viernes, 23 de noviembre de 2018

Coronas, cartas y alumnos.

 


Con el fin de evocar un año más por el día de los muertos, la Srta. Dolores Aguirre, se alistaba con dedicación inaudita a elaborar las coronas. Y en las postreras noches del mes de octubre, en días de rotundo sosiego, los cantores, el sacristán Julio Alvarado y el pregonero Juan Jaimes, con singular y honrada anticipación, ensayaban responsos y estrofas fúnebres, ajustando la trémula voz, amparados del afinado violín.            

Al amanecer, aún en el cielo oscuro, en el horizonte una desamparada y titilante perla que guiñaba al pueblo dormido, languidecía paso a paso. El reloj, ubicado en el velador, las agujas lúcidas tañía con timidez, tic-tac, tic tac. Cuando la manecilla llegó a las 5 ½ de la mañana dobló un ensordecedor ruido despertando a la eficiente y  perita de coronas, Dolores Aguirre Novoa, mi tía por parte de mi bisabuela. Agripina Álvarez Novoa.            

Mi tía  Dolores, atesoraba una fisonomía redonda, tez blanca  y candorosa. En sus cuencos descansaba bondadosos y risueños ojos pardos. Su nariz era pequeña y respingada donde posaba el puente de los impertinentes de lunas gruesas y la montura de carey color marrón. Su larga cabellera cana y sedosa lo acicalaba cada mañana, con dedicación y afán, hacia un copete y lo sujetaba con una peineta detrás de la pequeña cabeza. Su andar, auxiliado por el bastón, era lento. En ese entonces tenía 75 años. El reumatismo de a poco le iba afectando. Era pequeña de estatura, pero de un corazón magnánimo y grande. Crió con tesón  a su sobrino Hernán Reyes Aguirre como su propio hijo, y a los hijos de éste, Romeo, Carlos y Vladimiro como sus verdaderos nietos.

Del comedor a la tienda, después de haber tomado el desayuno, se dirigía con pasitos cortos y lerdos, socorrido por el cayado, su eterna compañera desde que empezó a usarlo. El negocio, ubicado entre el Jirón comercio y Leoncio Prado, constaba de un estante de madera, colmado de gaseosas y una nimiedad de abarrotes. Encima del dilatado mostrador color celeste, junto a la puerta del comedor, reposaba la vitrina pequeña, una balanza y el pote rectangular, conteniendo la manteca. Al costado de la puerta, del Jirón Comercio, yacía  el par de cilindros, uno encerraba el kerosene y el otro, el ron de quemar. La pared, al frente del estante, estaba emperifollado de cuadros de los equipos protagonistas del  futbol profesional, resaltando el equipo  moreno del Alianza Lima.    

Avanzaba paso a paso entre el estante y el mostrador, hasta llegar a la silla, ubicado en la esquina de la tienda. Una vez arrellanada, con entereza y una brizna de dificultad, se abrigaba las piernas, pequeñas y quebrantadas, con el manto que lo dejaba en el respaldar del reclinatorio, cada atardecer. 


Los nietos, muy temprano, con debida concentración, asiduidad y esmero, procesaban el apropiado armazón de la corona. Y antes de marchar al colegio, entusiasmados y apurados, dejaban los materiales necesarios para su elaboración, cerca donde reposaba la perita en el montaje de diademas. 

Con excepcional paciencia, con la liliputiense mano plegada, procedía a envolver y amarrar con prolijidad el armazón con las hojas de viejos periódicos o con los resistentes papeles de los sacos de abarrotes, redoblados de manera concienzuda. Finalizado esta diligente tarea, sosteniendo entre sus activas manos, estiraba los parvos brazos y frente a ella, oteaba, una y otra vez, meneando su cabeza de un lado a otro, si había alcanzado la requerida y perfecta circunferencia, sonriendo, daba su propio visto bueno de la primera fase en la confección de la solicitada corona.  

Por la tarde y a primera hora, luego de almorzar, arrimaba los materiales con el propósito de elaborar la corona. Cogía el armazón y empezaba a deslizar, con diligencia, el engrudo que ella misma lo preparaba y con asombrosa destreza pegaba los finos papeles envolviendo, poco a poco, el esqueleto. Luego, juntando las comisuras de los ateridos labios de su pequeña boca, soplaba con delicadeza en dirección de los diminutos fragmentos del papel de seda, éstos, se abrían como los pétalos de una flor. A continuación le daba los últimos toques, que solo ella lo sabía hacer. A la vista de todos, las orejas cortada de forma rectangular, resultaba tupida, ensortijada y atractiva. Las coronas grandes, medianas y pequeñas de color negro, morado, blanco y celeste, se exhibían suspendidos en el estante, listos para su venta. 

De tarde en tarde siempre le visitaba don Luis Castillo, hombre jovial, caballero y respetuoso. Cuando le saludaban, respondía con tal atención que devolvía el saludo ofreciendo muchos parabienes para el que le saludaba y para toda su correspondiente familia. Era un experto en  lanzar espontáneamente algunos refranes, dichos y sentencias. 

Recuerdo cierta vez,  cuando me disponía a salir por un mandato de mi tía Dolores, llegaron los amigos y la clientela uno tras otro. El primero en llegar fue el tío Lucho, los críos le llamábamos de esta manera, con cariño, luego, vino otro a comprar querosene más el ron de quemar. Un tercero, solicitando manteca y azúcar. Y el cuarto cliente  venía a adquirir un par de coronas. En la tienda, se armó una breve tertulia. De repente, el  espontaneo tío Lucho, preguntó con tono de tenor: 

—Saben ustedes, queridos amigos, ¿En qué mes, las mujeres hablan menos?

Los clientes, desconcertados cruzan sus  miradas. Uno agarrándose la barbilla, el otro, pensativo mirando al vacío y el tercero, presuroso por marcharse, preguntó:   


—No sabemos, ¿Qué mes es? —con ojo bromista y mirando a cada uno de los presentes, el tío  Lucho, respondió con  jovialidad:   

—Es…febrero —Sorprendidos, los clientes preguntaron en coro: 

—¿Por qué febrero? 

—Pues, por qué  febrero trae solo… 28 días. ¡Ja,  ja, ja! 

Estallando de sisa, los parroquianos se marcharon por diferentes direcciones y la tía Dolores, apoltronada en la silla, desde el abrigado recodo de la tienda, también sonreía azorada. 

***

En algunas ocasiones; en mi impúber edad de 13, 14 años, los fines de semana, enviado por mi madre, iba a dormir a la casa de mi tía Dolores que cada día era afectada por el  reumatismo, por lo tanto,  imposible de poder caminar por si sola. Puntual, por la mañana y en la tarde, de su aposento a la tienda y viceversa la llevaba cargada en mis mofletudos brazos. Ella, con los ojos bondadosos, me pegaba una mirada angelical y cariñosa. Sus brazos, parvo y caluroso, se aferraba con fuerza y confianza en mí ancho y juvenil hombro.   

A pesar de su ancianidad, la querida tía Dolores, conservaba una lucidez envidiable. Hallándome en la tienda, he sido testigo involuntario de sucesos inesperados. Mujeres de edad madura y poco instruidas comparecían, de tarde en tarde,  ante la lectora de misivas solicitando su disposición y la buena voluntad para leer la carta recibida de un familiar suyo, guardando, de modo severo, el secreto de su contenido.  Los visitantes ahí presentes se retiraban con diplomacia. A los becarios a quienes enseñaba las primeras lecciones, con sutileza los enviaba al fono de la tienda  comentando que era un mal hábito oír cartas ajenas. 

Fue una tarde, quincena de diciembre, cuando dejó de llover y por las calles de vereda angosta, emergieron pequeños regatos de agua, una señora, desconocida para mí, jadeante, se presentó en la tienda. Era de contextura baja, rostro delgado y pálido. En los grandes ojos claros, reflejaba cierta nostalgia. Sobre su cabeza, traía el sombrero blanco de ala corta, en el borde de la copa posaban una multitud de coloridas flores naturales y frescas. Sobre su enjuto hombro pendían 2 apretujadas prietas trenzas y el pañalón le cubría del frio. Vestida con pollera amplia y multicolor y en los pies semidesnudas las ojotas.      

En el momento que estaba revisando el cuaderno de uno de los alumnos inquietos, aquella señora, desde la puerta, con voz agitada saludó:

—Buenos tardes. 


Los alumnos giraron la  cabeza y la maestra Dolorita, desde su posición, arrellanada sobre la silla, en el cantillo de la tienda, levantó los ojos bondadosos sobre los impertinentes, con voz cariñosa, le invito a pasar:     

—Buenos tardes, adelante —Realizando un ademan con la mano le indicaba:  

—Por favor toma asiento, en que te puedo ayudar.

La señora se puso delante del mostrador, luego se sentó frente a ella revisando el cesto suspendido del antebrazo, extrajo un sobre y le entregó  extendiendo el delgado brazo y algo turbada, revelaba:

—Por favor, acudo a usted, para que me haga el servicio de leer la carta que me ha enviado mi hija. 

La puntual lectora de misivas, tomo la carta entre los menudos dedos, lo colocó sobre el mostrador, presionando con una mano y con la otra, aplicada, con una navaja cortaba poco a poco el borde del sobre. Extrajo con prudencia la carta, lo desdobló. Ajustó el puente de los impertinentes de lunas gruesas sobre su pequeña nariz respingada, empezó a leer de manera pausada y con voz serena:

“Lima…

Mi querida mamaíta, cuando recibas y escuches esta carta, espero con toda mi alma, te encuentres gozando de buena salud junto con mis hermanos menores que los recuerdo y les tengo presente en lo más hondo de mi corazón”.

Valentina, hija mayor, hace un año había terminado la secundaria y hace medio año ya vivía en Lima en la casa de una tía, hermana de la madre. Se encontraba al borde de la cama junto al velador, bajo la luz mortecina de la lámpara y junto a la ventana, recordando su feliz vida infantil, ahora lejos de la progenitora, en medio de la soledad, escribió:  

“Mamaíta, con la platita que me enviaste la última vez, logré matricularme en la academia, hago lo posible para no faltar. Digo esto, porque mi tía siempre me envía a comprar al mercado, lavar los trastes, limpiar la casa pero me quita el tiempo para estudiar. Pero mamaíta de mi corazón, no te preocupes, para ganar el tiempo, me levanto temprano, sin hacer ruido y sobre mi cama repaso los libros y los apuntes que están en mi cuaderno”     

Valentina, hace una pausa, pensativa observa los libros prestados por el primo, el único hijo de su tía y mayor que ella. Encoge sus lozanos hombros. Continuaba  redactando”.


“Sabes mamaíta linda, pondré el máximo esfuerzo para serte útil en lo que esté a mi alcance. A veces no me alcanza la platita que me envías. Trato de ahorrar en lo que puedo. No te exijo que me mandes más dinero, ya es mucho de lo que recibo, seguro que les hará falta a mis hermanitos. Te digo esto mamaíta, porque la semana pasada, saliendo de la academia, me fui a estudiar a la Biblioteca Nacional, ubicado en la Avenida Abancay. Al Salir, vi una tienda de helados, me provocó y compre un barquillo. Luego, cuando iba a tomar la línea 9 que pasa cerca de la casa de mi tía, al final de la Avenida Brasil, no me di cuenta que ya no tenía para mi pasaje de regreso”

La lectora de la misiva, hizo una pausa, alzó los ojos piadosos  sobre los gruesos impertinentes, observó que la señora se hallaba con la cabeza inclinada hacia adelante. De los ojos grandes y claros manaba lágrimas de aflicción. Para calmarla, le convidó un vaso de agua. Luego de unos breves minutos, con el rumor de la llovizna desplomándose de nuevo en la calle empedrada,  prosiguió con la lectura: 

“Con cierto  temor decidí caminar, rumbo a la casa de mi tía. Preguntando a las personas, conocí el Jirón de la Unión, la Plaza San Martin y la Avenida Paseo Colon llegando por fin a la  Avenida Brasil, frecuentada por mí. Mamaíta, no quiero causarte más ansiedades de lo que ya tienes. Todo esto te lo cuento porque usted es mi única amiga, no tengo a nadie más aquí en esta ciudad grande a quien contar mis experiencias que me toca vivir día a día. Fue una divertida aventura caminar. Me acordé cuando caminábamos por primera vez, de nuestro pueblo a Chiquian para seguir estudiando en el único colegio de la Provincia. Usted mamaíta, iba tras de nosotros cuidándonos. Ahora por el momento ando sola, pero me cuido.

Mamaíta, estos días estuve pensando con añoranza. Se acerca la fiesta de  navidad, es la primera vez que no estaré a tu lado, extrañaré tu calor de madre, tus abrazos, tus besos, tu cariño. ¡Ay! Mamaíta, hoy cuanto valoro tu desprendimiento, tu sacrificio, tu amor por todos nosotros. El mejor regalo que nos has dado, es la vida, tu ternura, el afecto y amor incomparable, sin condiciones y sin pedir nada a cambio. Mamaíta, mi regalo no va ser de un objeto material temporal. Mi regalo para ti, mamaíta, es corresponderte con todo el amor del mundo que te tengo, no hay palabras, mamaíta, para expresar lo que percibo desde lo más recóndito de mi ser que te admiro, te amo más que a mí misma. Sin querer ser nostálgica, te escribo y lo digo en voz alta, una y otra vez que: ¡TE AMO MAMAÍTA!, ¡eso es la pura verdad¡  saludos y abrazos fuertes para cada uno de mis hermanitos. 

Se despide hasta la próxima carta, tu hija Valentina” 

Con profundo suspiro, aun con la carta entre los dedos de su aterida mano y adherido a la altura de su contrito corazón, incorporándose de la silla, habló con voz palpitante:


—Mañana, más tranquila, volveré para que le escriba mi respuesta.  

Se despidió de la lectora de misivas, agradeciéndole profundamente su servicio. Desde la abrigada esquina de la tienda, detrás del mostrador, la siguió con mirada piadosa hasta la puerta, llegó a la acera y desapareció de sus ojos pardos y bondadosos.

Retomó su vocación de enseñar a los alumnos que fluctuaban entre los 5 y 7 años de edad. Se Colocó con cuidado los impertinentes de lunas grandes y gruesas cuyo puente se resbalaba cerca de sus refinadas aletas de su respingada nariz. Esmerada, escribía, en el cuaderno de caligrafía de cada inquieto rapaz, las 5 vocales, adornadas, redondas y grandes como modelo. Los mocitos, agarran el lápiz entre sus menudos dedos, a veces concentrados y en otro momento con flojera, escriben con dificultad el prototipo escrito en primera línea del cuaderno. Siguen el orden de las vocales, hasta rellenar toda la hoja. Bajo su tutela que duraba dos meses, pronto, los párvulos ya sabían escribir y deletrear algunas oraciones cortas, auxiliados por el inseparable libro Coquito.           

Cuando los estudiantes se hallaban en la sala, de la casa de un compañero, alumbrado por la luz mortecina del foco o, por algún desperfecto técnico de la planta eléctrica de Umpay, provocaba un inesperado apagón, salía a relucir la luz agónica e inmóvil de las velas. Entonces, bajo la penumbra y el silencio de la habitación, realizaban con determinación y celo la tarea encomendada por el maestro del curso de lenguaje o literatura y el alumno en el momento que incurría en alguna negligencia ortográfica, los camaradas de clase, en coro y en tono de mofa, decían: “¡No has desfilado por las aulas de la tía Dolorita!”

El Pichuychanca

Chiquian 23 de noviembre 2018


Canto a la vida

Chiquian. Mes de Marzo

Canto a la vida


Aceitosas manchas
 Serpentean el rio
  Agónicas vidas
   Callaban sus voces

Azotaba el viento
 En los Tahuampales
  Mientras el congreso
   Creaba más leyes

Esperanzas nuevas
 Sin nacer morían
  Allá en la frontera
   El hambre dolía

El canto que hoy canto
 No es queja fingida
  Mi canto es el canto
   De toda una vida.

    Orlando Casanova Heller. Poema Inédito

martes, 13 de noviembre de 2018

Rosa roja



Rosa roja
 
Por encima de la albina cima 
de la Cordillera de Huayhuash divina,  
la seductora aurora se asoma. 

Matinal, corre sin prisa el viento 
por falda adormecida y airosa, 
de frondosa arboleda repleto. 

La nacarada luna, alumbra 
la entumecida calle taciturna 
despejando la adusta penumbra. 

En el límpido cielo azulenco, 
agónico, titila en el horizonte, 
el póstumo lucero cósmico.

Garbosos gallos, de cola convulsa; 
con himno estentóreo y aflautado, 
agitados pichuychancas, de testa lisa  
de trino luengo y alborotado,
derrotan a la apacible fría alborada. 

Cantos y trinos en sonoro concierto, 
acompañan al inmóvil cristalino rocío, 
adosado en el terso pétalo de rosa roja, 
alojado en el jardín por mí adorada madre.

El Pichuychanca.
Chiquian, calle Tarapacá, 30 de marzo 2018

sábado, 3 de noviembre de 2018

Historia del Perú

Tiempos de lluvia en Chiquian

Historia del Perú


No hay un pasado
 sino una multitud
  de muertos.

No hay Incas ni Virreyes
 ni grandes capitanes
  sino un ciento
   de amarillos papeles
    y un poquito de tierra.

Un señor hubo y decía
 a sus esclavos: el oro es bueno
  y Dios está en el cielo.

Un soldado hubo y decía
 a quien le oyera:
  Mato porque me pagan
   y no sé lo que es el cielo.

Pero ésta no es una historia
 sino veinte palabras que nada dicen.

 Wáshington Delgado. Para vivir mañana, 1959