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El abuelo, Asisclo, rodeado de amigos, sentado al centro. |
La brisa, hiriente y escurridiza, ingresaba por el resquicio de la puerta al melancólico cuarto del abuelo, Acisclo Romero Álvarez, postrado hace tiempo, quebrado de salud. El eterno rumor del viento llegaba a la cama. Por la ventana, de espejos traslúcidos, se desplomaban los primeros rayos bruñidos del sol, matinal.
El violento frío embiste, se cuela entre las gruesas frazadas de lana haciendo estremecer el cuerpo endeble del abuelo, que le obligaba a encoger con cuidado sus laxas extremidades. Antes del nuevo día, al amanecer, desde su lecho, ensimismado y cubierto del todo por el cobertor, lograba oír los pasos ajetreados de las cuatro hacendosas y apuestas hijas, Joaquina, Agripina, Trinidad y Magdalena, Ruidos que procedían del patio, orlado de un florido jardín, de la cocina y del comedor, todos estos espacios eran alumbrados por el fulgor agónico de los focos. Las hijas, como todos los días, cumplían su respectiva labor matutina.
El profundo silencio que reinaba en la flamante casa, adquirido por la abnegada madre, Joaquina Milla Palacios —esposa del abuelo— fallecida hace mucho tiempo y edificado por uno de los jóvenes yernos, fue interrumpido, cuando una de las dos hijas que regresaban del mercado, asiendo entre su parca mano el pesado cesto de carrizo que contenía las ineludibles provisiones para el sustento del día, apenas cruzando el umbral del zaguán y desde el corazón del patio empedrado, con voz propia de mujer desvelada, invocaba:
— ¡Despierten a Papá!, ¡Es la hora del desayuno!..
— ¡Papá-a-a-a! ¡despierta! —Volvió a gritar, Agripina, la tercera hija, desde la puerta entreabierta del cuarto.
En la reservada familia, cada mañana, al interior de la vivienda, se tornaba una batahola. Hijas, nietos y yernos, todos ellos, se alistaban para ir derrotero a la escuela y a sus labores cotidianas. El anciano, había advertido, hacía bastante rato, de este alboroto familiar. Pero, absorto en sus afligidos pensamientos, no percibió la menor inquietud. Ese entusiasmo y trajín de los parientes era natural y se había hecho costumbre en él. No era la primera vez.
Después de haber ingerido, con calma, el primer alimento del día, con dificultad, acomodó su agotada espalda en la cabecera del catre. Y alzando su acanalado rostro cubierto con desgreñada barba plateada y escudándose los ojos con la arrugada mano de los primeros rayos del sol que provenían del límpido cielo garzo y que penetraban a través de la ventana, abstraído, contemplaba el profuso jardín. Presentía un buen tiempo, pero, de todos modos, el abuelo, sentía un frio seco que le llegaba hasta los huesos y un cierto desasosiego. Exhausto, en sus intensas meditaciones, recordaba las vicisitudes de su intrincada existencia.
Desde el día que cayó en cama, el abuelo sentía un tormento sordo y dilatado en su lastimado corazón, y cada vez más le costaba trabajo respirar. Único hijo varón, de Eliseo Romero Prado y Agripina Álvarez Novoa, familia de pequeños terratenientes, y el mayor de tres hermanas. Criado con engreimiento en los primeros primaverales años, fue quizás la fuente de qué en su prolongada vida tuviera muchos días de júbilo y de pompa, y por otro lado, de muchos, muchos días de acontecimientos infaustos e ingratos.
En esta dilatada coyuntura de su salud, encontrándose en la absoluta soledad, postrado en la cama, y en la densa penumbra de la alcoba, de su longeva memoria, resucitaban los recuerdos de lejanos días de esplendor, tanto en la etapa de su infancia cómo el de la juventud. Evocaba su acaecida y despreocupada infancia, cuando el benévolo padre, hombre de mediana estatura, cara redonda, nariz aguileña, de ojos adormilados negros y profundos, y de frente socrática, con esperanza y ánimo, cabalgando el jamelgo color negro de estampa señorial, pertrechado de fina montura y de vistosas bridas que resplandecían bajo los sofocantes rayos del sol, le conducía en largos y tediosos viajes por los zigzagueantes caminos y frías estepas, con el sano propósito de conocer e ir familiarizándose con el patrimonio familiar, ya que, en algún momento, más tarde que nunca, se haría cargo de todos los bienes e inmuebles que poseía, así como también del numeroso ganado vacuno, lanar y caprino.
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Asisclo Romero Álvarez. |
Cuando su porfiada infancia transcurría en la puna, orlado de erguidos y redoblados ichus, fustigado por el silbante y frio viento, junto a los consentidores padres, de los encomiables y tenaces pastores de rostros amoratados, encantado, ayudaba a clasificar, según el color, a cientos de mansos corderos para trasquilar su apreciada lana. Ora, montado sobre un vigoroso caballo, auxiliado por el progenitor, que le había instruido en el arte del laceo, se encontraba tras los potrillos y terneros huidizos. En su juventud, desde un imponente caballo, en rauda carrera, siempre, antes del tercer intento, lograba lacear al esquivo novillo o al fino y brioso potro y con habilidad única, con increíble rapidez, enrollaba la soga alrededor de la montura para no ser sorprendido y arrastrado por el fornido animal.
Jamás fue objeto de privaciones espirituales como materiales ni mucho menos de su educación. Entre mimos y caprichos de su risueña infancia, el tiempo, irremediable, viajaba de modo imperceptible. De pronto, el magnánimo padre lo matriculó en el Colegio la Libertad de Huaraz y para su alborozo, a pesar de ser un mozo inquieto y osado, descollaba como uno de los mejores alumnos de su respectivo salón.
Cuando todavía podía incorporarse, por sí mismo, con mucho sacrificio, colocándose de cuclillas y alargando los flácidos brazos debajo de la cama, con mano trémula, jalaba el añejo, pequeño y fino baúl heredado de la madre. Baúl, en donde la madre con diligencia había guardado las cartas del hijo, redactados en su juventud. Lo abrió y al azar cogió una de las docenas de misivas. Sentándose, con cierta dificultad, en la silla afelpada que estaba al costado de la cama. Colocándose los viejos impertinentes, se echó a leer. Instantes después, de los asiáticos ojos, manaban ardorosas perlas. Deteniendo la lectura de su propio recado, escrito hace mucho tiempo, cavilaba con hondo desconsuelo: “solicitaba a mis dignos padres, todo lo que necesitaba, hasta mis obsesiones, me lo concedían sin ponerme ninguna traba, yo, en cambio, ¿Qué les he dado a mis indefensas hijas?... ¡Nada, Nada! ¡sólo desventuras! eso… ¡solo tribulaciones!”. De esta manera, el afligido abuelo, se lamentaba y reprochaba con insistencia.
En el mudo cuarto, el frio viento, que corría de un recodo a otro, sacudía el frágil cuerpo del abuelo. Al medio día, los traviesos nietos, que regresaron de la escuela, lo hallaron en un profundo letargo con la carta entre los plegados dedos, apoyado sobre el enjuto torso. Curiosos y con tiento, agarraron aquel papel palidecido por el tiempo, éste, frente a los cinco pares de ojos infantiles, admirados, contemplaban la hermosa caligrafía y la correcta ortografía del abuelo, escrito con pluma y tinta. Advirtiendo con suma atención la letra al estilo palmer, los nietos, sorprendidos y mirándose uno al otro, juzgaban que había sido extraído de un cuaderno de dibujos.
Arribando el periodo de las acariciadas vacaciones escolares, de los tres últimos años en el colegio La Libertad, su efusiva adolescencia discurría henchido de placidez y vigor entre Chiquian, las chacras y la puna de Coto-Coto. El abuelo, repasaba su pretérita memoria todo lo concerniente de su vivencia con los potros, yeguas y caballos durante largos años de su juventud. En estas circunstancias, desde temprana edad y apoyado por el padre, llegó a tener un enorme afecto por los caballos, como consecuencia de esta familiaridad, surgió en él, luego de haberse convertido en un experto y joven domador, la pasión y la tendencia de cabalgar, ágil y sin sobresaltos, briosos y gallardos alazanes de fino porte. Jamelgo que cabalgaba con distinción estaba ataviado de una montura de llamativos y finos acabados, hecho por un versado talabartero, de igual manera, los estribos, las espuelas, las bridas y los demás accesorios, enchapados de selecto metal, que en los días estivales, resplandecían bajo los fecundos rayos del sol.
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Después de todo, en aquel tiempo fue un periodo deslumbrante para él. Además de ser el hijo de pequeños terratenientes, era el jinete más renombrado del lugar. Su fama, llegaba más allá de los límites del pueblo. Su destreza como llanero estaba a la orden del día, los entendidos charlaban acaloradamente de sus hazañas y era admirado por la muchedumbre.
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Hijas: Agripina, Joaquina, Magdalena |
En su juventud, cuando ingresaba por una de las calles principales del pueblo, aún lejos, se erguía garboso sobre la montura, poniendo rígido cada uno de sus tendones, advertía al airoso caballo su agitación, éste, enderezaba la cola a nivel de las ancas y sus crines se dispersaban silbantes al viento, los cascos de flamantes herrajes, repicaban, rítmico y sonoro, sobre el piso empedrado, trasladando con blandura y prontitud a su hábil jinete. Las primorosas muchachas, al verlo pasar por las ahogadas arterias, quedaban hechizadas, y de manera espontánea brotaba, de su lozana y cárdena fisonomía, candorosas sonrisas y sugestivas miradas. Los rapazuelos guasones y bullangueros que apenas podían pronunciar algunas palabras, inquietos, corrían tras el jinete y del hermoso rocín color castaño, señalando con el dedo liliputiense, chillaban estentóreos: ¡Quiero ser un jinete como él!
En cierta ocasión, cuando el sol estaba en su cenit, abrasando las calles adoquinadas, los tejados rojos, y las faldas orlados de verduzca floresta de los encumbrados cerros, desde uno de los distritos, en compañía de un pelotón de yeguas, trasladaron al amplio patio de su casa, ubicado entre las calles El comercio, Dos de mayo y Figueredo, un potro color moro de buena presencia y singularmente chúcaro. El propietario copetudo, le comentó:
—Hasta ahora, ningún jinete ducho, de la zona, se ha atrevido a montarlo. :
—Ya veremos, ya veremos lo que ha de acontecer pasado mañana. —Repuso el jinete con voz queda y optimista, seguro de sí mismo.
Dos días después, por la mañana, hace buen rato, el abuelo observaba y sondeaba al corcel de cuerpo triangular; pecho ancho, grupas estrechas y testera delgada. Apoyado por los asistentes, iban detrás del vigoroso potro, que corría en medio de las yeguas por el rededor del patio. De pronto, éste, sintió que el lazo de cáñamo, lanzado por segunda vez por el experto domador y jinete, se deslizó por la cabeza y quedó pendido en su lozano y erguido cuello. El joven caballo, se encabritó e intentó correr, pero se vio a solas frente a numerosos individuos, que le frenaban con la tirante soga. Al frente estaba el diestro cabalgador, y a sus espaldas los colaboradores y personas curiosas que habían aparecido y arrimado para ver aquel espectáculo.
El jinete, de costado, paso a paso y con cautela, cogiendo y sin soltar el estirado lazo, se fue aproximando al brioso potro, fatigado y tenso. Le susurraba con voz queda:
— ¡So-o-o! ¡No te muevas, tranquilo, no te muevas, amigo!
Entre tanto, cuando uno de los asistentes, tras él, mantenía el tenso lazo, acercándose de manera recelosa, el jinete, tendió su mano delgada y trémula, acariciando la cabeza del bruto y, sin volver la mirada, ordenó con voz escueta, al segundo ayudante:
— ¡Las anteojeras! —El ayudante, raudo le alcanzó lo solicitado, y al mismo tiempo, con una de sus expertas manos palpando con suavidad la testera del potro, le hablaba con voz grave:
— ¡So-o-o-o! ¡Tranquilo amigo, tranquilo! —Estimulando al bruto con arrumacos y paciencia, logró colocar los tapaojos. Luego le pusieron el bocado y con premura lo ensillaron.
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Las hermanas con sus amigas. |
El lozano caballo, paralizado por un momento, sin entender nada, en un abrir y cerrar de ojos, percibió una presión y algo pesado sobre su incólume lomo. Cuando le retiraron las anteojeras, el sagaz jinete de ligeras piernas y con las relucidas espuelas posadas en los tacones del zapato, con fuerza, le clavó el primer pinchazo en los ijares, el caballo, asustado, ondeó las patas delanteras en el aire, relinchando nervioso y encrespado, rebelándose, se encabritaba para sacudirse todo cuanto le oprimía. Más, el caballista, con habilidad, se balanceaba al compás del corcoveo del excitado rocín, levantando polvo por los rededores del anchuroso patio. La multitud, ahí presente, patitiesos, observaban la pericia del excelso llanero.
El abuelo soltó una sonrisa triste, recordando el vínculo que disfrutaba con aquellos caballos de fino aspecto. Todo eso correspondía al pasado y el tiempo continuaba en inexorable marcha.
***
El alba, frio y enmarañado, va rompiendo, palmo a palmo, el nuevo día apiñado de brumas pardas. Entre tanto, el vaho prendido sobre los espejos de la ventana, con marco de metal, espoleados por los primeros rayos bermejos del sol, emprenden a deslizarse labrando minúsculos y efímeros canalillos. El abuelo, reflexivo, veía su candor en estos regueros, alineados de modo fugaz que desaparecían de su vista, como su juventud que le pareció una eternidad, desfiló tan pronto como cuando llegó. Disfrutando del afecto familiar, y sin advertir penurias apremiantes, .el cruel tiempo, le había quitado la flor de la vida.
Su matrimonio fue una odisea épica, y en el transcurso del tiempo, colmado de vicisitudes que el destino le tenía deparado.
Y así fue.
En uno de los periplos por el Callejón de Huaylas, acompañado por el capataz del padre, fallecido muchos años atrás, para vender los fardos de lana y numerosas reses, hallándose en los baños termales de Chancos (Marcará), para su ventura, conoció a una atractiva doncella de ojos negros almendrados, de largo cabello, de cejas negras rizadas, tez trigueña y nariz recta, tenía 18 años de edad. Se hallaba en aquel lugar junto a los padres, pequeños gamonales, en el momento que realizaban algunas transacciones de negocios con acreditados clientes. La atracción por el sexo opuesto había tocado su corazón aventurero.
Cuando se vieron por primera vez, estaban uno frente al otro, en las orillas del ceniciento y ancho camino. La doncella, recatada e inundada de rubor, con reservada sonrisa, tendió la mirada al cascajo y tórrido suelo. Él, dio un hondo suspiro, y se echó a caminar. Y en el instante que se aproximaba, le parecía que las piernas le flotaban. Delante de ella, con voz vibrante, preguntó:
—Hola, ¿Cuál es tu nombre?
—Joaquina — aun ruborizada, agrego. —Joaquina Milla… ¿y el tuyo?
—Acisclo Romero.
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Agripina, Joaquina. |
El hado, preservado para él y ella, les había conducido al pueblo ajeno, lejos de la tierra natal, para conocerse. Joaquina, era de uno de los distritos de Caraz, Huata. Y Cupido, les había cautivado a primera vista. Luego de numerosos encuentros furtivos, en uno de los viajes que realizó, decidió raptarla, previo acuerdo entre los dos, de la tutela de los padres quienes querían casarla con un militar y se oponían a su relación con el extraño y apuesto joven de 23 años.
Dos años después. El nuevo día amaneció friolento y apacible. La madre, Agripina Álvarez Novoa, que cada día sentíase mal de salud, casi inmovilizada, desde el comedor y de la cabecera de la amplia mesa, ordenaba a los dependientes a servir el desayuno. El hijo, embelesado, y pensando en cómo resultaría el póstumo encuentro a escondidas con Joaquina, se sentó a su lado. Asiendo la nerviosa mano del querido hijo entre la suyas, delgado y rugoso, e intuyendo sus cavilaciones, con voz grave y cariñosa, preguntó:
— ¿Hijo querido, te sucede algo? —Turbado por la inesperada interrogación, abochornado y dubitativo, para salir del paso, con voz entrecortada, dijo:
— ¿A mí?, no-o-o, no me pasa nada, en absoluto, solo pensaba…
— ¿En qué pensabas? o ¿piensas en alguien? —Ante estas preguntas sutiles, sacudió y retiró su mano de la madre, con mesura. Ya de pie, y rozando la barbilla con los dedos inquietos, habló:
—Pensaba en los clientes, que nos prometieron pagar con anticipación, a la fecha acordada.
—Debías habérmelo dicho antes, sin necesidad de dar tantas vueltas al asunto —dijo la madre, luego agregó: —Pero esta vez te asistirá Martin, así aprenderá su nuevo oficio, porque nuestro capataz está algo enfermo, igual que yo, es tiempo que descanse. Ya tiene sus años.
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Trinidad, hija |
De madrugada, cuando el alba precedía al nuevo día, partieron derrotero a Huaraz. En el trayecto y preocupante viaje, los pensamientos alborotados de Acisclo le envolvían con la imagen de Joaquina, mujer cautivadora, apresando su lozano y seducido corazón. Martin, su amigo desde la infancia, al darse cuenta de sus profundas meditaciones, iba a su lado, en completo silencio. Llegaron a su destino, y de inmediato, realizaron las cobranzas a los respectivos clientes. Y luego de culminar y tener preparado todos los encargos dados por la madre, de pronto, .dijo con ronca voz:
—Martin, me voy a Chancos —Sobrecogido y ansioso a la vez, con voz medrosa, alegó:
—Te acompaño, te puede suceder algún contratiempo
—Por favor, no, es un asunto mío que debo resolver ahora —luego de un misterioso silencio, añadió:
—Tú, espérame, regreso pasado mañana.
Y se fue.
Cuando el ocaso del sol, con sus postreros y lumínicos centelleos, daba paso a la naciente noche clara sin luna, fría y serena, Acisclo, arribaba al pintoresco pueblo de Marcará, —a 3 kilómetros de los baños termales de Chancos— cabalgando un hermoso rocín, color negro, de buen nervio, y con paso suave y rítmico. Aún lejos, observaba los fulgores lánguidos que surgían de los candiles. Candiles pendidos de un gancho macizo y cerca de la minúscula puerta de las sencillas y escasas tiendas, asentadas en la extendida y empedrada calle, Hospedándose en la casa de un viejo amigo del colegio, inquieto esperaba el día siguiente.
Joaquina, era la última de tres hermanos, todos varones, y hace mucho tiempo cada uno vivían con su familia. Los padres, una vez más, realizaban prolongados viajes persuadidos por la cotidianidad de los negocios. Y en la medida de lo posible y aplicados, logrando solazarse en familia. Sin presagiar que la hija tenía otros planes, viajaron a Chancos, como en anteriores ocasiones, con el fin de disfrutar del relajante baño en sus aguas termales.
En este halagüeño y ajeno lugar, en donde se conocieron, una vez más se volverían a encontrar. Encuentro acordado, con apasionado deseo, en sus visitas esporádicas, y por medio de numerosas cartas, remitidos mutuamente. Joaquina simulando que se sentía indispuesta, no ingresó a la cueva de donde a chorros, mana el agua caliente de las entrañas del cerro. En las afueras y junto al caballo, impaciente y con el corazón latiendo a borbotones, esperaba al resuelto y apuesto galán.
Luego de soliviantados y prolongados minutos, y sin quitar de vista del sinuoso camino, de pronto, notó que se asomaba la erguida y acicalada presencia de Acisclo, sobre el lomo del esbelto y negro corcel, impresionándola aún más. Bajó del caballo y se acercó con pasos agitados, cruzando intensas y embelesadas miradas, besó sus manos tersas, con afecto. Sin mediar palabras y en común acuerdo, asumieron la temeraria decisión de huir.
Y lo consumaron.
Cuando la madre, reposaba en el suave sofá en la confortable y ordenada sala, pensando en el matrimonio del hijo con la muchacha que ella creía que la pretendía, y del cual le guardaba mucha empatía, de repente, ante sus sorprendidos ojos, apareció la figura de Acisclo, acompañado de una atractiva jovenzuela, jamás vista. Se aproximó, y tomando las surcadas manos de la madre entre los suyos, con voz queda, le reveló:
—Madre, recuerdas cuando me preguntaste, ¿piensas en alguien?, pues aquí está mi respuesta —Y acompañando la seducida mirada del hijo hacia muchacha que se hallaba en la decorada puerta de la sala, sonrojada y nerviosa, prosiguió:
—Pensaba en ella, se llama Joaquina, será tu futura nuera —Sin salir del sobresalto, la madre, desde el cómodo sillón, colmada de alegría y beatitud espiritual, con las manos agitadas, la llamó:
— ¡Ven!, ven querida. —Joaquina, tímida y aún azorada, se acercó. Abrazándola con fuerza y cariño, le habló con voz interpolada:
—Me siento dichosa, aun sin conocerte por entero, mi corazón presiente que serás buena esposa y compañera para mi hijo.
Y acertó.
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Trinidad, Joaquina, Magdalena. |
La vida fluía rauda, acaecían los días y los meses, algunas, siempre distintas. La madre, sentíase feliz de ver casado a su primogénito, y congeniando con la nuera desde el primer día que la conoció. Joaquina, —que había abandonado la casa paterna para siempre, porque nunca más supo de los padres— con el paso del tiempo se adaptó, con afabilidad, a la nueva convivencia familiar. Mujer joven, sencilla y agraciada, aun rodeada de comodidad y dependientes, se revolvía como una ardilla enjaulada; aprendía y colaboraba en los asuntos de los negocios, sin descuidar las nobles ocupaciones del venturoso hogar de la naciente familia, en la que fue bien recibida. Ella, en poco tiempo se ganó el respeto, sobre todo el afecto de todos los subordinados. Reciprocando ese cariño, con amabilidad y sencillez. La madre, luego de una penosa enfermedad, sin conocer su descendencia, falleció al año siguiente de la boda de ambos.
Días después de la dolorosa partida al sueño eterno de la apreciada suegra, Joaquina, recobrando el optimismo, desde las primeras horas del día, con energía, pero también con afecto, ordenaba a las solicitas ordeñadoras a traer leche de los establos, a los adustos ovejeros, —que se hallaban en la puna de Coto coto— a trasquilar la crecida y codiciada lana de los finos carneros, y a los nobles y sacrificados labriegos de semblantes cárdenos a cosechar el maíz, el trigo y la papa de las propiedades que poseía la familia, Romero Prado, en los rededores del pueblo.
En las serenas horas de la mañana de cielo garzo y despejado, los rubios hilos del sol, acariciaba el lozano rostro de la laboriosa esposa. Joaquina caminaba por los rededores del amplio patio de la casa, con cierta inquietud. Sentíase sola y extraña. No tenía cerca de ella a ningún familiar o a alguien de absoluta confianza, para confesar, con grata emoción, de lo que estaba sospechando desde hace días. La espera del esposo le parecía una eternidad.
Cuando el apuesto y joven esposo llegó del largo y cansado viaje, después de haber realizado el respectivo negocio de compra y venta de reses, ovejas y caballos, Joaquina, colmada de alegría y azorada a la vez, con voz trémula, le aseveraba las buenas nuevas:
—Querido esposo, debo confesarte algo muy importante.
—Dime esposa mía, estoy ávido por saber esa dicha que guardas. —Joaquina, alborotada, le tomó las manos lívidas, y mirando con ojos embelesados al esposo, inquieto de saber la confidencia, con palabras entrecortadas de emoción y cariño, dijo:
—Estoy embarazada, vas a ser flamante padre de un hermoso bebé. —Acisclo, mirando a los ojos color de uva, adornado de risadas pestañas, de la futura madre, henchido de felicidad, de inmediato, sin mediar palabras, abrazó a la joven esposa con enorme fuerza. Pregonado el venturoso anuncio de los estrenados padres a los parientes y a los amigos cercanos, éstos, le animaron a realizar un excelso festejo social por el advenimiento del primogénito.
La convivencia del lozano matrimonio acontecía jubilosa. La ventura de ambos transcurría como en prisa primaveral que tiñe a la tierra de verde rejuveneciendo los prados y las mesetas. No solo trasmitía dicha a los pocos familiares, sino también a los amigos y a los dependientes. Asisclo se hallaba feliz de ser padre por primera vez.
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La abuela Joaquina Milla. |
Uno tras otro, a toda prisa, suceden los inexorables días y las semanas. La feliz pareja celebra el nacimiento de la hija primogénita. Después de algunos meses, la ventura del hogar se interrumpió de manera abrupta cuando los padres se dieron cuenta que la hija había nacido con una limitación física que generó en el abuelo una profunda crisis emocional. Cada día se sentía más deprimido, ansioso, confundido y culpable. Este doloroso acontecimiento familiar sería una de las causas para entregarse poco a poco a la bebida.
La parentela, el abuelo, la abuela y las 3 hijas, como cada año, a inicios de enero viajaban a Lima con el propósito de disfrutar de un solaz y merecido descanso. A escasos días de regreso a Chiquian, el abuelo se levantó algo misterioso y comunicó a la familia que salía de paseo con la hija mayor ya de 10 años de edad. Fluían las horas y los paseantes, el abuelo con la hija, todavía no regresaban. La espera era desesperante para la abuela, su corazón se aceleraba presintiendo un mal augurio.
El abuelo llegó a la casa a las 8 de la noche solo con síntomas de embriaguez, encontrando a la abuela en un mar de dolorosas lágrimas. Colmada de angustia, con tono de voz quebrada le reclamaba:
— ¡Que has hecho con mi hija! ¡Adonde has llevado a nuestra hija! ¡Blanca, Blanca hija mía a donde te ha dejado tu padre! —El abuelo con el corazón de piedra jamás le reveló el lugar donde la había internado.
Cada vez que la familia viajaba a Lima, la abuela, apenas empezaba a rayar el alba, presta, salía de la casa en búsqueda de la hija abandonada por el abuelo. Angustiada pasando penurias, indagaba su paradero por lugares inimaginables. Hasta que un buen día llegó a un convento ubicado en Magdalena del Mar. Ya en la sala de recepción, la abuela platicaba con la madre superiora sobre las características y lo sucedido sobre su hija. La abadesa, urgente, mando llamar a la adolecente. En ese ínterin, el corazón de la abuela le revolvía de esperanza, de emoción, de ansiedad de volver a ver a su hija arrancada hace 7 años de su caluroso regazo.
Joaquina, la madre, en cuanto la vio entrar a la adolescente, sin demora ni vacilación, la reconoció. Sin poder contenerse, con los ojos nublados de donde le saltaban las lágrimas como cascada que humedecía su rostro, corrió al encuentro de su hija, con dulzura la abrazó una y otra vez como queriendo recuperar los duros años de su atribulada búsqueda. Con voz quebrada le decía: — ¡Hija mía, mi Blanca adorada! por fin te he encontrado. —Blanca, la hija primogénita que nació ciega, durante los 10 años que siempre estuvo al lado de la madre, al reconocer su dulce voz, de la impresión se murió en sus brazos.
A pesar de las suplicas a lágrima viva de la abuela, el abuelo comprometía y se desprendía del patrimonio familiar por medio del jugo de azar. Personas sin escrúpulos, incluso sus mejores amigos, se aprovechaban de su estado de desesperanza, impotencia. Los avatares de la vida del abuelo, seguía su inevitable curso. Cuando falleció la abuela a la postrera hija de 12 años de edad, que también nació con una limitación física, la internó en el auspicio de las hermanas carmelitas descalzas, ubicado en Chaclacayo. A pesar de ser sordo muda, ayudaba a las monjas en los quehaceres de la cocina, la limpieza el cuidado de las internas y todo cuanto estaba a su alcance. Hasta que falleció, hace poco tiempo, el personal administrativo del auspicio llegó a encariñarse con Dora, y la apreciaban como a una persona normal.
Del rostro taciturno del abuelo, cubierto de barba argentada, de la comisura del labio y de los ojos plegados, brotó una triste sonrisa. Absorto y hundido en sus pensamientos, cavilaba en voz alta, sobre la conducta de la familia, de los amigos: “En ciertas situaciones, nosotros como gente pensante, somos semejantes. Tenemos presente a los amigos, a los parientes o a algunos conocidos cuando están en la postrimería de la existencia, alguien cae enfermo o fallece pronto. Entonces, advertimos todo claro, de sopetón, a quien hemos perdido para siempre, y hacemos memoria de lo generoso que fue y de todas las acciones que obró”, suspiró hondo y continuó con sus reflexiones: “De mí, se acordarán de muchos actos indebidos, y muy poco, de lo bueno que hice durante los años de mi vida”…
Días después, entre la noche y el día, un 18 de enero de 1962 voló al sueño eterno y regresó a la tierra sagrada, dejando en desamparo a las 4 hijas, jóvenes y bien parecidas.
El Pichuychanca.
Chiquian, calle Tarapacá, 25 de abril 2021