La señal es tan antigua como el hombre mismo. Nos da indicio sobre el tiempo, la hora y los caminos por donde dirigirse. Cuando en el horizonte, sobre los cerros y nevados, se forman nubes sombrías, nos señala el pronóstico del tiempo, lloverá. Nuestra propia sombra proyectada por los rayos del sol en el cénit, marca que ha llegado el mediodía. El humo de una fogata que se encumbra sobre las copa de los árboles o incluso sobre el pico de los cerros que flota quedo por el vasto cielo azulado, nos revela varias posibilidades: uno, la ubicación de un pueblo cercano, dos, están trabajando en el campo o, alguien solicita de manera urgente que lo auxilien. Hay señales que son visuales como auditivas, los hay también, sencillas y otras complicadas. En las carreteras hay señales que revelan curvas cerradas, peligro por posible desplome de piedras y riesgo por adelantar a otro vehículo. Otros como el celular o el tic-tac de las agujas del reloj despertador cuando llega a la hora programada, comienza atronar o, el canto chillón de un gallo, nos señala que empieza a amanecer. Después de todo, las señalizaciones, son de modo considerable, necesario y urgente, máxime, en los pueblos alejados donde uno visita. En estos tiempos hay señales que son modernas, uno de ellos, el GPS. Pero cuando no hay señales de internet o la batería del celular se agota, nos extraviamos.
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Luego de presenciar, con expectativa, las elecciones de los nuevos funcionarios para la próxima fiesta patronal de Santa Rosa de Lima, patrona de Chiquian, ahora, en adelante, denominado: “Patrimonio Cultural de la Nación”, desde la esquina de la Plaza Mayor observé por breve tiempo, como una dolida muchedumbre de fieles acompañaba la última procesión de la imagen de la patrona del pueblo, marché rumbo a mi casa.
Es 5 de setiembre. A las seis y media de la mañana, de Quihuyllan, con Perching, Adela y Gloria, entusiasmados, nos dirigimos derrotero a Huasta con el fin de visitar a las momias enclavado de hace tiempo en las cuevas de un misterioso cerro, recién descubierto.
La señora de rostro delgado y pálido, de ojos pardos, parecía guardar cierta tristeza. En el acu, suspendido en la espalda enjuta, dormía el crio. Abrigada de un pañalón por el intenso frio, nos atendía con amabilidad sirviendo el agradable desayuno típico de la zona. Luego de tomar y comer el alimento de la mañana, Pregunté con voz inquisitiva:
—Hemos venido a conocer las momias, ¿dónde se ubican? —detrás del mostrador, apoltronada sobre una silla tejido con chilligua, respondió con gravedad: —de la puerta del mercado, a la derecha está la plaza, de ahí doblan a la izquierda, caminan hasta llegar a la carretera que va a Aquia. Vayan por la vía para alcanzar el muro blanco, frente de la cruz. En ese muro comienza el camino para ir a visitar la momia —Le dimos las gracias y nos despedimos. Fue la primera señal, pero oral.
Todavía es temprano. Caminando a paso pausado por la carretera afirmada, se percibe un absoluto silencio. El tiempo transcurre pero no parece no tener fin. Bajo el cielo azulenco, desnudo de nubes, las aves vuelan gorjeando entre los susurrantes árboles de la quebrada, La parda sombra del cerro misterioso, nos cobija de los rayos del sol.
En la sofocante marcha, por la carretera llana y cenicienta, no veíamos la citada señal. De pronto, a lo lejos, advertimos a 2 prójimos acercándose, cada uno, cabalgados, sobre el jamelgo que levantan briznas de polvo con su trote ligero. Ya junto a nosotros, preguntamos por aquel muro y la cruz. El joven sentado en el lomo del caballo, giró la cabeza, tendiendo el afilado brazo, con voz chillona, habló: —En aquella ceja hay un muro pequeño, ahí empieza el camino para ir a visitar a las momias —Agradecimos su atención, continuamos con la aventura. En aquellos parajes de vez en cuando conteníamos los pasos con el fin de ver, fascinados, los hermosos panoramas. De improviso, vimos a una pareja de jóvenes esposos caminando presurosos, daba la impresión que tenía alguna urgencia. En el momento que nos adelantaban, Adela se acercó y les preguntó: —Nos dirigimos a la cueva donde están las momias, ¿falta mucho para llegar? —El atento esposo, encajó la racuana y la soguilla en el escuálido hombro, con el propósito de desplegar el brazo flacucho y apunto el lugar:: —¿Ven aquellos árboles? —Sí, respondimos en coro. —Pues bien, ahí, al frente de los árboles, empieza el camino para llegar a la cueva donde están las momias —y una vez más, esperando encontrar el ansiado camino, agradecimos el informe de la pareja que se alejaba conforme lo veíamos venir, caminando con pasos ligeros.
Mientras tanto, en medio de una plática amena, exploramos aquel esplendido paraje, hasta entonces desconocido para nosotros, al menos para mí. Aun en tiempo de intenso calor, es increíble ver la diversidad de plantas silvestres de llamativa flor amarilla, morada y roja. Percibir distintos aromas arrastrados gracias al viento apacible y fresco. Distraídos y sin advertir del lugar indagado, llegamos a la última curva, encontrando la cruz de regular tamaño. La carretera continúa con dirección al distrito de Aquia. Este lugar sosegado se torna en un estupendo mirador. De este apartado paraje, pudimos apreciar el atractivo valle de Aynin, el Centro Poblado de Carcas, las faldas llanas de Cuta carcas, Pampan, Obraje y, más allá, de manera imperceptible, la tierra natal, Chiquian, ubicado sobre una mágica altiplanicie semejante a un plato tendido, empotrado y abrazado de colosales cerros. Comprobamos que las señales de manera oral, jamás son exactas.
Extraviados. Con paciencia, esperamos que aparezca alguna persona para que nos informe con exactitud el camino que nos lleve a la cueva de las momias, asentadas por cientos de años. De pronto, vimos, tras la escasa arboleda, que surgía una columna de polvo, minutos después, aparecía un camión. Próximo a nosotros, alzamos la mano, el conductor detuvo la marcha del carro. Adela se acercó y le preguntó lo mismo que a las personas anteriores. El chofer de rostro ovalado, bajó de la cabina del carro y caminó unos metros acercándose a la orilla de la carretera, con amabilidad nos explicó: —Se han pasado del camino. —y señalando el lugar, continuó: —Caminen hasta esos tres cuatro eucaliptos, van encontrar el muro y la cruz, ahí comienza el trecho para ir a la cueva.
Luego de caminar poco más o menos medio kilómetro, para nuestro alivio, por fin, encontramos el muro pequeño poco visible y la cruz de madera color marrón, escondido entre los arbustos al borde de la carretera. Abordamos el camino empinado, cascajo, estrecho y zigzagueante bordeado de copiosas planta rustica que no tenía fin. Las barandas de vetustas maderas, que si bien da cierta confianza, sobre todo a aquellas personas que sufren de fobia a la altura, se encontraban inestables. El camino nos lleva por el inclinado derrumbadero del cerro misterioso. En la sombra de las hierbas selváticas encontramos bifurcaciones, tanto a la derecha como a la izquierda, nos quedamos desconcertados sin saber qué sendero seguir. Por unanimidad elegimos la trocha angosta junto al cerro rocoso del lado izquierdo. Perching fue a explorar por aquel camino. Mientras esperábamos su regreso, escuchamos su voz resonante: —¡Aquí está la cueva! —Emocionados emprendimos nuestra marcha de unos treinta metros, sorteando todo tipo de plantas, algunas espinosas, estancadas entre el cerro y el precipicio del camino.
La cueva, muda y solitaria, debajo del hosco cerro, en un hoyo semicircular guardaba los huesos de cráneo, fémur y peroné, todos dispersados. Huesos que sobresalían más a la vista. Entre nosotros dialogábamos e inquiríamos que razón y motivo tenía los antepasados de trasladar a los parientes y amigos fallecidos a este apartado lugar, teniendo que subir por estos caminos tan inaccesibles. Científicamente no teníamos una respuesta, se lo dejamos a los antropólogos, arqueólogos e historiadores. Así como también, los profesores y alumnos indaguen y no pequen de ignorancia de su propia historia tan cerca de ellos.
De aquella cueva, escondido debajo del cerro empinado y de profusas plantas pedestres, salimos un tanto descorazonados, de no encontrar a las momias en su plenitud conforme lo habíamos visto por las redes sociales, No obstante, Perching se animó a explorar el camino del lado opuesto, la derecha. Llegó arriba a la ceja empinada y desapareció de nuestras vistas, luego de unos breves minutos de espera, su figura delgada proyectada por los rayos del sol, nos decía: —¡No hay más cuevas ni momias! —En mi fuero interno me preguntaba: “¿Dónde estarán?”
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Llegamos a la ordenada y bien trajeada Plaza Mayor de Huasta, donde se encuentra la restaurada Iglesia colonial. Balcones conservados, la fachada de las casas pintadas de blanco y la calle empedrada le da un aspecto proverbial de un pueblo tradicional. Es como si el tiempo se hubiera detenido. De pronto viene corriendo un vientecillo que mece a las plantas. De una flor, emerge una abeja atiborrada de polen, alborotada circunvala sobre el pétalo, alza el vuelo y zumbando regresa a su colmena.
Para nuestra buena fortuna, encontramos al gobernador del pueblo acogedor, el profesor Nivardo Jara, amigo nuestro, que caminaba por la plaza. Le confesamos nuestra aventura y a la vez la decepción de no haber encontrado las momias. Para nuestra sorpresa, nos explicó que estas se encontraban por encima de la sombría cueva explorada. Entonces, para no estar doblemente decepcionados, le expresamos nuestras intenciones de conocer el interior de la Iglesia. Bondadoso, marcho al domicilio del sacristán, ubicado a media cuadra de la plaza. Regresó con el picaporte de quince centímetros de largo.
Abrió la mediana y quejumbrosa puerta de la iglesia. Entramos al brumoso y sosegado salón extendido y rectangular. Nivardo encendió la luz, cuyas bombillas estaban encajadas en más de una decena de arañas que pendían del alto techo y frente a nuestros ojos se mostraban cinco hermosos pedestales coloniales donde posan las imágenes de la tradición católica. Al fondo se halla el altar. A un costado, detrás de la pared de dos metros de ancho, se ve un bello lienzo del bautizo del Señor Jesucristo. Luego de esta inesperada visita, descendíamos por el camino que, dicho sea de paso, se encuentra en buen estado, rumbo a Pampan.
Digresión y desinterés.
En ausencia de señales visibles, perdimos el tiempo y nos extraviamos, aún más, no llegamos al lugar correcto. Exigimos a las autoridades que tomen interés por las zonas turísticas de toda la Provincia de Bolognesi. ¿Acaso debemos amar a nuestra tierra tan solo porque colocan más y más cemento? Una vez más, citaré a K Paustovki. “No solo por eso amamos los lugares natales. Los amamos también porque, aunque no posean riquezas, son hermosas para nosotros. Amo el territorio de Bolognesi porque es bello, aunque su belleza no se rebele de pronto, sino muy despacio, paulatinamente”.
El Pichuychanca
Huasta 5 de setiembre 2018
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Huasta 5 de setiembre 2018