viernes, 16 de marzo de 2018

El destino de los niños.


Sopla el madrugador viento anunciando la correría de la estrella del día por el garzo cielo. En los corrales, las gallinas, en fila, desfilan detrás del solitario y altivo gallo. El presumido gallo, con sus membrudas patas, una y otra vez, remueve el piso de donde surgen capas de polvo. Estira las alas emplumadas, alarga el pescuezo y con la cola temblona, descarga un vibrante y prolongado  co-co-ro.co-o-o.

En mi travesía por las calles apretadas, me topo con los auténticos huertos y jardines olvidados, en donde alguna vez crecieron junto a la cerca, los floridos gladiolos, geranios y rosas, vertiendo cada uno de ellos, su particular aroma. Es otoño.

Ya me encuentro por el sendero empinado que conduce al cerro de Capilla Punta. En los bordes, plantas desnudas azotadas por el sol, cubren a la escasa pirca construida hace tiempo por manos desconocidas. En la pared de piedra, los lagartos (shulacos)* de múltiples edades, desde temprana hora del día de ardiente calor, se apuestan en el  lugar más alto con el propósito de recibir los punzantes rayos del sol. Advierto a un longevo lagarto que está tendido sobre una acalorada piedra, en la cúspide de la pica. Frente a mí, con el entrecejo fruncido, con movimientos torpes, gira su alargada cabecita mirando de un lado a otro, con el fin de preverse de algún peligro. Los lagartos jóvenes y adultos afinan los oídos al percibir que mis fatigados pasos se aproximan, raudos se escabullen atravesando por debajo de las plantas devastadas con el propósito de guarecerse en sus recónditas guaridas. En su huida, causan imperceptibles y apáticos ruidos.

Por las faldas del cerro se extiende una extensa alfombra amarilla. Las hojas marchitadas, tendidas en el suelo, se quejan bajo mi pausado paso y de las que se resisten en caer,  dolientes y sumisas lloran. Por estos lares se escucha el lánguido trino de los pájaros. Los riachuelos dejaron de susurrar.    
 
Desde este inclinado lugar, aprecio con admiración  el bello panorama del magnánimo y mágico pueblo de Chiquian. ¡Qué hermosa vista! Observo con fascinación el nevado de Tucu, el valle y el río de Aynin que parece una cinta ondeante, los cerros multiformes, los barrancos y los prados. Me topo con el inicio de cumbres de los diferentes nevados de la Cordillera de Huayhuash. ¡Estoy en mi pequeña patria celestial! Pero, cuando mis ojos se van deleitando con las calles apretujadas y con el enjambre de techos rojos de las casas del vistoso pueblo, asentados sobre una mediana explanada, logro ver construcciones “modernas” desdibujando el genuino y típico panorama de un pueblo serrano. Como aficionado al arte de la fotografía, no pierdo tiempo y aprovecho el momento oportuno para  captar óptimas fotos de aquellos paisajes majestuosos.


De regreso, decido tomar el camino que conduce por las faldas de Racrán. Desciendo junto al melancólico riachuelo que viene como alma en pena de la cascada de Putu. El sol, en pleno ocaso, aun aguijonea mi cuerpo batido con sus diagonales rayos ambarinos, necesito reposar. Sentado en el borde del sendero, en la soledad y el silencio, sobre la grama seca y áspera, entre los muros de piedra y bajo las raleadas sombras de un remoto árbol de aliso que bisbisea con debilidad, bebo los últimos sorbos de agua, acarreados del manantial de Parientana y hervido la noche anterior. Una bandada de loros silvestres, piando en coro, surcan los aires en busca de los escasos y últimos alimentos del día.  

Reanudo mi marcha de regreso y,…de pronto,  lejos, se asoman por aquel sendero inclinado y empedrado, bordeado de alineados muros de piedra, levantados a la perfección, dos niños que aparentan tener nueve y siete años, acompañados de un pequeño perro color marrón claro que al percibir mi presencia, con diminutos saltos, se adelanta y, pega chillones ladridos -¡Guau! ¡Guau! Se detiene y me mira fijamente, se preguntaría “quien es este extraño que se cruza en nuestro camino” ¡Guau!, pega media vuelta y retorna junto a sus pequeños amos para seguir soltando incansables sonoros ladridos, esta vez, detrás de los pimpollos.

Con pasitos cansinos, arrastrando los pies  avanzan cuesta arriba. El de mayor edad, con el cabello corto, ojos grandes y negros, con el rostro quemado por los rayos del sol y la comisura de sus labios con ranuras escarlatas, con voz aguda, me saludó: 

—¡Buenas tardes…tío!

—Buenas tardes ---devolví el saludo, y estreche la manito, enjuta y cuarteada, que me estiraba.

El chiquitín mayor, mirando al menor, le indicó:

—Saluda al… tío, hermanito. Ya ves, debe ser fotógrafo, ahí lleva su cámara.
Mirándome de frente con sus ojillos claros y limpios como el agua, perdiendo el temor y sonriendo un poquito, el infante me dio con ánimo su minúscula mano sonrosada y amoratada. Yo se la apreté amistosamente y le pregunte:

—¿Viejo, Cómo te llamas? ¿Dónde se dirigen a estas horas? Ya es tarde para que anden solos por aquí.


Pegando la mirada en aquel camino empedrado, luego colocándose a mi lado con afectiva confianza infantil y enarcando las pobladas cejas negras, con voz sobria y pausada, hablo:

—¡No soy viejo! no ve usted tío, soy totalmente un niño, me llamo Nicolás, y estamos cumpliendo una orden junto con mi hermano Teófilo.

Los mocitos, estaban llenos de polvo y mugre, despeinados y con la perlada frente húmeda a causa del sudor, transformándose en diminutas gotitas que resbalaban sobre sus caritas cárdenas. Traían sus ropas de percal algo ajadas y desordenadas. El hermanito menor tenía una pelota bajo los brazos, entonces me imaginé que habían estado jugando, en algún lugar, al futbol, que me hizo recordar mi pasada infancia. Del otro hermano, de su liliputiense y estrecho hombro pendía una soguilla delgada. El pequeño socio que escoltaba sus andanzas, dejo de ladrar. Instintivamente y de manera simultánea los tres nos sentamos bajo las sombras de un antiguo zaguán de una chacra. De sus gruesas aldabas,  aseguraba una delgada estaca. El perrito color marrón claro, despreocupado, hizo lo mismo, fatigado, movía su cola peluda, se tendió entre los 2 hermanitos. Por un instante reino un silencio misterioso, solo se oía a lo lejos el sordo canto del ruiseñor y percibíamos el viento frio que circulaba por aquel camino bordeado de pircas. Empezó nuestro corto diálogo: 

—¿A dónde se dirigen? Pregunte nuevamente, con curiosidad.

Teófilo, se puso de pie, extendiendo su enano brazo, señaló con el dedo índice de su manita, el lugar de la quebrada adonde se encontraban las plantas secas, respondió con voz apagada:

—Estamos yendo a recoger leña. —“¿Y tu padre donde esta?”  Nicolás el hermanito menor, respondió con un susurro —“Nuestro papá… nos abandonó” — “Se fue de la casa, con la hermana de mi mamá” —Repuso con voz entrecortada, Teófilo —“¿Y tu mamá?” —“trabaja vendiendo frutas por el rededor del mercado” —“¿Tu papá vive aquí?” —“No, no sabemos nada de él, ni él, de nosotros” —“¿Están estudiando?” —“Si, estamos estudiando, pero hace una semana que no voy a la escuela, estoy ayudando a mi mamá, se encuentra delicada de salud, Nicolás sigue estudiando” —Con ojitos dolientes, se miran ambos hermanitos. Alzo la mirada en dirección del vetusto árbol de aliso. No hago más preguntas.     
Percibí que mis ojos se nublaban, parpadee fuerte para que ni una lágrima ardorosa no brotara delante de los mocitos. Cavilaba, “¿Qué mundo es este? “ ¿Cuál será el destino de estos niños y de los demás niños de igual condición?”  Pensando de este modo, de inmediato, me desprendí del poco dinero que llevaba, colocándolo entre sus  encarnadas  manecitas de cada uno de los azarosos mocitos. 

Me despedí consternado, con el corazón oprimido de aquellos dos cándidos niños, pensando en su regreso. Sobre sus enjutas espalditas transportarían la leña, luego, ser atizados en el fogón, para preparar  una modesta cena  por la madre enferma o, quizás por los mismos desdichados críos.

Surgió en mí, muchas preguntas políticas y sociales. Usted amable lector se imaginará.

El Pichuychanca 
Chiquian 16 de marzo 2018




1) (Shulacos) Término quechua para referirse a la lagartija, familia de los reptiles