jueves, 22 de julio de 2021

Hilando, en el ocaso del sol




La cuadra N° 4 de la calle Tarapacá, en donde yo residía, era uno de los más bulliciosos y amenos de mi villa natal. Desde la callejuela, la entrada de mi casa, a dos cuadras del estadio de Jircan, los días domingos por la tarde, advertía pasar a numerosos y entusiasmados simpatizantes para presenciar los  emocionantes encuentros de futbol. Después del enconado encuentro, frente a mí, transitaban eufóricos hinchas dando vivas con energía desmedida por el triunfo del equipo preferido. Y los fanáticos del bando contrario llevaban rostros desencajados, con la mirada en el piso velado, por la derrota.                 

Los jueves por la noche con el cielo sembrado de titilantes luceros, los gozosos sábados, por la tarde, días de ensayo de la filarmónica banda de don Florentino Aldave, cuando ejecutaban sonoras y acompasadas melodías, vibraban las lumbreras de las casas vecinas. Estos acordes complacía mi espíritu infantil y alborozaba el corazón de los curiosos oyentes de heterogénea edad.

Las madrugadas de soplo seco y glacial, no era impedimento para que los tejedores, don Cesáreo Minaya, Víctor Garro y Joaquín Aguirre, originen sonoros cánticos a los dormidos telares de donde surgían los hermosos ponchos, bayetas, alforjas y frazadas, al ritmo del sordo canto de los altivos gallos de cola convulsa y del cautivador trino de los encandilados pichuychancas.

Los honrosos horneros, con el rostro cárdeno, aun soñoliento, a la luz de la aurora, raudos, acudían al abrigador horno del señor Maturana, a fin de elaborar los variados y deliciosos panes. Cuando llegaba mi turno de ir a comprar las piezas para el desayuno, en las primeras luces del día, en el sepulcral silencio de la empedrada calle, de repente, observaba al panadero trasladando, sobre su descarnado hombro, la canasta, redonda y espaciosa, atiborrado del odorante pan. Yo, como un osezno glotón detrás de la madre osa, ansioso con el deseo de probar aquel pan caliente, le seguía hasta la tienda. 

Los fines de semana, por la tarde, cuando el fulgor ambarino del sol se hundía entre las tinieblas, la callejuela y la estrecha calzada se transformaba en absoluta algarabía. Los pequeños vecinos, varones y mujeres, encantados y en familiaridad, participábamos en los distintos y divertidos juegos infantiles. En la época de su respectiva temporada, unos se entretenían jugando con las canicas, la canga, el aro, el bolero, el runrún. Otros se animaban a saltar sobre la soga, a jugar a las escondidas, bata, mata gente, vóley y correr alborotados detrás de la pelota de futbol.


La mayoría de agitados pilluelos y pilluelas que nos divertíamos colmados de ventura, yo, advertía, de tarde en tarde, a nuestra querida y bondadosa vecina, la señora Bernita. Aquella noble mujer de pequeña estatura, emplazada en el canto del angostillo, apoltronada sobre una silla arremangada, cómo de costumbre, siempre ataviada del sombrero, blanco humo, cubriendo su cabeza, con el par de trenzas, prietas y difusas, que empezaban a nevar, meciéndose sobre los enjutos hombros, causado por el suave viento de la tarde y arrebujada por entero con el pañalón, tono azul, disfrutaba de nuestros pueriles esparcimientos e involuntariamente, con ojos risueños, nos “vigilaba”. A menudo se aproximaban dignas y aplicadas vecinas con el proposito de hacerle compañía. Agrupadas alrededor de ella y en amena charla, efectuaban las mismas labores que realizaba con mucho placer, el arte sin par, de hilar la lana de la oveja en celestiales ocasos del sol.         

Del ovalado cesto de carrizo, situado junto a ella, extraía el esquilado y límpido vellón de oveja. Ya entre los dedos de sus manos ateridas, colmada de talento, con prudencia, previniendo que se desgarraran, empezaba a escarmenar  y a estirar las fibras de la lana, hasta alcanzar una textura suave y un peso muy liviano. Esta nueva guedeja, lo volvía a estirar para una mejor fluidez del ovillado. Culminado este primer proceso, cogiendo la  materia prima, con sumo tiento, lo enrollaba alrededor de la delgada muñeca, la palma y los dedos, formado en media luna, quedando listo para el hilado.  

Oyendo los sonidos melódicos de la banda, el quejido quejumbroso de los telares, el alboroto de los infantes, percibiendo el efluvio embriagador de los crocantes biscochos recién horneados y el hermoso atardecer, mi estimada vecina, la señora Bernita, rebosada y tesonera, con sus hábiles dedos hacía danzar con mucha finura la phushkha, (el huso y la tortera) retorciendo el suave vellón, una y otra vez, obteniendo de este modo el deseado y perfecto hilado. 

De los patios, jardines y paredes de las casas vecinas y huérfanas surge un inaudito y cruel silencio. De inmediato, resucita en mi otoñal memoria la jubilosa vivencia infantil del ayer. Hoy, evoco con ingente pesar, a mi bienhechora vecina, señora Bernita, versada hilandera, cuando, en un instante de sosiego, me acunaba en su dulce y tibio regazo. A mis venerables vecinos que el más allá les tocado la puerta, y los demás entrañables moradores que partieron a lugares ignorados.     

El Pichuychanca  

Chiquian 20 de Julio 2021




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