La señora Francisca xx, se gana la vida lavando ropa, además, lleva una cruz por el marido, insensato y alcohólico, que la agrede y la violenta cada vez que bebe. Después de todo, No hay tiempo que perder, a primera hora luego de amanecer, tesonera, ya se halla de pie con el fin de realizar las faenas cotidianas de esposa resignada y a la par de madre cariñosa, atenta y responsable con el objeto de conseguir las necesidades más significativas del sencillo y conflictivo hogar.
En el atractivo pueblo incrustado entre encaramados cerros y cascadas, los habitantes aún duermen apaciblemente. En este halagüeño pueblo, donde reina una armoniosa quietud, Francisca xx, la lavandera, anda con pasos finos por las calles apretadas, alumbrado por el foco que proyecta una luz amarilla y alicaída. En su andar, se topa con algunas personas conocidas, se han levantado temprano igual que ella. Saluda con cordialidad a cada uno de ellos. La fría ventisca que franquea la calzada, fustiga su delgado rostro. Más adelante, oye los primeros gorjeos de las avecillas, posado en el alero de la casa de uno y dos pisos. A medida que las tres agujas del reloj marcan el tiempo inexorable, arriba, en el cielo azulino, la caravana de estrellas centellantes, que durante toda la noche alumbraron como si hubieran vigilado al dormido pueblo, se extinguen poco a poco. Ahora, sumisos, dan permiso a la luz dorada del sol que emprende a dibujar siluetas de la majestuosa cumbre y el manto blanco de la Cordillera, de los imponentes cerros de singulares formas. Entre tanto, en los rededores del pueblo, la copa de la frondosa arboleda, se inclina con el fin de saludar al primer caminante que desfila debajo de la copiosa rama que bisbisea y coquetea con el viento otoñal.
De pronto llega al lugar indicado, toca la puerta: —Tac-tac-tac...
Del el otro lado, la dueña de la casa, que desde la madrugada se encuentra en plena faena, de barrer el patio y arreglar el jardín, con voz amable y querendona, contesta:
—¿Quién es?
—Soy yo, la Señora que ha venido a lavar la ropa —responde con tono callado, detrás de la chirriante y arcaica puerta.
La Mujer de unos 45 años, rostro ovalado, de ojos negros almendrados, uno de ellos ligeramente tumefacto, trae puesto el sombrero negro en la cabeza de donde sobresale dos largas trenzas que oscilaban sobre sus delgados hombros. El pañalón, color marrón, protege su menudo cuerpo del penetrante frio madrugador. Con cierta ansiedad, espera que le abra la puerta.
La señora, dentro de la casa, dejando de lado los quehaceres, camina directo a la puerta, respondiendo con tono de cordialidad:
—Un momento, ya voy. —al llegar al límite de la casa, se dispone a retirar la menuda tranca que sirve de seguridad. Abre el quejumbroso zaguán y la recibe con una angelical sonrisa, meneando la lívida mano y con voz cariñosa, le invita a pasar:
—Adelante.
—-Gracias —responde la señora, ingresando con pasos contenidos.
Francisca xx, la lavandera, comenzando a ser una doncella, queda huérfana. Tiene dos hijos a quien sustentar. Está casada con un hombre alcohólico. El día anterior, por la noche, llegó ebrio y desalineado, luego de haber estado vagando todo el día de taberna en taberna, ingresa zigzagueando por el estropeado zaguán de la casa y atraviesa el patio empedrado en medio de la penumbra. Con ojos turbios e irrisorios, sentado en un rincón lóbrego del comedor, iluminado por un lamparín colgado de una viga, vocifera:
—¡Quiero mi cena!
Los hijos de 10 y 8 años de edad, alarmados por el grito destemplado del iracundo padre, se despiertan. Apresurada, la esposa va a la cocina y luego de unos breves minutos, regresa con un plato humeante de sopa de harina de habas acompañado de unos trocitos de papa. El marido, con ojos ondeantes, observa por unos segundos, la comida posado en la mesa cubierto por un mantel. Tambaleándose, se incorpora. Su cuerpo descarnado oscila como el péndulo de un reloj de pared, reclama una vez más, con un tono de violencia:
—¡Solo esto hay para comer!
Momento en que le da una cruel golpiza con su villana mano en la parte superior de su rostro haciéndola trastabillar. Los hijos, al observar esta desagradable y violenta escena, impotente y desesperada, solo les queda correr a los brazos protectores de cariño y amor de la madre agredida, desesperados empiezan a llorar, de miedo y de desamparo por parte del padre beodo que vuelve a sentarse sobre la estridente y tornadiza silla. Extendiendo sus flojas y escuálidas piernas, mirando al techo y el lamparín en donde circunvalan y vuelan zumbando las mariposas nocturnas, se queda dormido.
En algunos hogares, los miembros que lo componen son considerables, muy numerosos. La madre o el padre trabaja como maestro o empleado público, se dedica a la ganadería, la agricultura o a un negocio u oficio. De esta manera, no alcanza el tiempo conveniente a fin de afrontar las labores diarias de la vivienda. Por lo tanto, necesitaban el apoyo de las señoras laboriosas, expertas y dignas que se dedican a la noble labor de lavar distintas piezas de ropa sean estas grandes pequeñas, gruesas; como chompas, pantalones, frazadas y colchas. Eran en vedad heroínas anónimas soportando el punzante frio de la mañana para ir a lavar por los rededores del pueblo y de esta manera amparar, ellas solas, su modesto hogar.
Su dedicada misión por lavar la ropa, tenía un precio establecido y cobraba por docena. El convenio es que tenía que devolver la ropa el mismo día en que se lo llevaba con el propósito de lavarlo, por lo tanto, debían acercarse a la casas de las señoras que solicitaban sus servicios lo más temprano posible con el fin de acarrear las docenas de indumentarias, de este modo, cumplir y terminar pronto su esforzada y digna tarea.
Una vez contabilizada la ropa lo coloca sobre el acu* tendido en el piso y de manera simultánea acomoda su herramienta de trabajo, el mazo, que lo traía camuflado y envuelto dentro de una bolsa de tela. La lavandera se posesionaba de cuclillas para unir las dos puntas extremas una de la otra, luego, agarra las otras dos crestas con ambas manos curtidas de tanto refregar las prendas húmedas, con habilidad, en milésimas de segundo, lo hace surcar por los aires en la forma de una parabólica y horizontal, encajando con precisión sobre su enjuta y cansada espalda, quedando como un morral.
Sobre su consumida y doblada espalda, posa el morral. Con los accesorios y algunos recipientes necesarios debajo del macilento brazo, marcha con trancos pesados rumbo a los remotos y conocidos puquiales de Oro puquio, Parientana o al conducto de Jupash. En este último lugar da la sensación que fue construido especialmente para estos menesteres, de lavar la ropa. Un canal muy acogedor y símbolo de un típico pueblo alto andino. Una vez designado el lugar donde se sentía más cómoda, empezaba su sacrificada labor.
Si el punto elegido era el canal de Jupash, tenía mayor desenvoltura para ejecutar su actividad por ser un espacio amplio y propicio. El canal estaba ubicado, con exactitud, en el centro de la sugestiva y estrecha calle Figueredo, con un vistoso y particular declive de 100, 200 metros de largo. La obra efectuada, todo hace pensar y las evidencias lo demuestran, que fue construido con perseverancia, sabiduría y estética por hombres anónimos, verdad es que no tiene una fecha exacta, más se cree que data de los tiempos de las primeras migraciones de los centros poblados de Matara y sus rededores. El agua que recorre raudo y rumoroso por el llamativo canal, construido a base de piedras llanas, provenían del próvido manantial de Parientana y la acequia de Fragua. En la orilla de este chillón canal, se encuentra estacionado en hilera, desde tiempos prístinos, 4, 5 enormes bloques de piedra rectangular cuya cresta era ligeramente plana.
A lo largo de este atractivo canal, desde las primeras horas del día, de preferencia, los sábados y domingos, Francisca xx, junto con sus compañeras del mismo oficio, comenzaban a cumplir su penosa y noble faena. Cuando por alguna circunstancia llegaba tarde, una de ellas, que parecía ser la que comandaba al grupo de lavanderas, sin moverse del lugar que ocupaba, en medio de una batahola y el alegre rumor del agua, con voz barroca, decía:
—Hay que desplegar un espacio para nuestra querida panchita, hoy vino tarde porque seguro tuvo pleito con el marido pendenciero.
El cuchicheo llegaba en segundos de la primera a la última de las lavanderas que estaban en fila, al borde del canal. Cuando las mujeres empiezan a hablar no hay quien las pueda detener. La comidilla continúa…Una señora bajita de ojos adormilados, de tez requemada por los agudos rayos del sol, se acerca por encima del hombro de la amiga que está al lado derecho y le susurra en tono de misterio:
—Me han contado que el fulano de tal, al zonzo vivo ese de…dicen que ayer le han visto… con… esa que no mata ni una mosca.
Al enterarse del chisme, la amiga, sorprendida, abre los grandes ojos pardos y lleva al instante, sin darse cuenta, una de las manos mojadas con la espuma del detergente a la boca, luego de unos segundos, limpiándose el borbollón del rostro cobrizo y redondo, responde con voz débil:
—No lo puedo creer, no.
Más la mujer bajita, con pasión y metiendo cizaña al asunto, alza la voz que las demás lavanderas del frente, de la otra orilla, levantan la cabeza y agudizan los oídos, queriendo enterarse de la nueva maledicencia, objeta:
—¡Pues créelo! Eso es lo que me han contado…
—¡Ay! ¡Quién se lo iba imaginar! —La amiga, aún incrédula, hace una pausa y luego agrega:
—Sabe qué, para creerlo, tendría que verlo con mis propios ojos.
El canal de Jupash, en medio del alboroto, era el lugar apropiado donde nacían las primicias de los principales sucesos, el comadreo de uno y de otro personaje del pueblo.
Mientras tanto, Francisca, virtuosa lavandera, apremiada, vierte el detergente en la tina, llena de agua, con el propósito de introducir y extraer constantemente las prendas. Y con empeño, emprende a restregar las piezas, terminando por acostumbrarse a la intemperie y al agua frígida de la mañana cuando apenas surgía el sol por el horizonte, detrás de la inalterable Cordillera. Cuando la faena se hace ardua y embarazosa, llegaba el momento oportuno para colocar las piezas gruesas como las frazadas, colchas, cortinas, manteles, empapados de detergente sobre la cima de la colosal piedra. Mientras el maligno sol se desplazaba, con lentitud, arriba en el integro espacio azulenco, losrayos hirientes quemaba el rostro de la lavandera. Sin amilanarse blande entre las manos, congeladas y aguerridas, el macizo mazo de madera que lo levanta una y otra vez sin descansar ni flaquear, con el objeto de golpear, con todo su aliento y su fuerza femenina, encima de las prendas pesadas…plash-plash-plash… salpicando el agua helada, con las blancas espumas del detergente, en su ovalado rostro y en el feble cuerpo, cubierto por un delantal. De esta manera, extraía la mugre. Momentos después, sacando fuerzas de flaqueza, enjuaga, exprime y sacude las piezas gordas y enormes para tenderlos en lugares especiales y exponerlos bajo los potentes rayos del sol para que se secara lo más pronto posible.
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