miércoles, 27 de julio de 2016

Oda para el maestro.



lEl pequeño pastor, Wamanchuri, cuyo nombre significa, hijo del halcón, vigila la manada de ovejas con el propósito de evitar que uno de ellos se aparte del rebaño. Comienza la tarde y acecha el cruel frio. Los nubarrones dejan caer una ligera llovizna. El gorro de lana forra la cabeza, las orejitas ateridas y parte del rostro encarnado. El pómulo y la comisura de la boca reflejan ranuras sinuosas y tiene el labio amoratado, causado por la brisa seca. Del diminuto hombro pende el ponchito de lana que, de vez en cuando, flamea como una bandera. Las pequeñas piernas, le abriga el pantalón grueso de percal. La media de lana abriga los pies yertos, donde esta encajado la ojota. En la manita yerta, sujeta una vara vieja de eucalipto con el fin de guiar a las ovejas de un lugar a otro. Cuando cruza arroyos, riachuelos y charcos de agua, se anima a cantar…

Cordillera blanca, montañas mías / Ríos, lagunas, estepas mías / Debajo del cielo azul, / A veces, cubierto por suspicaces nubes, / Ustedes, son mis compañeros…

Su voz parece el trino de un jilguero, a veces interrumpe su entonado canto, no porque quería dejar de cantar, si no, porque, presuroso y preocupado, marcha tras de las ovejas que se alejaban del rebaño, o se sentía agotado de caminar largos trechos.

Luego, de carraspear su menuda garganta, ajustar sus finas cuerdas vocales, continuaba con la estrofa siguiente, entona con voz vibrante y quejumbrosa, desde lo más profundo de su lozano y gallardo pecho que hasta el inmenso páramo se estremece.

Cordillera blanca, montañas mías…/ Ustedes, son compañeras mías/ Son la cuna de mi infancia/ La patria de mis ancestros…

Sus ancestros, dedicados a este noble oficio, el pastoreo, como la mayoría del medio millar o quizás menos, de los pobladores de la pequeña aldea, donde las casas estaba un tanto distante uno del otro, jamás recibieron ninguna instrucción educativa. Era obligado trabajar en las haciendas o dedicarse al pastoreo bajo la orden del capataz, Sinforoso. Éste, con ojos dominantes y mirada furibunda, rostro ovalado y nariz prominente, de carácter irascible, cada vez que llegaba a la aldea, montado sobre el caballo negro, que le aplicaba severos latigazos en sus ancas, desplazándose frente a los sumisos aldeanos, gritaba:

—¡Ustedes, nacieron para ponerse bajo la orden del amo, sus hijos no tienen la necesidad de ir a la escuela! ¡Eso, es solo para los descendientes de los amos!, ¡ustedes están para servir al patrón! ¡A trabajar zánganos de…!


En las afueras de la aldea, el pequeño apacentador, junto con los amigos, sentado en prudente distancia sobre la pirca y debajo de la sombra de un viejo arbusto, con el bracito cruzado sobre el minúsculo torso, era testigo mudo de este alboroto. Se le estremeció el cuerpo. Sobresaltado, encogió los hombritos al oír la ofensa lanzada por el servil y despótico capataz,

Cuando Wamanchuri apacentaba la piara de ovejas, en fresca y apacible mañana, de pronto, logró distinguir, lejano, a un extraño que caminaba directo a la aldea. El foráneo, detuvo su agotado paso, al ver a su rededor descubrió al pequeño pastor y decidió acercarse con el fin de saludarle. Su piadoso corazón presentía algo extraordinario. Cuanto más se acercaba el forastero, su ser se agitaba, le vibraba el cuerpo, no porque sea de frío o susto, sino porque se sentía atendido, que le daban importancia. En otras ocasiones los extraños que llegaban, en seguida se volvían sin tomar ninguna consideración a los niños de la aldea.

El extraño, de contextura mediana, aparentaba tener 25 años. Llevaba puesto sobre su cabeza el sombrero color negro de alas cortas. De sus hombros colgaba un capote verde olivo y el pantalón del mismo color, los zapatos de color negro. Todo su vestuario estaba desgastado por el tiempo y el uso. Cuando llegó frente a él, le sonrió y le tendió su mano ancha, el apacentador, dudó unos segundos, que le parecía interminable. Nervioso, no sabía con qué mano corresponder el afable saludo de aquel noble hombre, éste, animándole, con voz queda, pregunto:

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo… Wamanchuri —contestó turbado y voz temblorosa, bajó la mirada y meció de un lado a otro su vieja vara de eucalipto sobre los pastos frescos.

—Sé lo que significa tu nombre, el mío es Amaru —respondió el extraño, soltando una sonrisa y prosiguió con la sorpresiva plática:

—Sabes, he venido aquí, para construir la primera escuela, fui designado como maestro para enseñar a los niños de esta aldea. —Wamanchuri, emocionado, no vaciló en abrazar a aquel desconocido. Más adelante sería su maestro.

Luego del afortunado encuentro, platicaron de modo placentero hasta que el sol se hundió en el horizonte. El violento viento les golpea el rostro. El cielo de escasas y suaves nubes como copos de algodón, y la multitud de luminosas estrellas, eran testigos del encuentro de aquellos dos seres que el destino les alineó en su camino. En medio de la estepa, sombría y silenciosa, la luna pálida, que aparecía y desaparecía, iluminaba el sendero de regreso a la aldea con el fin de ir al encuentro con el presidente de la Organización Distrital.

Al día siguiente, el rocío, tieso, brillaba sobre los pastos verdes. Los patos silvestres y las aves canturreaban, despertando a los aldeanos. Las pequeñas ovejas balitando me-me-me buscaban a la madre, estas acudían rebosantes para amamantarlos. La primera luz del sol se desplomaba sobre la gélida aldea.


Los aldeanos, realizaban una decisiva asamblea, entre acuerdos y discrepancias. Uno grupo se oponían a la construcción de la escuela, exponiendo razones sin fundamento alguno. Uno de ellos, que objetaba o discutía por alguna generosa acción para el beneficio de los habitantes de la aldea, increpó al nuevo maestro y le habló en tono displicente:

—¿Para qué necesitamos una escuela? Somos gente del campo y laboramos para nuestros amos, ellos que escriban y lean, nosotros vivimos de nuestro trabajo, ¿Para qué enviar a la escuela a los hijos? Ellos siguen nuestros pasos como ha sido siempre…de hace tiempo… El maestro, ecuánime, sin alterarse, pero sorprendido de oír argumentos tan frágiles, suspiró hondo, observó con extrema compasión a cada uno de los aldeanos. Sereno, impuso su autoridad y decidido hablo con voz penetrante:

—El Comité Distrital y Regional, por Asamblea General Extraordinaria, dispuso que los niños de esta aldea, de inmediato, deben ser instruidos y educados, para eso me enviaron. Los que estén de acuerdo con este mandato, mañana empezamos a construir la escuela. Y los que no desean, pueden continuar con sus labores cotidianas, al fin y al cabo, más tarde que nunca, comprenderán el esfuerzo que hoy comenzamos a erigir el futuro luminoso de vuestros hijos. —Dio por concluido su convincente intervención.

El maestro, de regreso, por el camino polvoriento, cavilaba “la decisión de pocos hombres conscientes, es decir, la calidad, mas no la cantidad, está al servicio de la sociedad, para transformar el futuro de la comunidad”. Al día siguiente, frente de su casa, se presentó un reducido grupo de aldeanos. Junto con el nuevo maestro, con fervor y resueltos, marcharon al lugar indicado cargando los azadones sobre el hombro. Todos los días, por las mañana, con tesonero esfuerzo, sobreponiéndose al cansancio a veces olvidándose de comer, adobe tras adobe, levantan los modestos muros, colocan las vigas, las ventanas y las puertas. Semanas después, afloraba la flamante escuela.

*** Circulan comunicados, avisos, anuncian la inauguración de la renovada escuela, con amplios patios y salones. Se envían telegramas a los ex alumnos, ex maestros, que se encontraban lejos de la crecida, y anchurosa aldea. Alguno de ellos respondía con saludos y felicitaciones por tan importante acontecimiento. Durante muchos días los directivos deliberaron, con intenso ardor, designar el nombre adecuado para el nuevo centro educativo.


Un día antes de la inauguración llegaron los invitados de honor, ex maestros y alumnos, entre ellos, Wamanchuri, ahora destacado pensador, especializado en ciencias sociales y filosofía, enseñaba en una de las universidades de mayor prestigio del país, además solicitado y requerido para dar conferencias en diferentes instituciones. De igual manera, a este magno evento, contentos, concurrían los sencillos pobladores.

Los invitados, toman sus respectivos asientos. La concurrencia, apurados, acuden en tropel al trascendental acontecimiento para toda la aldea. Al llegar al flamante auditorio, buscan un lugar donde sentarse con comodidad. Uno de ellos, Wamanchuri, mira con agudeza, ora aquí ora allá, para ubicar al maestro que deseaba verlo de hace mucho, mucho tiempo, pero el agitado y absorto trabajo se lo había impedido.

Antes del inicio de la ceremonia de inauguración, Wamanchuri, de nuevo, se puso de pie. Con los almendrados ojos, ansioso, mira el auditorio de extremo a extremo. De pronto, vio a un anciano caminar con lentitud, auxiliado por el bastón. Su rostro estaba surcado de imperceptibles arrugas por el transcurso del inexorable tiempo, tenía el cabello cenizo. Su corazón se estremeció, como cuando estaba en el páramo de aquel tiempo lejano cuando lo vio por primera vez. Reconoció a su entrañable preceptor, quiso correr para abrazarlo, pero se contuvo. Espero que tomara asiento, cerca de la última fila del auditorio.

El discípulo estaba en la orilla opuesta, dos filas más adelante. De vez en cuando tornaba su cerviz para verlo, y cada vez que lo veía, su corazón latía, colmado de emoción. Veía a su maestro, cual hombre que ya llevaba los años sobre el hombro, pero a pesar de todo advertía que seguía siendo el mismo maestro que trasmitía paz, solidaridad, sencillez y sensibilidad humana. Jamás se olvidó de estas cualidades de su tutor que ahora estaba, después de largo tiempo, muy cerca de él.

El Director y algunos invitados, en plena inauguración, propusieron, con elección, que nombre elegir para la reformada escuela. Los presentes, proponían nombres de sabios, científicos, escritores, todos ellos, en su mayoría extranjeros y, un número reducido de personajes tan importantes del país, de la región o del mismo lugar.


Wamanchuri, con paciencia, escuchó todas las mociones para elegir el nombre que llevaría la escuela. Giró la cabeza, con aquellos ojos grandes, vio a su mentor con profunda gratitud. Otra vez quiso correr para abrazarlo. Se contuvo una vez más. Se incorporó y pidió la palabra. En ese instante recordó la voz de su maestro, cuando pidió ayuda a los aldeanos para construir la escuela, su corazón embalsado de emoción y con voz palpitante, hablo:

—He escuchado con suma atención todas las sugerencias del posible nombre que debe llevar la escuela, hay un adagio que dice: “Nadie es profeta en su tierra”. Algunos de los presentes aquí, en este nuevo y magno auditorio, propusieron nombres de sabios, científicos, escritores, héroes...los nombrados, en su mayoría, son hombres extranjeros, es más, no han tenido el orgullo, en el buen sentido de la palabra, se sugerir a hombres connacionales; de la región ni mucho menos se acordaron de algunos intelectuales importantes que se sacrificaron por sacar adelante a nuestra aldea, yo, pregunto:

—¿Los nombres aludidos, en su mayoría, de hombres extranjeros, que han hecho por nuestra aldea? ¿Han sacrificado su tiempo su vida para el bien de todos los alumnos y nosotros los aldeanos? ¿Merecen llevar su nombre de este flamante centro educativo que en el pasado se construyó con tanto esfuerzo? Pues hoy es el momento oportuno de revertir este viejo proverbio reseñándoles nuestra propia historia, la historia de nuestra vieja escuela que parece que lo han olvidado por completo. Porque una aldea sin memoria no tiene historia. —El auditorio se hallaba en silencio sepulcral y el viejo maestro miraba, ha aquel, con circunspección y ánimo, sin llegar a reconocer al alumno. Wamanchuri, continuó disertando con voz pausada:

—Algunos años atrás, en nuestra aldea, los habitantes vivíamos en completo analfabetismo, en aquel entonces, se presentó el maestro para construir la primera escuela ubicado en la periferia y en la falda del cerro, distante de nuestras moradas. A pesar de la oposición de la mayoría, fueron pocos los aldeanos que, con tesón y entusiasmo, levantaron las rústicas paredes, colocaron la ventana, la puerta y el techo. Luego, nosotros los alumnos, ninguno se quedaba en casa. Íbamos alegres, nadie nos obligaba ir a la fuerza. El profesor, sonriendo cada mañana, venía a cada una de las viviendas, alentándonos, nos llevaba al plantel. Por el camino, en coro entonábamos canciones nuevas que no habíamos escuchado antes. En tiempos de lluvia él marchaba primero. Para tener que pasar un riachuelo, él nos cargaba en sus nervudos hombros y en sus fuertes brazos para no toparnos con el agua helada. Sacrificaba su salud por nosotros. No sé cómo pudo soportar la inclemencia del frío, tan solo por vernos sonreír. Nos enseñaba con esmerada atención. Nuestros asientos eran de paja que él mismo recolectaba muy temprano por la mañana. Nos sentábamos uno junto al otro, hombro con hombro para trasmitir el calor que necesitábamos. El lápiz lo partía, con cuidado y equidad, en dos para que todos los alumnos tuvieran la oportunidad de escribir en los cuadernos desgastados. Agarraba nuestras pequeñas manos y nos enseñaba a escribir las primeras vocales, a deletrear las primeras silabas, las primeras palabras, las primeras oraciones. Cuando no respondíamos a sus expectativas, con estoicismo volvía a aleccionarnos con cariño paternal ¡Que voluntad, altruismo y solidaridad de aquel maestro!


Mi maestro, citaba que, la educación no es un servicio, sino un derecho, nos recalcaba, que la educación debe ser integral y, que el conocimiento está al servicio para la comunidad. Con la fuerza del conocimiento y sabiduría se protege a los débiles y se trasmite a los que carecen de ella. Aquel maestro entregó su vida, sin egoísmo, por el futuro de cada uno de sus discípulos.

¿Es que no somos gratos con el primer maestro que nos forjo y formo para el desarrollo personal de los alumnos y por ende el de nuestra aldea? Esta es nuestra real historia de aquella primera vieja e inolvidable escuela y del maestro entrañable. Por lo tanto, mi sugerencia es que, la flamante y reconstruida escuela lleve el nombre de nuestro maestro, en reconocimiento, distinción y homenaje a Él. —volvió la mirada hacia el querido mentor, a su amado maestro, continuó hablando:

—¿Qué mejor reconocimiento en vida se le puede ofrecer al preceptor? De aquel maestro del que les hablo, está aún aquí, entre nosotros. Mi proposición es que, la escuela debe llevar su nombre —hizo una pausa y pronuncio el nuevo nombre de la escuela:

—¡AMARU! — El maestro, al escuchar su nombre, del auditorio surgió una salva de resonantes aplausos y él no pudo contener las lágrimas, su rostro se hundió en el reverso de sus plegadas manos que se apoyaba sobre el cayado.

Al terminar su intervención, fue con paso ligero al encuentro con su querido preceptor, cuando se acercaba, éste, recién pudo reconocer al discípulo. El corazón del maestro y discípulo vibraban de emoción y con un enorme abrazo esperado por tanto tiempo estaban juntos otra vez, Amaru, el Dios de la sabiduría y Wamanchuri, el hijo del halcón. La escuela llevará su nombre, hasta la posteridad.

El Pichuychanca Chiquian 27 de julio del 2016




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