domingo, 28 de enero de 2018

La raspadilla y los helados


Son las 4 1/2 de la madrugada. Luego de un profundo sopor, Camilo, el padre, es el primero en despertarse de la familia. De la abrigada cama se yergue con cierta pereza. Se cubre el cuerpo delgado con ropa apropiada a fin de soportar el agudo frio de la mañana y del largo viaje que le espera durante el día. Ya abrigado, a paso pausado, se dirige al llano aposento del hijo donde duerme con sosiego. Cuando ya está contiguo al primogénito, todavía con los ojos adormilados y el amor paternal que reboza en su corazón bondadoso, lo contempla por varios segundos y tal le parece que el tiempo se hubiese detenido. En seguida, le sacude el minúsculo hombro a la vez le habla carca al oído, con voz carrasposa:   

—Hijo querido, despierta, despierta, levántate ya… voy a traer al bruto que está en el corral.        

Las calles empedradas, la plaza vacía, la plazuela desierta y el pueblo mismo dormitan con inaudito gusto. El heladero, Camilo, junto al hijo —conocido con el apelativo de Uluy— carirredonda, de cabellos erizados, ojos frugales, de once años y estudiante de primaria, que, de hace tiempo le encamina con el objetivo de ayudar y aprender la estoica y noble actividad, el de elaborar la deliciosa raspadilla y el requerido helado, en absoluto silencio, a la luz de la alborada, marchan derrotero al nevado de Tucu, acompañados del sumiso bruto de color gris oscuro. 

Amparados bajo la lumbre plateada de la luna, que en su parsimonioso ocaso se oculta de vez en cuando detrás de blanquecinas brumas, padre e hijo, con la linterna de mano, delante de ellos, el bruto, caminan por senderos fragosos, rumbo a los rededores del inconmovible nevado de Tucu, emplazado a varios kilómetros del pueblo. Entre tanto, en su extenso itinerario, el alba y el viento frío, anuncian la salida del sol que, poco a poco, corre la cortina de la oscura penumbra con el propósito de que los caminantes noten las briznas del nuevo día para una nueva y sacrificada jornada.

La ventisca gélida sopla sin misericordia. Azota a las quebradas y las colinas, en medio de ellas, resistiendo el riguroso tiempo, las plantas solitarias de delgados tallos se inclinan besando el serpenteado  y amoratado suelo. Ambos peregrinos, ataviados del chullo y los guantes de lana, andan por los páramos, cruzan altozanos, delgados arroyuelos y lodazales. A lo lejos, avistan a los pastores sacando de los rediles al tropel de ovejas con el propósito de conducirlos a las ancestrales e imperecederas vegetaciones que crecen libres y a cielo abierto, el ichu. 

El viento arrecia y no deja de soplar, silva con vigor y raudo pasa golpeando el rostro atezado, los pies cansados y las manos ateridas del heladero y del asistente. Las titilantes estrellas paso a paso se extinguen uno tras otro. Más adelante, al fondo de la prosaica y anchurosa llanura, ante sus ojos, surge el blanquecino pináculo de los nevados a medida que se difumina la aurora.    


Debajo de los cerros albos, el camino cubierto por la fina escarcha, formado durante la noche glacial, crepitan bajo los rudos zapatos de los andantes y de los cascos del bruto. A medida que avanzan, el aire se remulle y se les hace difícil respirar. En estas condiciones de dificultad pero con denuedo, conocedor de su oficio, el experto en elaborar el exquisito helado y la raspadilla, averigua, por aquí por allá, el apropiado hielo. Una vez ubicado, con las manos ateridas oliendo a nieve mojada, resoplando y tomando fuerzas, surgiendo de sus bocas límpidos vahos, por turno, una y otra vez, alzan la pesada barreta  con el objetivo de hundirlo sobre la blanca y dura superficie, en respuesta, gimotea y repica en acre sinfonía, arrojando en todas las direcciones, decenas de pequeños fragmentos de hielo.

Luego de haber arrancado, con arrojo, la masa de hielo de las entrañas del imperturbable y osco nevado, prudentes y animosos, se empeñan en darle la forma y tamaño de un adobe. Instantes después, se disponen a introducirlo en los fondillos de la alforja donde contiene, de manera prolija, abundante paja seca, paja que servía para evitar que se derrite los cubos de hielo en el transcurso del viaje, de regreso. Perseverantes y reanimados, colocan y aseguran la alforja, sobre el sólido lomo del desprendido y noble bruto que les esperó con singular paciencia, en medio del penetrante frio de la mañana, con el propósito de colaborar en el transporte de aquella materia prima natural, uno de los sustentos para la familia del heladero.

Mientras el reloj marca las nueve y media de la mañana, el viento fresco, acaricia el rostro bronceado del heladero. Con el delgado cuerpo inclinado, con los brazos, tiesos y escuálidos, empuja con cautela la pequeña carreta de 4 ruedas aceradas bordeadas de caucho. En su prolongada travesía por la calle cenicienta, de tramo en tramo, de tierra compacta, empedrado, desnivelado y con gibas imperceptibles, los zapatos y las ruedas estampan su huella en la forma de eses. 

En la carreta se localizan todos los componentes, así como también, los elementos para preparar y acompañar la deliciosa raspadilla. Cada ingrediente se halla apostado con exactitud en su respectivo lugar. En la esquina de la carreta, al borde, en el casillero hecho de madera, están las pulcras botellas conteniendo los jarabes de varios colores y sabores suculentos de diferentes clases de fruta. Al costado, el bloque de hielo, cubierto con un mantel limpio. Al otro extremo de la carreta, sobre la lisa madera, perforado de forma circular, sobresale la arista del  entumecido recipiente  en donde está depositado el exquisito helado de leche. Al centro sobre una franela, listo para su uso,  se halla el llamativo raspador de hielo. Debajo de la carreta, se encuentra encajado el minúsculo estante para colocar los vasos de vidrio y, el tanque de agua cuya llave de caño, se encuentra a la vista de los clientes.     

Con lentitud y extremada prudencia, traslada la carreta. Cada vez que cruza  por un desnivel o atraviesa sobre una contrahechura, las botellas de jarabe tintinean en coro. Del bloque de hielo se desprenden gotitas espaciadas dejando sus marcas húmedas sobre el piso empedrado y  de tierra apelmazada.


El lugar en donde cotidianamente estaciona la carreta es la intersección de la calle principal, el Jr. Comercio con Leoncio Prado, exactamente al costado de la casa de la Srta. Dolores Aguirre. Mujer, próxima a cumplir más de los setenta y cinco años. A pesar de la edad avanzada, perpetuaba su lucidez como una persona  ilustrada. Sentada detrás del difuso mostrador de color celeste, con los cabellos de plata y  las pequeñas gafas sobre las refinadas  aletas de la pequeña nariz respingada, en épocas de vacaciones, con enorme entereza, enseñaba y reforzaba a reconocer las primeras vocales, luego a leer  y escribir,  a aquellos infantes inquietos del jardín de infancia y de los que cursaron la sección de transición, quienes habían  calificado con notas desaprobatorias al final del año escolar.

Camilo, con paciencia y celo se coloca el delantal blanco y el gorro del mismo color. Blandiendo el raspador entre su aterida y delgada mano, impetuoso, lo coloca sobre el bloque de hielo y  con la otra mano lo sujeta, en seguida, firme y a toda prisa despliega el raspador rellenando las partículas del hielo, luego, con inaudita diligencia y prontitud lo deposita en los vasos, quedando listo para  rociarlos con suma habilidad los coloreados jarabes de variados sabores de frutas frescas. 

En la otra acera, al frente de la carreta,  los clientes  aparecen uno tras de otro, saludando al heladero de manera amable.  Los primeros en llegar, se sientan sobre una vetusta, chirriante banca. Bajo los rayos impertinentes del sol, impacientes y ansiosos, con la boca haciéndoles agua, piden la raspadilla de su preferencia. Confundido de oír tantas voces, con voz aplacada, el heladero preguntaba:

—¿Desean la raspadilla, simple o especial? 

De nuevo, la decena de clientes responden al unísono y en coro con afónicas, enclenques y chillantes voces:

—Yo quiero especial, simple, simple, especial, simple… 

En medio de esta batahola de los presurosos clientes, el atento heladero, de la acera opuesta,  escuchó una solitaria y entrecortada voz:

—Yo quiero un combinado 

Los parroquianos, se manera simultánea, giraron la cabeza hacia la derecha de donde precedía aquella voz, topándose con aquel, que se encontraba sentado al filo de la vereda de la calle el Comercio, acompañado del hijo, un mocito de 7 años. Llegaron del campo, cerca del pueblo, aprovechando la hora de descanso, luego de haber segado el trigo, durante toda la mañana.   

Los clientes, uno más que otro, degustan de la apetitosa raspadilla. El campesino, comparte y disfruta junto con su hijo el único vaso que contiene la raspadilla especial. Sobre las partículas de hielo, semejante al arcoíris, bañado con el jarabe de diferentes sabores de fruta, posa las 2 bolas del delicioso helado de leche. 

Los, presumidos, consumidores que pidieron la raspadilla simple o especial, sentados desde aquella banca chirriante, de vez en vez otean de reojo, con cierto encono, la felicidad de aquellos dos seres sencillos y simples que saborean la raspadilla y el helado cuando el sol estaba en su cenit en un cielo sin macula de blancos algodones. 

El Pichuychanca

Chiquian 28 de enero 2018




viernes, 5 de enero de 2018

Los juegos infantiles. Cuerdas cunca*, el guardián de la Plaza



El guardián de la Plaza Mayor es un hombre de temperamento irascible. Su nombre y patronímico es Maximiliano Núñez, guarda la siguiente tipología: posee aproximadamente sesenta años,  es de mediana contextura, de rostro ovalado, barbilampiño y de tez blanca. Dispone de una nariz larga y arqueada como el de una lechuza, los ojos hundidos en los cuencos; son redondos, pardos y tétricos, es decir, posee una mirada de pocos amigos. Tiene las piernas como los de una garza, los brazos largos y laxos con manos esqueléticas. Camina con la columna encorvada, sus pasos son cansinos y espaciosos. Atesora una particularidad que hace resaltar toda su imagen; ostenta un cuello excesivamente delgado y estirado, por esta razón, desde tiempos indocumentados, le plantaron el apelativo de… “Cuerdas Cunca”

La Plaza Mayor, es el lugar donde confluyen, cada fin de semana y con prontitud, un sin número de niños retozones con el objetivo de divertirse  con diversos juegos propios de la temporada y de su edad. Llenos de imaginación construyen accesorios para una determinada recreación, como por ejemplo el aro que necesita de una vara. Esta vara es un alambre grueso, resistente y en uno de los extremos esta encajado en una madera de forma cilíndrica o simplemente está cubierta por una tela, se usará como timón. En el otro extremo, está el eje parecido a la letra U en el cual se encuentra embutido el carrete que hará más viable y cómodo de hacer rodar el flamante aro.

Las calles ya están colmadas por un cúmulo de infantes bullangueros, corren de aquí por allá, conduciendo el aro. De tanto correr, sin darse cuenta, llegan a los bordes de la Plaza, en donde se  topan con niños inquietos que fluctúan entre los 7 a 12 años. Con los aros, presurosos, trajinan con profusa prudencia por las  aceras y los corredores de la Plaza, evitando estropear las plantas y la rosaleda multicolor. ¡Ay!... ¡Ay, de aquel!, si alguien se atreve a sobrepasar aquellos linderos. Sin haberlo visto, presienten que están siendo vigilados desde algún recóndito lugar por el temible guardián, Cuerdas Cunca. De pronto, los chiuchis** retozones, los más grandecitos, arriesgando su propia integridad física, se disponen a demostrar su destreza en el manejo del aro. Se aventuran a correr por la cenicienta carretera, cuesta arriba o cuesta abajo, con destino a Caranca o a Usgor, emplazados cerca de un kilómetro del pueblo. 

***

Ha pasado el tiempo de jugar a los aros, ahora están a la expectativa del próximo juego. En medio de una aglomeración de infantes fisgones, Paco y Pancho, se animan a chuncar***, dos diestros en estos asuntos de entretenimiento. Paco, que se halla delante de sus partidarios y enfrente de Pancho, escoltado por sus amigos, prorrumpe en tono de mando:


—¡Traza la línea¡

—¡Por qué yo, hazlo tú¡

—Bueno pues, yo dibujaré la línea —Paco, niño iracundo, dobla la espalda como una bisagra nueva casi a 90 grados y con el  palito entre sus minúsculos dedos que tomó de la mano de uno de los amigos, dibuja la raya en el polvoriento suelo. Esta vez, con un tono de concordia, habló:

—Tú, serás el primero en lanzar la canica.

—De acuerdo… de acuerdo.

Los admiradores, tanto de uno como del otro contendiente, están expectantes. Pancho,  listo, seguro de sí mismo y desde la distancia permitida, lanza la canica… plantándose muy cerca de la raya. Sus seguidores suspiraron a fondo. Paco, un tanto relajado y sobrado, con la canica entre los yertos dedos, sobre el dedo medio y debajo del pulgar, tantea y observa con detenimiento la distancia de donde está parado a la línea. Y al instante de lanzarlo una veintena de absortos ojos siguen a la canica para verlo caer a unos mililitros detrás de la bola inmóvil de Pancho. Los amigos se lamentan por haber perdido la primera partida.                  
Paco, un tanto irritado, con el rostro amoratado y de pocos amigos, con precaución observa alrededor suyo y decide colocar la canica en un lugar inaccesible. En ese instante, del compacto grupo de curiosos niños surge una voz blanca en tono de reproche: 

— ¡De ese lugar, Pancho, no podrá sacar la bola!

— ¡Pancho, anda vociferando por ahí que es el mejor! ¡Debe de justificarlo ahora! —salta otra voz del conjunto de atentos críos. Luego de esta breve controversia entre los seguidores de ambos adversarios, Pancho, se dispone a concentrar los cinco sentidos, edad en el que comienza a aflorar con más fuerza. La lisa y nueva pieza de colores, sostenido y adherido en los enanos dedos, brilla bajo los rayos dorados  del sol de la mañana, tal es así, que su lozano rostro se ve reflejado en ella pero en miniatura. 

Mientras, Pancho, cierra uno de los ojos negros debajo de las cejas pobladas y de las pestañas largas y risadas, con la cabecita, de cabello negro y lacio recién rapado, ligeramente inclinada, y con el otro sentido visual abierto, estático y sin pestañear; reconcentrado, conteniendo la respiración, apunta en dirección de la canica semiescondida que chispea de modo intermitente… de repente, se oye una voz en tono de desespero: —“¡que tanto apuntas, si no vas a acertar!” —“¡dale tiempo, déjale jugar!” 


Pancho, ensimismado, despliega de manera acompasada una y otra vez el liliputiense brazo…de pronto realiza el lance y acierta sobre la canica de Paco, tendido en el suelo escabroso que sale disparado de aquel lugar inaccesible, difícil para los indiscretos niños de la misma edad, que un santiamén giran sus cabecitas, se miran, murmuran y permanecen con la boca abierta, asombrados, por la precisión de aquel pequeño jugador de canicas. 
En la prolongada mañana, el juego se tornó muy reñido, Paco perdía, Pancho ganaba, o al contrario, Pancho perdía, Paco ganaba. Han recorrido varias cuadras jugando a las canicas. Es tal la concentración de los protagonistas de este juego infantil que sin darse cuenta cruzaron la Plaza con suma tranquilidad. Los espectadores, tampoco se dieron por enterado que el aterrador guardián con pasos pausados circunvaló inadvertidamente por el lado de aquel pelotón de expectantes y cándidos niños. 

Como todo juego infantil, sano y divertido, incluso cuando uno quiere que se prolongue, tiene su incuestionable final. Pancho, con el bolsillo del pantalón inflado de esferitas nuevas, como trofeo, tintinean a medida que camina por la calle adoquinada, con pompa y la cabecita altiva, trayecto a su casa… 

***

Por las calles adyacentes de la Plaza Mayor el cuarteto de críos, Omar, Joaquín, Matías y Mauricio, se reúnen con el propósito de jugar al trompo. Matías, el más despabilado de  los cuatro, presuroso, acude al centro de la arteria y se propone a diseñar la circunferencia con la punta roma e irreprochable de su juguete. Mientras, Omar, jugador precavido,  ensaliva su boca con la lengua y los paladares a fin de dar un escupitajo en el ceniciento suelo. A continuación, los protagonistas observan aquel punto húmedo, estampado en el piso. Los participantes procurarán que el clavo del trompo arrojado se desplome sobre o cerca de la señal marcada.  Desmedidos y cautelosos, tantean su respectiva distancia. Y como ninguno de ellos se animaba de ser el primero en lanzar el trompo, en tono de reto, se oye la voz blanca de Joaquín:  

—Mauricio, empieza tú —el aludido responde, “Matías, comienza tú” —“yo ya diseñe la circunferencia, Omar, lanza tu primero” —“ya puse mi salivazo en el suelo, Joaquín, sé el primero” —“bueno, bueno seré el primero en lanzar mi trompo.” Luego de este momentáneo impase los cuatro aficionados de este juego infantil,  con el trompo embutido en la menuda mano, uno tras otro, lanzan con todo el brío y el entusiasmo propio de la edad infantil, cuyo resultado fue así: Matías fue primero, en seguida Omar, tras de Omar, Joaquín y el trompo de Mauricio quedó rezagado, en el último lugar. Por lo tanto, Mauricio, al perder la primera partida, agarró su juguete, caminó una cierta distancia y lo colocó en un lugar escabroso, lejos de la circunferencia que de ahora en adelante se denominará, la cocina.

Los expertos jugadorcitos de este ameno juego, son muy precavidos, al mismo tiempo de imaginación única. Camuflado en uno de los bolsillos del pantalón, llevará el trompo de emergencia que en un momento determinado del juego le quitará de muchos aprietos. Además,  este juguete, tiene un detalle muy notable, es que la punta lo habían transformado en la forma de una… ¡lampa recta! ¡De un cincel! ¡Qué invención! 

En su debido turno, uno tras de otro, con perseverancia y destreza, alzan el minúsculo brazo, desde lo alto, con el trompo encajado entre la enana manita y los dedos amoratados, en acompasado movimiento corporal, lanzan con tal fuerza sobre el inmóvil trompo, derribado en el recinto tortuoso, causando los primeros rasguños en el juguete de Mauricio que siente como que los clavos le rasguearan su delgado cuerpo. Su semblante refleja tristeza y dolor.  


Apelando con una de las últimas reglas, permitido dentro de este juego, los pequeños protagonistas, recurren a las hábiles e imposibles maniobras para ejecutar el llamado hilo al aire. Cautos, enrollan el trompo con el pabilo desde el clavo hasta casi al final del mismo. Con raudo y hábil movimiento de la mano, junto con el brazo, de arriba abajo y de abajo arriba, en un santiamén, frente a los ojos sonrientes que brillan como luceros, la pulida peonza ya está danzando sobre la enana palma, sin haber caído al suelo. Mecen al trompo bailarín y con virtuosos movimientos, al desplomado juguete de Mauricio, le dan golpes certeros  por un costado. Con denuedo, logran por fin, luego de un dilatado tiempo, extraerlo de aquel complicado lugar con el propósito de empujarlo hasta la cocina, adonde ira a…

De regreso, los chiuchis, concentrados en el juego, se desplazan con mesura y lentitud, rumbo a la cocina, temido, hasta ese momento, por el propietario del trompo avasallado. En el extendido  tiempo de este festivo pasatiempo, las cuatro peonzas, de modo inevitable, sufrieron violentos rasguños. En este escenario del acalorado entretenimiento, muy próximo de la cocina, por esas cosas que tiene el destino, Matías, perdió y sin perder un segundo, raudo, recogió  su flamante trompo que lo reemplazó por otro, el de emergencia que lo llevaba de manera clandestina en los bolsillos agujereados de su pantalón de percal. Lo dejó tumbado en el tempestuoso suelo. A la vista de los espectadores, reunía las siguientes y singulares características: presentaba algunas heridas letales, por su apariencia, había participado en muchas jornadas, la punta lo tenía doblado y poseía la forma de un cincel, estaba viejo  y lastimado (Laglachi)****  para sorpresa y contrariedad de los demás contendientes.

Tal fue el golpe de fortuna de aquel trompito lastimado y viejo de una mutilación segura, todavía no había llegado su hora final. Tenía otra oportunidad para jugar en otras contiendas futuras. Todo esto ocurrió, para el alivio del pequeño propietario cuando faltaba medio metro para llegar a la cocina. El  mejor trompo de la tarde, por un error milimétrico de su experto dueño, Joaquín, quizás el mejor protagonista, perdió en una de sus últimas participaciones como seguro ganador. El juguete, pulcro y liso, abatido en el duro y arranado suelo, brillaba bajo los rayos oblicuos del sol en serena y cálida tarde. Estaba ¡sentenciado a entrar a la cocina!

Los pequeños actores de este juego, afanosos, daban flacos salivazos sobre sus trompos, enrollándolo con el pabilo con extremado celo y seguridad con el propósito de que no se logpara***** al momento de lanzarlo sobre aquel contrincante condenado a los quiñazos. Perder en un cerrar y abrir de ojos, estando a unos cuantos centímetros de la cocina, sería lo último, ¡la acabose! Joaquín, el  propietario de aquel derrumbado trompo nuevo, abrigaba con anhelo que uno de los participantes perdiera, pero todo parecía ser demasiado tarde, con vocecita desgarradora y de esperanza, pronuncio: 


—En la puerta del horno se quema el pan.

—¡Eso dices tú!  

—¡tu suerte está echada!

Por otro lado, cuando el temible guardián que andaba por el Jirón Comercio, a la vera del amplio y antiguo zaguán y a unos metros de la Plaza, escuchó vocecitas triunfantes 

—¡Entro-o-o-o! 

Al instante, aguzó los oídos, arrugó el entrecejo y suspendió su andar por unos segundos. Luego se hecho a dar pasos como el de una ave zancuda, agazapado, pegado a la pared se arrimaba con lentitud metiendo las manos huesudas en los bolsillos del pantalón sufrido y raído para sacar su “arma” con el que cuidaba con mucho celo aquel perímetro en donde las plantas y los rosales descansaban, crecían y florecían con escrupuloso verdor y color. Uno era la hondilla y el otro las frutillas verdes, el cuilumpi******, que, días antes había  arrancado de las ramas colgantes de las papas próximos a cosechar.  Llegó a la esquina, estiró el cuello delgado y largo, aguaito; en ese ínterin,  los niños corrían en dirección al Centro Penitenciario, la cárcel, por el rededor buscaban el lugar adecuado para engarzar aquel trompo nuevo, sentenciado a la pena de…. 

Empotrado el trompo en el piso empedrado, empezaron a consumar con una serie de quiños y rajaduras. Cuando llegó el turno de Matías, el pequeño y excelente competidor de aquella fatídica tarde para Joaquín, con vigor blandió el trompo laglachi entre su microscópica mano, colocó la punta, en la forma de cincel, sobre la peonza ya lastimada por los arañazos que había recibido. Levantando el otro enano brazo, con la palma y los dedos abiertos golpeaba con ingente fuerza que del juguete saltaban astillas por diferentes direcciones, de este modo, terminaba por despedazarlo por completo. Entre tanto, el guardián del zócalo, muy cerca, circulaba con pasos cachazudos, mostrando disimuladamente sus “armas”, los niños, con temor, oteaban de reojo su andar espacioso y su sombría figura.

Aquellos trompos tuvieron destinos diferentes, ¿fue por el karma de los pequeños propietarios?  El trompo viejo y lastimado, tenía una oportunidad de jugar nuevas y duras jornadas. El trompo nuevo, fue hecho añicos. Entre tanto, Joaquín, derrotado, con el pequeño cuerpo encogido, la cabeza hundida entre los hombritos y las enanas manos embutidos en el bolsillo del pantalón, cogido por los tirantes, penitente, caminaba con desolación y la mirada clavada al suelo…por ignotos senderos

***


La Plaza Mayor, sobresale por su inconfundible atractivo. La rosaleda como de las plantas que lo adornan, el límpido rocío amanece adosado sobre los pétalos de múltiples colores. La fresca ventisca del alba arrastraba fragancias embriagantes. De la pileta, rumorosa mana el agua chapoteándose en la taza. En la  frondosa copa de los cuatro remotos árboles, las aves se despiertan gozosas y empiezan a cantar en coro. Con el fin de estar en la plataforma de la muda glorieta, pintado de color verde pacay, se sube por cuatro gradas cuya entrada está frente a la pileta. A su alrededor dispone de un espacio de unos 50 centímetros de ancho en donde las personas, la mayoría de ellos ya adultos, en el momento de ocio, por la tarde o por la noche, se sientan y apoyan la espalda en las  barandas de madera. Ufanos, comienzan sus charlas para enterarse de la vida pública de algún personaje o de un acontecimiento importante del pueblo. 

Desde este lugar, el kiosco; el guardián, todas las mañanas, observa con satisfacción  el orden, la pulcritud de este recinto. Percibía estar en la patria celestial, era el momento propicio  para encontrar paz y tranquilidad en su alma, porque en algunas ocasiones hasta en los sueños, se veía persiguiendo con tenacidad  a los inquietos y traviesos niños que  estropeaban los jardines, la glorieta de la Plaza Mayor. 

Sobre el singular juego denominado Tac-til, no hay un registro histórico, de cuando se  inventó esta curiosa diversión, tal vez único, por mozuelos ingeniosos. Además habían elaborado sus propias reglas, uno de ellos, precisamente, tenían que recrearse en el kiosco, ¡Para el colmo y afán del guardián! 

Por calles principales o colaterales próximo a la Plaza, por las tardes, los inquietos barbilampiños se asociaban con el objetivo de ir a jugar Tac-til, Andan de manera cautelosa, tomando sus previsiones. Observan, con ojitos fisgones, por todos los escondrijos de la posible  presencia del tremebundo guardián. Para su buena fortuna, en esos instantes brillaba por su ausencia. Es el momento oportuno de echarse a jugar en la glorieta. Corren sin medir las consecuencias por aquel espacio angosto de 50 centímetros, por los contornos; unos son, un tanto lerdos, otros, ágiles, realizan cabriolas y saltos sobre los largos maderos. Se escabullen de su perseguidor, atravesando sus cuerpitos, con excepcional rapidez, por los pequeños espacios por donde ya no están algunas barandas, barandas quebradas en anteriores tardes de diversión. Evitando ser atrapado y perder.

Mientras tanto, luego de un reparador descanso, la hora de la siesta, cuando los rayos oblicuos del sol apuntaban al horizonte sobre las cumbres blancas de la cordillera, el temible guardián, como de costumbre, se alista para partir con su andar astuto rumbo a la Plaza. Los chiuchis, que andan en sentido contrario, por la calle Dos de Mayo, de lejos, lo veían venir entre el barullo de la gente, a la altura del mercado. Por temor de cruzarse en su camino, discretos, se refugiaban a las espaldas de las personas mayores. 

Al llegar a la Plaza, descubrió a los inquietos mancebos divirtiéndose orondos, libres y sin ansiedad alguna por el rededor del kiosco. Para Cuerdas Cunca, era el momento en el que más padecía y asumía mayor trabajo. Irritado hasta el extremo,  arrugó su escuálido cuerpo, ocultando el rostro enjuto y lívido entre los esqueléticos hombros, con paso sigiloso, como un ladrón entrando en una casa, se refugió detrás del voluminoso tallo del árbol, longevo y frondoso, estiró el dilatado y famélico cogote, espió. Y alargando la hondilla hasta el límite, disparó el cuilumpi…¡zasss!…tan fuerte fue el impacto que remeció una de las barandas. Uno de los pequeños revoltosos  vociferó:
 

—¡Cuerdas cuncaaaa!

—¡Siii, es cuerdas cunca!

Al unísono, divisaron por las 4 direcciones, mas no lo ubicaban. El guardián, enojado al oír su apodo, en un santiamén, decidió salir de su escondrijo. Acercándose con pasos semejantes al de una avutarda e imagen insepulta… los chiuchis, al ver su aspecto pavoroso, medrosos, con los mechones  erizados, ojos desorbitados, se deslizan por entre las barandas, saltan con extrema habilidad y audacia, se desbandan y comienzan a correr por distintas trayectorias. Olvidándose de todo, brincan sobre las plantas y los hermosos rosales, enfureciendo más al custodio. Los cuilumpis pasan silbando por el costado de sus minúsculas piernas, impactando en alguno de los rapazuelos. Más fuerte es la conmoción del susto que el doloroso  golpe del artefacto, y continúan corriendo…unos se agitan, pierden el pazo y zass caen…se incorporan turbados…luego corren…corren…sin detenerse en ningún instante…hasta desaparecer de la vista del  terrible guardián de la Plaza Mayor, Cuerdas Cunca. 
El Pichuychanca
Chiquian 5 de enero 2018.

(*)Cunca, palabra quechua que significa Cuello
 (**)Chiuchis, infantes niños    
(***)Chuncar, término utilizado por los chiuchis, refiriéndose para jugar con las canicas.
(****)Laglachi, palabra quechua, que se refiere a las cosas usadas y deterioradas, viejo
(*****)Logpar, resbalar algún objeto de la mano, en este caso el trompo
(******)Cuilumpi, se refiere a la frutilla que crece de las ramas de las papas cuando están     maduras. Próximo a cosechar.