viernes, 22 de marzo de 2019

El chucho desconocido


Mes de febrero. Con mi hermano Perching, ya andamos, sin prisa, bajo la penumbra de la apacible alborada. Detrás de los cristales de la reducida ventana con marco de madera, de las casas de ambos lados de la pacífica calle, la bombilla ya se encuentra encendida. Desde la cumbre del tejado, de la copa de los  árboles, el Pichuychanca, con toda su alma, entonaba su trino melodioso. El pueblo  todavía duerme. 

Atravesando el Centro de Salud, el presuntuoso gallo, nos despide con su canto sonoro. En los extramuros del pueblo, trayecto a la cascada de Usgor, la falda del cerro se encuentra reverdecido de tupida floresta, gracias a la constante y generosa lluvia, de la garua al precipitado aguacero. El viento sopla afable y suave. Percibimos el imperceptible susurro de la copa de la arboleda. En medio de esta singular quietud del alba, en plena travesía, resalta el atronador trino del ruiseñor que surca el espacio cubierto por un mar de brumas pardas.  

Nos encontramos en la última curva de la carretera para llegar a la cascada de Usgor. De este lugar nuestros sentidos visuales confluyen con el vistoso y admirable valle de Aynin por donde recorre el sinuoso rio del mismo nombre. Por las noticias nos enteramos, que, cerca de Aquia, el rio, ha asolado 100 metros de la vía asfaltada. La neblina, dormida en la quebrada, en el declive de los cerros y al margen del río, se yergue y poco a poco, minutos después, cubren por completo la seductora Cordillera de Huayhuash. 

Reanudamos nuestra andanza y el nuevo día derrota al amanecer. En esas circunstancias, de pronto, vuelvo la vista y me sorprendo con la presencia de un gracioso chucho de linaje desconocido. El pelaje ocre y blanco cubre su cuerpo. Tiene ojos acaramelados, patas y orejas exiguas, el rabo apenas se distingue. ¿Dónde y en qué momento empezó a seguirnos? no nos percatamos. Pero estaba ahí, sigiloso, detrás de nosotros, y como por arte de magia, apareció de la nada. Nos seguía con diligencia y familiaridad, como si hubiera estado, hace tiempo, bajo nuestra tutela.  

Con el propósito de ver el umbral de la cascada, decidimos trepar el estrecho camino para llegar a la parte más alta de la colina y el nacarado rocío, que dormía muy quedo sobre la hoja, verde y lozana, del  copioso helecho, empapó nuestras zapatillas y la basta del pantalón. Por fin, de este lugar, podíamos observar el inicio de la rugiente cascada que fluye de entre enormes rocas, árboles y plantas silvestres. En medio de las paredes de 30… 50 metros de altura, el agua, zigzagueante,  se desploma apiñándose en el fondo de la insondable quebrada. Lindante a nuestras tibias piernas por el trajín, desde el acantilado, el chucho, fisgón, percibe, oye con los vivaces ojos pardos, erguida las pequeñas orejas peludas, moviendo su efímera cola y sacando su minúscula lengua de su boca, ladra guao-guao-guao, parece decirnos “de aquí  se advierte el alegre canto de la cascada”  


Con el chucho a mi lado, regresé por el resbaladizo declive de la colina con el fin de llegar al humedecido y angosto camino abordado de raleados charcos de agua en donde  el ocasional compañero se chapotea feliz. Perching, todavía en el acantilado, se quedó con el fin de ver la atractiva cascada luego de largos años. Al poco tiempo, me llamó con voz aguda y de inmediato, el chucho aguzó los oídos, levantó las orejas peludas con la cabecita y la mirada absorta en dirección del alto despeñadero, chillón, comenzó a ladrar, guao-guao-guao “Este se ha extraviado, ahora voy por él para enseñarte el camino correcto”. Corrió a auxiliarlo. Entre tanto, Perching descendía por el barranco, estrecho y fangoso, bordeado de exuberantes plantas silvestres. Luego de esperar con angustia el retorno del chucho, cavilábamos, “nos ha abandonado”. Pero, de repente, lo vimos husmeando por el riachuelo. Se acercaba con paso ligero, meneando su irrisoria cola, directo donde Perching con el objetivo de reclamarle: guao-guao-guao, “¿por dónde estabas?, fui a buscarte, ¡por gusto me haces caminar!” El flamante amo, se encariñó con aquel solidario chucho.                           
Nos encontramos en la carretera. Perching, se anima a cargar al dócil chucho, que lo acaricia y cobija en los largos y delgados brazos con el propósito de tomarse una foto para el recuerdo. Nos desplazamos por la silenciosa carretera de entrantes y salientes curvas, antes, recorrido por el  hermoso caballo de paso garboso, conducido por el  hábil jinete. Ahora corren máquinas de cuatro ruedas, llevan y traen pasajeros, que a su paso esparce el monóxido de carbono, tocan el claxon bullanguero en cada curva y atormentan a las pacificas aves que reposan en la frondosa copa de la arboleda. En las escasas parcelas florece la papa, pronto a ser cosechado. La mala yerba, crece amenazante gracias a la estación lluviosa y hace de las suyas en las chacras abandonadas por completo. Detuvimos nuestra andanza por breve tiempo con el fin de contemplar el valle, la quebrada, el nevado y el cerro arrebujado por la bruma blanca de la mañana. El chucho que iba delante de nosotros volvió la mirada… guao-guao-guao. “¿Porque se detienen? Regresa, veloz, con el objetivo de estar al lado de Perching. 

Nuestro sentido auditivo y la vista se regocijan de ver y escuchar el concierto de trinos de numerosas aves que encandila nuestro espíritu de fortuitos errantes. En ese ínterin, una diminuta ave se interpuso en nuestro camino que nos llamó la atención, jamás lo conocimos hasta el momento que lo vimos. Su cuerpo entero era negro y la cabecita de color rojo vivo. Su nombre científico, lo desconocemos.


Al retornar, elegimos el camino que conduce a Huamgan y al Centro de Salud.  En esta improvisada expedición, surcamos un diminuto bosque de eucaliptos, minutos después de andar tropezamos con un  dilatado pantano que cubría el  sendero por completo e impedía el paso al otro lado. —En los paseos, de una u otra manera, uno se topa con algo inesperado— No había otra alternativa. El chucho al ver el largo lodazal, encogió las orejitas, se sentó sobre sus patitas traseras, con mirada suplicante y afligido, ladró, guao-guao-guao “no puedo pasar” entonces, Perching, magnánimo, guareció al chucho entre sus brazos, éste sentíase amparado y feliz. Decidimos cruzar aquel fangoso camino, saltando piedra sobre piedra, o pisando lo menos posible el lodo. Las zapatillas quedaron  bañadas por el rocío adosadas en las plantas, por el agua de los charcos y manchados por el barro. A lo largo de nuestro periplo, tuvimos que cruzar tres tramos de anegado camino y tres veces más, Perching tuvo que cobijar en sus enjutos y generosos brazos, al chucho de linaje desconocido.   
        
Llegamos a la trocha angosta que cruza con al camino que nace en Quihuyllan. Decidimos marchar por este atajuelo. En la orilla de la pirca crecían las plantas silvestres y medicinales, abordado de frescos e irisados rocíos. Por el suelo inclinado, cubierto de kikuyo, caminábamos con mucha atención, porque en el menor descuido nos podíamos resbalar y caer sobre las pencas y vizcaínas. En algunos tramos de la trocha encontramos el  deslizamiento de pircas que frenaba la aventura. El débil viento arrastra aromas de plantas pedestres, entre ellos el de la muña que emerge de entre las piedras y la frondosa floresta. Entre celestiales trinos de multitudinarias aves, Perching, se anima a arrancar algunas ramitas de muña aun tierna y de hojas verdosas. El chucho a su lado, observa atento. Con sus liliputienses erguidas orejas y la punta ligeramente doblada, le reprocha… guao-guao-guao “¿Por qué arrancas las ramas de la planta?   

Adyacente de la entrada a Chiquian por el costado de la plazuela de Quihuyllan, se ha reformado la acequia con material noble. El agua que recorre las calles asfaltadas y  por los alcantarillados, sobre todo en tiempos de lluvia, confluyen en esta reparada acequia subterránea de 30, 40 metros de largo. Cuando, agotados, subíamos por el empinado camino, el chucho, rezagado y desorientado por estar olisqueando por el borde del camino y sobre la acequia, de repente se topó con un atajo de regular altura, al ver que ya estábamos en la parte alta, dio un impulso para treparlo pero se resbaló cuesta abajo. Al ver frustrado su intento, ladró pidiendo auxilio, guao-guao-guao “Que hago no puedo subir, por favor ayúdenme” Esta vez, fue mi turno para auxiliarlo. En el momento que descendía,  el chucho dando trotes cuesta abajo, nos mirábamos con reciprocidad. Al darse cuenta de mi propósito, corrió unos metros más, dio la vuelta y franqueó por mi lado dando dos ladridos, guao-guao, “muchas gracias” y fue directamente donde Perching, considerando que era su nuevo amo.    
 
Mientras nos dirigíamos a la plazuela de Quihuyllan, le comenté a Perching lo siguiente: —Habrá que compartir el desayuno con el chucho, debe estar muerto de hambre —indolente, me respondió: —Ya se irá a su casa, sus amos le darán de comer. Al llegar a la plazuela, al frente de la estatua del Coronel Bolognesi, a una cuadra y media, notamos la figura de Berta Aldave en ajetreos dirigiendo a sus ayudantes a levantar y ordenar, con dificultad,  los sacos de semillas de papa, maíz y trigo, sobre la tolva del volquete estacionado frente de su casa. 


Nos acercamos para saludarle e Intercambiar algunas palabras con la hermana de nuestro buen amigo, Dante Aldave, que me solicitó darle un encargo de su parte. Concluido nuestra breve platica, el chucho desconocido que nos aguardaba con mucho celo, en un santiamén desapareció de nuestra vista. Nos quedamos un tanto afligidos por el mutuo afecto que nació a pesar del corto tiempo de habernos conocido.

Luego del almuerzo y la siesta del medio día, prendí el celular que lo tenía apagado. Recibí un sorpresivo mensaje por el Facebook cuyo tenor, escrito a las nueve de la mañana, decía lo siguiente: —“Amigo de Cortesía Chiquian Bolognesi, Buenos días, mi nombre es Edgar Ocrospoma Curo, soy el dueño del perrito que se visualiza en su video filmado en la catarata de Usgor, si fuera tan amable de brindarnos información sobre su paradero, ya que la familia se encuentra apenada, agradezco su colaboración, a la espera de su respuesta”

El mensaje lo leí a la 5 de la tarde. Luego se lo mostré a Perching que hizo un gesto de aflicción. De inmediato, respondí el mensaje, contando todo lo sucedido sobre el chucho que nos acompañó, con fidelidad, en el improvisado paseo. Nos comprometimos a inquirir sobre su paradero. La lluvia cesó. Después de tomar el lonche, preocupados, salimos a buscar al chucho extraviado. La calle pavimentada aún se hallaba regada por la lluvia. La apacible noche, paso a paso, se acentuaba, la bruma dormida, amenazaba por entrar al pueblo. Empezamos a rastrear desde la plazuela de Quihuyllan, donde permanecimos por breves minutos. Los perros callejeros circulaban por los rededores. Nos echamos a caminar mirando con ojos husmeadores, sin ningún resultado. En este ínterin nos encontramos con el pintor y joyero, Juan Garro Ramírez, que también se unió a la pesquisa del chucho. 

Desanimados, llegamos a la Plaza Mayor refugiándonos en la despejada glorieta, lugar de cobijo y de amenas e interminables tertulias nocturnas. Perros de todo tamaño, color y raza, por los alrededores, olisquean  las plantas bajo la vigilancia de los dueños. Uno corre tras de otro, se divierten hasta altas horas de la noche. Perros hambrientos, sin demora, introducen el hocico en los tachos de basura ubicado en la esquina, junto a los cuatro ancestrales árboles, raudos, extraen bolsas de desperdicios y comienzan a tragar con avidez. Nosotros a la expectativa y observando, si el chuco desorientado se encontraba  en la jauría. Sin la esperanza de encontrarlo, cerca de las diez de la noche, decidimos regresar a la casa. 


Cuando comenzamos a caminar sobre el frio piso de la glorieta,  De súbito, el chucho corría jadeante de la taza con dirección de la glorieta, en un segundo franqueó las gradas. Moviendo la exigua cola fue directo donde Perching. Su alegría era tal que con las patitas delanteras circundaba sus piernas, que parecía sermonearle: guao-guao-guao “Donde se fueron, me abandonaron, les estuve buscando todo el día”. Antes que se escape de nuevo, Perching, resuelto, lo cargó para llevarlo a la casa hasta el día siguiente con el fin de averiguar donde vivía el dueño y devolverlo. En ese preciso momento una señora, acompañada de su hija, con pasos discretos, atravesaba por la puerta de la iglesia con dirección al barrio de Oro Puquio. Desde el kiosco les salude y les pregunté en tono suplicante: 

—Conocen al Señor ¿Edgar Ocrospoma?  —nos respondieron afirmativamente  y solicitas se dignaron en acompañarnos hasta el domicilio del preocupado amo del chucho. Golpeamos la puerta con insistencia, sin tener respuesta. Desilusionados volvíamos a nuestros domicilios, cuando una vez más, a media cuadra, para suerte del chucho y de nosotros, otra pareja de damas, madre e hija, venían en dirección nuestra, oportunidad para preguntarles cortésmente si nos daban alguna razón del señor que buscábamos. La señora, señalando con la aterida mano como debíamos llegar,  nos dijo con voz suave: —Pueden ir a la casa de su  sobrina que vive de aquella esquina a la  izquierda, a media cuadra —al notar nuestros rostros desorientados, su hija intervino con amabilidad: —mejor le acompañamos. —dimos las gracias y el chucho en los brazos de Perching era escoltado, por 4 personas más. Solícita, la señora nos indicó la casa. Toqué la puerta, contestaron desde el interior, respondiendo quienes éramos, abrieron con lentitud. La sobrina, al instante reconoció al chucho desconocido para nosotros, llamándole: ¡Toffe donde has estado todo el día!, mi abuelo estuvo triste por tu culpa, mostrenco —Reconfortados, regresamos a la morada con la insospechada misión cumplida. Buenas noches. 

El Pichuychanca.                                                                   
Chiquian 9 de marzo 2019


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