Cuando por la mañana, de lunes a viernes, salía gozoso de la casa materna ubicada en la empedrada calle Tarapacá, con el objetivo de partir derrotero a la querida escuela de don Josué, el Director, de manera ineludible desfilaba por la tribuna sur del estadio de Jircan, hasta ese entonces, incierto para mis nacientes 6 años de edad.
Al pasar por la frontera del estadio, cubierto por un muro ancho hecho de adobe y de regular altura, curioso, detenía mis pasitos mesurados por el intenso deseo de saber lo que más llamaba mi atención: alcanzar el inalcanzable e intachable par de ventanillas, de forma ovalada, y ver lo que había detrás de ellas.
De este lugar —el estadio de Jircan— a mi morada, en el caluroso mes de julio, en el festivo mes de agosto y de octubre, cada fin de semana, alcanzaba oír el destemplado e intermitente bullicio de un entusiasmado gentío. A mi corta edad ya me imaginaba que eran los fanáticos del futbol, alentando al equipo de su simpatía.
Uno, dos... años después, paso a paso me fui familiarizando con este bucólico recinto. A unos metros antes de llegar a la entrada principal del acogedor estadio, al costado, en la calle inclinada, había un terreno, atractivo y llano, cuya superficie era como un tapiz de color marrón que vertía un intenso olor a estiércol de vaca, pulverizado. En este espacio de grato entretenimiento que me parecía correr sobre una alfombra de algodón, desafiante, bullanguero e impetuoso, jugaba futbol con los amigos de la infancia.
En el transcurso del disputado encuentro en el que participaba con ahínco, percibía las actitudes y emociones espontáneas propio de un infante retozón; de los cándidos abrazos con diminutos brazos, el contacto, el rozamiento ligero con los menudos cuerpos para proteger, acariciar y dominar la escurridiza pelota de jebe ya sea con el piececito derecho o con el piececito izquierdo. Luego sonrisas por el triunfo, enojos y lloros por la derrota. En fin, después de todo me sentía tan cerca y tan jubiloso con los caros amigos de mí venturosa inocencia.
Terminado el reñido partido, los noveles futbolistas del futuro, hacíamos una colecta, centavo tras centavo, monedas sustraídas en secreto de nuestro sacrificado ahorro, en mi caso, resguardado por mi madre —ahorro por la comisión de la venta de periódicos y de las propinas que me daban de vez en cuando los parientes cercanos— y junto con aquellos amiguitos que no podían aportar la cuota por alguna circunstancia desconocida para mí, todos, absolutamente todos, con el rostro húmedo, la frente perlada y oliendo a estiércol de vaca, en compacta y alborozada camaradería, sedientos, nos dirigíamos rumbo a la austera tienda de la señora Jesusa, mujer gordinflona de lento desplazamiento, con el propósito de comprar una jarra grande repleta de la sabrosa y refrescante chicha de jora.
Entre los 10, 12 exhaustos deportistas, sentados al borde de la vereda empedrada y pegados hombro con hombro, degustando la exquisita chicha, en eterna plática, acalorados y alzando atronadoramente la voz cual bandada de tiernos loros en pleno vuelo y de bullicioso cotorreo se comentaba del intenso encuentro de fútbol.
Uno de los chiuchis*, no conforme con el resultado, hablaba con vocecita chillona:
—¡Shay!,** por suerte nos ganaron.
—pero ganamos.
—y esa huachita que te hizo...
—fue un champazo***
—te hizo huachita y te quedaste picón, eso es, ¡picón!
—¡ya... ya... basta de hablar!
Y así, iban y venían los ardorosos comentarios al término de nuestro deporte favorito. Animados y en camaradería, cada uno con su vaso, compartíamos con delicia, sorbo a sorbo, la refrescante y milenaria bebida.
En el grupo de infantes retozones, había uno que resaltaba por su singular afición y querencia por doblar, en perfecta armonía, la tinya y el pincullo, instrumentos divinos y tradicionales del Perú Profundo. El precoz músico de rostro atezado como la corteza de la leña expuesta al sol, se llamaba Flavio. Con la baqueta de huaromo, consentida por su mano yerta, hacia vibrar la tinya con hondos y sordos sonidos agudos, marcando el ritmo de la melodía que el viento sereno del atardecer arrastraba hasta nuestros lozanos oídos. Del pincullo, entre sus fríos y húmedos labios, los movedizos y hábiles dedos sobre los agujeros, ondulaban sonidos, armoniosos y graves como el canto sonoro de los cisnes enamorados.
Cuando la serena tarde llegaba a su fin y empezaba la oscura noche, agazapado como un gato esperando lanzarse en el momento oportuno sobre su presa, el ratón, o con cualquier otro pretexto ingenuo, yo, huía o salía de la casa materna trayecto al estadio de Jircan. Lugar de encuentro, previo acuerdo con los amiguitos del barrio.
En apacibles noches, mimados por una multitud de luminosas luciérnagas, por el lunar albino del vasto cielo oscuro, e imaginando la época de carnavales; al son del melódico y sonoro pincullo, el repiqueteo constante y acompasado de la tinya ejecutado por nuestro predilecto y precoz músico, detrás de nosotros, arrebatados y festivos, enlazando nuestros minúsculos brazos, codo a codo, calcando a las personas mayores, íbamos por todo el ceniciento perímetro del estadio, bailando con garbo y cantando a todo pulmón numerosas canciones y una de ellas, que recuerdo con persistencia, es esta inolvidable comparsa del carnaval chiquiano... : —Esta será/ o no será/ la casa/ que yo buscaba / tal vez vengo muy…
En mis largas estancias en la patria chica querida, de estos 5 últimos años, he visitado el anacrónico y evocado recinto, desdeñado por los miembros de la comunidad campesina y despojada por el violento tiempo. Me perfora el alma de intensa pena y de dolor, de ver cómo las paredes de adobe, sin las ventanillas ovaladas que en mi infancia los veía con mucho aprecio y curiosidad, poco a poco, se caen, se caen a pedazos como si me estuvieran arrancando una parte de mi existencia.
En medio del sombrío y recóndito silencio, embargado por la añoranza, en mi soledad he vuelto a transitar los sectores de su superficie, cascajo y ceniciento, por donde corría, con fervor, con pundonor, tras la pelota de cuero de 32 paños, defendiendo con arrebato los colores de mi querida escuela. Y en mi adolescencia, la selección del CCB y al Club Atlético Tarapacá.
***
El estadio, las plazas y los parques, lugares adecuados para solazarse y congeniar de manera saludable con las amistades de toda edad, hoy en día se encuentran desiertos, silenciosos y sin vida, ausente de críos inquietos. Los niños de hoy ya no acuden a estos espacios para corresponder la naciente y franca amistad que surgen en edades tempranas, y sin duda, para no olvidarse nunca jamás. Han perdido el sentimiento de camaradería y de solidaridad para compartir un vaso de chicha de jora, ya no se miran a los ojos inocentes llenos de asombro, ira, jolgorio, no tienen contacto con los calurosos bracitos imberbes para abrazarse festejando un gol, disfrutar de algún otro juego infantil o de una incauta aventura. Percibo al niño de hoy, más solitario, individualista, egoísta y autómata porque supone que se divierte, feliz, frente al frío celular que no guarda ni trasmite la misma emoción y actitud natural de un niño de su misma edad. En nombre de la democracia y la tecnología, en posición de una minoría, el mundo y los humanos cada día se resquebrajan.
El pichuychanca.
Chiquian, 9 de mayo 2021
(*) Chiuchis= pequeños, infantes, niños.
(**) Shay= amigo.
(***) Champaso= suertudo.
Las siguientes fotos corresponden a los hermosos atardeceres, recordando mi infancia, de mi querido Chiquian...
El pichuychanca.
Chiquian, 9 de mayo 2021