Cada cierta noche, de preferencia los fines de semana, luego de escuchar la liturgia de las 7 de la noche celebrado por el anciano cura Tello, hombre a puertas de jubilarse de la orden de los “beatos”, infantes, adolescentes y jóvenes, abrigado con el poncho, se apelotonan debajo del techo del octogonal kiosco de la Plaza Mayor. Uno a uno se sientan muy juntos, hombro a hombro, sobre el piso helado. Sentados en la posición de yoga, les permitía narrar con cierta facilidad viejos y nutridos relatos, cuentos y leyendas oído oralmente de los labios del padre o parientes cercanos, luego del almuerzo o de la cena. En otro momento quizás por el hermano mayor. Incluso entre niños se relatan, a su manera, cuentos que estremecen su microscópico cuerpo mirándose uno al otro con ojitos de pavor.
Al momento de escuchar, con enorme atención, el relato de uno de los narradores, de una trágica leyenda o de dramáticos cuentos de aparecidos, espectros, ánimas y duendes, la luz mortecina, que iluminaba la calle comprimida, avivaba sombrías siluetas amorfas. Las personas, con pasos ligeros, se dirigían a su domicilio. El pueblo, el angostillo y la periferia quedaban en completo silencio.
En la callejuela, no entraba la luz ni del tamaño de la punta de una aguja. En el patio, ceñido y opaco, la ropa tendida en el cordel se mece monótono al compás del insomne y misterioso viento. En las arterias, la brisa nocturna arrastra todo lo que encuentra a su paso; hojas secas, papeles y demás objetos que parecen animales noctámbulos caminando en busca de comida o a seres inanimados deslizándose al ras del suelo. En calle, muda en extremo, se halla el charco de agua cristalina que reflejan imágenes difusas de aquel que pasaba por su lado. La luz lánguida de los focos ambarinos, proyectan sombras indescifrables y brumosas. En el huerto y el jardín, los grillos corean de tal modo que se asemeja a una marcha fúnebre. La rosaleda, cabecea quejándose con imperceptible e insondable murmullo.
Luego de haber prestado oído, con absoluta abstracción, las narraciones sobre aquellos seres fantasmales, de los aparecidos de alma en pena, que camina por la calle oscura buscando algún refugio, de los pequeños encantadores y rubicundos hichiculgos que emergían misteriosamente de entre las aguas de la cascada de Usgor con el fin de llevarse a los niños quien sabe a dónde. Todos los presentes cruzaban miradas de angustia y de nerviosismo, preguntándose cada uno de ellos “¿ahora como regresamos a casa?”.
Uno tras otro se incorporan. Desde aquel singular y frio kiosco, divisan con estupor por el rededor de la Plaza Mayor, vacío y en sepulcral silencio. De las aristas, solo se asomaba el viento nocturno y hosco que incitaba susurros tenebrosos… “saz-saz-saz”… de la copiosa copa de los 4 longevos árboles. De la pileta se escuchaba el chapoteo lánguido de las gotas agónicas del agua que se desplomaban… “tac-tac-tac”… sobre la redonda alberca.
A pesar de la escasa luz, los intrépidos oyentes de las estremecedoras narraciones, ven uno al otro el rostro insepulto. Apoderándose de ellos, aún más, el pánico.
Tres oyentes, de 16, 14 y 12 años, agitado y teneroso, regresan a su casa por calles pardas y sin vida, para mala suerte, vivían en distintas direcciones.
Resulta fácil de comprender, sobre los acontecimientos que sucederán, sobre el retorno de aquellos jovenzuelos rumbo a sus hogares…
El mozuelo de 16 años de edad, traía puesto un abrigo negro, y sobre la cabeza el sombrero del mismo color de ala y copa corta. Cauteloso, anda por la agónica calle. Cuando percibía el menor ruido, se detenía con ojos angustiados y el corazón le palpitaba a toda prisa, pum-pum-pum, y cerrando los ojos pensaba, “debe ser un espectro”. Esto le ocurrió más de una vez… en el trayecto de regreso a su casa.
…Llega a la entrada principal de su morada, agitado, con la mano temblorosa, del bolsillo extrajo la llave y abrió el zaguán, que crujió con hondo dolor. Cuando se disponía pasar, de pronto, vio que del fondo del enlutado patio del lado izquierdo, venían a su encuentro varios cuerpos flotantes, “¡son los espectros!” caviló para sí mismo. En un santiamén cerró la puerta. En la estrecha vereda de la calle, turbado, apoyó su enjuta espalda contra la puerta. Pálido de miedo, pensó: “¡no me puedo quedar aquí, en la calle, con este cruel frio de la noche!”. Desenterrando el pavor, decidió abrir la puerta, ni bien lo traspuso, ¡lo cerró!, y, mirando de frente, ¡exclusivamente de frente! corrió, corrió como un ciervo huyendo de miedo y del peligro que le acecha el tigre, en dirección a la escalera que se hallaba al lado derecho del patio. Desesperado y sin miramiento, sube por las gradas. Al alcanzar el último peldaño, de repente, percibe que le quitaban el sombrero, se detuvo por milésimas de segundos, llevó la mano, temblorosa de sobresalto, a la cabeza y, efectivamente el sombrero ya no estaba en su lugar, sentía morirse de horror. Reanudó su carrera y entró al cuarto, prendió la luz alicaída y sin desvestirse se tendió sobre la cama cubriéndose totalmente con las gruesas frazadas. Temblando del espanto, logro conciliar el sueño por largas horas.
Se despertó todavía, soñoliento y asustado. Con lentitud, procurando no hacer ruido, abrió la puerta, estiró el cuello y aguaitó. Con temor traspasó la puerta, dio dos pasos y del balcón observó que las camisas tendidas sobre el cordel, pendidos de los colgadores de ropa, se bamboleaban con languidez causados por la suave brisa de la mañana. Luego direcciono la mirada sobre el piso del patio, para su sorpresa, el sombrero estaba tendido con la copa que miraba hacia arriba y en dirección a la escalera. Cuando se disponía bajar, observo el cordón de luz desprendido y suspendido de entre la pared y el soporte del balcón. Caviló, “¡El que me quito el sombrero anoche, fue el cordón!” y “¡El cuerpo flotante, los espectros, que vi, fueron las camisas tendidas!” “¡Que susto que me pegué, todo fue una ilusión!
Contado por Ulises Zúñiga Gamarra.
El segundo oyente, de manera discreta y con inquietud, momentos antes se había apartado de aquella asamblea de narraciones mágicas e inexplicables. Acompañaba a una guapa mocita que la pretendía. De modo receloso, ambos caminaban por las despobladas calles. Mientras se desplazaban al domicilio de la pretendiente, escucharon el canto del malagüero paca-paca, posado en la pico del tejado rojo. Cuentan que cuando vadea la apretada y lóbrega calle con su llanto, “pacapacapaca”, anuncia la muerte de la persona. Con el cuerpo escarapelado, los ojos turbados, por debajo del poncho de lana, la doncella se aferró de la delgada mano del mancebo, sintiéndolo igualmente tembloroso. Apoyó su frágil cabeza sobre su hombro. Estimulado por el soplo del viento frío de la noche, el cabello negro azabache y rizado arrullaba el rostro del angustiado enamorado. Olvidando por un instante la angustia y el pavor que le abatía, abrazó y besó los frescos labios carmesí de la damisela.
Con extremado desasosiego, trajinan, de modo sutil, cogidos de la mano, por la inclinada y velada calle. Los pies de los flamantes enamorados, con el rostro lívido, les parecían flotar sobre el empedrado suelo y el cuerpo lozano impalpable. En medio de esta peripecia, por fin llegaron a la vivienda de la chica conquistada. El susto por lo que les atormentaba en ese momento, no había tiempo para hablar del flamante cariño que se profesaban. El galán se despidió con un palpitante y prolongado segundo beso.
De pronto, franqueó un ventarrón que hizo crujir las gruesas ramas del viejo árbol de eucalipto, ubicado al borde del camino. Al poco rato se produjo un silencio sobrenatural. De una de las casas, del barrio de Jupash, detrás de los cristales de la pequeña ventana, de un candelabro, en la forma de un tridente, tres cirios que ardía sin fuerza, en un santiamén se apagó y el tragaluz chirrió como si alguien lo hubiera cerrado. “Son los murmullos de la noche, los murmullos de los aparecidos”, pensó el embelesado muchacho, con asombro. Erizándole los moños, su semblante expresaba temor e impotencia.
Se echó a caminar, casi corriendo, por el declive de la inexpresiva y sibilina calle, A una distancia de una cuadra y media, avistó una silueta. Cada vez que se acercaba, la silueta en la forma de un toro, hacia lo mismo. Cuando se detenía, el toro corpulento retrocedía, imaginaba que se preparaba para embestirlo. El aire nocturno y gemidor hacia un zumbido escalofriante, luego ceso por un momento, el silencio resultaba aún más dramático Tenia el entrecejo plegado y el rostro consumido y cadavérico como una cera. El mocito asustado, susurro una súplica.
Decidido de ganar al miedo, volvió a caminar. Cada vez más cerca, la silueta del corpulento toro dejó de ir a su encuentro, tampoco retrocedía. Aterrado, detuvo los pasos, algo extraordinario sucedía, de a poco el enorme espectro se aplanaba. Cuando llegó al lugar, con el corazón palpitando, pudo observar aquella sombra, no era más que un largo y ancho charco de agua cristalina alumbrado por la luz mortecina del foco colocado en la cima del poste de madera. De la orilla, observó su propia y opaca imagen. De pronto sopló el viento, ondeando la mansa agua que deformó su perfil, en seguida, de modo violento, crujió un pesado zaguán. Una vez más el pavor se apoderaba de él, y se echó a correr y correr, imaginándose que del charco de agua surgiría el toro corpulento y real. Con esta idea, jadeando y blanco, llegó a su casa.
Contado por Perching Vílchez Romero.
Por último, nuestro cándido pimpollo, del que nadie se percató de su presencia, mejor dicho, pasó desapercibido por la mayoría de los adolescentes que más se preocupaban por su propio interés de como volver a su casa en medio de aquella lúgubre calle, de cuyos quinqués irradiaban agonizantes luces, en donde reinaba la quietud absoluta e indescifrable.
Con pasitos contenidos, arrugando el minúsculo hombro, caminaba solitario, rumbo a su casa. Regresaba con la mirada intensa e inmóvil sobre el suelo empedrado y con el semblante lleno de pavor, pálido como el de un pequeño difunto. No había a quien acudir por ayuda. En ese intervalo, sopló el viento nocturno golpeando su rostro aterido y haciendo bailar el ponchito sobre sus fornido cuerpito. De repente, crepitó un ventanal del segundo piso de una casa, cerca de la calle transversal. Levantó la mirada, poseído de estupor, se imaginó observar un objeto blanquecino no identificado que cruzaba a toda prisa al ras del suelo de aquella lúgubre calle. De tanto haber escuchado, con suma atención, el cuento de aparecidos y duendes, con temor, pensó que era uno de ellos.
Sometiendo al miedo, y adquiriendo valor, la única arma para salir de cualquier peligro y de un susto, estar en un lugar libre, sin dudar, mejor es echarse a correr. El mocito se echó a correr, lo más que pudo, en medio de la calle grisácea y tétrica, el ponchito, sin darse cuenta, se extendía como las alas de un murciélago. Al llegar a la entrada de su casa, por donde tenía que pasar por un largo y obscuro callejón, temblando de miedo, se detuvo, al darse cuenta que un par de objetos, a una distancia de diez metros, brillaban de manera intermitente desde el viejo y trepidante zaguán. Colmado de miedo, conjeturó, que eran los ojos del duende que le estaba esperando para llevárselo. De pronto, el brazo de la puerta se abrió y emergió un resplandor iluminando todo el aterrador callejón, hasta entonces, en completa oscuridad, gritó con vocecita estentórea:
—¡Mamá-a-a-a el duende me quiere lleva.a.ar!
Alargando la letra “a” hasta su último aliento, se puso a llorar a lágrima viva. La madre que en ese momento salía a buscarlo, reconoció la voz del crio y corrió para arrullarlo y cobijarlo bajo el caluroso abrazo maternal y protegerlo del pánico que le abrumaba. El infante, agarró fuerte la mano de la madre, traspasaron aquel callejón ayudados con la luz de la linterna. Del jardín iluminado por la luz deprimida de la bombilla, escuchó una canción monótona y triste del grillo, el manzano cabeceaba susurrando con desazón. La madre, que acariciaba y mecía el liliputiense cuerpo, trataba de explicarle de lo que había visto eran simplemente luciérnagas que se habían prendido en la puerta y que los duendes no existían, solo eran cuentos. El asustado crio, se durmió en el regazo de la madre.
Contado por Hugo Vílchez Romero.
El Pichuychanca
Chiquian, 23 de febrero 2018