lunes, 21 de marzo de 2016

El constructor de pircas


El constructor de pircas, hombre, cerca de los 75 años de edad, en los ojos estrechos y  negros, guardaba una mirada melancólica, reflejaba de lo complejo que era la vida. En su penosa existencia, la única labor que dominaba a la perfección y a la vez que lo disfrutaba, a pesar de los severos aprietos, fue haber sido un encumbrado y noble JORNALERO. 

De pequeña estatura con la espalda aun recta y hombros erguidos, vivía con su inseparable compañera de toda su existencia, el alma de su alma. Su esposa padecía de una ceguera parcial a consecuencia de las cataratas. Cuando ambos salían a disfrutar del corto momento de descanso, él era su guía. Habitaban en una humilde casa cuyo techo estaba cubierto de paja; en el pequeño cuarto y en el lúgubre recodo se hallaba la cama, sobre ella, un colchón de paja, cubierto con la frazada de lana. En el piso apelmazado, se encontraba extendido un largo y ancho pellejo de buey que lo utilizaba cómo alfombra con el objetico de protegerse del intenso frio matinal y de crudos atardeceres. Al frente, pasando un minúsculo espacio, el patio empedrado, se ubicaba la cocina, en un rincón, el fogón y al lado opuesto una pequeña mesa de apenas  sesenta centímetros, de alto de igual modo las sillas en proporción a aquella mesa. En la parte alta y a un costado de la pared quedaba una pequeña ventana por  donde pasaba la luz y los frescos rayos del sol, despejando la oscuridad de  aquella lóbrega pieza. 

Sin darse cuenta había desarrollado cierto desapego por los objetos materiales, sus necesidades eran básicas, no deseaba más de lo que ya tenía, quizás por esa razón, su rostro redondo y arrugado, reflejaba paz y serenidad. Sin inquina de nada ni por nadie

De tantos años en este rígido oficio de jornalero se volvió un maestro, un sabio, en la construcción de pircas. Trabajaba con todas las formas y tamaños de familiarizados granitos. Con total  paciencia y concentración; con las manos generosas y encallecidas, resoplando, colocaba con mucho esmero, una sobre otra, las pesadas piedras sin necesidad de utilizar alguna herramienta propia de este sacrificado trabajo. El constructor de pircas, en su momento, blandía una piedra apropiada, que lo utilizaba como una pequeña comba, con el fin de golpear con suavidad. Cuando el trabajo le resultaba arduo,  golpeaba con ahínco y fuerza que causaba sonidos estridentes, rompiendo el silencio de aquellos sinuosos caminos y en los reverdecidos prados. Para no sentirse solo, su amigo el eco reproducía aquellos sonoros golpes tac-tac-tac. Su jornada, en medio del campo abierto y bajo los penetrantes rayos del sol, del silbante y frío viento de la mañana, curtía su rostro  bronceado y acanalado. Luego de varias horas de laboriosa pero digna faena, terminaba de construir o reparar, casi a la perfección, los muros de piedras que dividían a las chacras o de los senderos serpenteados.            


Don Manuel, se levantaba muy temprano de la cama, cuando apenas la mañana adquiría un esplendor a consecuencia de la luz dorada del sol que iluminaba la cumbre de los cerros, orlado de hierbas pedestres.  Agarraba el pico, la lampa y la racuana y los colocaba sobre el grueso y recio hombro. Con pasos cansinos, surca los empedrados e inclinados caminos, bordeado de frondosos arbustos. En su dilatada caminata, percibe el agradable aroma de las plantas, arrastrado por el viento matutino. Cuando por fin llega al canal principal, sin descansar, de inmediato, abría y cerraba las bocatomas. Con el alegre riachuelo, su cauce cuesta abajo, cargado de rumorosa y fría agua, marchan juntos, como compañeros inseparables, por pendientes, curvas y llanuras, da la impresión que hay un dialogo ameno entre ambos. El jornalero, con sonrisa cándida, junto al riachuelo sonoro, llegaba a la chacra sembrada de maíz, trigo, papa, habas y la quinua, en seguida,  respirando aire puro y resoplando a todo pulmón, empieza  a regar, con diligencia los prolíficos y sedientos surcos. 

No estaba solo, se sentía acompañado por la presencia de los gorriones, el colibrí, el zorzal, y el pichuychanca que pian  constantemente, como si les diera un saludo de bienvenida y de un nuevo día, de esta manera alegraban su viejo corazón y la jornada de la mañana. Mientras el viento fresco hacia estremecer los tallos, las hojas de los pimpollos, don Manuel, extrae la mala yerba que había crecido, de modo profuso, en los  alrededores del maíz, el trigo y la papa. La alicaída luz amarilla del sol poniente se inclina esta vez sobre la cima de la blanca y enigmática cordillera. Así como a don Manuel, se podía observar a varias personas del mismo oficio laborando en las distintas chacras de las periferias de Chiquian. 

Por fin, llega el ocaso. La lámpara del día se hunde en el horizonte y su luz ambarina causa un cálido atardecer que la nubes, en un abrir y cerrar de ojos contemplativos, en minutos, se transforman en diferentes y llamativas tonalidades; por un momento se pinta de rojo… amarillo… naranja, El atardecer muestra un panorama majestuoso. Las sombras de los imponentes cerros cubre al reposado pueblo. Don Manuel, a su regreso, por el camino empedrado y ondeante, con el viento cálido y terso, a su rededor, percibe un silencio y una armonía absoluta. Los arboles están quietas, las aves retornan a sus nidos y su esposa afectuosa le espera con una cena sencilla, basado en un plato de  mazamorra de tocosh y la sopa de habas (shakui), asistido de papas arenosas, comida  propia de los jornaleros.

Los propietarios de aquellas chacras, que decían ser pequeños latifundistas y terratenientes,  a cambio de su  extenuado trabajo de ocho horas, le pagaban, de manera injusta, una mísera jornada. 

El Pichuychanca.                                                                    

Chiquian 16 de marzo 2016




sábado, 5 de marzo de 2016

El Laberinto


Muy temprano, por la mañana, Shapra*, hombre apreciado, extravagante y despabilado, está acostumbrado a detenerse en la esquina de la sosegada Plaza Mayor con el propósito de observar, ensimismado y el cuerpo zarandeado por el viento frio, el maquinal trabajo del Pichuychanca que lleva la pajita, en su rugoso y tenaz piquito, del verde jardín a la densa copa del centenario árbol en donde día tras día, afanoso, construye su valioso nido. La pareja, que la contempla lleno de ternura, se mece en la delgada rama, hiende el pico, extiende el cuello, trina con extremada pasión.  

Por los años de 1960, viajar de Chiquian a Lima o viceversa, era todo una odisea. El tedioso viaje dura de 9 a 12 horas, por tal razón era frecuente de parte de las agencias de transporte partir en las primeras horas de la mañana. Shapra, se gana la vida llevando los livianos y pesados paquetes de los pasajeros, de la casa a la agencia y de la agencia al domicilio. 

En chiquian, las agencias de transporte, Landauro y Bolognesi, se ubican en la plaza. Por lo general, en ambos puntos, tanto en la ciudad de Lima como en el pueblo de Chiquian, los carros llegan con normalidad a las 5 o 6 de la tarde. En esta ocasión, por algún percance de uno de los pasajeros o de un desperfecto mecánico del vehículo se demora en llegar a su destino final. Mientras los preocupados familiares murmuran los últimos acontecimientos del pueblo, de repente aparece con la luminosa luz amarilla y con estrepitosos bocinazos en la curva de Caranca. El ómnibus, arriba a la agencia con los espejos de las ventanillas cubierto de polvo y repleto de viajantes, unos minutos después, a las 8 de la noche, para el alivio de los familiares y amigos que esperaban impacientes desde las 5 de la tarde. 

Los pasajeros de diversas edades, descienden presurosos del vehículo y estampan sus huellas en el suelo natal. Los estudiantes de primaria como de secundaria llegan gozosos, luego de haber pasado las vacaciones escolares en Lima. Los mayores con el propósito de reanudar sus labores como maestros, como empleados públicos y de los negocios. Entre los viajeros conocidos, hay uno de rostro desconocido que arriba por primera vez a Chiquian.  

El asistente, un adolescente, trepa con agilidad la escalerita ubicado en la parte posterior del ómnibus con el objetivo de llegar a la azotea en donde fue colocado el equipaje, asegurado y protegido con un inmenso toldo. Mientras desata y retira veloz la extendida carpa, abajo, algunos adolescentes y adultos  ofrecen, a los pasajeros, sus servicios para trasladar las maletas al domicilio o al hotel. 


Uno de ellos, el hombre de nuestro relato,  que aparenta tener unos cuarentaicinco años de vida, de ojos vivarachos, rostro macilento, de mediana estatura y delgado. Con pasos prudentes y la cabeza erguida, de manera solicita se acerca al pasajero desconocido y con voz pausada le habla en tono de amistad:

—Oiga señor, buenas noches, es usted  nuestro ilustre visitante y sea bien venido a este pueblo, generoso y hospitalario. ¿Me permite ayudarle con su equipaje?, le llevarle al Hotel Inca, está cerca de aquí.

—¿Cuánto me cobrará por su servicio? —manifiesta el visitante, algo desconfiado, mientras mira con suma atención que su equipaje se desliza a través de las manos de otro agitado y voluntarioso ayudante, que se halla en el piso empedrado.

 —Señor mío, el servicio por llevar su equipaje es  módico —por el modo de platicar y los finos ademanes que mostraba, se gana la confianza del ignoto pasajero. Luego, saleroso, le propone el precio de su humilde pero digno trabajo:

—Un sol de oro con sesenta centavos ¿de acuerdo?

 —De acuerdo —sonríe el visitante, acepta la propuesta. 

El atento adjunto, vestido con relucientes ojotas, pantalón de bayeta, una camisa afranelada y una chompa negra  algo raída, cuando se apresta a levantar la maleta  pequeña y una caja del mismo tamaño, del poncho agarra  una de las puntas para cruzarlo por el torso enjuto de cal y canto y quedar encajado a la perfección a la altura del hombro izquierdo. Sus movimientos y gestos  llaman la atención al forastero. En seguida, sujetó el  sombrero de copa baja y alas caídas  Agarro la caja y lo acomodó en el hombro derecho, luego con la mano izquierda cogió la maleta pequeña y emprendieron el camino rumbo al Hotel. 

Las singulares calles, angostas y empedradas, se hallan húmedas con pequeños charcos de agua y baches. Se encuentra alumbrado con la luz del quinqué, de fulgor ambarino y lánguido, que a duras penas se puede observar las proximidades de aquellas sombrías y solitarias arterias. El asistente, partió bajo las tinieblas del corto trecho del jirón Tacna con dirección a la dilatada calle principal y el entumecido visitante tras él. Cuando alcanzan la susodicha arteria, comienza a explicarle con una intensa cháchara, habitual en él, de los recintos más importantes del dichoso pueblo. 

Shapra, anda con candidez y le cuenta con todo los detalles que están recorriendo la tercera vía principal del pueblo, 28 de julio, y que en tiempos de lluvia, se asemeja a un ancho riachuelo. A fin de evidenciar de lo que le explicaba, la dilatada y citada calle aun contenía el despojo de las piedras de todo tamaño, el ripio y arena por donde dejan sus huellas a medida que avanzan derrotero al hotel. Luego de caminar por unos minutos, giran a la derecha, la calle Sáenz Peña. Llegan al mercado de abastos, oportunidad para comentarle de todos los pormenores de aquel concurrido lugar. Gracioso y con palabras convincentes le recomienda y garantiza que al día siguiente puede venir, con toda la confianza del mundo, a degustar de las comidas típicas elaborado con sumo esmero por excelentes cocineras. 


Continúan el ajetreado trayecto y se topan con la calle Bolívar. El visitante, camina a paso lerdo y en absoluto mutismo. Escucha atento al espontaneo guía, que le hace conocer aquellos espacios y las vías contiguas. Shapra, de ojos vivaces, le observa de reojo e inquieto, advierte el constante resoplido del forastero a causa de su total agotamiento. Hasta entonces, entre la penumbra y la luz anémica de la calle, cruzó la mirada con una persona que se hallaba shinka, shinka**, este, al reconocerlo caviló: “por donde y que calle le hará andar ahora”. Transitaron ya más de ¡ocho cuadras!, ocasión para detener sus exhaustos pasos, descansar un momento y acomodar el sombrero, el poncho y coger todo el equipaje de modo inverso. 

Reanudan la marcha. La calle San Martin, sinuosa y empedrada, se halla desierta, reina un profundo silencio. Acompañados por la luz mortecina de los focos que se encuentran en la cúspide de vetustos postes, llegan a la altura de la escuela de mujeres, mandil blanco… Mientras caminan, el visitante cada vez más se agita debido al premioso itinerario. En ese ínterin, Shapra, le explica que están pasando por la espalda del baratillo donde se expende los mejores jugos y las  deliciosas frutas de la zona. Unos pasos más adelante, el ayudante de repente se plantó a secas, y sin soltar el equipaje,  estiró el cuello y meneó la cabeza con el objetivo de explicar lo siguiente:

—Aquí, tiene usted, el mejor teatro de la provincia, y quizás de todo el departamento de Ancash. —al oír esta revelación de este espacio cultural, el forastero quedó gratamente maravillado.  

Extenuados, por fin logran arribar al Jr. Comercio, doblan por el lado izquierdo, caminan cerca de 30 metros y alcanzan su destino final, el Hotel Inca. Shapra al recibir su propina, de inmediato, se puso en marcha. Mientras el agitado forastero toca la puerta del hotel, ve como el servicial ayudante de equipajes, se aleja bajo la opacidad de la calle, con paso presuroso y gallardo, desapareciendo de su vista en un santiamén. 

Al día siguiente, el aire se halla fresco, los pajaritos vuelan aun medio dormidos, las luminarias pierden su brillo, las nubes se dispersan y empieza a amanecer. El ilustre visitante se apresta a realizar sus primeras actividades, pero antes, se le antojó tomar un vaso de jugo especial y se acordó del baratillo que le recomendó el atento y simpático  ayudante. Sale del hotel, observa las calles ceñidas, camina una cuadra y media y llega a la Plaza  Mayor, se detiene en la esquina, junto al árbol centenario, aguza el sentido visual a fin de saber en dónde se encuentra ubicado, con exactitud. Indaga todo lo que hay a su rededor y  frente a él, de pronto aparecen los letreros… Agencia de Transportes… sorprendido y con el espíritu exaltado,  reflexionó para sus adentros:


“¡En que laberinto me llevo este señor!, ¡Si el hotel está cerca, a dos cuadras! ¡Menos todavía!  ¡Me hizo caminar Doce, más de lo debido!” “se ha burlado de mi”

El forastero burlado, se hallaba enojado por tal astucia del simpático ayudante. En ese preciso instante, un hombre, bizarro y ataviado de modo apuesto, se acerca con paso contrito y al pasar por su lado, oculta su estado de agitación y  le pregunta: 

—¡Oiga usted!  ¡Buenos días! ¿Quién es el Señor que ayuda a llevar las maletas de los pasajeros? 

El advertido señor vestido de traje, que sobre su cabeza traía colocado un sombrero de paño color negro, los zapatos color marrón que brillaban bajo los primeros rayos del sol, sin embargo, aun cuando lo tenía algo raído toda su indumentaria, se le advertía presentable. En el pueblo, ese día, se realizaba una actividad importante, le respondió con suma gracia:

—Estimado Señor, la persona por quien pregunta usted y quiere saber… ¿quién es?  Se lo diré, pero…espero y le suplico que no se enoje —El ilustre visitante estaba ansioso de saber quién era aquella persona que le hizo caminar más de lo debido.

El hombre ataviado con elegancia, dando una reverencia con las manos juntas delante del forastero, luego,  sacándose el sombrero de paño, habló en tono grave:

—Señor mío, míreme, la persona por quien pregunta usted… 

—¿Quién es…? Dígame

—No se va a molestar, ¿verdad?

—¡Dígame de una vez, quien es!

—Pues…  esa persona...  soy yo… el mismo de anoche que le ayudó a llevar su pesado equipaje al hotel…estoy a su orden…aquí en mi pueblo me conocen con el nombre de Shapra.  

En el visitante hubo una metamorfosis de su estado emocional.  Quedó boquiabierto por  el civismo y por tal mutación de la noche a la mañana de aquel. Respondió su atención con un fuerte cruce de manos, una sonrisa disimulada y se marchó.  

Esta vez, el eficaz ayudante y guía, observa como su cliente se dirige al baratillo, quizás a tomar un exquisito vaso de jugo especial, preparado por la señora Huarmicha. Por otro lado, él marcha en sentido contrario, para asistir a una ceremonia importante del pueblo y sentarse, en primera fila, como un funcionario más, al lado de las principales autoridades.    

El Pichuychanca.                                                                           

Chiquian 5 de marzo 2016 


*Shapra, sobre nombre de un personaje extravagante y mítico del pueblo de Chiquian. 

**Shinka, ligeramente embriagado