Es 8 de febrero. Para una entera y amena distracción de fin de semana, sábado, por la mañana, parto con optimismo de mi domicilio al Centro Histórico de Lima. El ómnibus, en donde estoy arrellanado en el postrero asiento, avanza sin contratiempo por la Av. Venezuela, deteniéndose en el paradero, enfrente de la puerta que da acceso al estadio de la Universidad Nacional de San Macos. Presurosos pasajeros suben y descienden del carro.
En ese intervalo, de pronto, observo impotente, como los policías municipales, todos ellos, dotados con el vestuario y el accesorio de un polizonte, al estilo RoboCop, protegido, de manera formal, con vara, casco, escudo, codera, rodillera y botas, sin un mínimo de respeto e infundiendo temor por su violento accionar, frente a los niños que están en las proximidades del negocio eventual de los padres, ensañados, acosan y apalean a seres humanos semejante a él y de la misma condición social, es decir, a las personas que se ganan la vida, con pujanza y honradez, vendiendo todo lo que es comida natural, como papas, choclos, habas y huevos sancochados.
Los sacrificados vendedores informales, defendiéndose de esta indigna e inmoral ordenanza, uno de los mastodontes e iracundos policías, con la cachiporra en su agresiva mano, maligno, con ventaja y alevosía, le desgarra la cabeza a un vendedor, éste, palpándose la sangrante herida, mareado por el fuerte y cobarde golpe, camina zigzagueante sin saber adónde acudir, instante en que los inicuos policías municipales, aprovechan para arrebatarle todo el sustento económico del día, llevándoselo en un vehículo de la Municipalidad de Lima Metropolitana, huyen raudos como vulgares ladrones. Quedo pensativo e imposibilitado. El carro, desde donde percibo esta penosa escena, sigue su rumbo llevándome a mi destino.
Luego de regodear el espíritu y mis ojos, con absorta mirada de admiración, en los numerosos e importantes Museos, en el Centro Histórico de Lima, donde se exponen magníficas iconografías en sus diferentes manifestaciones pictóricas, desde los paisajes urbanos hasta la sorprendente naturaleza, fotos, atractiva y admirable artesanía de distintos lugares del país, me dirijo a un conocido restaurante para almorzar un plato de comida vegetariana.
Después de satisfacer mi devorador apetito y el gusto sensitivo de mi paladar, camino bajo los punzantes y ardorosos rayos del radiante sol del mediodía, por la alborotada Av. Washington, atiborrada de toda clase de vehículos. Atento y con prisa, atravieso esta arteria que debería tener un nombre original, autóctono, como por ejemplo, Pachacutec. Trajinando con paso ligero, de repente, a mi espalda, escucho, lejos, que alguien me nombra con voz despepitada:
—¡Hugo-o-o! —Al instante torné la mirada y no encontré a la persona de voz varonil que me llamó.
En la bulliciosa y confluida avenida, el tránsito de los vehículos es un caos, está congestionado, los conductores, irritados e insistentes, repican ensordecedoramente el claxon, perturbando el sentido de mi audición y el de los demás escasos transeúntes que apremiados pasan por mi lado, el semáforo aún está con la luz roja.
Cavilando que llamaban a otro, me disponía a seguir mi presuroso camino, esta vez, por la acera despejada, en medio de los altos y antiguos edificios y ruidosos vehículos. Cuando, con reincidencia, escucho una voz gangosa y potente, pronunciando mí nombre:
—¡Hugo! —Y por segunda vez, vuelvo la mirada. En esta ocasión, observo un rudo brazo suspendido fuera de la ventana del carro y agitando la mano izquierda con señales de llamada. Platicando con mi mente, me decía:
—“¿Será a mí, al que llaman? ¿Voy?” —Oteo a mi rededor, estaba sólo, mi sombra y yo, entonces…decidí ir, para saber quién era el que me llamaba con fragor.
Cuando llegué, junto a la ventana, fue una grata sorpresa de ver, delante de mí, a un conocido amigo, paisano, con rostro acalorado, sudando a borbotones por la frente perlada, ya ganada por nacientes ranuras, conducía un ómnibus de pasajeros. Lo reconocí y de Inmediato le tendí mi mano aun rolliza, efusivo, le saludé:
—Hola Oscar, que gusto de verte, a los años. —Respondiendo con satisfacción mi cortesía, veloz e imperioso, me interrogó:
—¿Irás al festival del Cahuide? —Su pregunta de sopetón, desplumó mis pensamientos de agobio de ese momento, a lo que expresé dubitativo:
—Si…mmm...
El semáforo cambio al color ámbar, segundos después, al verde y apresurado aplastó, con su impetuoso pie, el acelerador del ómnibus que partió veloz, sin poder responder su pregunta inquisitiva. Me quedé observando cómo aquel vehículo que, en medio de otros carros bulliciosos, se alejaba de mi vista, atravesando la ancha avenida Colón y el semáforo encendido con la luz verde. Yo, continué con mi destino, al hospital Rebagliatti, para visitar a un familiar, recién operada.
El Pichuychanca.
Lima, Av. Washington, 8 de febrero 2020