jueves, 10 de septiembre de 2020

Mi maestro, la escuela y el futbol.


Romeo Reyes, Josué Alvarado, Moisés Rayo, Nila Zúñiga, Luisa Silva, Leonor Fuentes. 
En este periodo de cuarentena, en el que me he sentido un tanto resquebrajado en mi salud, cuando realizaba una breve pausa en mis habituales lecturas o deliberaba escribir un relato o unos versos, de pronto, mis cándidos pensamientos empezaron a revolotear de aquello que logré escuchar, en Chiquian, de extraordinarios equipos y los nombres de los futbolistas que lo integraban, de los que he visto jugar con mis proporcionados ojos y he tenido la buena fortuna de ser protagonista como futbolista, percibir y disfrutarlo en carne propia durante la etapa de mi infancia y la adolescencia, extendiendo y forjando historia en aquel estadio inmemorial de Jircan y como corolario de todo ello, me animé a rotular algunos indelebles e íntegros sucesos de mis evocaciones por el venerado maestro, las aulas de mi añorado plantel y el futbol, mi pasión, deporte que entusiasma a multitud de fieles. 

***

Estudiaba en la distinguida escuela N° 292, nombrado también como don Josué, porque en aquel momento el encargado de la Dirección era el juicioso maestro don Josué Alvarado Cruz, hombre de mediana estatura, con anteojos de espejos oscuros, bigote delta color cenizo y negro, quien con sus buenos oficios, tres años atrás, efectuó los preparativos de mi matrícula escolar. Más adelante, la escuela será reconocida con el N°86214. Los primeros días de setiembre, cuando cursaba el cuarto año de primaria, el Núcleo Educativo Comunal (NEC) organizaba la próxima competencia deportiva inter escolar y teníamos que enfrentarnos con los  tres ilustres  planteles, así mismo identificados por los eternizados y referentes dígitos como el N° 351 denominado como Pre vocacional, el N° 378 y la Aplicación, este último, de reciente creación como institución educativa.

Luego de varios días de riguroso entrenamiento, en el período de frías madrugadas de otoño, bajo la tutela del conspicuo y efusivo maestro Romeo Reyes, llegó la ansiada y jubilosa inauguración de los planeados encuentros de futbol, perseverado por los maestros y alumnos de las cuatro escuelas de primaria que presurosos abarrotaban con ingente y permanente vocerío infantil las campechanas tribunas del memorable estadio de Jircan. 

Cuando el Presidente del Comité Organizador, desde la tribuna de oriente, antes de dar por inaugurado aquel campeonato, disertaba, exponiendo las razones, con gestos de aliento, sobre este competitivo evento infantil y, los integrantes del seleccionado de cada escuela, ataviados con  el impecable uniforme deportivo, atentos y de pie, enfrente de la tribuna, bajo los aguijónenles rayos del sol de tarde primaveral, nuestro entrenador, inquieto, caminaba al costado de nosotros, de un extremo a otro, con una cinta de color blanco entre sus soliviantadas manos, entrelazada  en la espalda. De pronto, percibí que aquel lienzo era colocado en mi rollizo y menudo brazo, el  tutor, me confería el honor y la responsabilidad de ser el capitán de la selección de mi evocada y querida escuela. Procedo a un supremo esfuerzo para retraer a mi madura memoria los nombres de los compañeros (1) que, con dignidad afrontamos reñidos encuentros y como resultado del sacrificio de parte de nosotros y la aplicada orientación de nuestro caro entrenador Romeo Reyes, prorrumpimos como flamante campeón de aquel indudable certamen. 

Romeo Reyes, Rosalia Pardo y Carlos Álvarez
Al año siguiente, mi apreciado plantel configurado por los mentores, Moisés Rayo, Luisa Silva, Nila Zúñiga, Leonor Fuentes y Romeo Reyes se sumarian los docentes Teodulfo Ramírez y Wilfredo Ortiz (Wife) éste último, reemplazaría el cargo de entrenador al polifacético y estimado profesor Romeo que además de trasmitirnos los fundamentos básicos del futbol, también nos aleccionó, con singular entereza y tesón, el arte de la actuación escénica, canto coral y artes manuales, enseñanzas que de una u otra manera  labró el camino de nuestra particular y optima conducta dentro de la sociedad. 

Nuestro preceptor, no perdía el tiempo con nosotros. En cuanto a la actuación escénica, con denuedo y singular pasión, nos enseñaba un sucinto acto teatral sobre la Revolución de Túpac Amaru II. Esta escena se llevaría a cabo en la escuela del distrito de Huasta, por una invitación muy especial, celebraban un aniversario  más de su creación educativa. A la luz del alba, a paso firme, partimos muy bien pertrechados con nuestros sencillos vestuarios de pequeños actores. Por el silencioso camino; cuesta abajo, largo, empedrado, angosto y anchuroso, acompañados del canto matutino y alegre de las aves. Un grupo de compañeritos, con chilligua en mano de aproximadamente 50 metros, concentrados y aplicados, iban midiendo la distancia entre los dos pueblos, de Chiquian a Huasta. El maestro, nos enseñaba el curso de geografía, con la práctica.

Llegamos a la escuela y fuimos recibidos con júbilo y entonados cánticos de parte de nuestros condiscípulos. Los ajetreos estaban a la orden del día. Los profesores y padres de familia colaboraban con mucho ardor, junto a nuestro profesor, para dejar listo, lo que faltaba, el pequeño escenario del sencillo y rústico teatro. En el agudo frio de la noche, en el centro de la sala, en fila y columna de dos, las largas y crepitantes bancas de madera se encontraban repletas de ansiosos espectadores. En los bordes, la grada, construido a base de piedras lisas, colmado de concurrentes, todos ellos, estudiantes de la escuela. Y junto al imaginario telón, al costado del escenario, arriba y en los ángulos, bajo la helada noche, alumbraban con luz ambarina un par de potentes lámparas, acompañados de numerosas estrellas titilantes. Delante y al centro de la sala, en medio de la muchedumbre, sentado sobre una silla, con las piernas y los brazos cruzados, nuestro apreciado guía, emocionado, observaba atento a sus pequeños actores, escenificando el justo levantamiento de nuestro héroe, Túpac Amaru II.    

Ya cursaba el quinto año de primaria y próximo a cumplir 12 años en el décimo mes del año. Todos los días, con puntualidad, durante tres semanas, en las gélidas mañanas, antes de iniciar las clases, fortalecidos y vibrados, ensayábamos una sentida y consagrada canción al maestro, nuevo para nosotros. Era indescriptible el incentivo y la dedicación, de parte del querido profesor Romeo, en distinguir en cada uno de sus inquietos discípulos, las apropiadas voces agudas, graves y de tenor para asimilar y cantar en coro las cadencias de las conmovedoras coplas.  

Mi maestro Romeo Reyes Gamarra.
Días después… El reloj de péndulo, situado en la oficina del Director que se hallaba al frente de nuestra aula, cuando el tic-tac de sus extendidas agujas punteaban las tres de la tarde, dobló con rumoroso ruido, en ese preciso instante, de rondón, por la puerta del salón, surgió la luminosa presencia de nuestro apreciado profesor, ataviado con pulcritud de un terno color plomo, camisa blanca almidonada de cuyo cuello pendía una corbata negra con oblicuas rayas blancas y con lúcidos zapatos de charol color negro  que tañía contra el piso de cemento en el momento que hacia su airoso ingreso, en un santiamén nos incorporamos y de nuestras viejas carpetas bipersonales surtieron estridentes susurros unido a nuestro saludo en coro, tronando el aula, con nuestras vocecitas vocingleras y de respeto: 

---¡Buenas tardes querido profesor! 

---Buenas tardes queridos alumnos ---replicó y en seguida añadió con voz flemática:

---¿Están listos para cantar?… ---con algarabía infantil, respondimos:

---¡Si-i-i-i, mi querido profesor!          

Mediados del mes de Julio. Bajo la sombra de una nebulosa nube amplia y arisca, nos pusimos en marcha, en fila de tres, por la angosta e inclinada calle empedrada de Figueredo, acicalados y presentables tal como nos había exhortado con anticipación, por la mañana, nuestro preciado profesor que ahora iba delante de nosotros, con señorío y paso acompasado. Sabíamos que cantaríamos la romanza que con tanto ímpetu lo habíamos aprendido pero no estábamos enterados por qué y de que se trataba.

Luego de caminar cuatro cuadras, llegamos próximos a la bifurcación de la calle 2 de Mayo exactamente a dos puertas antes de alcanzar aquella arteria principal. El profesor se detuvo al frente del zaguán de una casa, desconocido por mí hasta ese entonces, cruzó el estrecho y corto espacio donde se apreciaba, al lado derecho, un minúsculo jardín florido y tocó la puerta, tac-tac-tac, cuando intentaba tocar por tercera vez, ésta, llorona, se desplegó con pereza y detrás de ella, para mí asombro, se asomaba la figura gentil de nuestro honrado Director don Josué Alvarado. Sorprendido, al vernos alineados, de modo impecable, cómo un batallón, luego de haber intercambiado algunas palabras con nuestro profesor, que no alcanzamos a escuchar, se aproximó para saludarnos con mucho afecto.                

En medio del sepulcral silencio de la apretada y despejada calle Figueredo, el primer grupo de concertistas, carraspeando sus diminutas gargantas de tenor, comenzaron a cantar con voz suave y cadenciosa, la siguiente estrofa:              

“Iba yo pensando que injusta es esta vida/ que fácil se olvida a quien nos dio su amor/ de pronto vi a lo lejos a alguien que conocía/ iba con paso lerdo, mi viejo profesor/ grité entonces su nombre corrí a estrechar su mano/ era el encuentro noble de un ayer que fue mejor/ estaba frente al hombre que es mi amigo, mi hermano/ a quien mucho le debo lo que tengo y lo que soy/ Había en su rostro huellas de antiguo sufrimiento/ sonrisas casi muertas que dejó la ingratitud/ no mata tanto el tiempo como lo hace el olvido/ la indiferencia nuestra acabó su juventud ”…

En el calor de sus colegas
Al escuchar con deferencia esta romanza, de sus añejos ojos de nuestro Director, cubiertos por los oscuros cristales de los impertinentes,, brotaron fervientes lágrimas regando los surcos de su tostada mejilla, entonces… el segundo grupo, al instante con voz aguda que retumbaba en la silenciosa calle y en los oídos del homenajeado, continuaron entonando, con arrebato, el siguiente fragmento:  

“Maestro  que en el aula sembraste mil riquezas,/ te admiro porque llevas tu pobreza con honor./ Sus ojos te nublaron por sabe Dios qué pena/ y qué la lección tan buena me dio al contestar/ para mí no hay riqueza más grande que el cariño/ que encuentro en mi camino, soy un viejo  feliz/ ni hay más grande alegría que al saber que mis niños/ hoy triunfan en la vida, ¿qué más puedo pedir?/ ¿quién tiene más fortuna, dígame que fortuna/ vale más que la dicha de poder morir de pie?/ vencido el tiempo, tan solo por el tiempo/ de pie siempre orgulloso de haber sido lo que fui”

Cuando terminamos de cantar estas sentidas letrillas,  aun no acabábamos de percibir este sencillo y conmovedor suceso de recompensa y gratitud, aleccionado por nuestro tutor.  De repente, nos dimos cuenta que estábamos rodeado de un pelotón de personas curiosas que se habían arrimado, en la acera de ambos lados de la calle,  al escuchar aquel resonante y acompasado coro infantil de rostros purpúreos y de cabecitas rapadas. Delante de nosotros, observábamos en silencio, como nuestro querido tutor y el dilecto Director se confundían con un sincero, fuerte y prolongado abrazo. Contagiados por la inevitable pesadumbre de nuestro directivo, trayecto a la escuela, regresábamos en absoluto silencio. En el salón, continuaba la afonía y en nosotros se había apoderado la tristeza. Esta melancolía se acentuó aún más cuando el profesor nos comunicaba con voz interpolada,  que al Director ya no lo volveríamos a ver… porque su carrera como tal, había culminado aquel pesaroso día. Sobrevino su jubilación, luego de haber convivido con sincera fraternidad durante 5 años. Al oír ésta adversa noticia, pasmados, enterramos nuestras miradas al yerto piso, causando hondo tormento en mí novel corazón.

El tiempo es un aliado para olvidar profundas penas o arrebatadoras alegrías del pasado. Salvaban los días, semanas, meses. En nuestro salón de adobe; abrigado por el reluciente cascote blanco y sobre los  tijerales, de extendidas planchas de eternit, el júbilo tornaba con gradualidad y, del mismo modo, en el patio, a la hora del recreo. Nuestro jolgorio infantil se incrementó cuando nos anunciaron que, de nuevo, participaríamos en los juegos deportivos inter escolares, esta vez, además del futbol, con la disciplina del basquetbol cuya entrenadora seria la solícita profesora Nila Zúñiga, destacada basquetbolista que en base a su experiencia nos trasmitiría los fundamentos y técnicas de dicho deporte. Los ensayos del futbol, en esta jornada, bajo el amparo del profesor Wilfredo Ortiz (Wife), acontecían por las mañanas en el polvoriento patio de la escuela o en el estadio de Jircan y el básquet se llevaba a cabo, por las tardes, en la loza deportiva de la escuela N°351, con quienes definiríamos el campeonato en un reñido y autentico encuentro; con el coliseo de principio a fin, colmado de entusiasta algarabía de parte de los alumnos, alentando a su seleccionado, triunfando de modo contundente, gracias a la inverosímil canasta ejecutado por el compañero de equipo,  Pepe Montes, desde un ángulo imposible de encestar, conquistando un nuevo lauro para nuestra gloriosa escuela de don Josué.

Director del Colegio GBR.
Las competencias deportivas seguían su curso y los entrenamientos del futbol sucedían con excesiva exigencia. Luego de las bonísimas condiciones de resistencia física y la distensión de nuestros infantiles músculos, el entrenador decidía que ya era  la oportunidad de tener contacto con la pelota. En las vísperas del primer encuentro oficial y en uno de los postreros entrenamientos, para mi buena fortuna, recibí un pase perfecto  de un compañero, la pelota enfilaba por los aires, guardando apropiada distancia lo amortigüé con mi minúsculo pecho, en el instante que  un compañero venía a marcarme y antes de que el balón se hunda en el suelo, con habilidad, le hice un sombrero, en seguida, acudió otro marcador y repetí el sombrero, cuando la pelota estaba por llegar al diamantino suelo  alcancé a darle un certero golpe con el empeine de mi pie izquierdo, para mi mala suerte no fue gol pero me concedió la felicitación del entrenador, Wife, que se aproximó para decirme con voz estimulante y de admiración: 

---Cuanto hubiera querido ver en un partido oficial, lo que acabas de hacer con esta vistosa jugada ---luego de abrazarme con mucho afecto, agregó:

---Esta mañana ha sido tu consagración, por lo tanto, te has ganado el mérito de seguir siendo el capitán.

Los padres de familia, con entusiasmo, se afanaron por conseguir el uniforme para los pequeños futbolistas que integraban la selección de la apreciada escuela N°292, don Josué. La camiseta era de color guinda y blanco. El short y los calcetines íntegramente de matiz guinda. Derrotados, en pugnados encuentros, los bravíos seleccionados  de las acreditadas escuelas N°378 y la Aplicación, definiríamos el título  con la prestigiosa escuela N°351. Encuentro soñado por los pequeños alumnos y profesores de cada plantel.   

Profesores y discípulos de cada sección, colmados de frenesí, elaboraban minúsculos gallardetes hechos de papel de cometa con tonos que identificaba a la selección de futbol de la escuela. De la escuela, uniformados, partimos acompañados en compacto cortejo de bulliciosos escolares. Blandiendo entre sus liliputienses manitas, agitaban las banderitas y con agudas  voces bullangueras alentaban a su selección. Con indescriptible algarabía de los mocitos, ingresamos al estadio de Jircan saturado de expectantes alumnos de las cuatro escuelas.

Los minutos marcaba su paso con prisa, y el encuentro se tornaba muy contendido. Hasta que llegó el minuto 30 del segundo tiempo que sería el desenlace final del  partido. Un jugador contrario cometió una falta a un compañero, próximo a la línea central del campo, al lado izquierdo. Apasionados y fieles barristas, encabezado por el bizarro mancebo David Cruz Rubina, que, con inusitado fervor, a mandíbula batiente y oscilando, ora aquí, ora allá, sus liliputienses manitas, estimulaba a los compañeritos con bulliciosos hurras, nosotros los futbolistas, recibíamos su absoluto respaldo y ánimo. Por otra parte, nuestro entrenador, encendido por el trámite del vibrante partido, me llamaba con evidente agitación, cuando me acerqué, dotándome de plena seguridad, me dijo: 

---¡Tú!, ejecuta ese tiro libre, ¡anda, ve! --- Mientras el árbitro ordenaba la barrera del equipo contrario, yo, frente al balón, desde la tribuna, de nuevo escuche su sonora y alentadora  voz: 

---¡Tú, puedes! ¡Tú, puedes! 

Aquí, hago un pequeño paréntesis. Apuesto por testigo a aquellos amigos, mis rivales de aquel encuentro, que certifiquen lo sucedido.

Nuestra trinchera de apasionados mocitos, continuaban alentándonos. Entre el arco y la pelota; entre Chatu, el arquero, yo, el ejecutor, para mi edad, era una distancia inalcanzable. Más, en ese instante infundió en mí, la voluntad  de afrontar ese imposible con la proeza. Con el apoyo emocional del entrenador y el desahogado alboroto de nuestros incondicionales barristas. Tomé distancia, escuché el estridente pitido del silbato del árbitro, luego de correr unos metros, con el nervudo empeine de mi pie derecho acompañado con la fuerza de mi menuda y mofletuda pierna, pegué a la pelota, este, comenzó a volar raudo de norte a sur por aquel espacio del estadio, debajo del cielo azulado. Mientras Chatu, sorprendido, retrocedía…retrocedía con angustia cada vez que la pelota avanzada, reaccionando tardíamente, no le quedó otra cosa que ver como la pelota, ya en declive, se introducía al arco. Con este improbable y apoteósico gol, premonitorio, que realizara tres años después al sport Jaimes, logramos el angustioso triunfo que nos llevó a conseguir el bicampeonato. En la clausura del año escolar, para mi sorpresa, me designaron como el jugador sobresaliente de la selección de mi escuela y de aquel certamen.

***

Con mis hermanos Erich y Perching.
El nostálgico y acogedor coliseo que estaba ubicado en la escuela N° 351 era el lugar de concentración de los deportistas que practicaban uno o varias disciplinas deportivas de su preferencia. Aun siendo limitado, sus auspiciosos espacios nos proveía la oportunidad para desplegar nuestras aptitudes en el básquet, voleibol, fulbito y en las 2 piscinas suministrado de impía agua fría, se cultivaba la natación. Para aquellos que se inclinaban por el futbol resultaba el lugar apropiado para un aprendizaje nuevo y significativo en este deporte. Con el tiempo, en este llano coliseo, con los francos amiguitos del colegio, antes del encuentro por una apuesta, experimentábamos las tretas de los futbolistas experimentados.

Para los profesores, miembros de instituciones públicas, alumnos que cursaban los últimos años del colegio y de los que venían a pasar vacaciones de distintos lugares a Chiquian, los días sábados y domingos, por la mañana,  era el horario elegido para jugar fulbito. Cuando faltaba algún jugador para completar en uno de los varios equipos que esperaban su turno para jugar con el ganador, dentro de los mocitos fisgones que íbamos a ver aquellos palpitantes partidos, me elegían, para mi satisfacción y también con el natural temor de un infante. Acostumbrándome a participar en estas enzarzadas contiendas con mis adversarios mayores, unos se quedaban admirados y otros no podían ocultar cierta inquina, al verme jugar con las mismas tretas que ellos ejecutaban y de algunas nuevas jugadas que me había aprendido.   

En cierta ocasión, me hallaba practicando natación junto a unos mocitos, desconocidos para mí. Cuando me disponía a salir, de improviso, aparecieron por el borde de la alberca de agua fría un par de barbilampiños de rostros cárdenos y preocupados. Uno de ellos, el que más resoplaba, con ahogada voz, me dijo: 

---Hugo, tienes que ir a Jircan, rápido, el Tarapacá está perdiendo... ---Me quedé helado más de lo que ya estaba al oír aquel mocito abrumado y de voz trémula, además, sorprendido, al enterarme recién, en ese momento, de aquel partido. Veloz me cambie y marché a mi casa. Llegué al estadio, listo para jugar, sólo faltaba que me dieran la camiseta para entrar al campo. En ese ínterin, el delegado del equipo contrario, apoyado por decenas de simpatizantes, reclamaba airadamente ante los organizadores, aduciendo que tenía 16 años, viejo, para aquel campeonato de menores de 13-14 años, cuando en realidad faltaba escasos días para cumplir los 14.Culminado la ardua discusión, finalmente me permitieron participar en aquel encuentro. En los pocos minutos que jugué, no se pudo remontar el marcador de 2-1.     

Intervenir al lado de jugadores mayores y talentosos desde temprana edad, me permitió obtener las primeras destrezas en el futbol para reflejarlo a continuación en el estadio de Jircan. Y eso sucedió en una de las festividades programadas por el aniversario de nuestra Provincia, del cual destacaba los emocionantes y polemizados encuentros de futbol. En el nublado mes de octubre, en horas de la tarde, se enfrentaban los tradicionales equipos de Chiquian, el  Club Alianza Chiquian y el Club Atlético Tarapacá. 

Cada encuentro de futbol tiene su propia historia en el tiempo y el tiempo es el principal enemigo cuando el marcador es adverso. Cuando el partido es detenido por alguna falta, hay un tiempo para meditar fugazmente, dependiendo claro está, para ejecutar un penal, un tiro libre o un córner. Pero cuando el antagonismo de los tradicionales equipos de futbol, que apasiona a multitud de seguidores, está en plena efervescencia, no hay tiempo que valga para pensar, la inspiración deportiva resulta una alternativa. 

Precisamente, en ese escenario, junto a la tribuna del Club Alianza Chiquian, la pelota estaba en mi pie derecho. No hay tiempo para pensar, me marcaba Rodolfo Minaya, conocido por jugar con reciedumbre. Por su lado, sólo lograba pasar; o bien la pelota o bien el jugador, jamás, los dos a la vez. Por otra parte, los ensayos en el coliseo, de algunas de mis nuevas jugadas, era el momento de mostrarlo ante el público y en un encuentro oficial. 

Escuché desde la tribuna del Alianza Chiquian, que alguien vociferó con voz gangosa:

---¡Márcalo!, ¡Plánchalo!   

---¡No se puede! ---respondió con voz crispada.

En un espacio muy corto, por el piso cascajo, hice rodar la pelota, mi marcador retrocede, de repente aflora la inspiración: en milésimas de segundo, presionando la pelota que se halla entre el talón y el empeine realizo el veloz movimiento de la bicicleta, ésta, con el impuso del talón de mi pie izquierdo, dibujando una línea parabólica, se encumbraba por mi lozana espalda, sorteando raudo y hábilmente el faul de mi marcador, corrí como tres metros al compás del balón que pasó sobre la cabeza de mi oponente y aparecía delante de mis ojos en pleno declive y antes de llegar al pétreo suelo le di de alma un sonoro taponazo, estrellándose en el poste derecho. Mi marcador, desairado y en silencio, no cazó al jugador ni la pelota.  

El Pichuychanca

Lima 8 de julio 2020         

(1) Mi conservada memoria, me dicta los siguientes nombres: Jaime Calderón, Fidel Arellano y Carlos Bisetti, estudiantes del quinto año. Pablo Convercio, José Aldave, Rogelio Portilla, Pepe Montes, Oscar Gamarra, Neyo Alejandro, Nicolás Carrera, Justo, el popular chiquianito y el que suscribe este relato, Hugo Vílchez, alumnos del cuarto año. También, fueron convocados los escolares del tercer año para tener cierta maña en las futuras competencias deportivas. Entre ellos destacaban Rossel Curo, Hugo Muñoz, Gil Rayo, Jorge Barrenechea y Gamarra. 

2 comentarios:

  1. Excelente,tu relato de chiquiquitudes que uno va formándose con tesón y disciplina.felicitaciones Hugo.

    ResponderBorrar
  2. De solo leer tus memorias en ese hermoso relato amigo Hugo, me llena de recuerdos gratos y maravillosos años de mi infancia al igual que los de tú época. Saludos.

    ResponderBorrar