana. Oían el canto atronador de los pájaros, el bisbiseo manso de los árboles y el jubiloso rumor del alejado riachuelo. El roció que bañó a los arbustos crecidos sobre las pircas y en los bordes del camino, humedece las botas, ojotas y los pantalones de los limpiadores de acequias.   

Al llegar a la toma principal del canal, éstas, se encuentran cargados por todo tipo de palos   helechos, piedras arrastrados por el copioso torrente de agua originado en la época de lluvia. Así, como las venas son el conducto de la sangre en el cuerpo, del mismo modo, las acequias son el conducto de las aguas para dar vida a los habitantes y a todos los demás seres vivos de la tierra.

De las barretas, picos, rastrillos y lampas, en las callosas manos de los faeneros, surge  un sonoro concierto en campo abierto y vasto. Se originan los primeros sonidos cuando entran en contacto con la tierra húmeda, las piedras, los palos y los helechos que antojadizamente se habían enraizado en la superficie, en los costados y las orillas de la acequia. Estos elementos, era extraído con determinación y fuerza. El viento frio silba y golpea el cuerpo de los infatigables miembros de la Junta de Regantes. La jornada de la limpieza de acequias es agotadora. De su frente se desprenden irisadas gotas de sudor que se precipitan sobre el  rostro curtido. Esta faena de cooperación colectiva, de compañerismo, de confraternidad, es un deber de gratitud a la Pachamama que provee con inmensa bondad el preciado elemento líquido, el agua, que da vida a las chacras sembrados de papa, maíz y trigo… 


En la hora del descanso, los faeneros se guarecen debajo de la sombra de gruesa y ancha penca o de alguna frondosa planta silvestre con el propósito masticar (chacchar), con singular gustillo, la ancestral hoja de coca seguido de la cal depositado dentro del puro (Porongo pequeño) todas estas sustancias, acompañados del singular sabor y aroma del cigarrillo tatuado con el nombre de nacional o inca y unas cuantas copas de licor.   
         
En ese ínterin, abajo, en el pueblo, en pleno cenit del vasto cielo azul, bajo los rayos penetrantes del sol, en las faldas de Cochapata, las aplicadas mujeres —esposas, hijas, abuelas, hermanas, amigas— muelen, sobre los morteros y batanes, el rocoto, el chinchu y demás especies. Pelan con perseverancia la sabrosa papa sancochada. Disponen del queso sin par y de la leche. En un recodo del prado, con entusiasmo, atizan los fogones que comienzan a arder con furia. Mientras acuerdan preparar una de las variadas y típicas sopas del lugar, como el cashqui, el pari, la cachizada o el ajiaco de papas, es tal el alboroto de las mujeres que van y vienen de un lugar a otro, llevando los ingredientes. Otras, colocan sobre las manta, tendido en los costados de la amplia pradera; el shinti, la cancha, la oca, el choclo como una ofrenda a la  Pachamama, Luego, el público asistente disfrutará de estos milenarios alimentos, con los  productos producidos en la zona.  
          
En la postrimería de la tarde, el viento arrastra, por aquí por allá, a la nube desgreñada, los miembros de la Junta de Regantes terminaban la honrosa faena de limpiar las acequias. Exhaustos bajan de la cumbre de los cerros. A cierta distancia oyen, con el espíritu fascinado, el alegre acorde de tinyas, de pincullos dándoles la bienvenida después de una perseverante y rigurosa jornada. Se ubican debajo de la sombra de las pircas o de los árboles con el objetivo de descansar. Y a fin de aplacar la ansiosa sed de los faeneros, un grupo de féminas de heterogénea edad, le ofrecen la refrescante y apetitosa chicha de maíz, Luego, ávidos, degustan a su entera satisfacción la comida típica del pueblo elaborado por aplicadas mujeres. 

Bailes, disfraces, el huaraztucoj y el nunatoro
La mítica falda de Cochapata se halla colmada de personas fisgonas que de una u otra manera participan de esta fiesta popular. Fiesta del trabajo colectivo, como antaño, desde la época precolombina, limpiando las acequias a partir  de las fuentes de agua. Gracias a ella, crecen todas las variedades de tubérculos y granos, alimentos divinos que ahora eran consagrados como una ofrenda y retribución a la Pachamama con este festejo multitudinario.  


Mientras transcurre el lento ocaso del sol, su luz dorada, proyecta largas siluetas de los frondosos y corpulentos árboles que bordea el declive terreno de Coochapata. De este lugar, por uno de los flancos sale un conjunto de hombres tocando con desenfado la tinya y el pincullo comandado por Antonio Padua y Juan Jaimes. Ejecutan ritmos y melodías sin igual incitando a la concurrencia a participar de esta jubilosa fiesta. Con el vaso lleno de chicha en la mano, luego, abrazados hombro a hombro, sin flaquear, con acompasados pasos, van huaylishando*, bailando, realizando eses y rondas por todo el perímetro inclinado de aquel sector festivo. 

De pronto, de algún lugar y en medio de la multitud de personas rebosantes de alegría, aparecen hombres disfrazados de alpinistas con zapatos de caña mediana, con las medias largas y coloridas que cubren el pantalón hasta las desmoronadas rodillas. Sobre su magra espalda, la distintiva y coloreada mochila larga que sobrepasa la cabeza, cubierta de gorro andino. Las sogas de escalar penden de los escuálidos hombros y la gafa oscura, extremadamente grande. Todos estos “alpinistas” se comunican con ininteligibles “palabras extranjeras” que el público asistente no logra entender. 

Por otro sector del inclinado campo festivo, de repente, trajinando con pasitos ligeros, los fotógrafos se asoman exhibiendo el último modelo de su equipo fotográfico “La cámara de fuelle”. Se colocan en lugares estratégicos para encuadrar y elegir el objetivo, realizando una serie de ademanes logran su propósito a fin de tomar una buena imagen estampada en las películas que será revelado en los días siguientes. Las asistentes se divierten viendo a estos pintorescos personajes disfrazados de alpinistas y fotógrafos.
 
Entre el gentío, se oye a alguien gesticulando palabras confusas. Es un hombre desarropado, con el sombrero agujerado y roto. El saco ajado y descolorido con una  manga más corta que la otra. Los pantalones parchados que más parece ser un calzón largo que le llega arriba del ombligo. Estos despabilados pantalones están sujetados de los tirantes cuyas puntas, suspendida, alcanza a la altura de las rodillas flacuchas. Camina lentamente con la cabeza hundida entre los famélicos hombros, estirando el brazo, dice: -te-te… te-te…una limosna por favor. El personaje es el Huaraztucoj. De pronto, el compañero de andanzas se acerca a fin de oír y ver de cómo pedía la dadiva. Arrugando el entrecejo frente a él y delante de la gente alegre, le reprochaba con voz estentórea: —¡Oye huaraztucoj! cuantas veces te he dicho que no se dice… te-te…te-te... —observando fijamente a su igual y a los asistentes, le corregía como debía de pronunciar de modo correcto aquella palabra, le habló con voz de tutor: —se dice: ¡Taita…Taita! —Abrazando al amigo y estirando la mano… continúan con su trabajo… en medio de la batahola de los ahí presentes.   
     

De Nuevo resuenan la rítmica melodía del pincullo y de la tinya, ora aquí ora allá, los asistentes comienzan otra vez a danzar con ardor y regocijo. Mientras bailan y zapatean, de repente, aparece la figura grácil del Nuna toro*, esbelto con las astas contorneadas, templadas y amenazantes, con las patas delanteras raspando el todavía  húmedo suelo, moviendo con señorío las anchas ancas, juzgaba, “a ver si siguen bailando delante de mí” y en un santiamén se lanza a embestir.  Los asistentes de esta tradicional fiesta, sorprendidos, con los ojos desorbitados, con el cuerpo escarapelado, huyen medrosos por distintas direcciones a fin de ponerse a buen recaudo. Los airosos trotes del Nuna toro al son de pincullos y tinyas, esperaba que alguien le enfrentara, entonces, desde la banda opuesta, se asomaban los “toreros” de contexturas famélicas y obesas con llamativos vestuarios, coloridos y ceñidos. Desafiando al Nuna toro, realizan limpios capeos con movimientos ágiles, finos y sincronizados. 

El Nuna toro jadeante, mientras descansa por un momento bajo la sombra de un frondoso aliso, un “torero” gordiflón hace la finta de conocer el arte del toreo. Pero cuando se da cuenta que éste, le mira con ansias de embestir, temeroso, se echa a correr a más no poder, soportando el peso de su obeso cuerpo; alcanzado y embestido, cae de manera “estrepitosa” sobre la superficie fangosa, se levantaba con “dificultad”, dando pasos “inseguros” Es el momento donde más trabajo tiene la cuadrilla que, presurosos ingresaban con una crepitante y rancia parihuela para auxiliarlo, recuestan con dificultad al “torero herido, quejándose de dolor”. La cuadrilla a duras penas, lograban salir de aquel terreno inclinado y húmedo. Por otra parte, el Nuna toro, desde la sombra del copioso aliso, les observa con piedad. 

Al término de esta fiesta popular, el limpia acequia, asistido por los conmovedores sonidos de los pincullos y de las tinyas, los presentes van huaylishando sobre el gramado oblicuo por todo el perímetro de Cochapata que culminará con el jubiloso baile del rayan, rompe canilla.

El Pichuychanca.
Chiquian 28 de octubre 2016


sábado, 22 de octubre de 2016

Ml querido chucho, Seicito.


Ernesto Sornosa Dorado, mi tío, uno de los primeros farmacéuticos de Chiquian, era una persona petimetre en el sentido de su cuidado personal, su  puntualidad. De la casa, a la botica, ubicado en la calle Comercio, salía  exactamente a las 8 de la mañana,  con traje, un abrigo y un sombrero de copa baja y alas cortas. Se caracterizaba por ser un hombre muy metódico, aún más con el horario de trabajo. Jamás se le vio libar licor en una de las tantas  tabernas conocidas y frecuentado por los asiduos parroquianos, salvo un brindis familiar, dentro de la casa por algún evento significativo.

Mi tío Ernesto, cuando marchaba por la calle empedrada, Tarapacá o el Comercio, las personas, que pasaban por su lado, reflexionaban “¡eh! ya son las 8”, entonces,  aligeraban el paso, quien sabe porque motivo y a dónde, pero ya estaban advertidos sobre la hora. Cuando de pronto aparecía su figura elegante y de garbo andar, se fijaban en él como una persona puntual con el horario y el tiempo para aquellos que no tenían, en ese momento, el reloj colocado en la muñeca de la mano izquierda o sujetados de una larga cadena  que pendía de la correa y enterrado en el bolsillo delantero del pantalón de percal. 

El horario, el ingreso al centro de labores, la  botica, era a las 8 de la mañana. De regreso a la casa, a las 12 del mediodía. Por la tarde, luego de  almorzar y realizar una ligera y habituada siesta, marchaba con exactitud a las 2. Atendía al público hasta finalizar su jornada, las 8 de la noche.  
             
Laboraba con diligencia y sin  ininterrupción, acogía al público, aplicaba inyecciones a los pacientes que adolecían alguna enfermedad. En algunas ocasiones los sufridos clientes que venían de alejados pueblos o caseríos, tranzaban el precio, por la atención o la venta de alguna medicina, con alimentos predecibles como papas, maíz trigo y la oca. Aun persistía como en tiempos pretéritos, el trueque, Luego, se daba oportunidad y el tiempo de tomar voluntariamente merecidas vacaciones con el fin de distraerse, descansar y viajar en compañía de su esposa la Sra. Lidia Romero Milla, mi tía, mujer hacendosa que le brindaba  toda atención y cuidado. Las ciudades favoritas para visitar, era  Barranca, Huacho, Lima o Ica. Su itinerario comenzaba la quincena de diciembre hasta finales del mes de enero.

Luego de solaz estancia por aquellas ciudades, regresaban a la tierra natal, con la Empresa Transportes Landauro. Esta vez no retornaban solos. Fue todo lo contrario de los paseos de años anteriores. Pues bien, venían muy bien acompañados, para la sorpresa y alegría de todos los miembros de la casa, el adjunto resulto ser un hermoso cachorro, un chucho de color blanco. En las orejas aun erguidas y el rabo, resaltaba en el vértice el color negro como sobresalientes lunares. Su patronímico  era Seicito.    
  

El pequeño chucho, un miembro más de la familia, fue muy bien recibido. Con su torpe andar, husmeaba todos los rincones del patio reconociendo el nuevo hogar, y así, todas las piezas de la casa. En un momento se detiene, levanta su menuda cara semirredonda de hocico corto, de nariz negra y húmeda, extiende las orejitas, nos mira muy atento con sus ojos grandes y pardos, resuelto, suelta ladridos ensordecedores, guao-guao como si nos preguntara: “¿quiénes son ustedes, los conozco?”  

La mascota, el perrito de mis tíos, que crecía día a día, también lo era para nosotros  porque  compartíamos el patío de la casa, rodeado de floridas plantas y hermosas rosas. El cachorro de raza desconocida, de repente, corría por la exigua acera llevando, en su pequeña boca de dientes agudos, los zapatos que, disimulado y en el menor descuido de los amos,  lo sacó cuando dormían debajo de la cama. Entonces, apresurados íbamos tras el pequeño y revoltoso canino para quitarle aquellos calzados antes que se dé cuenta la superiora, nuestra madre, y nos castigue por engreír aquel chucho retozón. 

Crecía y crecía y se veía gordito porque en ambas casas era muy bien atendido en el debido horario de las tres puntuales comidas del día. Con los ojitos vivaces, las orejas atentas, concentrado, esperaba  que nos sentáramos alrededor de la mesa redonda para almorzar. Quieto, por orden de mi madre, se sentaba a dos metros de la mesa, frente a su comida. Luego de una plegaria religiosa, empezábamos a almorzar. Seicito, en cada sorbo del alimento, le miraba a mi madre como señal de agradecimiento.      
Seicito era hogareño y juguetón. En el patio, a veces se hallaba en medio de la parentela,  daba la impresión de querer saber de los asuntos que platicaban, entonces, curioso con la orejitas erguidas, con ojos fisgones, agitando su magra cola, parecía reclamar, guao-guao “¿Qué hablan?” o, cuando le adiestrábamos, con mis hermanos, como dar la mano, como sentarse, respondía: guao-guao, “eso ya lo aprendí”, y girando su redonda cabeza de modo displicente, volvía a ladrar,  guao-guao ”¿no hay otra cosa que me enseñen?” 

Al chucho, no le atraía salir a la calle si no era con nosotros. Las veces que salíamos, era la atracción para los vecinos y sobre todo para los amiguitos que fluían de los 5 a 11 años. Se acercaban a conocerlo. Con ojos inquietos y vivaces Seicito les miraba, guao-guao “¿Quiénes son ellos, tus amiguitos, me lo presentas?”  Con el tiempo fue popular en la Calle Tarapacá. Los niños se encariñaron con el chucho y le consideraban como un buen vecino.

En ciertas ocasiones con el chucho, fiel y juguetón, nos quedábamos solos, porque la nana  que nos cuidaba, furtiva, huía sabe dios a donde, para que  y porque. Él corría detrás de mí, dando vueltas por debajo de la mesa del comedor, por el patio a veces llegaba a estropear la rosaleda. Ladraba,  guao-guao, “te atrapé” Luego de jugar sin pausa, por fin, agotados, me acomodaba cerca de su cuello regordete y melenudo que abrigaba como un pesado cobertor. Cuando regresaba la nana, sorprendida,  nos despertaba de en un profundo sopor.  


Seicito, no solo era conocido por los vecinitos de la calle Tarapacá, sino también, por los niños que vivían en otras arterias contiguas que se habían enterado de su grata presencia en la casa, entonces, corriendo, contentos y curiosos venían a conocerlo. Con el tiempo logran cosechar su desinteresada amistad y hacerse grandes amigos de aquel chucho bonachón y esbelto. Llegan a apreciarlo y guardar cariño como a un amigo más. Así transcurrieron los años de existencia de Seicito; fiel, querendón, obediente y amigable con todos los vecinos sin excepción. 

Cada mañana nos despertaba con sus ladridos, guao-guao-guao “es un nuevo día, es hora de levantarse, buenos días dormilones”  “guao-o, “levántense” se acercaba para sonreírnos y mover su colita, con mácula negra en la arista. Fue una mañana que dejo de ladrar, no se acercó para saludarnos…esperamos unos minutos y el chucho no se asomó, todo se hallaba en completo silencio. Entonces, presurosos uno tras el otro, con mis hermanos, fuimos a verlo a su aposento, Seicito  dormía inmóvil. Ese fatídico día, no abrió los ojos, ni movió la cola ni las orejas negras que es lo que le adornaba su figura. El chucho querido, había dejado de existir. Nuestros rostros se cubrieron de tristeza y lágrimas  caían sobre nuestras lozanas mejillas. Seicito, dejaba de acompañarnos por el resto de nuestra vida de infantes. En mi corta existencia, advertí la primera perdida de un miembro de la familia.

Mi tía, Lidia, se encargó de embalsamar el cuerpo inerte del chucho, sobre una tarima de patas cortas. Luego, fue ubicado en una esquina del patio. Momentos después, los vecinos, especialmente los niños se enteraron de su inesperado y fatídico deceso. Se presentaron trayendo cirios de variados tamaños y con rostros abatidos de no ver más al amigo fiel del Jr. Tarapacá. Con lágrimas en los ojos, y con sus temblorosas manitos, colocaban los cirios con mucho sentimiento y pesar por el rededor del cuerpo inmóvil de Seicito, estimado por todos. Mientras tanto los amiguitos de mayor edad cavaban la fosa al costado del primer manzano que estaba al frente del zaguán, cuyo lugar seria su último hogar de descanso eterno. Mi tía Lidia repartía café y galletas en aquel dolorido velatorio.

Luego del responso del cuerpo presente, dirigido por mi tía,  llegó el momento del abrumado sepelio. En lóbrego atardecer, empezó la penosa marcha fúnebre. Con el fin de cargar el ataúd en los endebles hombros de los dolientes, fueron designados de los que ya estaban cerca a la adolescencia y  los más pequeños acompañamos con grandes cirios que apenas podíamos sostenerlo en la liliputiense mano. El postrero recorrido de Seicito fue por los rededores del patio de la casa, luego del Sr. Cesáreo, por el callejón y al final un corto tramo del Jr. Tarapacá. El cuerpo inmóvil del querido Chucho, en todo este trayecto, hasta su última morada fue escoltado por las lumbres mortecinas de dilatados cirios  Seicito había recibido uno de los más hermosos funerales que perro alguno haya tenido en Chiquian. 

Descansa en paz mi querido chucho de mi infancia.  Seicito. 

El Pichuychanca.        
Chiquian 22 de octubre 2016

lunes, 22 de agosto de 2016

Los angelitos y el bandolero Luis Pardo.


Zócalo de Chiquián reformado, Unos se preguntan, ¿dónde se fueron los angelitos? Otros, ¿Que hace nuestro bandolero Luis Pardo en el centro de la plaza?


Hemos crecido en medio de  muchos mitos, leyendas,  pero  también   hemos  crecido  y  olvidado de crear conciencia al poblador, al ciudadano de  a pie,  sin valores, en lo que respecta a la educación por la cultura ,  que sin darnos cuenta, consciente o inconscientemente,  no lo tomamos muy en serio o miramos a otro lado.

Cada vez que hacemos una observación o una crítica (constructiva,  entiendo de esta manera)   lo hacemos comenzando de la parte intermedia,  cuando deberíamos partir desde sus raíz, en este caso, los verdaderos problemas  es que se carece de una educación eficiente, por lo tanto, nuestra formación como personas será el resultado de faltar el  aprecio al semejante, a nuestro pueblo, a nuestro medio ambiente.

Por otro lado, Tanto los residentes, como los visitantes,  atreves de sus autoridades, y con una partida especial, permanentemente deberían mantener el ornato y la arquitectura de nuestro añorado pueblo.


  Particularmente hago llegar mis felicitaciones al Sr. Alcalde Don Aníbal Bazán Alvarado y a su Plana Administrativa, por atreverse a  remodelar el Zócalo de Chiquian, y a los pobladores  en general, como los que nos encontramos lejos de ella, tener un poco de paciencia, así como el novio y la novia una vez casados y disfrutado  de su luna de miel,  esperan pacientemente  nueve meses, para ver el fruto de su amor, de la misma manera las flores y las rosas, de la Plaza de Chiquian, florecerán  a su debido tiempo.


Por último,  pedir al Sr. Alcalde, tomar en cuenta el clamor de los ciudadanos, a través de una consulta ciudadana, o sin tanta burocracia restablecer, lo más pronto posible, los angelitos en su lugar de origen. 
   
Después de todo, muy buenos días.
        
El Pichuychanca.

sábado, 20 de agosto de 2016

El canal de Jupash y la lavandera.

Canal de Jupash. Oleo, Máximo Ñato G

La señora Francisca xx, se gana la vida lavando ropa, además, lleva una cruz por el marido, insensato y alcohólico, que la agrede y la violenta cada vez que bebe. Después de todo, No hay tiempo que perder, a primera hora luego de amanecer, tesonera, ya se halla de pie con el fin de realizar las faenas cotidianas de esposa resignada y a la par de madre cariñosa, atenta y responsable con el objeto de conseguir las necesidades más significativas del sencillo y conflictivo hogar.        

En el atractivo pueblo incrustado entre encaramados cerros y cascadas, los habitantes aún duermen apaciblemente. En este halagüeño pueblo, donde reina una armoniosa quietud, Francisca xx, la lavandera, anda con pasos finos por las calles apretadas, alumbrado por el  foco que proyecta una luz amarilla y alicaída. En su andar, se topa con algunas personas conocidas, se han levantado temprano igual que ella. Saluda con cordialidad a cada uno de ellos. La fría ventisca que franquea la calzada, fustiga su delgado rostro. Más adelante, oye los primeros gorjeos de las avecillas, posado en el alero de la casa de uno y dos pisos. A medida que las tres agujas del reloj marcan el tiempo inexorable, arriba, en el cielo azulino, la caravana de estrellas centellantes, que durante toda la noche alumbraron como si  hubieran vigilado al dormido pueblo, se extinguen poco a poco. Ahora, sumisos, dan permiso a la luz dorada  del sol que emprende a dibujar siluetas de la majestuosa cumbre y el manto blanco de la Cordillera, de los imponentes cerros de singulares formas. Entre tanto, en los rededores del pueblo, la copa de la frondosa  arboleda, se inclina con el fin de saludar al primer caminante que desfila debajo de la copiosa rama que bisbisea y coquetea con el viento otoñal.

De pronto llega al lugar indicado, toca la puerta: —Tac-tac-tac... 

Del el otro lado, la dueña de la casa, que desde la madrugada se encuentra en plena faena, de barrer el patio y arreglar el jardín, con voz amable y querendona, contesta:  

 —¿Quién es?  

—Soy yo, la Señora que ha venido a lavar la ropa —responde con tono callado, detrás de la chirriante y arcaica puerta. 

La Mujer de unos 45  años, rostro ovalado, de ojos negros almendrados, uno de ellos ligeramente tumefacto, trae puesto el sombrero negro en la cabeza de donde sobresale dos largas trenzas que oscilaban sobre sus delgados hombros. El pañalón, color marrón, protege su menudo cuerpo del penetrante frio madrugador. Con cierta ansiedad, espera que le abra la puerta.


La señora, dentro de la casa, dejando de lado los quehaceres, camina directo a la puerta, respondiendo con tono de cordialidad:

 —Un momento, ya voy. —al llegar al límite de la casa, se dispone a retirar la menuda tranca que sirve de seguridad. Abre el quejumbroso zaguán y la recibe con una angelical sonrisa, meneando la lívida mano y con voz cariñosa, le invita a pasar: 

—Adelante. 

—-Gracias —responde la señora, ingresando  con pasos contenidos. 

Francisca xx, la lavandera, comenzando a ser una doncella, queda huérfana. Tiene dos hijos a quien sustentar. Está casada con un hombre alcohólico. El día anterior, por la noche, llegó  ebrio y desalineado, luego de haber estado vagando todo el día de taberna en taberna, ingresa zigzagueando por el estropeado zaguán  de la casa y atraviesa el patio empedrado en medio de la penumbra. Con ojos turbios e irrisorios, sentado en un rincón lóbrego del comedor, iluminado por un lamparín colgado de una viga, vocifera:

—¡Quiero mi cena! 

Los hijos de 10 y 8 años de edad, alarmados por el grito destemplado del iracundo padre, se despiertan. Apresurada, la esposa va a la cocina y luego de unos breves minutos, regresa con un plato humeante de sopa de harina de habas acompañado de unos trocitos de papa. El marido, con ojos ondeantes, observa por unos segundos, la comida posado en la mesa cubierto por un mantel. Tambaleándose, se incorpora. Su cuerpo descarnado oscila como el péndulo de un reloj de pared, reclama una vez más, con un tono de violencia:

—¡Solo esto hay para comer! 

Momento en que le da una cruel golpiza con su villana mano en la parte superior de su rostro haciéndola trastabillar. Los hijos, al observar esta desagradable y violenta escena, impotente y desesperada, solo les queda correr a los brazos protectores de cariño y amor de la madre agredida, desesperados empiezan a llorar, de miedo y de desamparo por parte del padre beodo que vuelve a sentarse sobre la estridente y tornadiza silla. Extendiendo sus flojas y escuálidas piernas, mirando al techo y el lamparín en donde circunvalan y vuelan zumbando las mariposas nocturnas, se queda dormido. 


En algunos hogares, los miembros que lo componen son considerables, muy numerosos. La madre o el padre trabaja como maestro o empleado público, se dedica a la ganadería, la agricultura o a un negocio u oficio. De esta manera, no alcanza el tiempo conveniente a fin de afrontar las labores diarias de la vivienda. Por lo tanto, necesitaban el apoyo de las señoras laboriosas, expertas y dignas que se dedican a la noble labor de lavar distintas piezas de ropa sean estas grandes pequeñas, gruesas; como chompas, pantalones, frazadas y colchas. Eran en vedad heroínas anónimas soportando el punzante frio de la mañana para ir a lavar por los rededores del pueblo y de esta manera amparar, ellas solas, su modesto hogar.

Su dedicada misión por lavar la ropa, tenía un precio establecido y cobraba por docena. El convenio es que tenía que devolver la ropa el mismo día en que se lo llevaba con el propósito de lavarlo, por lo tanto, debían acercarse a la casas de las señoras que solicitaban sus servicios  lo más temprano posible con el fin de acarrear las docenas de indumentarias, de este modo, cumplir y terminar pronto su esforzada y digna tarea. 

Una vez contabilizada la ropa lo coloca sobre el acu* tendido en el piso y de manera simultánea acomoda su herramienta de trabajo, el mazo, que lo traía camuflado y envuelto dentro de una bolsa de tela. La lavandera se posesionaba de cuclillas para unir las dos puntas extremas una de la otra, luego, agarra las otras dos crestas con ambas manos curtidas de tanto refregar las prendas húmedas, con habilidad, en milésimas de segundo, lo hace surcar por los aires en la forma de una parabólica y horizontal, encajando con precisión sobre su enjuta y cansada espalda, quedando como un morral.  

Sobre su consumida y doblada espalda, posa el morral. Con los accesorios y algunos recipientes necesarios debajo del macilento brazo, marcha con trancos pesados rumbo a los remotos y conocidos puquiales de Oro puquio, Parientana o al conducto de Jupash. En este último lugar da la sensación que fue construido especialmente para estos menesteres, de lavar la ropa. Un canal muy acogedor y símbolo de un típico pueblo alto andino. Una vez designado el lugar donde se sentía más cómoda, empezaba su sacrificada labor. 

Si el punto elegido era el canal de Jupash, tenía mayor desenvoltura para ejecutar su actividad por ser un espacio amplio y propicio. El canal estaba ubicado, con exactitud, en el centro de la sugestiva y estrecha calle Figueredo, con un vistoso y particular declive  de 100, 200 metros de largo. La obra efectuada, todo hace pensar y las evidencias lo demuestran,  que fue construido con perseverancia, sabiduría y estética por hombres anónimos, verdad es que no tiene una fecha exacta, más se cree que data de los tiempos de las primeras migraciones de los centros poblados de Matara y sus rededores.  El agua que recorre raudo y rumoroso por el llamativo canal, construido a base de piedras llanas, provenían del próvido manantial de Parientana y la acequia de Fragua. En la orilla de este chillón canal, se encuentra estacionado en hilera, desde tiempos prístinos, 4, 5 enormes  bloques de piedra rectangular cuya cresta era ligeramente plana.


A lo largo de este atractivo canal, desde las primeras horas del día, de preferencia, los sábados y domingos, Francisca xx, junto con sus compañeras del mismo oficio, comenzaban a cumplir su penosa y noble faena. Cuando por alguna circunstancia llegaba tarde, una de ellas, que parecía ser la que comandaba al grupo de lavanderas, sin moverse del lugar que ocupaba, en medio de una batahola y el alegre rumor del agua, con voz barroca, decía:  

—Hay que desplegar un espacio para nuestra querida panchita, hoy vino tarde porque seguro tuvo pleito con el marido pendenciero. 

El cuchicheo llegaba en segundos de la primera a la última de las lavanderas que estaban en fila, al borde del canal. Cuando las mujeres empiezan a hablar no hay quien las pueda detener. La comidilla continúa…Una señora bajita de ojos adormilados, de tez requemada por los agudos rayos del sol, se acerca por encima del hombro de la amiga que está al lado derecho y le susurra en tono de misterio:

—Me han contado que el fulano de tal, al zonzo vivo ese de…dicen que ayer le han visto… con… esa que no mata ni una mosca.

Al enterarse del chisme, la amiga, sorprendida, abre los grandes ojos pardos y lleva al instante, sin darse cuenta, una de las manos mojadas con la espuma del detergente a la boca, luego de unos segundos, limpiándose el borbollón del rostro cobrizo y redondo, responde con voz débil:

—No lo puedo creer, no. 

Más la mujer bajita, con pasión y metiendo cizaña al asunto, alza la voz que las demás lavanderas del frente, de la otra orilla, levantan la cabeza y agudizan los oídos, queriendo enterarse de la nueva maledicencia, objeta: 

—¡Pues créelo! Eso es lo que me han contado… 

—¡Ay! ¡Quién se lo iba imaginar! —La amiga, aún incrédula, hace una pausa y luego agrega: 

—Sabe qué, para creerlo, tendría que verlo con mis propios ojos.   

El canal de Jupash, en medio del alboroto, era el lugar apropiado donde nacían las primicias de los principales sucesos, el comadreo de uno y de otro personaje del pueblo.                               

Mientras tanto, Francisca, virtuosa lavandera, apremiada, vierte el detergente en la tina, llena de agua, con el propósito de introducir y extraer constantemente las prendas. Y con empeño, emprende a restregar las piezas, terminando por acostumbrarse a la intemperie y al agua frígida de la mañana cuando apenas surgía el sol por el horizonte, detrás de la  inalterable Cordillera. Cuando la faena se hace ardua y embarazosa, llegaba el momento oportuno para colocar las piezas gruesas como las frazadas, colchas, cortinas, manteles, empapados de detergente sobre la cima de la colosal piedra. Mientras el maligno sol se desplazaba, con lentitud, arriba en el integro  espacio azulenco, los rayos hirientes quemaba el rostro de la lavandera. Sin amilanarse blande entre las manos, congeladas y aguerridas, el macizo mazo de madera que lo levanta una y otra vez sin descansar ni flaquear, con el objeto de  golpear, con todo su aliento y su fuerza femenina, encima de las prendas pesadas…plash-plash-plash… salpicando el agua helada, con las blancas espumas del detergente, en su ovalado rostro y en el  feble cuerpo, cubierto por un delantal. De esta manera, extraía la mugre. Momentos después, sacando fuerzas de flaqueza, enjuaga, exprime y sacude las piezas gordas y enormes para  tenderlos en lugares especiales y exponerlos bajo los potentes rayos del sol para que se secara lo más pronto posible. 

 El Pichuychanca.

Chiquian, 16 de enero 2016.