Ernesto Sornosa Dorado, mi tío, uno de los primeros farmacéuticos de Chiquian, era una persona petimetre en el sentido de su cuidado personal, su puntualidad. De la casa, a la botica, ubicado en la calle Comercio, salía exactamente a las 8 de la mañana, con traje, un abrigo y un sombrero de copa baja y alas cortas. Se caracterizaba por ser un hombre muy metódico, aún más con el horario de trabajo. Jamás se le vio libar licor en una de las tantas tabernas conocidas y frecuentado por los asiduos parroquianos, salvo un brindis familiar, dentro de la casa por algún evento significativo.
Mi tío Ernesto, cuando marchaba por la calle empedrada, Tarapacá o el Comercio, las personas, que pasaban por su lado, reflexionaban “¡eh! ya son las 8”, entonces, aligeraban el paso, quien sabe porque motivo y a dónde, pero ya estaban advertidos sobre la hora. Cuando de pronto aparecía su figura elegante y de garbo andar, se fijaban en él como una persona puntual con el horario y el tiempo para aquellos que no tenían, en ese momento, el reloj colocado en la muñeca de la mano izquierda o sujetados de una larga cadena que pendía de la correa y enterrado en el bolsillo delantero del pantalón de percal.
El horario, el ingreso al centro de labores, la botica, era a las 8 de la mañana. De regreso a la casa, a las 12 del mediodía. Por la tarde, luego de almorzar y realizar una ligera y habituada siesta, marchaba con exactitud a las 2. Atendía al público hasta finalizar su jornada, las 8 de la noche.
Laboraba con diligencia y sin ininterrupción, acogía al público, aplicaba inyecciones a los pacientes que adolecían alguna enfermedad. En algunas ocasiones los sufridos clientes que venían de alejados pueblos o caseríos, tranzaban el precio, por la atención o la venta de alguna medicina, con alimentos predecibles como papas, maíz trigo y la oca. Aun persistía como en tiempos pretéritos, el trueque, Luego, se daba oportunidad y el tiempo de tomar voluntariamente merecidas vacaciones con el fin de distraerse, descansar y viajar en compañía de su esposa la Sra. Lidia Romero Milla, mi tía, mujer hacendosa que le brindaba toda atención y cuidado. Las ciudades favoritas para visitar, era Barranca, Huacho, Lima o Ica. Su itinerario comenzaba la quincena de diciembre hasta finales del mes de enero.
Luego de solaz estancia por aquellas ciudades, regresaban a la tierra natal, con la Empresa Transportes Landauro. Esta vez no retornaban solos. Fue todo lo contrario de los paseos de años anteriores. Pues bien, venían muy bien acompañados, para la sorpresa y alegría de todos los miembros de la casa, el adjunto resulto ser un hermoso cachorro, un chucho de color blanco. En las orejas aun erguidas y el rabo, resaltaba en el vértice el color negro como sobresalientes lunares. Su patronímico era Seicito.
El pequeño chucho, un miembro más de la familia, fue muy bien recibido. Con su torpe andar, husmeaba todos los rincones del patio reconociendo el nuevo hogar, y así, todas las piezas de la casa. En un momento se detiene, levanta su menuda cara semirredonda de hocico corto, de nariz negra y húmeda, extiende las orejitas, nos mira muy atento con sus ojos grandes y pardos, resuelto, suelta ladridos ensordecedores, guao-guao como si nos preguntara: “¿quiénes son ustedes, los conozco?”
La mascota, el perrito de mis tíos, que crecía día a día, también lo era para nosotros porque compartíamos el patío de la casa, rodeado de floridas plantas y hermosas rosas. El cachorro de raza desconocida, de repente, corría por la exigua acera llevando, en su pequeña boca de dientes agudos, los zapatos que, disimulado y en el menor descuido de los amos, lo sacó cuando dormían debajo de la cama. Entonces, apresurados íbamos tras el pequeño y revoltoso canino para quitarle aquellos calzados antes que se dé cuenta la superiora, nuestra madre, y nos castigue por engreír aquel chucho retozón.
Crecía y crecía y se veía gordito porque en ambas casas era muy bien atendido en el debido horario de las tres puntuales comidas del día. Con los ojitos vivaces, las orejas atentas, concentrado, esperaba que nos sentáramos alrededor de la mesa redonda para almorzar. Quieto, por orden de mi madre, se sentaba a dos metros de la mesa, frente a su comida. Luego de una plegaria religiosa, empezábamos a almorzar. Seicito, en cada sorbo del alimento, le miraba a mi madre como señal de agradecimiento.
Seicito era hogareño y juguetón. En el patio, a veces se hallaba en medio de la parentela, daba la impresión de querer saber de los asuntos que platicaban, entonces, curioso con la orejitas erguidas, con ojos fisgones, agitando su magra cola, parecía reclamar, guao-guao “¿Qué hablan?” o, cuando le adiestrábamos, con mis hermanos, como dar la mano, como sentarse, respondía: guao-guao, “eso ya lo aprendí”, y girando su redonda cabeza de modo displicente, volvía a ladrar, guao-guao ”¿no hay otra cosa que me enseñen?”
Al chucho, no le atraía salir a la calle si no era con nosotros. Las veces que salíamos, era la atracción para los vecinos y sobre todo para los amiguitos que fluían de los 5 a 11 años. Se acercaban a conocerlo. Con ojos inquietos y vivaces Seicito les miraba, guao-guao “¿Quiénes son ellos, tus amiguitos, me lo presentas?” Con el tiempo fue popular en la Calle Tarapacá. Los niños se encariñaron con el chucho y le consideraban como un buen vecino.
En ciertas ocasiones con el chucho, fiel y juguetón, nos quedábamos solos, porque la nana que nos cuidaba, furtiva, huía sabe dios a donde, para que y porque. Él corría detrás de mí, dando vueltas por debajo de la mesa del comedor, por el patio a veces llegaba a estropear la rosaleda. Ladraba, guao-guao, “te atrapé” Luego de jugar sin pausa, por fin, agotados, me acomodaba cerca de su cuello regordete y melenudo que abrigaba como un pesado cobertor. Cuando regresaba la nana, sorprendida, nos despertaba de en un profundo sopor.
Seicito, no solo era conocido por los vecinitos de la calle Tarapacá, sino también, por los niños que vivían en otras arterias contiguas que se habían enterado de su grata presencia en la casa, entonces, corriendo, contentos y curiosos venían a conocerlo. Con el tiempo logran cosechar su desinteresada amistad y hacerse grandes amigos de aquel chucho bonachón y esbelto. Llegan a apreciarlo y guardar cariño como a un amigo más. Así transcurrieron los años de existencia de Seicito; fiel, querendón, obediente y amigable con todos los vecinos sin excepción.
Cada mañana nos despertaba con sus ladridos, guao-guao-guao “es un nuevo día, es hora de levantarse, buenos días dormilones” “guao-o, “levántense” se acercaba para sonreírnos y mover su colita, con mácula negra en la arista. Fue una mañana que dejo de ladrar, no se acercó para saludarnos…esperamos unos minutos y el chucho no se asomó, todo se hallaba en completo silencio. Entonces, presurosos uno tras el otro, con mis hermanos, fuimos a verlo a su aposento, Seicito dormía inmóvil. Ese fatídico día, no abrió los ojos, ni movió la cola ni las orejas negras que es lo que le adornaba su figura. El chucho querido, había dejado de existir. Nuestros rostros se cubrieron de tristeza y lágrimas caían sobre nuestras lozanas mejillas. Seicito, dejaba de acompañarnos por el resto de nuestra vida de infantes. En mi corta existencia, advertí la primera perdida de un miembro de la familia.
Mi tía, Lidia, se encargó de embalsamar el cuerpo inerte del chucho, sobre una tarima de patas cortas. Luego, fue ubicado en una esquina del patio. Momentos después, los vecinos, especialmente los niños se enteraron de su inesperado y fatídico deceso. Se presentaron trayendo cirios de variados tamaños y con rostros abatidos de no ver más al amigo fiel del Jr. Tarapacá. Con lágrimas en los ojos, y con sus temblorosas manitos, colocaban los cirios con mucho sentimiento y pesar por el rededor del cuerpo inmóvil de Seicito, estimado por todos. Mientras tanto los amiguitos de mayor edad cavaban la fosa al costado del primer manzano que estaba al frente del zaguán, cuyo lugar seria su último hogar de descanso eterno. Mi tía Lidia repartía café y galletas en aquel dolorido velatorio.
Luego del responso del cuerpo presente, dirigido por mi tía, llegó el momento del abrumado sepelio. En lóbrego atardecer, empezó la penosa marcha fúnebre. Con el fin de cargar el ataúd en los endebles hombros de los dolientes, fueron designados de los que ya estaban cerca a la adolescencia y los más pequeños acompañamos con grandes cirios que apenas podíamos sostenerlo en la liliputiense mano. El postrero recorrido de Seicito fue por los rededores del patio de la casa, luego del Sr. Cesáreo, por el callejón y al final un corto tramo del Jr. Tarapacá. El cuerpo inmóvil del querido Chucho, en todo este trayecto, hasta su última morada fue escoltado por las lumbres mortecinas de dilatados cirios Seicito había recibido uno de los más hermosos funerales que perro alguno haya tenido en Chiquian.
Descansa en paz mi querido chucho de mi infancia. Seicito.
El Pichuychanca.
Chiquian 22 de octubre 2016
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