El constructor de pircas
El constructor de pircas, hombre, cerca de los 75 años de edad, en los ojos estrechos y negros, guardaba una mirada melancólica, reflejaba de lo complejo que era la vida. En su penosa existencia, la única labor que dominaba a la perfección y a la vez que lo disfrutaba, a pesar de los severos aprietos, fue haber sido un encumbrado y noble JORNALERO.
De pequeña estatura con la espalda aun recta y hombros erguidos, vivía con su inseparable compañera de toda su existencia, el alma de su alma. Su esposa padecía de una ceguera parcial a consecuencia de las cataratas. Cuando ambos salían a disfrutar del corto momento de descanso, él era su guía. Habitaban en una humilde casa cuyo techo estaba cubierto de paja; en el pequeño cuarto y en el lúgubre recodo se hallaba la cama, sobre ella, un colchón de paja, cubierto con la frazada de lana. En el piso apelmazado, se encontraba extendido un largo y ancho pellejo de buey que lo utilizaba cómo alfombra con el objetico de protegerse del intenso frio matinal y de crudos atardeceres. Al frente, pasando un minúsculo espacio, el patio empedrado, se ubicaba la cocina, en un rincón, el fogón y al lado opuesto una pequeña mesa de apenas sesenta centímetros, de alto de igual modo las sillas en proporción a aquella mesa. En la parte alta y a un costado de la pared quedaba una pequeña ventana por donde pasaba la luz y los frescos rayos del sol, despejando la oscuridad de aquella lóbrega pieza.
Sin darse cuenta había desarrollado cierto desapego por los objetos materiales, sus necesidades eran básicas, no deseaba más de lo que ya tenía, quizás por esa razón, su rostro redondo y arrugado, reflejaba paz y serenidad. Sin inquina de nada ni por nadie
De tantos años en este rígido oficio de jornalero se volvió un maestro, un sabio, en la construcción de pircas. Trabajaba con todas las formas y tamaños de familiarizados granitos. Con total paciencia y concentración; con las manos generosas y encallecidas, resoplando, colocaba con mucho esmero, una sobre otra, las pesadas piedras sin necesidad de utilizar alguna herramienta propia de este sacrificado trabajo. El constructor de pircas, en su momento, blandía una piedra apropiada, que lo utilizaba como una pequeña comba, con el fin de golpear con suavidad. Cuando el trabajo le resultaba arduo, golpeaba con ahínco y fuerza que causaba sonidos estridentes, rompiendo el silencio de aquellos sinuosos caminos y en los reverdecidos prados. Para no sentirse solo, su amigo el eco reproducía aquellos sonoros golpes tac-tac-tac. Su jornada, en medio del campo abierto y bajo los penetrantes rayos del sol, del silbante y frío viento de la mañana, curtía su rostro bronceado y acanalado. Luego de varias horas de laboriosa pero digna faena, terminaba de construir o reparar, casi a la perfección, los muros de piedras que dividían a las chacras o de los senderos serpenteados.
Don Manuel, se levantaba muy temprano de la cama, cuando apenas la mañana adquiría un esplendor a consecuencia de la luz dorada del sol que iluminaba la cumbre de los cerros, orlado de hierbas pedestres. Agarraba el pico, la lampa y la racuana y los colocaba sobre el grueso y recio hombro. Con pasos cansinos, surca los empedrados e inclinados caminos, bordeado de frondosos arbustos. En su dilatada caminata, percibe el agradable aroma de las plantas, arrastrado por el viento matutino. Cuando por fin llega al canal principal, sin descansar, de inmediato, abría y cerraba las bocatomas. Con el alegre riachuelo, su cauce cuesta abajo, cargado de rumorosa y fría agua, marchan juntos, como compañeros inseparables, por pendientes, curvas y llanuras, da la impresión que hay un dialogo ameno entre ambos. El jornalero, con sonrisa cándida, junto al riachuelo sonoro, llegaba a la chacra sembrada de maíz, trigo, papa, habas y la quinua, en seguida, respirando aire puro y resoplando a todo pulmón, empieza a regar, con diligencia los prolíficos y sedientos surcos.
No estaba solo, se sentía acompañado por la presencia de los gorriones, el colibrí, el zorzal, y el pichuychanca que pian constantemente, como si les diera un saludo de bienvenida y de un nuevo día, de esta manera alegraban su viejo corazón y la jornada de la mañana. Mientras el viento fresco hacia estremecer los tallos, las hojas de los pimpollos, don Manuel, extrae la mala yerba que había crecido, de modo profuso, en los alrededores del maíz, el trigo y la papa. La alicaída luz amarilla del sol poniente se inclina esta vez sobre la cima de la blanca y enigmática cordillera. Así como a don Manuel, se podía observar a varias personas del mismo oficio laborando en las distintas chacras de las periferias de Chiquian.
Por fin, llega el ocaso. La lámpara del día se hunde en el horizonte y su luz ambarina causa un cálido atardecer que la nubes, en un abrir y cerrar de ojos contemplativos, en minutos, se transforman en diferentes y llamativas tonalidades; por un momento se pinta de rojo… amarillo… naranja, El atardecer muestra un panorama majestuoso. Las sombras de los imponentes cerros cubre al reposado pueblo. Don Manuel, a su regreso, por el camino empedrado y ondeante, con el viento cálido y terso, a su rededor, percibe un silencio y una armonía absoluta. Los arboles están quietas, las aves retornan a sus nidos y su esposa afectuosa le espera con una cena sencilla, basado en un plato de mazamorra de tocosh y la sopa de habas (shakui), asistido de papas arenosas, comida propia de los jornaleros.
Los propietarios de aquellas chacras, que decían ser pequeños latifundistas y terratenientes, a cambio de su extenuado trabajo de ocho horas, le pagaban, de manera injusta, una mísera jornada.
El Pichuychanca.
Chiquian 16 de marzo 2016
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