jueves, 27 de octubre de 2016

El pregonero, Limpia acequias...


En ateridas mañanas y en apacibles tardes, durante muchos años, los pregoneros, además, talentosos músicos, desfilaban a paso lento por las calles pastoriles. Uno de ellos, Juan Jaimes, retumbaba la tinya con vivo redoble y cadencioso, el otro, Antonio Padua, del pincullo, con virtuoso solfeo y los dedos danzarines sobre los orificios, originaba tonantes sonidos agudos.
 
Los pregoneros
El primer viernes de mayo, por la noche, el pregonero, Padua, hombre de pequeña estatura, de ojos adormilados, de cara redonda, de nariz respingona con aletas anchas, en un rincón del cuarto donde reinaba un religioso silencio y bajo la luz mortecina de la llama inmóvil de una vela solitaria, se acomodó en la silla, agarró la hoja de apuntes, la pluma lo introdujo en el tintero de tono negro que estaba sobre la mesa, y en seguida se puso a escribir, abstraído y con lentitud, el pregón que pronunciaría al día siguiente.
   
El activo reloj de pared, manaba sonoros sonidos cuando las manecillas marcaban las 7 de la mañana, señal para que el puntual pregonero, con premura, se ataviara con el sombrero de paño color marrón y el saco de cordellate donde guardó, en uno de los hondos bolsillos, el mandato escrito la noche anterior.  
          
Presto, cruzó el viejo zaguán de la casa con el fin de colocarse en la ceñida acera. En medio de la calle, animado, estiró los parvos brazos, tosió y entornó los ojos. Con los dedos cárdenos de su pequeña mano, llevó la boquilla del pincullo entre las comisuras de los delgados y amoratados labios. La cinta, unida a la tinya, lo colocó sobre el hombro cruzando el tórax, y ésta, la tinya, quedó tendida a la altura de la cadera. Con la baqueta en la otra mano se dispuso a ejecutar, con estilo propio, las primeras melodías que llamaba la atención de los vecinos y a las personas que estaba cerca de él. En el acto, se echaba a andar por las calles calladas haciendo vibrar los atávicos instrumentos, su querencia.  
      
El pregonero Padua, cada dos cuadras detenía el paso cauteloso y continuaba generando alegres acordes. Con gracia, lucimiento y habilidad hacia bailar la baqueta sobre la tinya y con la otra mano los dedos se zarandeaban en coordinación fastuosa sobre los orificios del pincullo. En la calle aún desierta, de pronto se asomaba un pelotón de curiosos chiuchis*, veloz, se acercaban, y frente a él, apasionados e inquietos, oían el fluir las sordas melodías de aquellos instrumentos solariegos ejecutados con inigualable sonoridad y preciosidad.  

El pregonero, luego de doblar los preciados instrumentos,  con mesura,  giraba la tinya con el fin de quedar suspendido sobre su menuda espalda y el pincullo lo guardaba en uno de los bolsillos del grueso pantalón de cordellate, las manos pequeñas quedaban libres. Con una de ellas agarraba la solapa del saco y con la otra extraía el pregón, a la par, fijaba los anteojos de gruesas lunas y montura de carey sobre la nariz respingada.


En las apacibles casas, al oír, en la lejanía, los sordos sonidos de la tinya y del pincullo, los pobladores, en especial los miembros de la Junta de Regantes, dejaban de lado los quehaceres y raudos salían hasta el centro de la calle. Otros, de acercaban presurosos al crujiente zaguán a medio abrir que simultáneamente estiraban el cuello, unían los dedos y enarcando la palma colocan la mano detrás de la oreja con la finalidad de enterarse de los exclusivos e  importantes anuncios a través de la voz apasionada y resonante del pregonero.

La mañana se torna despejada, los rayos del sol punzan el aterido cuerpo del pregonero, éste, al no soportar el calor, se coloca de espalda a la estrella del día y queda enfrente de los excitados chiuchis que le observan con intensa admiración. Aspiró con profundidad el frescor del día, como resultado se le infló el minúsculo pecho, despejó la garganta, carraspeó y  acomodó la voz de falsete, clara y estentórea, a fin leer el siguiente pregón:

“Se comunica a los miembros de la Junta de Regantes con sus respectivas compañías; El Zorro, San Francisco, Santa Rosa, San Vicente, San Marcelo, San Martin, que, el día domingo 20 de mayo se llevará a cabo la faena de limpia acequias que empezará en Huaca Corral y Huancar, terminando por las alturas de la cascada de Putu y en el estanque de Cascas.  El punto de encuentro será a las seis y media de la mañana  en  el local de la Comunidad de donde partiremos a los lugares señalados… —hizo una pausa, carraspeó la garganta y con voz crepitante prosiguió leyendo aquel pregón: —Por lo tanto, conocidos por su alta responsabilidad, deberán presentarse con sus debidas herramientas; azadones, machetes, lampas, picos, barretas y rastrillos. Se demanda su asistencia y  puntualidad, en el día y la hora indicada”

En la puesta del sol y su postrera luz pintaba de tono dorado las crestas de los cerros,  Padua, salía con el pincullo entre los dedos, acompañado, esta vez, por Juan Jaimes, también distinguido pregonero. Hombre de rostro sereno, ojos colmados de quietud, frente amplia y labrada. Con su inseparable baqueta, doblaba asombrosas melodías sobre el vibrante tambor. Ambos pregoneros conformaban un dueto maravilloso.

Uno y otro pregonero, agotados y shinca shinca*,  marchan por las ultimas cuadras de la dilatada calle 28 de julio, tañendo en perfecta armonía la vibrante tinya y el tono agudo del pincullo. Ya, cerca de las 6 de la tarde, bajo la luz lánguida de los focos de los altos postes de madera, la oscura penumbra de la tarde no les permitía seguir leyendo el mandato. Entonces, precavidos, asistidos por la luz potente de la linterna de mano, codo a codo, hombro a hombro difundían con voz quejumbrosa y al mismo ritmo el último pregón del día. Los renombrados pregoneros cumplían su noble jornada cuando con lentitud llegaba la negra noche y el cielo se adornaba de titilantes luciérnagas.   


Limpia acequias.
La faena de limpiar las acequias es toda una fiesta popular y de camaradería que se realiza desde hace mucho tiempo en gratitud a la Madre-Tierra. Esta fiesta es tan importante como  la fiesta patronal de Santa Rosa de Lima, patrona de Chiquian, San Francisco o del Señor de Conchuyacu. Los Miembros de la Junta de Regantes, luego de haber oído con cierto fervor el pregón, propalados por los reconocidos pregoneros, puntuales, a la hora citada, aparecían con sus respectivas e inherentes herramientas, agrupándose cada uno de ellos en su correspondiente compañía.
     
Con el lema  de “Todos juntos y en camaradería, se puede hacer grandes faenas”, la multitud, entre murmullos y en medio de voces  vocingleras y repicando las herramientas de trabajo, marchan con inusitada pasión rumbo  la exigente faena de la limpieza de las acequias, acequias que se hallaban en el límite de las cumbres de  los cerros de Huaca Corral de donde se desplazaran hasta Huancar, Capilla Punta y la cascada de Putu. 

Bajo la sombra de nubes enmarañadas, caminan por el luengo camino, dejando atrás las calles del pueblo, que paso a paso desaparecen de los ojos de los faeneros. Lo mismo sucede con las huellas holladas en el húmedo y fangoso sendero. En su ardoroso andar, cuesta arriba, las herramientas repican sobre los heterogéneos y recios hombros. Se cruzan con una multitud de florecillas primaverales, verdaderos enjambres sobre el verdor de las faldas de los cerros que derramaban aromas por doquier, arrastrado gracias a la fresca brisa de la mañana. Oían el canto atronador de los pájaros, el bisbiseo manso de los árboles y el jubiloso rumor del alejado riachuelo. El roció que bañó a los arbustos crecidos sobre las pircas y en los bordes del camino, humedece las botas, ojotas y los pantalones de los limpiadores de acequias.   

Al llegar a la toma principal del canal, éstas, se encuentran cargados por todo tipo de palos   helechos, piedras arrastrados por el copioso torrente de agua originado en la época de lluvia. Así, como las venas son el conducto de la sangre en el cuerpo, del mismo modo, las acequias son el conducto de las aguas para dar vida a los habitantes y a todos los demás seres vivos de la tierra.

De las barretas, picos, rastrillos y lampas, en las callosas manos de los faeneros, surge  un sonoro concierto en campo abierto y vasto. Se originan los primeros sonidos cuando entran en contacto con la tierra húmeda, las piedras, los palos y los helechos que antojadizamente se habían enraizado en la superficie, en los costados y las orillas de la acequia. Estos elementos, era extraído con determinación y fuerza. El viento frio silba y golpea el cuerpo de los infatigables miembros de la Junta de Regantes. La jornada de la limpieza de acequias es agotadora. De su frente se desprenden irisadas gotas de sudor que se precipitan sobre el  rostro curtido. Esta faena de cooperación colectiva, de compañerismo, de confraternidad, es un deber de gratitud a la Pachamama que provee con inmensa bondad el preciado elemento líquido, el agua, que da vida a las chacras sembrados de papa, maíz y trigo… 


En la hora del descanso, los faeneros se guarecen debajo de la sombra de gruesa y ancha penca o de alguna frondosa planta silvestre con el propósito masticar (chacchar), con singular gustillo, la ancestral hoja de coca seguido de la cal depositado dentro del puro (Porongo pequeño) todas estas sustancias, acompañados del singular sabor y aroma del cigarrillo tatuado con el nombre de nacional o inca y unas cuantas copas de licor.   
         
En ese ínterin, abajo, en el pueblo, en pleno cenit del vasto cielo azul, bajo los rayos penetrantes del sol, en las faldas de Cochapata, las aplicadas mujeres —esposas, hijas, abuelas, hermanas, amigas— muelen, sobre los morteros y batanes, el rocoto, el chinchu y demás especies. Pelan con perseverancia la sabrosa papa sancochada. Disponen del queso sin par y de la leche. En un recodo del prado, con entusiasmo, atizan los fogones que comienzan a arder con furia. Mientras acuerdan preparar una de las variadas y típicas sopas del lugar, como el cashqui, el pari, la cachizada o el ajiaco de papas, es tal el alboroto de las mujeres que van y vienen de un lugar a otro, llevando los ingredientes. Otras, colocan sobre las manta, tendido en los costados de la amplia pradera; el shinti, la cancha, la oca, el choclo como una ofrenda a la  Pachamama, Luego, el público asistente disfrutará de estos milenarios alimentos, con los  productos producidos en la zona.  
          
En la postrimería de la tarde, el viento arrastra, por aquí por allá, a la nube desgreñada, los miembros de la Junta de Regantes terminaban la honrosa faena de limpiar las acequias. Exhaustos bajan de la cumbre de los cerros. A cierta distancia oyen, con el espíritu fascinado, el alegre acorde de tinyas, de pincullos dándoles la bienvenida después de una perseverante y rigurosa jornada. Se ubican debajo de la sombra de las pircas o de los árboles con el objetivo de descansar. Y a fin de aplacar la ansiosa sed de los faeneros, un grupo de féminas de heterogénea edad, le ofrecen la refrescante y apetitosa chicha de maíz, Luego, ávidos, degustan a su entera satisfacción la comida típica del pueblo elaborado por aplicadas mujeres. 

Bailes, disfraces, el huaraztucoj y el nunatoro
La mítica falda de Cochapata se halla colmada de personas fisgonas que de una u otra manera participan de esta fiesta popular. Fiesta del trabajo colectivo, como antaño, desde la época precolombina, limpiando las acequias a partir  de las fuentes de agua. Gracias a ella, crecen todas las variedades de tubérculos y granos, alimentos divinos que ahora eran consagrados como una ofrenda y retribución a la Pachamama con este festejo multitudinario.  


Mientras transcurre el lento ocaso del sol, su luz dorada, proyecta largas siluetas de los frondosos y corpulentos árboles que bordea el declive terreno de Coochapata. De este lugar, por uno de los flancos sale un conjunto de hombres tocando con desenfado la tinya y el pincullo comandado por Antonio Padua y Juan Jaimes. Ejecutan ritmos y melodías sin igual incitando a la concurrencia a participar de esta jubilosa fiesta. Con el vaso lleno de chicha en la mano, luego, abrazados hombro a hombro, sin flaquear, con acompasados pasos, van huaylishando*, bailando, realizando eses y rondas por todo el perímetro inclinado de aquel sector festivo. 

De pronto, de algún lugar y en medio de la multitud de personas rebosantes de alegría, aparecen hombres disfrazados de alpinistas con zapatos de caña mediana, con las medias largas y coloridas que cubren el pantalón hasta las desmoronadas rodillas. Sobre su magra espalda, la distintiva y coloreada mochila larga que sobrepasa la cabeza, cubierta de gorro andino. Las sogas de escalar penden de los escuálidos hombros y la gafa oscura, extremadamente grande. Todos estos “alpinistas” se comunican con ininteligibles “palabras extranjeras” que el público asistente no logra entender. 

Por otro sector del inclinado campo festivo, de repente, trajinando con pasitos ligeros, los fotógrafos se asoman exhibiendo el último modelo de su equipo fotográfico “La cámara de fuelle”. Se colocan en lugares estratégicos para encuadrar y elegir el objetivo, realizando una serie de ademanes logran su propósito a fin de tomar una buena imagen estampada en las películas que será revelado en los días siguientes. Las asistentes se divierten viendo a estos pintorescos personajes disfrazados de alpinistas y fotógrafos.
 
Entre el gentío, se oye a alguien gesticulando palabras confusas. Es un hombre desarropado, con el sombrero agujerado y roto. El saco ajado y descolorido con una  manga más corta que la otra. Los pantalones parchados que más parece ser un calzón largo que le llega arriba del ombligo. Estos despabilados pantalones están sujetados de los tirantes cuyas puntas, suspendida, alcanza a la altura de las rodillas flacuchas. Camina lentamente con la cabeza hundida entre los famélicos hombros, estirando el brazo, dice: -te-te… te-te…una limosna por favor. El personaje es el Huaraztucoj. De pronto, el compañero de andanzas se acerca a fin de oír y ver de cómo pedía la dadiva. Arrugando el entrecejo frente a él y delante de la gente alegre, le reprochaba con voz estentórea: —¡Oye huaraztucoj! cuantas veces te he dicho que no se dice… te-te…te-te... —observando fijamente a su igual y a los asistentes, le corregía como debía de pronunciar de modo correcto aquella palabra, le habló con voz de tutor: —se dice: ¡Taita…Taita! —Abrazando al amigo y estirando la mano… continúan con su trabajo… en medio de la batahola de los ahí presentes.   
     

De Nuevo resuenan la rítmica melodía del pincullo y de la tinya, ora aquí ora allá, los asistentes comienzan otra vez a danzar con ardor y regocijo. Mientras bailan y zapatean, de repente, aparece la figura grácil del Nuna toro*, esbelto con las astas contorneadas, templadas y amenazantes, con las patas delanteras raspando el todavía  húmedo suelo, moviendo con señorío las anchas ancas, juzgaba, “a ver si siguen bailando delante de mí” y en un santiamén se lanza a embestir.  Los asistentes de esta tradicional fiesta, sorprendidos, con los ojos desorbitados, con el cuerpo escarapelado, huyen medrosos por distintas direcciones a fin de ponerse a buen recaudo. Los airosos trotes del Nuna toro al son de pincullos y tinyas, esperaba que alguien le enfrentara, entonces, desde la banda opuesta, se asomaban los “toreros” de contexturas famélicas y obesas con llamativos vestuarios, coloridos y ceñidos. Desafiando al Nuna toro, realizan limpios capeos con movimientos ágiles, finos y sincronizados. 

El Nuna toro jadeante, mientras descansa por un momento bajo la sombra de un frondoso aliso, un “torero” gordiflón hace la finta de conocer el arte del toreo. Pero cuando se da cuenta que éste, le mira con ansias de embestir, temeroso, se echa a correr a más no poder, soportando el peso de su obeso cuerpo; alcanzado y embestido, cae de manera “estrepitosa” sobre la superficie fangosa, se levantaba con “dificultad”, dando pasos “inseguros” Es el momento donde más trabajo tiene la cuadrilla que, presurosos ingresaban con una crepitante y rancia parihuela para auxiliarlo, recuestan con dificultad al “torero herido, quejándose de dolor”. La cuadrilla a duras penas, lograban salir de aquel terreno inclinado y húmedo. Por otra parte, el Nuna toro, desde la sombra del copioso aliso, les observa con piedad. 

Al término de esta fiesta popular, el limpia acequia, asistido por los conmovedores sonidos de los pincullos y de las tinyas, los presentes van huaylishando sobre el gramado oblicuo por todo el perímetro de Cochapata que culminará con el jubiloso baile del rayan, rompe canilla.

El Pichuychanca.
Chiquian 28 de octubre 2016


sábado, 22 de octubre de 2016

Ml querido chucho, Seicito.


Ernesto Sornosa Dorado, mi tío, uno de los primeros farmacéuticos de Chiquian, era una persona petimetre en el sentido de su cuidado personal, su  puntualidad. De la casa, a la botica, ubicado en la calle Comercio, salía  exactamente a las 8 de la mañana,  con traje, un abrigo y un sombrero de copa baja y alas cortas. Se caracterizaba por ser un hombre muy metódico, aún más con el horario de trabajo. Jamás se le vio libar licor en una de las tantas  tabernas conocidas y frecuentado por los asiduos parroquianos, salvo un brindis familiar, dentro de la casa por algún evento significativo.

Mi tío Ernesto, cuando marchaba por la calle empedrada, Tarapacá o el Comercio, las personas, que pasaban por su lado, reflexionaban “¡eh! ya son las 8”, entonces,  aligeraban el paso, quien sabe porque motivo y a dónde, pero ya estaban advertidos sobre la hora. Cuando de pronto aparecía su figura elegante y de garbo andar, se fijaban en él como una persona puntual con el horario y el tiempo para aquellos que no tenían, en ese momento, el reloj colocado en la muñeca de la mano izquierda o sujetados de una larga cadena  que pendía de la correa y enterrado en el bolsillo delantero del pantalón de percal. 

El horario, el ingreso al centro de labores, la  botica, era a las 8 de la mañana. De regreso a la casa, a las 12 del mediodía. Por la tarde, luego de  almorzar y realizar una ligera y habituada siesta, marchaba con exactitud a las 2. Atendía al público hasta finalizar su jornada, las 8 de la noche.  
             
Laboraba con diligencia y sin  ininterrupción, acogía al público, aplicaba inyecciones a los pacientes que adolecían alguna enfermedad. En algunas ocasiones los sufridos clientes que venían de alejados pueblos o caseríos, tranzaban el precio, por la atención o la venta de alguna medicina, con alimentos predecibles como papas, maíz trigo y la oca. Aun persistía como en tiempos pretéritos, el trueque, Luego, se daba oportunidad y el tiempo de tomar voluntariamente merecidas vacaciones con el fin de distraerse, descansar y viajar en compañía de su esposa la Sra. Lidia Romero Milla, mi tía, mujer hacendosa que le brindaba  toda atención y cuidado. Las ciudades favoritas para visitar, era  Barranca, Huacho, Lima o Ica. Su itinerario comenzaba la quincena de diciembre hasta finales del mes de enero.

Luego de solaz estancia por aquellas ciudades, regresaban a la tierra natal, con la Empresa Transportes Landauro. Esta vez no retornaban solos. Fue todo lo contrario de los paseos de años anteriores. Pues bien, venían muy bien acompañados, para la sorpresa y alegría de todos los miembros de la casa, el adjunto resulto ser un hermoso cachorro, un chucho de color blanco. En las orejas aun erguidas y el rabo, resaltaba en el vértice el color negro como sobresalientes lunares. Su patronímico  era Seicito.    
  

El pequeño chucho, un miembro más de la familia, fue muy bien recibido. Con su torpe andar, husmeaba todos los rincones del patio reconociendo el nuevo hogar, y así, todas las piezas de la casa. En un momento se detiene, levanta su menuda cara semirredonda de hocico corto, de nariz negra y húmeda, extiende las orejitas, nos mira muy atento con sus ojos grandes y pardos, resuelto, suelta ladridos ensordecedores, guao-guao como si nos preguntara: “¿quiénes son ustedes, los conozco?”  

La mascota, el perrito de mis tíos, que crecía día a día, también lo era para nosotros  porque  compartíamos el patío de la casa, rodeado de floridas plantas y hermosas rosas. El cachorro de raza desconocida, de repente, corría por la exigua acera llevando, en su pequeña boca de dientes agudos, los zapatos que, disimulado y en el menor descuido de los amos,  lo sacó cuando dormían debajo de la cama. Entonces, apresurados íbamos tras el pequeño y revoltoso canino para quitarle aquellos calzados antes que se dé cuenta la superiora, nuestra madre, y nos castigue por engreír aquel chucho retozón. 

Crecía y crecía y se veía gordito porque en ambas casas era muy bien atendido en el debido horario de las tres puntuales comidas del día. Con los ojitos vivaces, las orejas atentas, concentrado, esperaba  que nos sentáramos alrededor de la mesa redonda para almorzar. Quieto, por orden de mi madre, se sentaba a dos metros de la mesa, frente a su comida. Luego de una plegaria religiosa, empezábamos a almorzar. Seicito, en cada sorbo del alimento, le miraba a mi madre como señal de agradecimiento.      
Seicito era hogareño y juguetón. En el patio, a veces se hallaba en medio de la parentela,  daba la impresión de querer saber de los asuntos que platicaban, entonces, curioso con la orejitas erguidas, con ojos fisgones, agitando su magra cola, parecía reclamar, guao-guao “¿Qué hablan?” o, cuando le adiestrábamos, con mis hermanos, como dar la mano, como sentarse, respondía: guao-guao, “eso ya lo aprendí”, y girando su redonda cabeza de modo displicente, volvía a ladrar,  guao-guao ”¿no hay otra cosa que me enseñen?” 

Al chucho, no le atraía salir a la calle si no era con nosotros. Las veces que salíamos, era la atracción para los vecinos y sobre todo para los amiguitos que fluían de los 5 a 11 años. Se acercaban a conocerlo. Con ojos inquietos y vivaces Seicito les miraba, guao-guao “¿Quiénes son ellos, tus amiguitos, me lo presentas?”  Con el tiempo fue popular en la Calle Tarapacá. Los niños se encariñaron con el chucho y le consideraban como un buen vecino.

En ciertas ocasiones con el chucho, fiel y juguetón, nos quedábamos solos, porque la nana  que nos cuidaba, furtiva, huía sabe dios a donde, para que  y porque. Él corría detrás de mí, dando vueltas por debajo de la mesa del comedor, por el patio a veces llegaba a estropear la rosaleda. Ladraba,  guao-guao, “te atrapé” Luego de jugar sin pausa, por fin, agotados, me acomodaba cerca de su cuello regordete y melenudo que abrigaba como un pesado cobertor. Cuando regresaba la nana, sorprendida,  nos despertaba de en un profundo sopor.  


Seicito, no solo era conocido por los vecinitos de la calle Tarapacá, sino también, por los niños que vivían en otras arterias contiguas que se habían enterado de su grata presencia en la casa, entonces, corriendo, contentos y curiosos venían a conocerlo. Con el tiempo logran cosechar su desinteresada amistad y hacerse grandes amigos de aquel chucho bonachón y esbelto. Llegan a apreciarlo y guardar cariño como a un amigo más. Así transcurrieron los años de existencia de Seicito; fiel, querendón, obediente y amigable con todos los vecinos sin excepción. 

Cada mañana nos despertaba con sus ladridos, guao-guao-guao “es un nuevo día, es hora de levantarse, buenos días dormilones”  “guao-o, “levántense” se acercaba para sonreírnos y mover su colita, con mácula negra en la arista. Fue una mañana que dejo de ladrar, no se acercó para saludarnos…esperamos unos minutos y el chucho no se asomó, todo se hallaba en completo silencio. Entonces, presurosos uno tras el otro, con mis hermanos, fuimos a verlo a su aposento, Seicito  dormía inmóvil. Ese fatídico día, no abrió los ojos, ni movió la cola ni las orejas negras que es lo que le adornaba su figura. El chucho querido, había dejado de existir. Nuestros rostros se cubrieron de tristeza y lágrimas  caían sobre nuestras lozanas mejillas. Seicito, dejaba de acompañarnos por el resto de nuestra vida de infantes. En mi corta existencia, advertí la primera perdida de un miembro de la familia.

Mi tía, Lidia, se encargó de embalsamar el cuerpo inerte del chucho, sobre una tarima de patas cortas. Luego, fue ubicado en una esquina del patio. Momentos después, los vecinos, especialmente los niños se enteraron de su inesperado y fatídico deceso. Se presentaron trayendo cirios de variados tamaños y con rostros abatidos de no ver más al amigo fiel del Jr. Tarapacá. Con lágrimas en los ojos, y con sus temblorosas manitos, colocaban los cirios con mucho sentimiento y pesar por el rededor del cuerpo inmóvil de Seicito, estimado por todos. Mientras tanto los amiguitos de mayor edad cavaban la fosa al costado del primer manzano que estaba al frente del zaguán, cuyo lugar seria su último hogar de descanso eterno. Mi tía Lidia repartía café y galletas en aquel dolorido velatorio.

Luego del responso del cuerpo presente, dirigido por mi tía,  llegó el momento del abrumado sepelio. En lóbrego atardecer, empezó la penosa marcha fúnebre. Con el fin de cargar el ataúd en los endebles hombros de los dolientes, fueron designados de los que ya estaban cerca a la adolescencia y  los más pequeños acompañamos con grandes cirios que apenas podíamos sostenerlo en la liliputiense mano. El postrero recorrido de Seicito fue por los rededores del patio de la casa, luego del Sr. Cesáreo, por el callejón y al final un corto tramo del Jr. Tarapacá. El cuerpo inmóvil del querido Chucho, en todo este trayecto, hasta su última morada fue escoltado por las lumbres mortecinas de dilatados cirios  Seicito había recibido uno de los más hermosos funerales que perro alguno haya tenido en Chiquian. 

Descansa en paz mi querido chucho de mi infancia.  Seicito. 

El Pichuychanca.        
Chiquian 22 de octubre 2016