Oda para el maestro.
Wamanchuri, cuyo nombre significa hijo del halcón, aguzaba los cinco sentidos con el fin de vigilar la manada de ovejas, de esta manera, evitaba que se aislaran uno del otro. La tarde poco a poco comenzaba a inclinarse y el cruel frio se asomaba por todos los resguardos de la estepa. De los densos nubarrones bajaba una ligera llovizna, regando el extenso prado.
El colorido gorro, forraba la cabeza, las orejitas ateridas y parte del rostro encarnado de Wamanchuri. Originado por la brisa seca, el pómulo y la comisura de la boca reflejaban ranuras sinuosas y tenía el labio amoratado. El ponchito que pendía del diminuto hombro, provocado por el aullador viento, de vez en cuando flamea como una bandera. El grueso pantalón de percal abrigaba las pequeñas piernas y los calcetines de lana los tenaces pies donde estaba encajada la ojota. En la manita yerta, sujetaba una vara vieja de eucalipto con el objetivo de guiar a las ovejas de un lugar a otro. Cuando cruzaba arroyos, riachuelos y charcos de agua, de pronto se animaba a cantar…
Cumbres blancas, montañas mías / Ríos, lagunas, estepas mías / cubierto por negras nubes, / Ustedes, serán eternamente mis compañeros…
Wamanchuri, de voz parecido al trino de un jilguero, a veces interrumpía su entonado canto, no porque quería dejar de cantar, si no, porque, presuroso y preocupado, marchaba tras de las ovejas que se alejaban del rebaño, o se sentía agotado de andar largos trechos.
Luego, de carraspear su menuda garganta, ajustar sus finas cuerdas vocales, continuaba con la siguiente estrofa. Entonces, desde lo más profundo de su lozano y gallardo pecho, cantaba con voz vibrante y quejumbrosa que hasta el inmenso páramo se estremecía.
Cumbres blancas, montañas mías…/ compañeras de toda la vida/ Son ustedes la cuna de mi infancia/ La patria de mis ancestros…
Sus ancestros dedicados al pastoreo como la mayoría del medio millar o quizás más de los pobladores que habitaban en la pequeña aldea, donde las casas se ubicaban un tanto distante uno del otro, jamás recibieron ninguna instrucción educativa. Eran obligados a pastar o forzados a trabajar en las haciendas bajo la orden del capataz, Sinforoso. Éste, con ojos dominantes y mirada furibunda, rostro ovalado y nariz prominente, de carácter irascible, cada vez que llegaba a la aldea montado sobre el caballo negro, que le aplicaba severos latigazos en las ancas, desplazándose frente a los sumisos aldeanos, increpaba:
—¡Ustedes, nacieron con el objetivo de ponerse bajo la orden del amo, los hijos de ustedes no tienen necesidad de ir a la escuela! ¡La educación es solo para los descendientes del patrón!, ¡vosotros viven para servir al señor! ¡A trabajar zánganos de…!
En la cercanía de la aldea, junto con los amigos, el pequeño apacentador sentado en prudente distancia sobre la pirca y debajo de la sombra de un viejo arbusto, con el bracito cruzado sobre el minúsculo torso, al ver este alboroto, se le estremeció el cuerpo. Temeroso, encogió los hombritos al oír la ofensa lanzada por el servil y despótico capataz,
Cuando Wamanchuri apacentaba la piara de ovejas, en fresca y apacible mañana, de pronto logró distinguir, lejano, a un extraño que caminaba directo a la aldea. El foráneo, detuvo su agotado paso, al ver alrededor suyo descubri. la presencia del pequeño pastor y decidió acercarse con el fin de saludarle. El piadoso corazón de Wamanchuri presentía algo extraordinario. Cuanto más se acercaba el desconocido, su ser se agitaba, le vibraba el cuerpo, no porque sea de frío o de susto, sino porque se sentía atendido, que le daban importancia. En otras ocasiones los extraños que llegaban, en seguida se volvían sin tomar en cuenta ni consideración a los niños de la aldea.
Al hombre ignoto de contextura mediana, que aparentaba tener 25 años, el sombrero negro de alas cortas le cubría su cabeza, el capote verde olivo, el pantalón del mismo tono, ajado por el tiempo y el uso, los negros zapatos, empañados de polvo, arrebujaba su cuerpo enjuto. Cuando llegó frente al ovejero, sonriendo le tendió su ancha mano, él dudó por unos segundos, que le parecía interminable. Nervioso, no sabía con qué mano corresponder el afable saludo de aquel hombre, que con tono animoso preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Me llamo… Wamanchuri —contestó turbado y voz temblorosa, bajó la mirada y meció de un lado a otro su vieja vara de eucalipto sobre los pastos frescos.
—Sé lo que significa tu nombre, —le dijo en tono afable, y continuó— el mío es Amaru — soltando un gesto de confianza, prosiguió la apacible plática:
—Sabes, he venido aquí, con el fin de construir la escuela, me designaron como maestro para enseñar a los niños de tu aldea. —Wamanchuri, que oía con suma solicitud, de modo espontaneo y agitado, no vaciló en abrazar a aquel desconocido, que más adelante sería su maestro.
Cuando el sol se hundía en el horizonte y la cálida tarde ponía fin a la placentera platica, decidieron regresar a la aldea. El violento viento golpeaba el rostro del futuro alumno y del flamante maestro. En medio de la estepa, sombría y silenciosa, la multitud de lúcidas estrellas, la luna pálida, que de pronto aparecía en los hondos huecos del cielo, adornado de escasas y suaves nubes como copos de algodón, eran testigos del afortunado encuentro de aquellos dos seres que el destino les había alineado en su camino.
Al día siguiente, el rocío, tieso, brillaba sobre los pastos verdes. Los patos silvestres y las aves canturreaban, despertando a los aldeanos. Las pequeñas ovejas balitando me-me-me buscaban a la madre, estas acudían rebosantes para amamantarlos. La primera luz del sol se desplomaba sobre la gélida aldea.
Los aldeanos, realizaban una decisiva asamblea, entre acuerdos y discrepancias. Uno grupo se oponían a la construcción de la escuela, exponiendo razones sin fundamento alguno. Uno de ellos, que objetaba o discutía por alguna generosa acción para el beneficio de los habitantes de la aldea, increpó al nuevo maestro y le habló en tono displicente:
—¿Para qué necesitamos una escuela? Somos gente del campo y laboramos para nuestros amos, ellos que escriban y lean, nosotros vivimos de nuestro trabajo, ¿Para qué enviar a la escuela a los hijos? Ellos siguen nuestros pasos como ha sido siempre…de hace tiempo…
El maestro, ecuánime, sin alterarse, pero sorprendido de oír argumentos tan frágiles, lanzó un hondo suspiró, observó con extrema compasión a cada uno de los aldeanos. Sereno, impuso su autoridad y decidido hablo con voz penetrante:
—El Comité Distrital y Regional, por Asamblea General Extraordinaria, dispuso que los niños de esta aldea, de inmediato, deben ser educados, con ese objetivo me enviaron aquí. Los que estén de acuerdo con este mandato, mañana empezamos a construir la escuela. Y los que no desean, pueden continuar con sus labores cotidianas, al fin y al cabo, más tarde que nunca, comprenderán el esfuerzo que hoy iniciamos a erigir el futuro luminoso de vuestros hijos. —de este modo, dio por concluido su convincente y breve intervención.
El maestro, de regreso, por el camino polvoriento, cavilaba “la decisión de pocos hombres conscientes, es decir, la calidad, mas no la cantidad, está al servicio de la sociedad, para transformar el futuro de la comunidad”. Al día siguiente, al frente de su casa, se presentó un reducido grupo de aldeanos cargando los azadones sobre el hombro. Junto con el nuevo maestro, con fervor y resueltos, marcharon al lugar indicado. Todos los días, por la mañana, con tesonero esfuerzo, sobreponiéndose al cansancio a veces olvidándose de comer, adobe tras adobe, levantaban los modestos muros, colocaban las vigas, las ventanas y las puertas. Semanas después, afloraba la flamante escuela.
***
A todo esto el tiempo corrió como una angustiada gacela. Circulaban comunicados, avisos, anunciando la inauguración de la renovada escuela, de amplios patios y salones. Se enviaban telegramas a los ex alumnos, ex maestros, que se encontraban lejos de la crecida, y anchurosa aldea. Alguno de ellos respondía con saludos y felicitaciones por tan importante acontecimiento. Durante días los directivos deliberaban, con intenso ardor, designar el nombre adecuado para el nuevo centro educativo.
Un día antes de la inauguración llegaron los invitados de honor, ex maestros y alumnos, entre ellos, Wamanchuri, ahora destacado pensador, especializado en ciencias sociales y filosofía, enseñaba en una de las universidades de mayor prestigio del país, además solicitado y requerido para dar conferencias en diferentes instituciones. De igual manera, a este magno evento, entusiasmados, concurrían los sencillos pobladores.
Los invitados, toman sus respectivos asientos. La concurrencia, apurados, acuden en masa al trascendental acontecimiento para toda la aldea. Al llegar al flamante auditorio, buscaban un lugar donde sentarse con comodidad. Uno de ellos, Wamanchuri, mira con agudeza, ora aquí ora allá, para ubicar al maestro que deseaba verlo de hace mucho, mucho tiempo, pero el agitado y absorto trabajo se lo había impedido.
Antes del inicio de la ceremonia de inauguración, Wamanchuri, de nuevo, se puso de pie. Con los almendrados ojos, ansioso, miraba el auditorio de extremo a extremo. De pronto, vio a un anciano caminar con lentitud, auxiliado por el bastón. Su rostro estaba surcado de imperceptibles arrugas por el transcurso del inexorable tiempo, tenía el cabello cenizo. Su corazón se estremeció, como cuando estaba en el páramo de aquel tiempo lejano cuando lo vio por primera vez. Reconoció a su entrañable preceptor, quiso correr para abrazarlo, pero se contuvo. Espero que tomara asiento, cerca de la última fila del auditorio,
El discípulo estaba en la orilla opuesta, dos filas más adelante. De vez en cuando tornaba su cerviz para verlo, y cada vez que lo veía, su corazón latía, colmado de emoción. Veía a su maestro, cual hombre que ya llevaba los años sobre el hombro, pero a pesar de todo advertía que seguía siendo el mismo maestro que trasmitía paz, solidaridad, sencillez y sensibilidad humana. Jamás se olvidó de estas cualidades de su tutor que ahora estaba, después de largo tiempo, muy cerca de él.
El Director y algunos invitados, en plena inauguración, propusieron, con elección, que nombre elegir para la reformada escuela. Los presentes, proponían nombres de sabios, científicos, escritores, todos ellos, en su mayoría extranjeros y, un número reducido de personajes tan importantes del país, de la región o del mismo lugar.
Wamanchuri, con paciencia, escuchó todas las mociones para elegir el nombre que llevaría la escuela. Giró la cabeza y, con aquellos ojos grandes, vio a su mentor con profunda gratitud. Otra vez quiso correr para abrazarlo. Se contuvo una vez más. Se incorporó y pidió la palabra. En ese instante recordó la voz de su maestro, cuando pidió ayuda a los aldeanos para construir la escuela, su corazón embalsado de emoción y con voz palpitante, hablo:
—He escuchado con suma atención todas las sugerencias del posible nombre que debe llevar la escuela, hay un adagio que dice: “Nadie es profeta en su tierra”. Algunos de los presentes aquí, en este nuevo y magno auditorio, propusieron nombres reconocidas personalidades pero... los nombrados, en su mayoría, son hombres extranjeros, es más, no han tenido el orgullo, en el buen sentido de la palabra, se sugerir a hombres connacionales; de la región ni mucho menos se acordaron de algunos intelectuales importantes que se sacrificaron por sacar adelante a nuestra aldea, yo, pregunto:
—¿Los nombres aludidos, en su mayoría, de hombres ajenos de nuestra realidad, que han hecho por nuestra aldea? ¿Han sacrificado su tiempo su vida para el bien de todos los alumnos y nosotros los aldeanos? ¿Merecen llevar su nombre de este flamante centro educativo que en el pasado se construyó con tanto esfuerzo? Pues hoy es el momento oportuno de revertir este viejo proverbio reseñándoles nuestra propia historia, la historia de nuestra vieja escuela que parece que lo han olvidado por completo. Porque una aldea sin memoria no tiene historia. —El auditorio se hallaba en silencio sepulcral y el viejo maestro miraba, ha aquel, con circunspección y ánimo, sin llegar a reconocer al alumno. Wamanchuri, continuó disertando con voz pausada:
—Algunos años atrás, en nuestra aldea, los habitantes vivíamos en completo analfabetismo, en aquel entonces, se presentó el maestro para construir la primera escuela ubicado en la periferia y en la falda del cerro, distante de nuestras moradas. A pesar de la oposición de la mayoría, fueron pocos los aldeanos que, con tesón y entusiasmo, levantaron las rústicas paredes, colocaron la ventana, la puerta y el techo. Luego, nosotros los alumnos, ninguno se quedaba en casa. Íbamos alegres, nadie nos obligaba ir a la fuerza. El profesor, sonriendo cada mañana, venía a cada una de las viviendas, alentándonos, nos llevaba al plantel. Por el camino, en coro entonábamos canciones nuevas que no habíamos escuchado antes. En tiempos de lluvia él marchaba primero. Para tener que pasar un riachuelo, él nos cargaba en sus nervudos hombros y en sus fuertes brazos para no toparnos con el agua helada. Sacrificaba su salud por nosotros. No sé cómo pudo soportar la inclemencia del frío, tan solo por vernos sonreír. Nos enseñaba con esmerada atención. Nuestros asientos eran de paja que él mismo recolectaba muy temprano por la mañana. Nos sentábamos uno junto al otro, hombro con hombro para trasmitir el calor que necesitábamos. El lápiz lo partía, con cuidado y equidad, en dos para que todos los alumnos tuvieran la oportunidad de escribir en los cuadernos desgastados. Agarraba nuestras pequeñas manos y nos enseñaba a escribir las primeras vocales, a deletrear las primeras silabas, las primeras palabras, las primeras oraciones. Cuando no respondíamos a sus expectativas, con estoicismo volvía a aleccionarnos con cariño paternal ¡Que voluntad, altruismo y solidaridad de aquel maestro!
Mi maestro, citaba que la educación no es un servicio, sino un derecho, nos recalcaba, que la educación debe ser integral y, que el conocimiento está al servicio para la comunidad. Con la fuerza del conocimiento y sabiduría se protege a los débiles y se trasmite a los que carecen de ella. Aquel maestro entregó su vida, sin egoísmo, por el futuro de cada uno de sus discípulos.
¿Es que no somos gratos con el primer maestro que nos forjo y formo para el desarrollo personal de los alumnos y por ende el de nuestra aldea? Esta es nuestra real historia de aquella primera vieja e inolvidable escuela y del maestro entrañable. Por lo tanto, mi sugerencia es que, la flamante y reconstruida escuela lleve el nombre de nuestro maestro, en reconocimiento, distinción y homenaje a Él. —volvió la mirada hacia el querido mentor, a su amado maestro, continuó hablando:
—¿Qué mejor reconocimiento en vida se le puede ofrecer al preceptor? De aquel maestro del que les hablo, está aún aquí, entre nosotros. Mi proposición es que, la escuela debe llevar su nombre —hizo una pausa y pronuncio el nuevo nombre de la escuela:
—¡AMARU! — El maestro, al escuchar su nombre, del auditorio surgió una salva de resonantes aplausos y él no pudo contener las lágrimas, su rostro se hundió en el reverso de sus plegadas manos que se apoyaba sobre el cayado,
Al terminar su intervención, fue con paso ligero al encuentro con su querido preceptor, cuando se acercaba, éste, recién pudo reconocer al discípulo. El corazón del maestro y discípulo vibraban de emoción y con un enorme abrazo esperado por tanto tiempo estaban juntos otra vez, Amaru, el Dios de la sabiduría y Wamanchuri, el hijo del halcón. La escuela llevará su nombre, hasta la posteridad.
El Pichuychanca Chiquian 27 de julio del 2016
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