miércoles, 11 de junio de 2025

Futbol: Palabras alentadoras, inopinada bofetada


Esta remembranza brotó en un indiscutible y cálido atardecer de mayo, cuando en mi andanza perezosa marchaba derrotero al cementerio con el fin de ofrecer algunas flores a la escasa parentela, sepultadas en este taciturno lugar. De manera instintiva contuve mis pasos con el propósito de ver los helechos y abrojos verdes que se asomaban encima de la decaída tapia del estadio de Jircan. Luego, con la mirada distraída hacia el camposanto y alrededor mío, me di cuenta que estaba solo. En este contexto, el pasado, de la etapa de joven deportista, apareció en mi memoria como un rayo.  

Acompañado de la luz limonada del foco, acosado por el insondable silencio del cuarto, el tercer viernes de octubre y en altas horas de la noche, concluía la tarea escolar con el fin de dejar todo listo para la siguiente semana de clases e irme, presuroso y animado, a la santa tierra con el objetivo de jugar mí deporte preferido. El motivo del viaje era el emocionante campeonato de futbol, y la causa, la celebración del aniversario de la provincia de Bolognesi. 

El día siguiente, sábado, amaneció un tanto tristón, con ligera llovizna y un mar de brumas blanquecinas. Sin embargo, a pesar de las condiciones adversas del tiempo, viajar de Huaraz a Chiquian, mi alma sentía intensa motivación que hasta los ojos me brillaban como dos luceros de cálido atardecer, el cabello negro y la vellosidad del cuerpo parecía arderme,.  

Viajar en plena mocedad entre la ciudad y el pueblo, era toda una odisea. La etapa de  ardoroso deportista, me impulsaba a trasmitir el apego y la pasión que tenía por el futbol. Sentía en el espíritu el deseo de mostrar con ahínco, lo que la madre naturaleza me regaló, la destreza de este popular deporte que, desde el tiempo que se inventó, embriaga hasta hoy en día a multitudes de seguidores, y  temerario, viajaba sin tomar en cuenta de algún peligro inminente, pudiéndose presentar de un momento a otro, en contra de mi integridad física.     

Aquella mañana, sábado, mi periplo empezaba cuando el reloj tintineaba sonoro a las cinco de la mañana. Simultáneamente, a través de la ventana que daba a la calle, a hurtadillas, ingresaba al callado cuarto la primera lóbrega luz del nuevo día. De inmediato, me puse de pie y con la mochila en la adolescente espalda, derrotando al frio madrugador, partí rumbo a la periferia de Huaraz con el propósito de tomar el carro que iba a Recuay. Para mí buena fortuna, de aquí, raudo, subí a un camión que se dirigía a Catac. En este distrito en el que abraza el penetrante e insoportable frio, esperaba al carro donde cargaban el ganado lanar con el objetivo de trasladarlo a Conococha. Mientras tanto, aproveché el valioso tiempo con el fin de tomar desayuno, una taza de leche, caliente al extremo, acompañado del pan con queso. Ya en Conococha, situado a 4100 msnm, luego de paciente espera, cerca de tres horas, tiritando de frio, se presentó de milagro el carro de Marcial Moreno, “el roqueño” colmado de víveres y abarrotes de canto a canto. 


En seguida, sin perder el tiempo, trepé el camión por una minúscula escalera y me acomodé en el único lugar vacío, la canastilla, encima de la caseta. Junto al viento silbante que besaba mi rostro amoratado y el cuerpo aterido por completo, llegué a las dos de la tarde a mi destino final, Chiquian. El resto del día, dichoso, lo pasé junto a mi magnánima madre que quedó un tanto asombrada por la sorpresiva e inesperada visita y que no nos veíamos desde el festivo mes de agosto.

Al despuntar el alba del día domingo, fluía paz y absoluto silencio en la casa. Reunido con mi madre, luego de inacabables dos meses, disfruté del desayuno y el almuerzo como nunca. A continuación, la gestora de mis días como un ángel de la guarda colocó su terciopelada mano sobre mi cabeza y me habló con voz interpolada: —Esta tarde me encantaría verte jugar hijo mío pero tengo apretado el tiempo, sin embargo, te doy mis bendiciones con el fin de que todo te vaya magníficamente bien —yo me fui al estadio con el vestuario deportivo todo listo. En el campo de futbol me darían la camiseta de color verde y blanco.

Para mi sorpresa y a la edad que tenía en aquel momento, por decisión unánime de los camaradas, me nombraron como capitán del Club Atlético Tarapacá al que defendía con indudable orgullo, vergüenza deportiva y dejaba, dentro del perímetro del campo, el espíritu jadeante, la última gota de sudor y el postrero suspiro en cada embate de los reñidos encuentros de futbol, incluso cuando el equipo estaba perdiendo, jamás me amilané. Al frente teníamos como rival al Club Sport Cahuide cuyo capitán era nada menos que César Ortiz Aranda “Choclón”, que doblaba mi edad.  

En el centro del campo, en el instante de saludamos con un fuerte apretón de manos leía en los penetrantes ojos de Choclón una expresión de desconcierto que parecía decirme, “¿tú, pimpollo, de capitán?”. Para ese entonces, el dilema de los capitanes era escoger al árbitro. Tal persona tenía que ser imparcial, ecuánime, tener inclinación y capacidad para dirigir el arte del futbol. En seguida, nuestras acuciosas miradas recorrieron las tribunas de oriente y occidente, colmado de aficionados y exaltados simpatizantes de los dos equipos. La búsqueda fue infructuosa y reanudamos a mirar con el rabillo del ojo. En ese ínterin, escucho la ronca voz de mi par: —él es, —y de manera reservada señaló al susodicho, parado junto a la escalerilla empedrada, que facilitaba el ingreso a la tribuna, con el hombro apoyado en la pared de bloques de piedra, los brazos y la piernas cruzadas. Traía puesto un vestuario deportivo semejante a los colores del Sport Jaimes.


Cuando nos echamos a caminar en dirección del candidato elegido con la finalidad que regente el encuentro de futbol, la banda  empezó a tocar un alegre huayno. Ya enfrente del posible árbitro, en medio de la  bulliciosa y acorde melodía de la banda, el capitán del Cahuide, Choclón, tomó la palabra: “Permítame usted, Aurelio Romero Gamarra (Cotí)  decirle que ambos, él y yo,  y en común acuerdo te hemos elegido para dirigir este partido”. “Y  yo porqué, pueden escoger a otro de juez principal”. “Pues, porque usted, reúne las condiciones —intervine yo, y continué —por favor acepte comandar este encuentro” —con mirada impávida, Cotí nos respondió con tono severo: “acepto pero con la condición de que mis decisiones sean respetadas”.  

A las tres de la tarde, se dio inicio del anhelado encuentro de futbol entre los dos enconados  antagonistas, el Tarapacá frente al Cahuide. El  réferi seguía a pie puntillas cada acción de los veintidós puntillosos jugadores y la oportunidad de marcar el primer y codiciado gol por uno de los dos equipos tradicionales de La incontrastable y generosa villa ciudad de Chiquian. Por un lado, los aficionados, expectantes y gozosos, disfrutaban del juego atildado, del buen espectáculo que brindaban uno y otra escuadra. Por otro lado, los acalorados seguidores, nerviosos y el cuerpo que parecía que le rosaba la electricidad, manifestaban inverosímiles ademanes cuando ocurría cierto peligro en la portería del equipo de sus amores.    

Media hora antes de la puesta del sol, y una nube, oscura e inmóvil, que amenazaba con soltar las primeras gotas de cristal sobre el ceniciento campo de futbol, empezaba la reanudación del partido, y el Tarapacá ya ganaba por el gol anotado en el ocaso del primer tiempo. El reñido encuentro, a medida que transcurría el infalible tiempo, se tornaba inquietante e impetuoso que, de manera inevitable, se cometía una falta fortuita o indeliberada. A dos, tres metros fuera del área grande, el árbitro cobró una infracción del  defensa central, compañero nuestro, que para los demás era Injusto, como consecuencia de este fallo, se formó una gresca descomunal. En medio del barullo y los empujones de uno y otro jugador, Choclón agarraba mi  hombro con una mano y con la otra me daba constantes palmadas sobre mi atezado y adusto rostro. Yo, sin amedrentarme, le devolví el gesto y deprisa saqué su mano de mi hombro con cierta violencia y digna firmeza. Claro, no era una agresión de parte de los dos  ni una falta de respeto de parte mía sino un cumplido por el calor del futbol. 

No obstante, concluido este incidente deportivo, fui en busca del capitán del Cahuide con el objetivo de pedirle disculpa por el breve altercado del intercambio de palmadas, a lo que me respondió con palabras alentadoras y con tono amigable: “Huguito, no hay nada de que disculparse, al contrario, tú, siendo un adolescente, has demostrado rebeldía, personalidad   que todo jugador debe tener dentro del campo de futbol, felicitaciones”.               

El partido de futbol seguía su curso. Sport Cahuide, acosaba a nuestros defensores y al arquero con constantes ataques con el ánimo de igualar el marcador. Cuando Faltaba pocos minutos para la culminación del vibrante encuentro, por el sector de la tribuna del Sport Jaimes, yo tenía la pelota bajo el pie derecho, junto a la línea lateral pintado de blanco. Como me había aprendido las tretas de los jugadores experimentados, ahora, yo hacía lo mismo con los jugadores del equipo contrario. Pues, esta vez, mi intención era que pasen los segundos que valían oro para los intereses del querido Club Atlético Tarapacá. 


Al balón, de cuero de treinta y dos paños, lo protegía con el hombro, el cuerpo y con el pie lo llevaba hábilmente de un lugar a otro evitando que saliera del campo de juego. De pronto, escuché el ruidoso sonido del silbato. El árbitro; que estaba detrás del jugador que me asediaba con intensa fogosidad con el propósito de quitarme la pelota, sin ver a su juez de línea, creyó, y estaba convencido que había salido del perímetro del campo. Más allá, a un metro de la línea blanca, la multitud de entusiasmados espectadores de heterogenia edad que  presenciaban el disputado encuentro, insatisfechos por el cobro indebido lo rechazaban con una gama de agravios. Uno de ellos vociferó con tono de protesta: “Señor árbitro, ¡la pelota no ha salido del campo!”. “¡Cállese, el partido lo dirijo yo!” —le gritó con voz impetuosa al acalorado aficionado. “¡La pelota no ha sobrepasado la línea blanca, cobre lo justo! —replicó en tono frenético la voz desconocida para mí, hasta ese instante.

En segundos, todo este suceso sucedía como un sueño. Cuando alcé la mirada, en dirección de la abigarrada multitud de espectadores, para ver  quién era el que reclamaba la aparente parcialidad del árbitro por el equipo contrario, advertí  el rostro iracundo de Abilio Jara,  viejo simpatizante del Tarapacá. Al notar la agitación descontrolada del airado hincha, me solidaricé con su ira otoñal que me contagió e hizo presa en mi adolescente y febril corazón. Acto seguido, la sensación, el sentimiento, la confusión reinaba en mi espíritu. Fue entonces, cuando de manera inconsciente, cerca de cumplir los 17 años, con la palma de mi mano que parecía el de un osezno, irrumpí con una inopinada bofetada sobre el rostro enjuto del árbitro Como resultado de este acto, impropio de mi persona, el silbato salió volando de los lívidos labios para ir a aterrizar en el ceniciento suelo del campo de futbol  Los simpatizantes que estaban en ambas tribunas vitoreando a todo pulmón, de pronto, surgió un silencio sepulcral, el estadio parecía un cementerio.   

El árbitro, Cotí, me observó con expresión de asombro, con ojos achinados, los parpados colgantes y frunciendo el entrecejo, dio media vuelta para ir a recoger el silbato, arrellanado en el suelo a tres metros de distancia. Volvió con la cabeza encogida entre los hombros y dando pasos semejantes al de una garza. Parado frente a mí, puso el silbato empolvado en la boca y lo repicó sonoro al momento que me imponía la tarjeta roja. Fue la primera y única vez que me expulsaron durante todo el tiempo que jugué este hermoso deporte, el futbol. 

El Pichuychanca      

Chiquian, 11 de Mayo 2025









sábado, 24 de mayo de 2025

Gloria al pino, gloria al queñual

 


Gloria al pino, gloria al queñual


Gloria a la fértil tierra,
gloria a la liberal lluvia,
gloria al verde cerro
adonde hoy, 
junto a la juventud entusiasta, 
con ventura inefable
el resistente pino planté,
el milenario queñual planté.

Épico cerro de Jaracoto,
serás en el futuro 
frondosa arboleda
de flor virginal cubierto.

Los gozosos mozos, 
hoy, te cantan:
¡gloria al pino!, 
¡gloria al queñual!.
Y con la sien bañada de nieve,
mañana, 
te volverán a ver erguido
en el alba de faz sin par.

El Pichuychanca.
Chiquian, cerro de Jaracoto, 27 de marzo 2022     



Colaborando con el grupo "Jovenes por el Futuro" en la reforestación de pinos y quinuales cerca del cerro de Jaracoto.

El Pichuychanca

 Chiquian, por las faldas del cerro de Jaracoto. 27 de marzo 2022   

sábado, 17 de mayo de 2025

Avatares de la vida. El abuelo

El abuelo, Asisclo, rodeado de amigos,
 sentado al centro.

La brisa, hiriente y escurridiza, ingresaba por el resquicio de la puerta al melancólico cuarto del abuelo, Acisclo Romero Álvarez, postrado hace tiempo, quebrado de salud. El eterno rumor del viento llegaba a la cama. Por la ventana, de espejos traslúcidos, se desplomaban los primeros rayos bruñidos del sol, matinal. 

El violento frío embiste, se cuela entre las gruesas frazadas de lana haciendo estremecer el cuerpo endeble del abuelo, que le obligaba a encoger con cuidado sus laxas extremidades. Antes del nuevo día, al amanecer, desde su lecho, ensimismado y cubierto del todo por el cobertor, lograba oír los pasos ajetreados de las cuatro hacendosas y apuestas hijas, Joaquina, Agripina, Trinidad y Magdalena, Ruidos que procedían del patio, orlado de un florido jardín, de la cocina y del comedor, todos estos espacios eran alumbrados por el fulgor agónico de los focos. Las hijas, como todos los días, cumplían su respectiva labor matutina.

El profundo silencio que reinaba en la flamante casa, adquirido por la abnegada madre, Joaquina Milla Palacios —esposa del abuelo— fallecida hace mucho tiempo y edificado por uno de los jóvenes yernos, fue interrumpido, cuando una de las dos hijas que regresaban del mercado, asiendo entre su parca mano el pesado cesto de carrizo que contenía las ineludibles provisiones para el sustento del día, apenas cruzando el umbral del zaguán y desde el corazón del patio empedrado, con voz propia de mujer desvelada, invocaba:   
 
— ¡Despierten a Papá!, ¡Es la hora del desayuno!..

— ¡Papá-a-a-a! ¡despierta! —Volvió a gritar, Agripina, la tercera hija, desde la puerta entreabierta del cuarto.

En la reservada familia, cada mañana, al interior de la vivienda, se tornaba una batahola. Hijas, nietos y yernos, todos ellos, se alistaban para ir derrotero a la escuela y a sus labores cotidianas. El anciano, había advertido, hacía bastante rato, de este alboroto familiar. Pero,  absorto en sus afligidos pensamientos, no percibió la menor inquietud. Ese entusiasmo y trajín de los parientes era natural y se había hecho costumbre en él. No era la primera vez.

Después de haber ingerido, con calma, el primer alimento del día, con dificultad, acomodó su agotada espalda en la cabecera del catre. Y alzando su acanalado rostro cubierto con desgreñada barba plateada y escudándose los ojos con la arrugada mano de los primeros rayos del sol que provenían del límpido cielo garzo y que penetraban a través de la ventana, abstraído, contemplaba el profuso jardín. Presentía un buen tiempo, pero, de todos modos, el abuelo, sentía un frio seco que le llegaba hasta los huesos y un cierto desasosiego. Exhausto, en sus intensas meditaciones, recordaba las vicisitudes de su intrincada existencia.

Desde el día que cayó en cama, el abuelo sentía un tormento sordo y dilatado en su lastimado corazón, y cada vez más le costaba trabajo respirar. Único hijo varón, de Eliseo Romero Prado y Agripina Álvarez Novoa, familia de pequeños terratenientes, y el mayor de tres hermanas. Criado con engreimiento en los primeros primaverales años, fue quizás la fuente de qué en su prolongada vida tuviera muchos días de júbilo y de pompa, y por otro lado, de muchos, muchos días de acontecimientos infaustos e ingratos.  
  
En esta dilatada coyuntura de su salud, encontrándose en la absoluta soledad, postrado en la cama, y en la densa penumbra de la alcoba, de su longeva memoria, resucitaban los recuerdos de lejanos días de esplendor, tanto en la etapa de su infancia cómo el de la juventud. Evocaba su acaecida y despreocupada infancia, cuando el benévolo padre, hombre de mediana estatura, cara redonda, nariz aguileña, de ojos adormilados negros y profundos, y de frente socrática, con esperanza y ánimo, cabalgando el jamelgo color negro de estampa señorial, pertrechado de fina montura y de vistosas bridas que resplandecían bajo los sofocantes rayos del sol, le conducía en largos y tediosos viajes por los zigzagueantes caminos y frías estepas, con el sano propósito de conocer e ir familiarizándose con el patrimonio familiar, ya que, en algún momento, más tarde que nunca, se haría cargo de todos los bienes e inmuebles que poseía, así como también del numeroso ganado vacuno, lanar y caprino. 

Asisclo Romero Álvarez.

Cuando su porfiada infancia transcurría en la puna, orlado de erguidos y redoblados ichus, fustigado por el silbante y frio viento, junto a los consentidores padres, de los encomiables y tenaces pastores de rostros amoratados, encantado, ayudaba a clasificar, según el color, a cientos de mansos corderos para trasquilar su apreciada lana. Ora, montado sobre un vigoroso caballo, auxiliado por el progenitor, que le había instruido en el arte del laceo, se encontraba tras los potrillos y terneros huidizos. En su juventud, desde un imponente caballo, en rauda carrera, siempre, antes del tercer intento, lograba lacear al esquivo novillo o al fino y brioso potro y con habilidad única, con increíble rapidez, enrollaba  la soga alrededor de la montura para no ser sorprendido y arrastrado por el fornido animal.   
    
Jamás fue objeto de privaciones espirituales como materiales ni mucho menos de su educación. Entre mimos y caprichos de su risueña infancia, el tiempo, irremediable, viajaba de modo imperceptible. De pronto, el magnánimo padre lo matriculó en el Colegio la Libertad de Huaraz y para su alborozo, a pesar de ser un mozo inquieto y osado, descollaba  como uno de los mejores alumnos de su respectivo salón.   

Cuando todavía podía incorporarse, por sí mismo, con mucho sacrificio, colocándose de cuclillas y alargando los flácidos brazos debajo de la cama, con mano trémula, jalaba el añejo, pequeño y fino baúl heredado de la madre. Baúl, en donde la madre con diligencia había guardado las cartas del hijo, redactados en su juventud. Lo abrió y al azar cogió una de las docenas de misivas. Sentándose, con cierta dificultad, en la silla afelpada que estaba al costado de la cama. Colocándose los viejos impertinentes, se echó a leer. Instantes después, de los asiáticos  ojos, manaban ardorosas perlas. Deteniendo la lectura de su propio recado, escrito hace mucho tiempo, cavilaba con hondo desconsuelo: “solicitaba a mis dignos padres, todo lo que necesitaba, hasta mis obsesiones, me lo concedían sin ponerme ninguna traba, yo, en cambio, ¿Qué les he dado a mis indefensas hijas?... ¡Nada, Nada! ¡sólo desventuras! eso… ¡solo tribulaciones!”. De esta manera, el afligido abuelo, se lamentaba y reprochaba con insistencia. 

En el mudo cuarto, el frio viento, que corría de un recodo a otro, sacudía el frágil cuerpo del abuelo. Al medio día, los traviesos nietos, que regresaron de la escuela, lo hallaron en un profundo letargo con la carta entre los plegados dedos, apoyado sobre el enjuto torso.  Curiosos y con tiento, agarraron aquel papel palidecido por el tiempo, éste, frente a los cinco pares de ojos infantiles, admirados, contemplaban la hermosa caligrafía y la correcta ortografía del abuelo, escrito con pluma y tinta. Advirtiendo con suma atención la letra al estilo palmer, los nietos, sorprendidos y mirándose uno al otro, juzgaban que había sido extraído de un cuaderno de dibujos.

Arribando el periodo de las acariciadas vacaciones escolares, de los tres últimos años en el colegio La Libertad, su efusiva adolescencia discurría henchido de placidez y vigor entre Chiquian, las chacras y la puna de Coto-Coto. El abuelo, repasaba su pretérita memoria todo lo concerniente de su vivencia con los potros, yeguas y caballos durante largos años de su juventud. En estas circunstancias, desde temprana edad y apoyado por el padre, llegó a tener un  enorme afecto por los caballos, como consecuencia de esta familiaridad, surgió en él, luego de haberse convertido en un experto y joven domador, la pasión y la tendencia de cabalgar, ágil y sin sobresaltos, briosos y gallardos alazanes de fino porte. Jamelgo que cabalgaba  con distinción estaba ataviado de una montura de llamativos y finos acabados, hecho por un versado talabartero, de igual manera, los estribos, las espuelas, las bridas y los demás accesorios, enchapados de selecto metal, que en los días estivales, resplandecían bajo los fecundos rayos del sol.

***

Después de todo, en aquel tiempo fue un periodo deslumbrante para él. Además de ser el hijo de pequeños terratenientes, era el jinete más renombrado del lugar. Su fama, llegaba más allá de los límites del pueblo. Su destreza como llanero estaba a la orden del día, los entendidos charlaban acaloradamente de sus hazañas y era admirado por la muchedumbre.

Hijas: Agripina, Joaquina, Magdalena

En su juventud, cuando ingresaba por una de las calles principales del pueblo, aún lejos, se erguía garboso sobre la montura, poniendo rígido cada uno de sus tendones, advertía al airoso caballo su agitación, éste, enderezaba la cola a nivel de las ancas y sus crines se dispersaban silbantes al viento, los cascos de flamantes herrajes, repicaban, rítmico y sonoro, sobre el piso empedrado, trasladando con blandura y prontitud a su hábil jinete. Las primorosas muchachas, al verlo pasar por las ahogadas arterias, quedaban hechizadas, y de manera espontánea brotaba, de su lozana y cárdena fisonomía, candorosas sonrisas y sugestivas miradas. Los rapazuelos guasones y bullangueros que apenas podían pronunciar algunas palabras, inquietos, corrían tras el jinete y del hermoso rocín color castaño, señalando con el dedo liliputiense, chillaban estentóreos: ¡Quiero ser un jinete como él! 

En cierta ocasión, cuando el sol estaba en su cenit, abrasando las calles adoquinadas, los tejados rojos, y las faldas orlados de verduzca floresta de los encumbrados cerros, desde uno de los distritos, en compañía de un pelotón de yeguas, trasladaron  al amplio patio de su casa, ubicado entre las calles El comercio, Dos de mayo y Figueredo, un potro color moro de buena presencia y singularmente chúcaro. El propietario copetudo, le comentó:

—Hasta ahora, ningún jinete ducho, de la zona, se ha atrevido a montarlo. :

—Ya veremos, ya veremos lo que ha de acontecer pasado mañana. —Repuso el jinete con voz queda y optimista, seguro de sí mismo.   

Dos días después, por la mañana, hace buen rato, el abuelo observaba y sondeaba al corcel de cuerpo triangular; pecho ancho, grupas estrechas y testera delgada. Apoyado por los asistentes, iban detrás del vigoroso potro, que corría en medio de las yeguas por el rededor del patio. De pronto, éste, sintió que el lazo de cáñamo, lanzado por segunda vez por el experto domador y jinete, se deslizó por la cabeza y quedó pendido en su lozano y erguido cuello. El joven caballo, se encabritó e intentó correr, pero se vio a solas frente a numerosos individuos, que le frenaban con la tirante soga. Al frente estaba el diestro  cabalgador, y a sus espaldas los colaboradores y personas curiosas que habían aparecido y arrimado para ver aquel espectáculo.

El jinete, de costado, paso a paso y con cautela, cogiendo y sin soltar el estirado lazo, se fue aproximando al brioso potro, fatigado y tenso. Le susurraba con voz queda:

— ¡So-o-o! ¡No te muevas, tranquilo, no te muevas, amigo! 

Entre tanto, cuando uno de los asistentes, tras él, mantenía el tenso lazo, acercándose de manera recelosa, el jinete, tendió su mano delgada y trémula, acariciando la cabeza del bruto y, sin volver la mirada, ordenó con voz escueta, al segundo ayudante:

— ¡Las anteojeras! —El ayudante, raudo le alcanzó lo solicitado, y al mismo tiempo, con una de sus expertas manos palpando con suavidad la testera del potro, le hablaba con voz grave:

— ¡So-o-o-o! ¡Tranquilo amigo, tranquilo! —Estimulando al bruto con arrumacos y paciencia, logró colocar los tapaojos. Luego le pusieron el bocado y con premura lo ensillaron.

Las hermanas con sus amigas.

El lozano caballo, paralizado por un momento, sin entender nada, en un abrir y cerrar de ojos, percibió una presión y algo pesado sobre su incólume lomo. Cuando le retiraron las anteojeras, el sagaz jinete de ligeras piernas y con las relucidas espuelas posadas en los tacones del zapato, con fuerza, le clavó el primer pinchazo en los ijares, el caballo, asustado, ondeó las patas delanteras en el aire, relinchando nervioso y encrespado, rebelándose, se encabritaba para sacudirse todo cuanto le oprimía. Más, el caballista, con habilidad, se balanceaba al compás del corcoveo del excitado rocín, levantando polvo por los rededores del anchuroso patio. La multitud, ahí presente, patitiesos, observaban la pericia del excelso llanero.

El abuelo soltó una sonrisa triste, recordando el vínculo que disfrutaba con aquellos caballos de fino aspecto. Todo eso correspondía al pasado y el tiempo continuaba en inexorable marcha.

***

El alba, frio y enmarañado, va rompiendo, palmo a palmo, el nuevo día apiñado de brumas pardas. Entre tanto, el vaho prendido sobre los espejos de la ventana, con marco de metal, espoleados por los primeros rayos bermejos del sol, emprenden a deslizarse labrando minúsculos y efímeros canalillos. El abuelo, reflexivo, veía su candor en estos regueros, alineados de modo fugaz que desaparecían de su vista, como su juventud que le pareció una eternidad, desfiló tan pronto como cuando llegó. Disfrutando del afecto familiar, y sin advertir penurias apremiantes, .el cruel tiempo, le había quitado la flor de la vida.
Su matrimonio fue una odisea épica, y en el transcurso del tiempo, colmado de vicisitudes que el destino le tenía deparado. 

Y así fue.

En uno de los periplos por el Callejón de Huaylas, acompañado por el capataz del padre, fallecido muchos años atrás, para vender los fardos de lana y numerosas reses, hallándose en los baños termales de Chancos (Marcará),  para su ventura, conoció a una atractiva doncella de ojos negros almendrados, de largo cabello, de cejas negras rizadas, tez trigueña y nariz recta, tenía 18 años de edad. Se hallaba en aquel lugar junto a los padres, pequeños gamonales, en el momento que realizaban algunas transacciones de negocios con acreditados clientes. La atracción por el sexo opuesto había tocado su corazón aventurero.

Cuando se vieron por primera vez, estaban uno frente al otro, en las orillas del ceniciento y ancho camino. La doncella, recatada e inundada de rubor, con reservada sonrisa,  tendió la mirada al cascajo y tórrido suelo. Él, dio un hondo suspiro, y se echó a caminar. Y en el instante que se aproximaba, le parecía que las piernas le flotaban. Delante de ella, con voz vibrante, preguntó:

—Hola, ¿Cuál es tu nombre?

—Joaquina — aun ruborizada, agrego. —Joaquina Milla… ¿y el tuyo?

—Acisclo Romero.  

Agripina, Joaquina.

El hado, preservado para él y ella, les había conducido al pueblo ajeno, lejos de la tierra natal, para conocerse. Joaquina, era de uno de los distritos de Caraz, Huata. Y Cupido, les había cautivado a primera vista. Luego de numerosos encuentros furtivos, en uno de los viajes que realizó, decidió raptarla, previo acuerdo entre los dos, de la tutela de los padres quienes querían casarla con un militar y se oponían a su relación con el extraño y apuesto joven de 23 años.

Dos años después. El nuevo día amaneció friolento y apacible. La madre, Agripina Álvarez Novoa, que cada día sentíase mal de salud, casi inmovilizada, desde el comedor y de la cabecera de la amplia mesa, ordenaba a los dependientes a servir el desayuno. El hijo, embelesado, y pensando en cómo  resultaría el póstumo encuentro a escondidas con Joaquina,  se sentó a su lado. Asiendo la nerviosa mano del querido hijo entre la suyas, delgado y rugoso, e intuyendo sus cavilaciones, con voz grave y cariñosa, preguntó:

— ¿Hijo querido, te sucede algo? —Turbado por la inesperada interrogación, abochornado y dubitativo, para salir del paso, con voz entrecortada, dijo:

— ¿A mí?, no-o-o, no me pasa nada, en absoluto, solo pensaba…

— ¿En qué pensabas? o ¿piensas en alguien? —Ante estas preguntas sutiles, sacudió y retiró su mano de la madre, con mesura. Ya de pie, y rozando la barbilla con los dedos inquietos, habló:   

 —Pensaba en los clientes, que nos prometieron pagar con anticipación, a la fecha acordada. 

—Debías habérmelo dicho antes, sin necesidad de dar tantas vueltas al asunto —dijo la madre, luego agregó: —Pero esta vez te asistirá Martin, así aprenderá su nuevo oficio, porque nuestro capataz está algo enfermo, igual que yo, es tiempo que descanse. Ya tiene sus años.   
         
Trinidad, hija

De madrugada, cuando el alba precedía al nuevo día, partieron derrotero a Huaraz. En el trayecto y preocupante viaje, los pensamientos alborotados de Acisclo le envolvían con la imagen de Joaquina, mujer cautivadora, apresando su lozano y seducido corazón. Martin, su amigo desde la infancia, al darse cuenta de sus profundas meditaciones, iba a su lado, en completo silencio. Llegaron a su destino, y de inmediato, realizaron las cobranzas a los respectivos clientes. Y luego de culminar y tener preparado todos los encargos dados por la madre, de pronto, .dijo con ronca voz:

—Martin, me voy a Chancos —Sobrecogido y ansioso a la vez, con voz medrosa, alegó:

—Te acompaño, te puede suceder algún contratiempo

—Por favor, no, es un asunto mío que debo resolver ahora —luego de un misterioso silencio, añadió: 

—Tú, espérame, regreso pasado mañana.

Y se fue.

Cuando el ocaso del sol, con sus postreros y lumínicos centelleos, daba paso a la naciente  noche clara sin luna, fría y serena, Acisclo, arribaba al pintoresco pueblo de Marcará, —a 3 kilómetros de los baños termales de Chancos— cabalgando un hermoso rocín, color negro, de buen nervio, y con paso suave y rítmico. Aún lejos, observaba los fulgores lánguidos que surgían de los candiles. Candiles pendidos de un gancho macizo y cerca de la minúscula puerta de las sencillas y escasas tiendas, asentadas en la extendida y empedrada calle, Hospedándose en la casa de un viejo amigo del colegio, inquieto esperaba el día siguiente. 

Joaquina, era la última de tres hermanos, todos varones, y hace mucho tiempo cada uno vivían con su familia. Los padres, una vez más, realizaban prolongados viajes persuadidos por la cotidianidad de los negocios. Y en la medida de lo posible y aplicados, logrando solazarse en familia. Sin presagiar que la hija tenía otros planes, viajaron a  Chancos, como en anteriores ocasiones, con el fin de disfrutar del relajante baño en sus aguas termales. 

En este halagüeño y ajeno lugar, en donde se conocieron, una vez más se volverían a encontrar. Encuentro acordado, con apasionado deseo, en sus visitas esporádicas, y por medio de numerosas cartas, remitidos mutuamente. Joaquina simulando que se sentía indispuesta, no ingresó a la cueva de donde a chorros, mana el agua caliente de las entrañas del cerro. En las afueras y junto al caballo, impaciente y con el corazón latiendo a borbotones, esperaba al resuelto y apuesto galán. 

Luego de soliviantados y prolongados minutos, y sin quitar de vista del sinuoso camino, de pronto, notó que se asomaba la erguida y acicalada presencia de  Acisclo, sobre el lomo del esbelto y negro corcel, impresionándola aún más. Bajó del caballo y se acercó con pasos agitados, cruzando intensas y embelesadas miradas, besó sus manos tersas, con afecto. Sin mediar palabras y en común acuerdo, asumieron la temeraria decisión de huir. 

Y lo consumaron.

Cuando la madre, reposaba en el suave sofá en la confortable y ordenada sala, pensando en el matrimonio del hijo con la muchacha que ella creía que la pretendía, y del cual le guardaba mucha empatía, de repente, ante sus sorprendidos ojos, apareció la figura de Acisclo, acompañado de una atractiva jovenzuela, jamás vista. Se aproximó, y tomando las surcadas manos de la madre entre los suyos, con voz queda, le reveló:

—Madre, recuerdas cuando me preguntaste, ¿piensas en alguien?, pues aquí está mi respuesta —Y acompañando la seducida mirada del hijo hacia muchacha que se hallaba en la decorada puerta de la sala, sonrojada y nerviosa, prosiguió:

—Pensaba en ella, se llama Joaquina, será tu futura nuera —Sin salir del sobresalto, la madre, desde el cómodo sillón, colmada de alegría y beatitud espiritual,  con las manos agitadas, la llamó:

— ¡Ven!, ven querida. —Joaquina, tímida y aún azorada, se acercó. Abrazándola con fuerza y cariño, le habló con voz interpolada:

—Me siento dichosa, aun sin conocerte por entero, mi corazón presiente que serás buena esposa y compañera para mi hijo. 

Y acertó. 

***

Trinidad, Joaquina, Magdalena.

La vida fluía rauda, acaecían los días y los meses, algunas,  siempre distintas. La madre, sentíase feliz de ver casado a su primogénito, y congeniando con  la nuera desde el primer día que la conoció. Joaquina, —que había abandonado la casa paterna para siempre, porque nunca más supo de los padres— con el paso del tiempo se adaptó, con afabilidad, a la nueva convivencia familiar. Mujer joven, sencilla y agraciada, aun rodeada de comodidad y dependientes, se revolvía como una ardilla enjaulada; aprendía y colaboraba en los asuntos de los negocios, sin descuidar las nobles ocupaciones del venturoso hogar de la naciente familia, en la que fue bien recibida. Ella, en poco tiempo se ganó el respeto, sobre todo el afecto de todos los subordinados. Reciprocando ese cariño, con amabilidad y sencillez. La madre, luego de una penosa enfermedad, sin conocer su descendencia, falleció al año siguiente de la boda de ambos.

Días después de la dolorosa partida al sueño eterno de la apreciada suegra, Joaquina, recobrando el optimismo, desde las primeras horas del día, con energía, pero también con afecto, ordenaba a las solicitas ordeñadoras a traer leche de los establos, a los adustos ovejeros, —que se hallaban en la puna de Coto coto— a trasquilar la crecida y codiciada lana de los finos carneros, y a los nobles y sacrificados labriegos de semblantes cárdenos a cosechar el maíz, el trigo y la papa de las propiedades que poseía la familia, Romero Prado, en los rededores del pueblo.

En las serenas horas de la mañana de cielo garzo y despejado, los rubios hilos del sol, acariciaba el lozano rostro de la laboriosa esposa. Joaquina caminaba por los rededores del amplio patio de la casa, con cierta inquietud. Sentíase sola y extraña. No tenía cerca de ella a ningún familiar o a alguien de absoluta confianza, para confesar, con grata emoción, de lo que estaba sospechando desde hace días. La espera del esposo le parecía una eternidad.

Cuando el apuesto y joven esposo llegó del largo y cansado viaje, después de haber realizado el respectivo negocio de compra y venta de reses, ovejas y caballos, Joaquina, colmada de alegría y azorada a la vez, con voz trémula, le aseveraba las buenas nuevas:

—Querido esposo, debo confesarte algo muy importante. 

—Dime esposa mía, estoy ávido por saber esa dicha que guardas. —Joaquina, alborotada, le tomó las manos lívidas, y mirando con ojos embelesados al esposo, inquieto de saber la confidencia, con palabras  entrecortadas de emoción y cariño, dijo:

—Estoy embarazada, vas a ser flamante padre de un hermoso bebé. —Acisclo, mirando a los ojos color de uva, adornado de risadas pestañas, de la futura madre, henchido de felicidad, de inmediato, sin mediar palabras, abrazó a la joven esposa con enorme fuerza. Pregonado el venturoso anuncio de los estrenados padres a los parientes y a los amigos cercanos, éstos, le animaron a realizar un excelso festejo social por el advenimiento del primogénito.  

La convivencia del lozano matrimonio acontecía jubilosa. La ventura de ambos transcurría como en prisa primaveral que tiñe a la tierra de verde rejuveneciendo los prados y las mesetas. No solo trasmitía dicha a los pocos familiares, sino también a los amigos y a los dependientes. Asisclo se hallaba feliz de ser padre por primera vez.

***

La abuela Joaquina Milla.

Uno tras otro, a toda prisa, suceden los inexorables días y las semanas. La feliz pareja celebra el nacimiento de la hija primogénita. Después de algunos meses, la ventura del hogar se interrumpió de manera abrupta cuando los padres se dieron cuenta que la hija había nacido con una limitación física que generó en el abuelo una profunda crisis emocional. Cada día se sentía más deprimido, ansioso, confundido y culpable. Este doloroso acontecimiento familiar sería una de las causas para entregarse poco a poco a la bebida.

La parentela, el abuelo, la abuela y las 3 hijas, como cada año, a inicios de enero viajaban a Lima con el propósito de disfrutar de un solaz y merecido descanso. A escasos días de regreso a Chiquian, el abuelo se levantó algo misterioso y comunicó a la familia que salía de paseo con la hija mayor ya de 10 años de edad. Fluían las horas y los paseantes, el abuelo con la hija, todavía no regresaban. La espera era desesperante para la abuela, su corazón se aceleraba presintiendo un mal augurio.  

El abuelo llegó a la casa a las 8 de la noche solo con síntomas de embriaguez, encontrando a la abuela en un mar de dolorosas lágrimas. Colmada de angustia, con tono de voz quebrada le reclamaba:

— ¡Que has hecho con mi hija! ¡Adonde has llevado a nuestra hija! ¡Blanca, Blanca hija mía a donde te ha dejado tu padre!  —El abuelo con el corazón de piedra jamás le reveló el lugar donde la había internado.

Cada vez que la familia viajaba a Lima, la abuela, apenas empezaba a rayar el alba,  presta, salía de la casa en búsqueda de la hija abandonada por el abuelo. Angustiada pasando penurias, indagaba su paradero por lugares inimaginables. Hasta que un buen día llegó a un convento ubicado en Magdalena del Mar. Ya en la sala de recepción, la abuela platicaba con la madre superiora sobre las características y lo sucedido sobre su hija. La abadesa, urgente, mando llamar a la adolecente. En ese ínterin, el corazón de la abuela le revolvía de esperanza, de emoción, de ansiedad de volver a ver a su hija arrancada hace 7 años de su caluroso regazo. 

Joaquina, la madre, en cuanto la vio entrar a la adolescente, sin demora ni vacilación, la reconoció. Sin poder contenerse, con los ojos nublados de donde le saltaban las lágrimas como cascada que humedecía su rostro, corrió al encuentro de su hija, con dulzura  la abrazó una y otra vez como queriendo recuperar los duros años de su atribulada   búsqueda. Con voz quebrada le decía: — ¡Hija mía, mi Blanca adorada! por fin te he encontrado. —Blanca, la hija primogénita que nació ciega, durante los 10 años que siempre estuvo al lado de la madre, al reconocer su dulce voz, de la impresión se murió en sus brazos.

A pesar de las suplicas a lágrima viva de la abuela, el abuelo comprometía y se desprendía del patrimonio familiar por medio del jugo de azar. Personas sin escrúpulos, incluso sus mejores amigos, se aprovechaban de su estado de desesperanza, impotencia. Los avatares de la vida del abuelo, seguía su inevitable curso. Cuando falleció la abuela a la postrera hija de 12 años de edad, que también nació con una limitación física, la internó en el auspicio de las hermanas carmelitas descalzas, ubicado en Chaclacayo. A pesar de ser sordo muda, ayudaba a las monjas en los quehaceres de la cocina, la limpieza el cuidado de las internas y todo cuanto estaba a su alcance. Hasta que falleció, hace poco tiempo, el personal administrativo del auspicio llegó a encariñarse con Dora, y la apreciaban como a una persona normal. 
               
Del rostro taciturno del abuelo, cubierto de barba argentada, de la comisura del labio y de los  ojos plegados, brotó una triste sonrisa. Absorto y hundido en sus pensamientos, cavilaba en voz alta, sobre la conducta de la familia, de los amigos: “En ciertas situaciones, nosotros como gente pensante, somos semejantes. Tenemos presente a los amigos, a los parientes o a algunos conocidos cuando están en la postrimería de la existencia, alguien cae enfermo o fallece pronto. Entonces, advertimos todo claro, de sopetón, a quien hemos perdido para siempre, y hacemos memoria de lo generoso que fue y de todas las acciones que obró”, suspiró hondo y continuó con sus reflexiones: “De mí, se acordarán de muchos actos indebidos, y muy poco, de lo bueno que hice durante los años de mi vida”… 

Días después, entre la noche y el día,  un 18 de enero de 1962 voló al sueño eterno  y  regresó a la tierra sagrada, dejando en desamparo a las 4 hijas, jóvenes y bien parecidas.  

El Pichuychanca. 
Chiquian, calle Tarapacá, 25 de abril 2021



viernes, 25 de abril de 2025

Encuentre donde me encuentre

 



Encuentre donde me encuentre


Encuentre donde me encuentre
en este universo terrenal, 
tal vez lejano, 
tal vez próximo, 
de esta acogida edad otoñal
cosecha de mi prospera existencia, 
de ti, patria chica amada, 
imposible de enterrarte en el olvido, 
de ingratitud.
 
Amo de tu blanco nevado,      
la naciente alborada          
manando luz rosácea.  
Amo de tu verde cerro,  
el declive de la luz roja         
adónde va a morir                  
en cálido atardecer. 
Amo de tu cascada encantada 
la rauda caída del agua espumosa
alimentando alegres riachuelos 
tierra virgen roturando.

Amo de tu calle callada  
la impronta infantil  
guardada en tu regazo. 
Amo de tu cautivador valle 
el rio fragoso 
deslizándose estruendoso 
como entonando versos.
Encuentre donde me encuentre
en este universo terrenal, 
tal vez lejano, 
tal vez próximo, 
patria chica amada, 
yo te amo como a una madre 
yo te llevo en mis cavilaciones, 
yo te llevo en mi corazón pletórico de amor 
y en mis odas 
canto tu lindeza inmortal. 

El Pichuychanca. 
Chiquian, 28 de mayo 2020







jueves, 17 de abril de 2025

Pasos errantes


Chiquian. Un día de noviembre, cuando amaneció cubierto por completo por un mar de brumas pardas y de ligera llovizna, inusual en este tiempo, temprano, ya andaba por la calle, angosta y muda. Delante de mí, a unos escasos metros, no podía ver ni un solo ser animado, tampoco a un objeto inanimado. Hasta entonces no había decidido adonde ir y que paraje visitar, pues no tenía un plan concreto. Sin embargo, me desperté con el intenso deseo de salir a dar un paseo matinal.      

Son las 4.45 de la mañana. Para mí buena fortuna la tenue garua se ausentó. Mis pasos, tardo y errantes, sin darme cuenta, me condujeron a la salida del barrio de Umpay. La neblina, compacta, inmóvil, en medio de un absoluto silencio, nublaba mis ojos otoñales. Momento propicio para extraer la linterna de mano del macuto que traía puesto sobre la espalda. En seguida prendí el farol con el propósito de despejar la densa penumbra que abordaba a la asfaltada y taciturna carretera. Reanudo mi periplo madrugador.

El lánguido murmullo del riachuelo, que cruzaba la carretera de Umpay, me llamó la atención y contuve mi andar remolón. El monótono rumor del agua me hizo recordar a los amigos de infancia cuando inquietos, curiosos caminábamos de madrugada por estos lares con el fin de descubrir, confirmar, si era cierto la existencia de los  hichiculgos, aparecidos y duendes que  habíamos escuchado infinidad de veces, mediante los labios de los padres y de personas mayores, el cuento de estos seres aterradores. En estas circunstancias, de pronto, surgieron imaginaciones de la mente sutil que me hizo sentir un evidente temor, aun así, trepé la pirca como el shulako (lagartija) con el objetivo de tomar el camino que conduce al emblemático cerro de Capilla Punta.     

Junto al cuchicheo de jóvenes ramas de plantas silvestres y con la piel de gallina, presuroso, caminaba por el desierto y melancólico pampón hasta llegar de nuevo al afluente del rio de Aynin, impidiendo mi ansioso paso. Auxiliado por la luz del alba y de la linterna, pisando piedra sobre piedra, logro cruzar el obstáculo de la pequeña quebrada. En seguida tomé el  sendero cuesta arriba que me llevaría a mi destino.

Cuando subía por la senda inclinada tras la hosca neblina, que poco a poco se dispersaba reptándose por la áspera falda del cerro, de súbito oí el potente ruido de la cascada de Umpay Cuta. Gracias a la primera luz del claro día, después de incontables años lo pude ver tan cerca tan rumoroso asomándose del fondo ahuecado y rocoso entrándome el deseo de estar al lado del agua albina y espumosa que se desplomaba de manera vertical en la profunda e impenetrable quebrada, resguardado y abordado por la arboleda y los arbustos. Solo me contenté con robarle su atractiva imagen incrustada entre enormes bloques de rocas negras.

Chiquian, cubierto de pardas neblinas

Ver sugestivos paisajes desde este sector, me animé a seguir con esta aventura solitaria. En el momento menos pensado, arribé al inicio del sendero ligeramente prolongado y delgado ubicado en medio de la alta y rocosa pared y de una profunda quebrada del cerro. Temeroso, detuve mis pasos por unos segundos. Todo a mí alrededor estaba en religioso silencio, solo percibía el susurro de los arbustos, y el suave viento, que venía del profundo barranco, besaba mi rostro adusto. Al Instante, contuve la aprensión que se apoderaba de mi mente, y resuello, conseguí atravesar, con el cuerpo en vilo y la mirada fija al centro de la estrecha senda, hasta el otro extremo del camino.

Los primeros días de noviembre, la estación climática cambia de manera constante. He llegado al lugar donde se construyó, hace mucho tiempo, el excelente mirador donde el caminante puede descansar y cobijarse de la lluvia invernal o del tórrido calor veraniego,  luego de una extenuada caminata. Sin embargo, noté que las bancas rusticas y el generoso techo se encuentra deteriorada por falta de una adecuada protección. Para mi sorpresa, de este balcón, advertía que la neblina toda perezosa todavía dormía sobre los escasos tejados rojos y en las azoteas de los edificios modernos, construidos sin ninguna estética.  De este elevado y estratégico paraje, en completo sosiego, contemplaba el inmenso manto blanco que cubría a la patria chica querida. 

Con el afán de arribar pronto a mi destino, del angosto camino, circundado por el abismo y los helechos lozanos que se inclinaban hasta el suelo causado por el embate del viento díscolo, inquieto, alzo la mirada hacia la cumbre del mítico cerro que aguardaba mi llegada no planificada. Luego de circunstancias inusitadas, de situaciones inesperadas y el trance que pasé en este periplo espontaneo, ya me encuentro en la entrada del  sacro recinto de los ancestros olvidados, que por desidia no se valora ni se respeta su legado histórico de parte de la población, sobre todo de las autoridades.

Las peldaños construidos a base de piedra rectangular, sedientos de un debido cuidado, doloroso, me invita a subir hacia el cielo con el fin de  reencontrarme espiritualmente con los antepasados, por medio de sus obras lejanas, murallas relegados por escasez de sensatez y memoria histórica. Al muro, hecho de piedra labrada y apilada a la perfección, cuando ensimismado lo veo con las ventanas de mi alma otoñal, me trasmite un sentimiento de dolor y de pena.  Recorro por debajo y en medio de plantas ariscas con el fin de acercarme a los recintos habidos y por haber con el propósito de robarle, mediante el lente de la cámara, su estética, su belleza que desaparece paso a paso a causa del tiempo inexorable. De una u otra manera, percibo el lamento de las murallas cuando me doy cuenta que el mástil tumbado  por alumnos en el suelo del sagrado recinto y el hoyo donde fue plantado, se halla saturado de piedras arrancadas, sin compasión, de los muros o ¿de dónde? ¡Qué profanación con los símbolos de los abuelos!  ¿Y los maestros, permiten todo esto?


Ver los muros deteriorados, el tambor de mi pecho llora de amargura. No obstante, también debo revelar que en este sacro recinto, que también es un excelente mirador, encuentro un solaz refugio espiritual. De la cima de este legendario cerro, contemplo las pardas neblinas que abraza a los cerros y se desplaza a paso de tortuga sobre las calles y las casas de La incontrastable y generosa villa ciudad de Chiquian. 

En el momento que decido regresar a Chiquian, en mis pensamientos entró la indecisión qué camino tomar: ¿por dónde vine o la trocha que conduce a Huallalpampa, Jaracoto?,  Luego de meditar y deliberar por unos segundos, elegí el primero. Mis pasos errantes se alejaban de este paraje por debajo de la cumbre del cerro de Capilla Punta. Al descender por el abrupto sendero, encontré un atajo al lado derecho que parecía conducir a la cascada de Putu. Me aventuré a caminar por este lugar desconocido para mí.

Apenas caminé centenas de metros, a mitad del precipicio, el atajo se perdió en el horizonte, no tenía salida. Con el báculo, que siempre  me acompaña en mis paseos, con ímpetu tumbé las plantas ariscas y las hualancas de afiladas púas con el fin de abrir el camino y seguir con mi andanza por estos enigmáticos e inexplorados lares. La correría parecía interminable por el obstáculo de pircas cubiertos por tupidas plantas silvestres, lodazales y riachuelos, que frenaban mi paso de un lado a otro. Después de este circunstancial aprieto, encontré el camino y de inmediato, conjeturé que me conduciría a la cascada de Putu. Al costado de este sendero, debajo de una penca de ilimitados dientes y de afilada punta, me senté con el propósito de comer el fiambre que traía en el macuto.

Por estos apartados e ignotos lares, continuo con mi desorientado peregrinaje. Mi recorrido,  de varios minutos, por este sendero desierto que parecía no tener fin, de pronto escucho el sonido atronador  de la cascada que me incita a apresurar mi cansino andar. Ya me encuentro en el borde del  riachuelo. Atraído y deseoso de ver de cerca el salto del agua, me animo a caminar por la honda quebrada, cuesta arriba, pero la lóbrega senda se manifestaba cada vez más difícil de abordarlo. Desencantado, tuve que volver a la orilla del brazo del rio con el objetivo de pasar al otro lado de la cañada.   

Prevenido, escalo el camino zigzagueante regado de hojas violáceas y envejecidas, que murmuran debajo de mis pasos errantes. He llegado a una reducida arboleda de eucaliptos. De este espacio un tanto abierto, escucho la melodía de la cascada, contemplo su rumorosa caída del agua como un velo cubriendo el acantilado, que golpea, abraza y lame a las rocas, y una niebla, arrastrado por la fresca brisa, roza mi tez atezada… contemplativo…           

El Pichuychanca

Chiquian, 5 de noviembre 2024        




Cascada de Umpay Cuta


Chiquian, cubierto por nubes pardas.

Escalinara de piedras. Entrada 
al sacro recinto


Chiquian desde Capilla Punta.

Escalinata


Chiquian desde Capilla Punta



Murallas ancestrales.
















Muros ancestrales











Cascada de Putu.







Cascada de Putu.