El Impúber Rosalino, inquieto y afable, lograba socializar con los niños de la misma edad. La vida rural en el campo, junto con los animales domésticos y lejos de la ciudad, preservaba en él, su más alta estima y querencia. En cuanto había concluido, con éxito, los estudios de primaria en la tierra natal XX, los padres preocupados por el porvenir del hijo, emigran a la capital de la provincia, Chiquian. Con el transcurrir del tiempo, poco a poco, se adapta a una nueva forma de vivir en medio de una multitud de gente extraña.
Años después. Matinal, en un recodo del pueblo, al fondo de una abandonada y mustia callejuela, el punzante rayo solar se desplomaba sobre el rostro fatigado y los parpados inflados que protegían los ojos achinados de mirada penetrante de Rosalino, apelativo asignado por los amigos de la escuela.
Rosalino, de 16 o, 17 años de edad, amaneció sobre la gélida superficie bordeada de nacientes plantas silvestres, sentado con la espalda estrecha, arrimado en la húmeda pared de adobe. La cabeza redonda, cubierta por una gorra con orejuelas, inclinada sobre su abatido pecho. El cuello aplanado, arrebujado con una afelpada bufanda negra. De los hombros laxos pendía el ajado e inconfundible poncho marrón, abrigaba su maltrecho torso. Los brazos y piernas, extendidos en la forma de x. Los zapatos viejos, descocidos y sin pasadores, embutidos en el pie. En semejante posición, pernoctaba con mansedumbre. Cuando, Rosalino, terminó de estudiar la secundaria, además de haber destacado como un excelente alumno, empezó a concebir incipientes delirios de persecución y este espacio, brumoso y apartado, era su ocasional refugio,
Al despertarse, atónito, examinó los rededores del callejón sin salida, sin recordar de cómo había llegado a este solitario rincón. Alzó los brazos y estirando el cuerpo entero como un gato, se desperezó. Con el reverso de la aterida mano, froto los ojos aun soñolientos. Se incorporó de manera torpe y con la mente agitada retornó a su casa.
Una mañana lluviosa, Rosalino, salió de su vivienda, ataviado con ropa apropiada, al enterarse que el último e incondicional amigo viajaba en busca de un destino incierto. Presuroso y apenado se dirigió al domicilio con el fin de despedirse. En su travesía por la calle mojada y vacía de gente, cada ruido imperceptible, provocado por el ligero viento, le llamaba la atención. Se detenía y observaba, sospechando con absoluta abstracción, el lugar de donde surgían aquellos incomprensibles murmullos.
Próximo a alcanzar el final de la cuadra y el inicio de la siguiente, oyó pasos apresurados, de repente, por la calle ahogada, vio cruzar con inaudita carrera a un fornido mozo de su misma edad, luego, tras él, a dos personas de aspecto sombrío vestido de verde con una vara negra en la mano. Curioso, acelero los pasos para saber lo que ocurría. Cuando llegó a la esquina, estiró el cuello, giró la cabeza, para su asombro, encontró la calle en completo silencio, desierto. En seguida, el viento, una vez más, gimió, Rosalino se sintió horrorizado. Con la frente perlada, de lozanos surcos, empapado de un frio sudor, se imaginó que vendrían por él con el objetivo de retenerlo. Estas penosas ideas, le atormentaba día tras día. Momentos después, en la otra acera, surgió un individuo desconocido que caminaba con solemnidad, ataviado de modo similar a los perseguidores que vio atravesar la calle. Temeroso, sin darle la cara, dobló la esquina, tornando la cabeza a cada instante, raudo, se alejó a lugares ignotos. Jamás llegó a la casa del compañero para despedirse.
24 de diciembre del año xx. Mientras los hijos menores duermen, luego de haber asistido religiosamente a la misa de gallo durante varios días, la madre, prepara el desayuno. Por la tarde, en el mercado de abastos y en las surtidas tiendas, ubicados en las distinguidas calles, Dos de Mayo y el Comercio, las mujeres casaderas, casadas y viudas, las que más saben de estos menesteres, apremiadas, se encuentran comprando todo lo referente para la noche buena y los juguetes para obsequiar a los hijos, sobrinos…y quizás por ahí, una de ellas, de corazón magnánimo, a algún chiquitín vagabundo que se cruce en su camino. Luego del agitado día, ingresando las primeras horas de la noche, todo queda dispuesto para la cena familiar de media noche. Navidad.
A las 11,45 de la noche, en medio de un profundo silencio, doblan las roncas campanas. La ondeante y aguda resonancia de cada una de ellas se deja escuchar hasta el postrero e enigmático rincón del pueblo. El enorme bronce repiquetea, lento, sonoro, por segunda vez, don…don… alertando a la feligresía con el fin de alistarse para la tradicional celebración de la misa de noche buena. Rosalino, se despertó del hondo sueño, alarmado, fue a la habitación contigua y lo halló vacío. Los padres no llegaron de la tierra natal xx.
Los fieles se alistan para acudir a la iglesia. El cura Eusebio Velasco, de mediana estatura, cara redonda, en cuyos cuencos posan los ojos negros, en un rincón de la sacristía, con suma tranquilidad, leía uno de los versículos de la Biblia, alusivo a esta fecha tan importante para el mundo cristiano. Los devotos, hermanos de Cristo, presurosos llegan a la iglesia, Entre tanto, el sacristán, Simón Paredes, diligente, sale de la sacristía rumbo al altar llevando entre sus adiposas manos la parafernalia para el sermón de media noche. Las luces mortecinas de la iglesia reflejaban una rara languidez. El amplio salón que hasta ese momento reinaba un silencio de soledad, como en el cementerio en la noche, de repente, detrás de la gruesa y alta columna, surgió un sordo grito que hasta los vidrios de las ventanas vibraron: —¡Hijos del diablo! ¡Lárguense de la casa de Dios!
Cuando los feligreses giraron la mirada de dónde provenía la voz increpante, se toparon con el rostro de Rosalino, desencajado por el delirio de persecución que sufría. Entre sus manos temblorosas levaba un grueso garrote, amenazaba a la concurrencia. El cura y el sacristán, sorprendidos y temerosos, se acercaron a la puerta de la sacristía y observan la azarosa e inusitada escena. El cura, de inmediato, mandó al sacristán a pedir ayuda a la policía. Por otro lado, Rosalino, con lentitud, de costado se deslizaba tras las anchas columnas para llegar a la altura del altar. Los aterrados fieles, mirando al agresor, dando la espalda al portón, retrocedían pasos a paso.
—¡Ustedes, miserables pecadores, no merecen estar aquí! —vocifero de nuevo. En el instante que los fieles estaban en las inmediaciones de portón, llegaron los policías, dirigido por el corpulento oficial Humberto Llanos. Luego de coordinar, avivado, con los subordinados, veloz, se fue por detrás de la iglesia rumbo a la sacristía. Con cautela, ingresó al amplio salón. Cuando Rosalino era persuadido a detenerse y bajar el garrote, el oficial, detrás de él, agazapado como un puma tras su presa, se aproximaba poco a poco y logra sujetarlo por el cuello con sus largos y macizos brazos. El agresor, al sentirse vencido, sin poner resistencia, soltó el grueso garrote. Lo enmaromaron y lo llevaron a la comisaria. Pasó la noche buena, detenido.
Días después, Rosalino, caminaba por las calles y las periferias del pueblo sumergido en deplorables y perturbadores pensamientos. Las personas que lograban reconocerlo a cierta distancia, lejos, evitaban encontrarse con él, presurosos doblan por la esquina. Cuando se hallaban a media cuadra, sin escapatoria, detenían sus pasos en seco con el fin de regresar quien sabe adónde, simulando haber olvidado algo. En los días subsiguientes su conducta era cada vez más violenta. De un momento a otro empezó a agredir a cuanto transeúnte se cruzaba en su camino. Por esta actitud, infinidad de veces, pasó frías y turbulentas noches en la comisaria. Autoridades y policías, impotentes de tomar alguna acción para proteger a los pobladores, solo atinaban a comentar, “es un perturbado, inimputable a ser juzgado”.
Desfilaron días, semanas… Rosalino, en una tarde sombría, era conducido de la comisaria, donde había pernoctado, a la salida del camino de Cochapata trayecto a los centros poblados de Matara, Cuspon. Los severos policías, cumpliendo su deber y por orden de las autoridades, lo expulsaron del pueblo.
Son las tres de la tarde, Rosalino, meditabundo, con la mirada hundida en el áspero camino, se echó a caminar. Tras su menuda espalda, de rato en rato, volvía la mirada taciturna. Minutos después les perdió de vista a los policías que lo desterraron. En su andar solitario por el camino desconocido, desierto, le infundía un hondo temor. Cuando la copiosa copa de los alisos, molles, eucaliptos y las plantas silvestres florecidas en los bordes del sendero, siseaban con docilidad, se detenía. Alertado, oteaba arriba, abajo y a los costados, sospechando que alguien merodeaba cerca de él. Al no encontrar a ningún ser vivo a su rededor, estúpidamente se refugiaba bajo un árbol. Se sentaba con vacilantes piernas encogidas y angustiado escondía la cabeza entre de los escuálidos hombros y el pecho, blandiendo fuertemente con sus manos curtidas.
Tres horas después de su agotadora travesía, llegó a una colina de donde pudo observar escasas y tenues luces que empezaba a centellear. El humo que emergía de las chimeneas de las espaciadas casas, desaparecía de su atenta mirada. La fría noche se acentuaba con inadvertida lentitud. Sus agitados pensamientos amainaron, entonces, en el momento de lucidez y tranquilidad, decidió descender a la aldea de Cuspon.
Luego de trajinar por trechos angostos y charcos dilatados, sin saber por qué, se acercó a una casa de primer piso, en cuyo zaguán pendía una gruesa aldaba. Lo asió y golpeo tres veces tac-tac-tac, la espera de la respuesta, le parecía una eternidad. De súbito, crujió la puerta en el instante que lo desplegaban, detrás de ella, surgió un rostro femenino y bondadoso, preguntando con tono afable:
—¿Qué desea? ¿Quién es usted? —Rosalino, pensativo, dudó un segundo y con voz quebrada, respondió:
—Marchaba rumbo a mi pueblo y me ha ganado la tarde, por favor, le ruego que me dé auspicio solo por esta noche —La mujer de cara compasiva, sin sospechar en lo más mínimo de aquel joven perturbado, le ofreció pasar al patio junto al portón. Luego de haber ordenado, veloz, el comedor, le llamó desde la puerta. Rosalino, por invitación de la señora, se sentó junto a la mesa rectangular donde posaba un candil cuya lánguida llama, flameaba quieta detrás del vidrio con briznas de hollín. Al fondo, en la umbrosa cocina, las piras vivas del fogón humeante, abrasaba a las fuliginosas ollas.
Tolentino Villalobos, de sesenta años, de rostro marcado por canalillos finos en el borde de sus vivaces ojos negros. De mentón cárdeno, pequeño de estatura, de espalda ancha y de buen carácter, marchó rumbo a la chacra para traer el ganado vacuno, donde estuvieron pastando durante todo el día. Cuando arribó a su destino, se quedó pasmado de no encontrar ni uno de ellos. Regresó a su casa pensando “seguro que estarán haciendo perjuicios en otra chacra cercana y ajena, bueno iré tras ellos y de paso recolectaré leña en el camino”. Al llegar a su casa, agarró una pequeña y poderosa hachuela de singular filo y partió en busca del ganado, alejándose de su pueblo, Ticllos.
En su itinerario, por el camino de ralos fangos, cada cierto tiempo, contenía los pasos cansinos para ver si las nobles vacas estaban; figurándose más allá de su jurisdicción, en las chacras ajenas o extraviadas por una de las diversas bifurcaciones del camino principal, más estas no daban señales de su presencia. La ansiedad se apoderaba de su ser. Indagando, por aquí, por allá, de pronto se topó con rastros visibles de pezuñas, posiblemente de su ganado. Estas huellas se dirigían al centro poblado de Cuspon. Se aproximaba el ocaso de la tarde y la negra noche llegaba. En estas circunstancias decidió marchar detrás de las holladuras con la esperanza que fueran las suyas, sus vacas. Llegando al pueblo cerca de las siete de la noche, lo primero que hizo, sin pensarlo 2 veces, ir a paso ligero, directo al lugar donde los animales eran depositados por los dueños de las chacras damnificadas. Se asomó a la añosa puerta de maderas entrecruzadas y por una de las aberturas observó, dichoso, a las cinco reces, cada una con sus respectivas crías, rumiando con calma.
Confiado, como en anteriores oportunidades, con pasos fatigados, se dirigió a la casa de su amiga de muchos años atrás, la señora de cara bondadosa. Golpeó la puerta con la maciza aldaba. Benigna, al abrir la puerta se encontró con la aplacada imagen de su entrañable amigo y con premura le invito a pasar al comedor. Mientras cruzaban el extendido patio bordeado de perfectas rosas y flores en botón, Tolentino, con voz cansada, le explicaba el motivo de su inopinada visita.
Rosalino, degustaba con avidez, del plato hondo de porcelana, la sopa caliente de fideos cabello de ángel acompañado de exquisitas papas arenosas que la señora le había preparado con misericordia. Cuando ingresó Benigna, la señora de cara bondadosa, al comedor y tras ella Tolentino, Rosalino, percibió un vago desasosiego. Su endeble cuerpo se le crispó y se le puso como piel de gallina, de ver al visitante con el hacha en la mofletuda mano y sobre el riguroso hombro, la alforja. Luego de presentar al forastero, con amabilidad, le invito a compartir la modesta cena. Los invitados platicaban sobre el motivo de su estancia en aquel pueblo y el fortuito encuentro en aquella casa, Que más adelante sería un escenario insospechadamente fatal. Benigna, la señora de cara bondadosa, terminó de preparar el cuarto, voluntariosa y con esmero, para albergar a los casuales visitantes.
La magnánima anfitriona, iba delante de los ocasionales huéspedes guiándoles a la habitación donde pernoctarían. Se hallaba al frente de la cocina. Cruzando el patio, entró seguido de Tolentino y de éste, unos pasos más atrás, Rosalino, que caminaba lerdo y enzarzado con la mirada fija sobre la hachuela que pendía de la mano derecha de Tolentino. El lamparín de luz mortecina, ubicado en la ventana, iluminaba el frio cuarto. Benigna, desde la opacidad de la puerta, les indicaba el lugar correspondiente para cada uno de ellos. En ambos lados del sombrío cuarto, que manaba aromas de maderas rancias y a carrizos del techo, los pellejos y sobre ellos los colchones cubiertos con frazadas de lana, se hallaban tendidos en el piso apelmazado, La caritativa señora, les brindaba en la medida de sus posibilidades, una sencilla pero adecuada estadía. Se despidió de ambos con un amable: —¡buenas noches!
La noche era pesarosa. De la mecha del lamparín surgía un hilo de hollín y la lumbre fulguraba inmóvil. El arcano silencio se posesionaba paso a paso del cuarto, de los rededores de la casa y del mismo pueblo. Aquellos huéspedes estaban exhaustos por la extensa e involuntaria caminata. El destino los había llevado a la misma casa y ahora compartían el mismo aposento. Era tal el amodorramiento, que, luego de haber platicado por breves minutos, Tolentino, cansado y rendido, fue el primero en quedarse dormido. El tiempo ineludible seguía marcando los segundos, los minutos… De la parte posterior de la ventana llegaban indefinidos e imperceptibles murmullos. Aquellos ruidos no eran más que los pasos de los animales nocturnos que rondaban cerca de la ventana. Entre tanto, en su fuero interno, Rosalino, luchaba frente a su otro yo, su doble personalidad que empezaron a resquebrajar sus pensamientos, sus deliberaciones. Rosalino, se veía perseguido, aporreado, apresado y conducido por seres extraños a lugares apocalípticos que jamás había visto. Abatido e inconsciente, jadeante daba vuelcos sobre el colchón cubriéndose con las frazadas. Tolentino, extenuado, sin escuchar el menor ruido, continuaba dormitando.
Estremecido por sus figuraciones mentales, se sentó en el preciso momento en que los rayos alicaídos de la luz del candil hacia centellar, de manera bizantina, el filo del hacha que estaba al pie de Tolentino que en ese instante se puso de costado para seguir soñando. Rosalino, perdiendo la razón, por completo, semidesnudo, se incorporó y veloz, como un rayo, cogió la hachuela…
La señora de cara piadosa, Benigna, que dormía tumbada en su cama sin preocupación alguna, en sus sueños escuchó una voz, atronadora y suplicante:
—¡Auxilio-o-o-o! ¡Auxilio-o-o-o! —Rosalino, asaltado por el trastorno mental, su doble y artificioso yo, inconsciente y aturdido; emprendió una violenta acción. Con la hachuela en la mano, propinó un certero golpe sobre la pierna del indefenso Tolentino. En un segundo, por la presión, manaba la sangre caliente que regaba el cuerpo desnudo del agresor. Cuando estaba por ejecutar el segundo hachazo, Benigna, escuchaba la voz debilitada e impotente de su amigo, no era un sueño, era una realidad:
—¡Me quiere matar! ¡Auxilio-o-o! ¡Auxilio-o-o! —Conmovida y desesperada, corrió al infausto cuarto, temerosa se detuvo, aguzo el oído tras la puerta y percibió el tercer hachazo, esta vez, hendiendo la cabeza y las manos encallecidas de Tolentino, que maquinalmente se protegía de la inmisericorde embestida sin control del perturbado, Rosalino. Tolentino, moribundo, jadeante, respiraba con dificultad. Benigna, espeluznada, corrió por el lóbrego patio, franqueó el zaguán y la gruesa aldaba trepidó. Angustiada corría por la penumbra del angosto trecho, pidiendo amparo a mandíbula batiente:
—¡Auxilio-o-o-o! ¡Han matado a Tolentino! ¡Auxilio-o-o-o! ¡Auxilio-o-o-o! — Al oír los gritos desgajados, la gente, curiosa y aun soñolienta, se acercaba a la puerta, temerosas lo desplegaban a medio abrir y asomándose detrás de ella, solo atinaban a aguaitar. Otros, decididos, salían de sus casas agarrando, con sus ateridas manos, palos, correas y todo lo que hallaban a su paso, En medio del desconcierto, dieron alcance a Benigna que tenía el semblante cadavérico y se encontraba en completo estado de zozobra y pánico al extremo de que no lograba expresar, de modo conciso y claro, el aciago acontecimiento.
Entre tanto, Rosalino, fue visto, sin más ni más, trastornado, corriendo a lugares ignotos, por uno de los vecinos que presto, iba en sentido contrario con el propósito de enterarse del acontecimiento. Sobresaltado llegó junto a la exaltada muchedumbre, aún desorientado, dio parte de lo que acababa de ver. Benigna, la Sra. de cara bondadosa, restablecida, contaba que habían matado a su amigo Tolentino y el que huía era el agresor. El gentío, enterado de estos hechos macabros, fue tras el asesino para hacerse justicia por sus propias manos. Horas después llegaba la deplorable notica a Chiquian.
El Perturbado, Rosalino, desnudo, había llegado al pico de una colina, de abrupto acceso para cualquier mortal, más, si ya era cerca de las 10 de la noche. Amenazaba con una roca levantado por las nerviosas manos y sosteniendo sobre la cabeza. Presto a lanzarlo sobre quien se atrevía a acercarse. Abajo, los candiles de luz mortecina, del pelotón de pobladores enardecidos, reflejaba rostros de venganza. Arriba, en la cima de la colina, el viento aullaba y el frio azotaba. La trémula silueta desnuda, caminaba, raudo, de un lugar a otro.
Cuando la enardecida población se veía imposibilitada de hacer justicia por ellos mismos, los miembros de las fuerzas del orden llegaron con la camioneta y las sirenas apagadas con el fin de no exacerbar, más todavía, de la conmoción y el delirio que atormentaba a Rosalino. El oficial Humberto LLanos, luego de coordinar con sus compañeros, resuelto, empezó a trepar, a tientas, por la parte posterior de la loma. Rosalino, dotando extremada atención sobre la agitada gente que lo amenazaba, fue sorprendido cuando el policía, por la espalda, con potente voz le llamo por su nombre, al tornar veloz la cabeza, reconoció al hercúleo oficial y sin oponer resistencia, impotente, dejó caer la última piedra que sostenía entre sus yertas manos. En el instante que se prosternaba, abrazó las piernas de su captor y se echó a llorar a lágrima viva balbuceando que no era él el asesino sino otro el que había matado a Tolentino. Una vez más lo enmaromaron con los pesados grilletes. Los pobladores, al enterarse por los custodios que el agresor era un hombre que había perdido la razón desde hace tiempo, compasivas personas le proveían piezas de vestir para cubrirse de su total desnudes. Con una frazada, se le abrigó del inclemente frio de media noche. Del sombrío y silencioso cuarto, levantaron el desmembrado cadáver de Tolentino y con debido cuidado lo trasladaron hasta tolva de la camioneta. Rosalino resguardado por los guardias, era conducido a la caseta del mismo carro. Retornaron a Chiquian.
El vehículo, que se trasladaba con extrema lentitud, era conducido por el oficial Llanos. En la caseta reinaba una prolongada inquietud. La noche presentaba un aspecto luctuoso. Las brumas densas cubrían de palmo a palmo la serpenteada y angosta carretera. En el trayecto, a una hora de viaje, el carro sufrió un desperfecto mecánico. Uno de los policías, empírico en mecánica, se vio frustrado de no haber solucionado la posible avería mecánica. A las dos de la mañana. Los policías, entre tinieblas y el viento que hacia estremecer sus cuerpos, partieron en busca de un experto mecánico. Mientras tanto, el oficial, pensando que en cualquier momento podía ser agredido por Rosalino, por temor y cuidando su integridad física, prefirió permanecer fuera de la camioneta soportando el despiadado frio durante la madrugada. La asistencia mecánica llegó recién a las 10 de la mañana.
Los curiosos pobladores de Chiquian, al enterarse que se aproximaba el carro de la policía con sus respetivos pasajeros, poco a poco se aglomeraban a lo largo de la calle Dos de Mayo. Cuando el carro hacia su presencia por la primera cuadra, como si hubieran sido contagiados por el Síndrome de Estocolmo, el gentío solidarizándose con el perturbado Rosalino, lo recibían entre aplausos y vivas vociferando su nombre como si fuera un héroe. Fue conducido a la comisaria.
Al día siguiente, el fiscal don Juan Norabuena de tez cetrina, estatura mediana y fofa, ataviado de un traje de matiz negro, llegando a la comisaria saludo a los respectivos policías y al alcaide don Eustaquio Garro, de mirada soñolienta, de baja estatura y bonachón. El representante de la Ley, ingresó, pedante, a la sala de audiencias, donde Rosalino, nervioso, ya se hallaba sentado en la primera fila. Frente a frente, la autoridad de la Ley y el acusado, se dio inicio a la manifestación del reo. Con voz áspera, el fiscal preguntó:
—Señor Rosalino, diga y revele, ¿a cuántos ha matado? —El acusado de pie, con mirada indiferente, respondió quedo:
—No he asesinado a nadie.
—¡A nadie! ¡Ayer mataste al señor Tolentino!
— Si usted lo dice…
—¡Como que lo digo! ¡Los hechos lo demuestran!
—Entonces…usted será el segundo.
Al fiscal, se le partió el alma. Al escuchar esta sentencia, percibió un hondo frio en su cuerpo fofo que hasta los vellos se le erigieron. Azorado y preocupado, en un santiamén se puso de pie y con voz entre cortada le dijo al bonachón alcaide:
—Don Eustaquio, por favor abra la puerta —Caminando, presuroso y con la mirada fija al piso, abandono la sala y la manifestación del inculpado.
Días después Rosalino era trasladado al Centro de Rehabilitación de Larco Herrera. Para asombro de las autoridades y la población en general, había regresado más rápido de los que lo habían llevado. Luego de unos días, lo trasladaron a Huaraz y jamás se llegó a saber de su paradero. Quedó en un misterio.
El Pichuychanca
Chiquian, El Plaza Mayor, junio 2019
P.D. Este relato de hechos reales lo escuché, de manera circunstancial, por uno de sus actores, en la Plaza de Chiquian. Los hombres que participaron en este episodio fatídico, sus nombres reales lo he suplantado por nombres que surgían al momento de escribirlo, para no fomentar susceptibilidades.