domingo, 28 de enero de 2018

La raspadilla y los helados


Son las 4 1/2 de la madrugada. Luego de un profundo sopor, Camilo, el padre, es el primero en despertarse de la familia. De la abrigada cama se yergue con cierta pereza. Se cubre el cuerpo delgado con ropa apropiada a fin de soportar el agudo frio de la mañana y del largo viaje que le espera durante el día. Ya abrigado, a paso pausado, se dirige al llano aposento del hijo donde duerme con sosiego. Cuando ya está contiguo al primogénito, todavía con los ojos adormilados y el amor paternal que reboza en su corazón bondadoso, lo contempla por varios segundos y tal le parece que el tiempo se hubiese detenido. En seguida, le sacude el minúsculo hombro a la vez le habla carca al oído, con voz carrasposa:   

—Hijo querido, despierta, despierta, levántate ya… voy a traer al bruto que está en el corral.        

Las calles empedradas, la plaza vacía, la plazuela desierta y el pueblo mismo dormitan con inaudito gusto. El heladero, Camilo, junto al hijo —conocido con el apelativo de Uluy— carirredonda, de cabellos erizados, ojos frugales, de once años y estudiante de primaria, que, de hace tiempo le encamina con el objetivo de ayudar y aprender la estoica y noble actividad, el de elaborar la deliciosa raspadilla y el requerido helado, en absoluto silencio, a la luz de la alborada, marchan derrotero al nevado de Tucu, acompañados del sumiso bruto de color gris oscuro. 

Amparados bajo la lumbre plateada de la luna, que en su parsimonioso ocaso se oculta de vez en cuando detrás de blanquecinas brumas, padre e hijo, con la linterna de mano, delante de ellos, el bruto, caminan por senderos fragosos, rumbo a los rededores del inconmovible nevado de Tucu, emplazado a varios kilómetros del pueblo. Entre tanto, en su extenso itinerario, el alba y el viento frío, anuncian la salida del sol que, poco a poco, corre la cortina de la oscura penumbra con el propósito de que los caminantes noten las briznas del nuevo día para una nueva y sacrificada jornada.

La ventisca gélida sopla sin misericordia. Azota a las quebradas y las colinas, en medio de ellas, resistiendo el riguroso tiempo, las plantas solitarias de delgados tallos se inclinan besando el serpenteado  y amoratado suelo. Ambos peregrinos, ataviados del chullo y los guantes de lana, andan por los páramos, cruzan altozanos, delgados arroyuelos y lodazales. A lo lejos, avistan a los pastores sacando de los rediles al tropel de ovejas con el propósito de conducirlos a las ancestrales e imperecederas vegetaciones que crecen libres y a cielo abierto, el ichu. 

El viento arrecia y no deja de soplar, silva con vigor y raudo pasa golpeando el rostro atezado, los pies cansados y las manos ateridas del heladero y del asistente. Las titilantes estrellas paso a paso se extinguen uno tras otro. Más adelante, al fondo de la prosaica y anchurosa llanura, ante sus ojos, surge el blanquecino pináculo de los nevados a medida que se difumina la aurora.    


Debajo de los cerros albos, el camino cubierto por la fina escarcha, formado durante la noche glacial, crepitan bajo los rudos zapatos de los andantes y de los cascos del bruto. A medida que avanzan, el aire se remulle y se les hace difícil respirar. En estas condiciones de dificultad pero con denuedo, conocedor de su oficio, el experto en elaborar el exquisito helado y la raspadilla, averigua, por aquí por allá, el apropiado hielo. Una vez ubicado, con las manos ateridas oliendo a nieve mojada, resoplando y tomando fuerzas, surgiendo de sus bocas límpidos vahos, por turno, una y otra vez, alzan la pesada barreta  con el objetivo de hundirlo sobre la blanca y dura superficie, en respuesta, gimotea y repica en acre sinfonía, arrojando en todas las direcciones, decenas de pequeños fragmentos de hielo.

Luego de haber arrancado, con arrojo, la masa de hielo de las entrañas del imperturbable y osco nevado, prudentes y animosos, se empeñan en darle la forma y tamaño de un adobe. Instantes después, se disponen a introducirlo en los fondillos de la alforja donde contiene, de manera prolija, abundante paja seca, paja que servía para evitar que se derrite los cubos de hielo en el transcurso del viaje, de regreso. Perseverantes y reanimados, colocan y aseguran la alforja, sobre el sólido lomo del desprendido y noble bruto que les esperó con singular paciencia, en medio del penetrante frio de la mañana, con el propósito de colaborar en el transporte de aquella materia prima natural, uno de los sustentos para la familia del heladero.

Mientras el reloj marca las nueve y media de la mañana, el viento fresco, acaricia el rostro bronceado del heladero. Con el delgado cuerpo inclinado, con los brazos, tiesos y escuálidos, empuja con cautela la pequeña carreta de 4 ruedas aceradas bordeadas de caucho. En su prolongada travesía por la calle cenicienta, de tramo en tramo, de tierra compacta, empedrado, desnivelado y con gibas imperceptibles, los zapatos y las ruedas estampan su huella en la forma de eses. 

En la carreta se localizan todos los componentes, así como también, los elementos para preparar y acompañar la deliciosa raspadilla. Cada ingrediente se halla apostado con exactitud en su respectivo lugar. En la esquina de la carreta, al borde, en el casillero hecho de madera, están las pulcras botellas conteniendo los jarabes de varios colores y sabores suculentos de diferentes clases de fruta. Al costado, el bloque de hielo, cubierto con un mantel limpio. Al otro extremo de la carreta, sobre la lisa madera, perforado de forma circular, sobresale la arista del  entumecido recipiente  en donde está depositado el exquisito helado de leche. Al centro sobre una franela, listo para su uso,  se halla el llamativo raspador de hielo. Debajo de la carreta, se encuentra encajado el minúsculo estante para colocar los vasos de vidrio y, el tanque de agua cuya llave de caño, se encuentra a la vista de los clientes.     

Con lentitud y extremada prudencia, traslada la carreta. Cada vez que cruza  por un desnivel o atraviesa sobre una contrahechura, las botellas de jarabe tintinean en coro. Del bloque de hielo se desprenden gotitas espaciadas dejando sus marcas húmedas sobre el piso empedrado y  de tierra apelmazada.


El lugar en donde cotidianamente estaciona la carreta es la intersección de la calle principal, el Jr. Comercio con Leoncio Prado, exactamente al costado de la casa de la Srta. Dolores Aguirre. Mujer, próxima a cumplir más de los setenta y cinco años. A pesar de la edad avanzada, perpetuaba su lucidez como una persona  ilustrada. Sentada detrás del difuso mostrador de color celeste, con los cabellos de plata y  las pequeñas gafas sobre las refinadas  aletas de la pequeña nariz respingada, en épocas de vacaciones, con enorme entereza, enseñaba y reforzaba a reconocer las primeras vocales, luego a leer  y escribir,  a aquellos infantes inquietos del jardín de infancia y de los que cursaron la sección de transición, quienes habían  calificado con notas desaprobatorias al final del año escolar.

Camilo, con paciencia y celo se coloca el delantal blanco y el gorro del mismo color. Blandiendo el raspador entre su aterida y delgada mano, impetuoso, lo coloca sobre el bloque de hielo y  con la otra mano lo sujeta, en seguida, firme y a toda prisa despliega el raspador rellenando las partículas del hielo, luego, con inaudita diligencia y prontitud lo deposita en los vasos, quedando listo para  rociarlos con suma habilidad los coloreados jarabes de variados sabores de frutas frescas. 

En la otra acera, al frente de la carreta,  los clientes  aparecen uno tras de otro, saludando al heladero de manera amable.  Los primeros en llegar, se sientan sobre una vetusta, chirriante banca. Bajo los rayos impertinentes del sol, impacientes y ansiosos, con la boca haciéndoles agua, piden la raspadilla de su preferencia. Confundido de oír tantas voces, con voz aplacada, el heladero preguntaba:

—¿Desean la raspadilla, simple o especial? 

De nuevo, la decena de clientes responden al unísono y en coro con afónicas, enclenques y chillantes voces:

—Yo quiero especial, simple, simple, especial, simple… 

En medio de esta batahola de los presurosos clientes, el atento heladero, de la acera opuesta,  escuchó una solitaria y entrecortada voz:

—Yo quiero un combinado 

Los parroquianos, se manera simultánea, giraron la cabeza hacia la derecha de donde precedía aquella voz, topándose con aquel, que se encontraba sentado al filo de la vereda de la calle el Comercio, acompañado del hijo, un mocito de 7 años. Llegaron del campo, cerca del pueblo, aprovechando la hora de descanso, luego de haber segado el trigo, durante toda la mañana.   

Los clientes, uno más que otro, degustan de la apetitosa raspadilla. El campesino, comparte y disfruta junto con su hijo el único vaso que contiene la raspadilla especial. Sobre las partículas de hielo, semejante al arcoíris, bañado con el jarabe de diferentes sabores de fruta, posa las 2 bolas del delicioso helado de leche. 

Los, presumidos, consumidores que pidieron la raspadilla simple o especial, sentados desde aquella banca chirriante, de vez en vez otean de reojo, con cierto encono, la felicidad de aquellos dos seres sencillos y simples que saborean la raspadilla y el helado cuando el sol estaba en su cenit en un cielo sin macula de blancos algodones. 

El Pichuychanca

Chiquian 28 de enero 2018




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