Ensimismado, en silencio y quieto, de la vereda angosta de la calle 2 de mayo, contemplo la centenaria Plaza Mayor, adornado de 4 benévolos árboles. Su plantación histórica no cuenta con una fecha exacta. El fresco atardecer comienza a declinar con inusitada lentitud.
Mientras la interminable llovizna, desplomándose de nubes desencajadas, se hunde en el suelo de la calle y del copioso jardín de la plaza. De la acera, logro ver a un conjunto de personas de heterogénea edad; cobijado debajo de la generosa copa del árbol, de tallo grueso, ladeado. Platican con ánimo quien sabe sobre qué asunto. Apreciando los pinos ornamentales sembrado hace pocos años, advierto la renovada y acogedora glorieta, y en mis pensamientos pensando en la remota pileta que sin respetar su invaluable riqueza patrimonial, fue suplantada por otra, banal y de menor importancia.
Durante el tiempo que observaba la perfecta iglesia, las modernas construcciones junto a las casas antiguas, en ese trance, los recuerdos infantiles me fluía a borbotones cómo el inagotable manantial de Parientana, en época de lluvia. En mi memoria resucita los primeros días de noviembre y de inmediato, recuerdo cuando en una oscura tarde, vi a mi madre, jubilosa y ataviada de un florido delantal de color verde, dirigirse hacia el balsámico jardín llevando en su tersa mano una torre de vasos pequeños y con la otra un badilejo de albañil. Con pasitos discretos, yo, iba tras de ella. Para ese entonces ya tenía 6 o 7 años de edad.
Al llegar al costado de la copiosa rosaleda y en el momento que el manzano proyectaba una sombra extendida y mortecina, con destreza se puso de cuclillas, en seguida y a toda prisa, empezó a echar la tierra húmeda en cada minúsculo recipiente, y antes de llenarlo por completo, yo, curioso y atento, advertía de cómo se lavaba con celeridad las manos ateridas en el lavatorio colmado de agua. Se secaba con una tela limpia y en seguida lo introducía en el bolsillo del impecable mandil de dónde extraía las semillas del trigo. Ella, mi madre, pensativa y en religioso silencio como si estuviera orando a alguna divinidad, observaba a los granos posados en la concavidad de la palma de su mano, Luego, tarareando una alegre cancioncilla navideña, lo plantaba con delicadeza y devoción.
Con la inocencia infantil, le pregunté con tono de curiosidad:
—¿Por qué siembras el trigo en los vasitos? —ella, alzó la cabeza de cabellos negros ligeramente rizados y pendidos sobre su blanca cerviz, y los dulces ojos negros posados en su rostro angelical los clavo sobre los míos, y con suave sonrisa me respondió con voz maternal:
—Hijo mío, estas hermosas semillas brotarán en 20, 25 días, nos será de suma utilidad para adornar el bonito nacimiento que armaremos entre tú, mi benjamín, tus hermanos y yo.
—¡Nacimiento! —grité a todo pulmón.
Por esos azares de la vida, después de muchos, muchos años estoy aquí, en la hermosa tierra natal dónde dejé mis pasos infantiles ahora borrados por los ásperos otoños y de bruñidas primaveras. De repente, en mi memoria otoñal, con cierta nostalgia, gimen los villancicos de mi época de infante y salta la imagen de los acontecimientos ocurridos en la flor de mi vida, de niño inocente, del bullicio y del festivo mes de navidad.
Recuerdo de los mudos y serenos amaneceres cuando observaba los primeros pimpollos del trigo, colocado en el alfeizar de la ventana, y oía el alegre canto de los pájaros posados en la rosaleda, en el manzano o en la cornisa de la casa materna. Evoco las ligeras garuas en el apacible atardecer que al contacto con el sediento suelo, de inmediato, manaba aroma a tierra mojada. Desentierro ocasiones de esas noches claras sin luna, cuando las calles idílicas, de pronto, se convertían en evidente regocijo. Los chiuchis* retozones, que llevan la luz de bengala, aferrado por su manita yerta y excitados por el entusiasmo, desfilaban con pasitos contenidos ora aquí, ora allá. A veces sin importarles los apagones y arriesgando su integridad física, seguían corriendo en plena oscuridad. Cuando les alcanzaba el cansancio detenían sus pasos cansados, entonces, relucían como auténticas e inmensas luciérnagas en medio de la tiniebla de la angosta calle.
Chiuchis traviesos con el delgado y minúsculo cuetecillo, —el rasca pie, vaya a saber uno, por qué le pusieron ese curioso nombre— sostenido entre sus enanos dedos lo prendían rozando veloz contra la pared de cemento o sobre la piedra que se topaba en su juguetón y bullicioso andar, y en un santiamén, sin temor alguno, lo colocaban entre las palmas de su manita inquieta y en un abrir y cerrar de ojos lo movían de un lado a otro a una velocidad inaudita. El rasca pie reventaba en el interior de las minúsculas manos como las canchas (el maíz) en el tiesto tiznado colocado sobre el fogón ardiente. ¡Qué heroísmo, que satisfacción ver, con los ojitos desorbitados, el pechito vibrando y la carita pálida, las palmas levemente chamuscadas, oliendo a pólvora! Por otro lado, los padres junto con sus retoños, con afán y enorme fervor religioso, escuchando alegres villancicos, engalanan la casa con luces de intermitentes y múltiples colores y con papeles, diseñados y fosforescentes, alusivos a esta fiesta navideña. De igual modo, las tiendas tanto de las calles principales como de La Plaza Mayor amanecían engalanados gracias a los entusiasmados propietarios.
En las primeras horas de la mañana del primer sábado de diciembre con mis hermanos, Erich y Perching, pertrechados de una parihuela, la barreta y el azadón, en proporción a nuestras fuerzas y tamaño y además acompañados por un mar de brumas blanquecinas, ya estábamos en marcha, cuesta abajo, por el camino estrecho y cascajo junto al rumoroso riachuelo, trayecto a la periferia, lejos del pueblo, donde ya reverdecía la grama en la chacra abandonada, justo al costado del cementerio. En este lugar, reinaba un silencio absoluto. Esta afonía me causaba cierto temor que hasta mi cuerpo infantil se estremecía por estar al lado de la postrera y eterna morada de los difuntos.
Sin perder el tiempo y con ahínco, hundiendo y palanqueando el azadón y la barreta, doblando nuestra cintura menuda como flamantes bisagras, nos disponíamos a arrancar la naciente hierba verde de la tierra mojada. Pasto que se usará para ornamentar el anhelado nacimiento. Concluida esta esforzada faena y a la vez placentera por armar el pesebre y celebrar la navidad, entre los tres lo colocábamos sobre la parihuela. Luego en previo acuerdo y por turno, extenuados, sudorosos y descansando cada cierto trecho, los pedazos de grama de regular tamaño era transportado a la casa en 2 o 3 viajes.
Mi madre, ya lo tenía todo listo para armar el esperado nacimiento. La jefa de familia, mis hermanos y yo, con sumo cuidado, poníamos la grama húmeda sobre el amplio escritorio que ya se hallaba protegido por entero con los papeles reciclados, fundas de plástico y el hule grueso. Pupitre, donde cumplíamos con las tareas escolares cada fin de semana.
Luego de haber desempolvado con extrema minuciosidad los numerosos íconos, los adornos y demás parafernalias, guardados en la navidad del año anterior en amplios cajones de cartón, ahora en faena colectiva, con mis hermanos, de nuevo lo íbamos colocando sobre el verde pasto en la zona que a cada uno de nosotros nos parecía que debería estar mejor ubicado, pero a veces no había un acuerdo común y se iniciaba un tremendo alboroto, instante que mi conciliadora madre intervenía para apaciguar nuestros caprichos infantiles. Agarrando con blandura el icono disputado miraba a cada uno de los hijos de rostro desconsolado, con honda ternura y sonrisa sin par, en tono de aplacar el áspero conflicto, nos decía:
—Hijos míos, les pido por favor que me permitan situarlo... aquí, ¿qué les parece, están de acuerdo? —al ver sus ojos que derramaba inmenso amor y afecto, callados los 3, y moviendo nuestra cabecita rasurado a medias, asentíamos su decisión. Y por último, los crecidos y lozanos capullos del trigo, sembrados con tiempo, eran colocados en el contorno del pesebre que le daba un tono más llamativo, festivo y natural.
En el pesebre, la cumbre de los cerros figuraba cubierto de nieve y por las faldas inclinadas se hallan los mansos corderos y las intrépidas cabras. Por los barrancos y quebradas surcan los ríos. En la llanura posan los árboles, gente sencilla de a pie, gente montado sobre el lomo del camello, puentecitos, casitas lejanas, los pastores llevan presentes sobre su recia espalda al recién nacido. Por último galopando por caminos serpenteados los reyes magos sobre tres orgullosos caballos siguiendo a la luminosa estrella de Belén. En el portal de la sencilla cabaña, ubicado debajo del cerro, con José y María, colmados de felicidad, acompañados de la vaca y el burro, ven al niño Jesús de rostro color de rosa rosado. El nacimiento era la obra de mi madre.
Por otro lado, en la vida real, niños y adolescentes avispados, azotados por el inclemente frío y antes que el día entre en su esplendor, de sus casas marchan presurosos por las calles aun en tinieblas rumbo a la iglesia llevando a su hermoso y domesticado animal, el gallo cantor y al corderito inquieto. Tiritando atraviesan el colosal portón con el propósito de acomodarse en la nave central, los costados y a su debido momento oír la misa de gallo en silencio sepulcral pero eso era un imposible.
La ceremonia empezaba a las 5.30 de la mañana cuando el nuevo día rompía el alba por completo. Cuando el cura disertaba el sermón de navidad, de pronto, los gallos cantores, alargando el pescuezo, lanzaban dilatados cantos corales y de los recodos del templo surgía el eco respondón. Por otro lado, se oían los balidos de los corderitos llamando a sus madres. Concluida la ceremonia religiosa, personas viejas, adultas, jóvenes y niños salían lentamente entre lamentos, barullos y empujones, y en las afueras de la casa de Dios recobraba el bullicio infantil. Los pequeños amos de los gallos ya estaban averiguando a los contrincantes para hacerlos pelear, ya sea en la glorieta de la Plaza Mayor o por los rededores de la antigua pileta.
De la gama de imágenes que adornaban el tradicional nacimiento había uno que me atraía, que me identificaba con él. Era un pastor de ojos negros, alto, robusto, calvo con ralos cabellos en los costados y detrás de la cabeza. De sus anchos hombros que llevaba un corderito, pendía una especie de alforja colmado de presentes.
Cada mañana, prendía el tocadiscos para escuchar alegres canciones navideñas del disco de vinilo de larga duración (Long play) de los niños cantores del colegio Manuel Pardo de Chiclayo. Al son de esta cancioncilla... Vamos pastores vamos/ vamos a Belén/ a ver que nace el niño/ la gloria del edén ... con tiento, me acercaba al pesebre, agarraba con mucho cuidado al icono de mi preferencia y, como si fuera una delicada rosa, lo adelantaba día tras día, como si hubiera caminado por la hierba verde, dejando atrás a los demás íconos, llegando el día 24 muy cerca de la sencilla cuna del niño Jesús, delante de Melchor, Gaspar y de Baltazar que transportaban como presentes la mirra, el Incienso y el oro. Transcurrido el día, ya por la noche, luego de la cena navideña, vencido por el sueño, a las 9, 10 de la noche, me iba a dormir con ansiedad y a la vez con la esperanza de recibir algún regalo.
Al día siguiente, 25 de diciembre, al despertar, luego de un largo y reparador sueño profético, para el júbilo de cada uno de nosotros, mis hermanos, recibíamos cartas, postales y sencillos presentes, pero para mí, de modo particular, de incalculable valor emocional y espiritual, y creyendo yo, que los enviaba el gordinflón de papa Noel o de quien tanto simpatizaba, del pastor bonachón y calvo. Más adelante, ya más grandecito, para mi asombro, descubrí que los presentes no eran de estos dos personajes que tanto los aprecie en mi franca niñez sino por el contrario los obsequios era de parte de dos personas jovencísimas de carne y hueso, cuyos lozanos rostros aun no los tenía gravado en mi memoria, mis hermanas mayores y querendonas, Norma y Vicky, que ya estudiaban en la universidad tanto en Lima como en Chiclayo.
El Pichuychanca
Chiquian, Plaza Mayor, 13 de febrero 2022
*Chiuchis, se refiere a los infantes, niños.