La cuadra N° 4 de la calle Tarapacá, en donde yo residía, era el más bullicioso y ameno de la villa natal. Desde la callejuela, la entrada de mi casa, a dos cuadras del estadio de Jircan, los días domingos por la tarde veía pasar a una multitud de entusiasmados simpatizantes de un determinado equipo con el propósito de ver el emocionante encuentro de futbol con su enconado rival. Después, frente a mí, transitaban eufóricos hinchas dando vivas con energía desmedida por el triunfo del equipo preferido. Y los fanáticos del bando contrario, tenían el rostro desencajado, con la mirada en el piso velado, por la derrota.
Los jueves por la noche con el cielo sembrado de titilantes luceros, los gozosos sábados, por la tarde, días de ensayo de la filarmónica banda de don Florentino Aldave, cuando ejecutaban sonoras y acompasadas melodías, vibraban las lumbreras de las casas vecinas. Estos acordes complacían mi espíritu infantil y alborozaba el corazón de los curiosos oyentes de heterogénea edad.
Las madrugadas de soplo seco y glacial, no era impedimento para que los tejedores, don Cesáreo Minaya, Víctor Garro y Joaquín Aguirre, originen sonoros cánticos a los dormidos telares de donde surgían los hermosos ponchos, bayetas, alforjas y frazadas, al ritmo del sordo canto del altivo gallo de cola convulsa y del cautivador trino del encandilado pichuychanca.
El honroso hornero, con el rostro cárdeno, aun soñoliento, a la luz de la aurora, raudo, acude al abrigador horno del señor Maturana, con el fin de elaborar los variados y deliciosos panes. Cuando llegaba mi turno de ir a comprar las piezas para el desayuno, en las primeras luces del día, en el sepulcral silencio de la empedrada calle, de repente, observaba al panadero trasladar, sobre su descarnado hombro, la canasta, redonda y espaciosa, atiborrado del odorante pan. Yo, como un osezno glotón detrás de la madre osa, ansioso con el deseo de probar el primer alimento del día le seguía hasta la tienda con el propósito de comprarlo.
Los fines de semana, por la tarde, cuando el fulgor ambarino del sol se hundía entre las tinieblas, la callejuela y la estrecha calzada se transformaba en absoluta algarabía. Los pequeños vecinos, varones y mujeres, encantados y en familiaridad, participábamos en los distintos y divertidos juegos infantiles. En la época de su respectiva temporada, unos se entretenían jugando con las canicas, la canga, el aro, el bolero, el runrún. Otros se animaban a saltar sobre la soga, a jugar a las escondidas, bata, mata gente, vóley y correr alborotados detrás de la pelota de futbol.
La mayoría de agitados pilluelos y pilluelas que nos divertíamos colmados de ventura, yo, advertía, de tarde en tarde, a la querida y bondadosa vecina, la señora Bernita. Aquella noble mujer de pequeña estatura, emplazada en el canto del angostillo, apoltronada sobre una silla arremangada, como de costumbre, siempre ataviada del sombrero, blanco humo, que cubría su cabeza. Con el par de trenzas, prietas y difusas, que empezaban a nevar, se mecía sobre los enjutos hombros, causado por el suave viento de la tarde y arrebujada por entero con el pañalón. Ella, disfrutaba de nuestros pueriles esparcimientos e involuntariamente, con ojos risueños, nos “vigilaba”. A menudo se aproximaban dignas y aplicadas vecinas con el propósito de hacerle compañía. Agrupadas alrededor de ella y en amena charla, efectuaban la misma labor que realizaba con mucho placer, el arte sin par, de hilar la lana de la oveja en celestiales ocasos del sol.
Del ovalado cesto de carrizo, situado junto a ella, extraía el esquilado y límpido vellón de oveja. Ya entre los dedos de sus manos ateridas, colmada de talento, con prudencia, previniendo que se desgarraran, empezaba a escarmenar y a estirar las fibras de la lana, hasta alcanzar una textura suave y un peso muy liviano. Esta nueva guedeja, lo volvía a estirar para una mejor fluidez del ovillado. Culminado este primer proceso, cogiendo la materia prima, con sumo tiento, lo enrollaba alrededor de la delgada muñeca, la palma y los dedos, formado en media luna, quedando listo para el hilado.
Oyendo el melódico sonido de la banda, el quejido quejumbroso de los telares, el alboroto de los infantes, percibiendo el efluvio embriagador de los crocantes biscochos recién horneados y el hermoso atardecer, mi estimada vecina, la señora Bernita, rebosada y tesonera, con sus hábiles dedos hacía danzar con mucha finura la phushkha, (el huso y la tortera) retorciendo el suave vellón, una y otra vez, obteniendo de este modo el deseado y perfecto hilado.
De los patios, jardines y paredes de las casas vecinas, huérfanas, surge un inaudito y cruel silencio. De inmediato, resucita en mi otoñal memoria la jubilosa vivencia infantil del ayer. A mis venerables vecinos que el más allá les tocado la puerta, a los entrañables moradores que partieron a lugares ignorados y a mi bienhechora vecina, señora Bernita, versada hilandera, cuando, en un instante de sosiego, me acunaba en su dulce y tibio regazo, hoy los evoco con infinita tristeza.
El Pichuychanca
Chiquian 20 de Julio 2021
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