Los manantiales (puquiales) de mi pueblo.
Gracias a la Pachamama que de su entraña; de la cumbre de los cerros, de las hondas quebradas, de las vertientes y de las periferias del pueblo, nacen los milagrosos humedales y, como resultado, hace mucho, mucho tiempo que manan sin cesar los próvidos y apacibles manantiales. El agua clara que se desliza cuesta abajo moldea alegres riachuelos.
A lo largo de los siglos, a su debido momento, llega la estación lluviosa. Sombríos y densos nubarrones, impulsado por el viento, se desplazan con lentitud, oscurece y cubre todo el espacio sideral, intimidan. De pronto, comienza a esparcir finas gotitas de agua, la garua, en seguida, con severidad, torrenciales lluvias sobre la inquebrantable cresta de los nevados y de los arcanos cerros; humedeciendo los desfiladeros, prados, vertientes y los valles del pueblo.
¿Quién no ha ido a los manantiales (puquiales) a acarrear el agua, con el balde acerado de color gris o blanco, jarras y urpus, desde muy temprano, en hora matinal, antes de aparecer la luz dorada del sol? o ¿en tarde cálida, cuando el sol en pleno ocaso, con su alicaído rayo amarillo dibujaba siluetas de todo tipo? ¿Cuyo atardecer, acaso no embellecía aún más el panorama del pueblo?
Resoplando, remontábamos peldaños empedrados e inclinadas calles, tras 3, 4, 5 viajes con el propósito de traer el agua del puquial. A veces, cruzando las arterias colmado de resbaladizos charcos y empapados en la época de lluvia, hasta llenar la tina de regular tamaño, que era el acopio del líquido elemento, ubicado en el sombrío rincón de la cocina.
Mi madre, meditaba sobre aquella tina llena de agua como si se acoquinase y sentir fascinación a la vez. Gozaba de tener al frente de ella, aquel líquido, fuente de vida. Lo consideraba como si fuera su riqueza más venerada y preciada.
Mi madre me pedía:
—¡No arrojes desperdicios al agua!
Cuando iba por el agua, a aquel Puquial de Parientana, recuerdo que me decía y advertía:
—-¡No tumbes el balde, no desparrames el agua!
Cuando estaba de vuelta con el balde lleno de agua, acunándome entre sus cálidos abrazos, con tono angelical, me susurraba:
—El agua es como una madre
Luego, con voz suave pero con autoridad, me comunicaba, enseñándome, a tener más conciencia sobre el agua, hablo:
—Tú, por lo tanto, debes comprender y entender que el agua también es tu madre
Después de una dura jornada en el campo, los campesinos están agotados, con los labios resecos, inflamados a consecuencia del sol abrazador, musitan o claman ¡Agua! ¡Agua! Para aplacar su sed, el agua que bebe sorbo a sorbo, aquel campesino, aquel labrador, con profundo regocijo, provienen de esos Puquiales de Oro Puquio y Parientana.
En cierta ocasión, cuando era un infante, siempre, siempre estuve al lado de mi madre, le escuché pronunciar una frase que se me quedó grabado para siempre, decía:
—Ese Puquial de Parientana, de donde traes el agua, es el corazón de nuestro querido pueblo.
Cuando viajo en ocasiones a mi patria chica querida visito aquellos manantiales rumorosos, entonces, recuerdo las frases sabias de mi madre, y veo su tierna imagen a través de su agua cristalina.
En los puquiales de mi pueblo, el agua bisbisea, nos habla a través de los monótonos sonidos. Cuando se desploma entre las piedras, forma y abre su propio cauce cuesta abajo. En los puquiales de mi pueblo, el agua es transparente, refleja pureza, limpia el corazón y encontramos sosiego. En los puquiales de mi pueblo, acuden a la orilla todas las aves, todos los animales para saciar la sed. En los puquiales de mi pueblo, hay vitalidad, energía y vida. De los puquiales de mi pueblo el agua es más exquisita que el de las cañerías. El puquial es el corazón de mi pueblo. El puquial de mi pueblo, nos ayuda a regar los sembríos. Del puquial de mi pueblo con el agua se elabora el adobe y el tapial para construir la casa. A fin de cuentas, todos, todos acuden al puquial de mi pueblo. ¿Qué sería de todos nosotros si nos faltaran los manantiales, los puquiales? ¡Me niego a imaginarlo!.
No deseo, no permitamos, que el puquial sea manchado, ensuciado, envenenado, contaminado por la mano del hombre codicioso e irresponsable, entonces habrá llegado la muerte silenciosa para todo nuestro pueblo.
El Pichuychanca.
Chiquian, Calle Tarapacá. 11 de junio 2016
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