jueves, 21 de febrero de 2019

Capilla Punta


Capilla Punta


En el periodo de estación lluviosa, 
el encumbrado cerro telúrico, 
de arbustos silvestres se esmalta.
En la estación del violento otoño 
su ladera inclinada queda desnuda.

Por abruptos oteros abrazado.
orlado de dos cascadas cantarinas    
donde el agua ondulada y festiva
entona tonadas de rebeldía, 
es la portada llamativa del pueblo.  

              
Su cresta, motivada por su simpatía 
y derroche, protege de hace tiempo   
majestuoso vestigio arqueológico           
fundado por almas virtuosas y sabias.  
  
Sobrevivientes gradas de cal y canto, 
moldeados casi a la perfección, 
conduce al indefenso recinto 
donde viven todavía homéricas murallas de piedra.  

Duele el corazón, duele el alma 
de ver el antiguo circuito
de cómo se desploma piedra tras piedra. 
Llegará el día de perder los siglos de historia 
en vuestra ingrata memoria.

El Pichuychanca.
Chiquian Capilla Punta 15 de febrero 2019



viernes, 8 de febrero de 2019

Rostros I

Miembros de la Junta de Regantes de Chiquian



Domingo de Ramos 2018

Gladys Parra e hijo

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Chica

Muñequita


Dante en plena pesca en Quisipata















miércoles, 6 de febrero de 2019

El obsequio


Tres siluetas humanas, se ven obligados a abandonar la aldea xx, derrotero a Chiquian. Rayando el alba y envueltos por la lóbrega bruma, dejan atrás la casa y las parcelas, el sustento familiar. Los padres y el hijo, durante muchas horas, marchan por el serpenteado y anegado sendero en donde los cascos del bruto repican sin cesar y sobre el lomo fornido carga la alforja repleta de víveres y de ropa. Valentín, el segundo hijo, necesitaba continuar con los estudios escolares.    
          
A su corta edad, Valentín ya conocía como la palma de su mano, si no era todos, la mayoría de las calles empedradas del pueblo. En la cabeza oronda posaba el erguido cabello azabache. Tenía las cejas crecidas y enarcadas. Cuando, triste, hundía la mirada al suelo,  las pestañas, largas y rectas, cubría los ojos pardos y grandes. Sobre su rostro triangular, trigueño y amoratado yacía  la nariz aguilucha de fosas difusas. 

El viernes 15 de diciembre del año xx, por la tarde, el rapaz Valentín de 11 años de edad, por salir presuroso de la escuela, dejó el cartapacio empotrado en la repisa de la carpeta compartida con su amigo, Pablito. Más tarde, Valentín y dos compañeros traen de la chacra, cada  uno, 5 choclos sobre la espalda infantil. De regreso, andan abstraídos por la estrecha calle sorteando pequeños charcos de agua forjados por la persistente lluvia invernal. Llegan empapados a la casa. En recompensa, la generosa madre del camarada, le regala 4 choclos que compartió en la cena con su hermano mayor, Victorino de 14 años de edad.    
 
El lunes 18. La luz débil del sol, poco a poco, se asoma por la pequeña ventana del único cuarto donde duermen en el catre de plaza y media, uno frente al otro. Temprano, luego de desperezarse se levantan y cada uno, en ausencia de los padres, realiza la tarea que le corresponde. Mientras Victorino va a comprar el pan, Valentín, afanoso, atiza la leña a través del  tuvo con el fin de encender el fogón. Leñas recolectadas con anticipación de los alrededores del pueblo y colocados, en orden, en el rincón de la sombría cocina. 

A su debido tiempo, el agua empieza a hervir. Victorino, vierte en la tetera, negreada por el hollín, el manojo del aromático cedrón. Cerca del fogón junto a la pequeña puerta está la mesa rodeada de cuatro sillas añejas. El brillo del día, apenas alumbra la pequeña cocina. Se sientan con el fin de tomar el modesto desayuno, cada hermano con dos panes untados con queso y el agua humeante de cedrón. Victorino y Valentín se alistan con el propósito de ir al colegio y a la escuela. Ambos centros educativos se ubican en sentido opuesto, por lo tanto, se despiden.  


Después de la prolongada ceremonia de clausura del año escolar, Valentín, recibiendo la libreta, sin ver las excelentes notas, a toda prisa, lo guardó junto con los libros y cuadernos ajados por el uso incesante durante el periodo escolar. El maletín de percal, dejado el día viernes, ahora pendía del diminuto hombro. El pelotón de becarios salen de la escuela, uno tras de otro, causando enorme barullo, murmullos, gestos y sonrisas por la finalización del año escolar. Valentín, acompañado por un séquito de bulliciosos amigos, camina por la ahogada calle con los brazos sobre el hombro del compañero del costado, comentando las gestas más resaltantes de la vida escolar. La menuda garua imperceptible, moja la cabeza pelada de los amigos y el suyo. En el camino, los escolares, uno por uno se despiden. Valentín, al  Llegar a su casa, como de costumbre, dejó el maletín de percal sobre la mesa donde realizaba las tareas, asistido y revisado por Victorino. Los padres iletrados se ausentaban con el fin de regresar a la añorada aldea.     

Valentín tenía un espíritu singularmente indómito, afectuoso y a la vez solidario. Cuando los padres, a quienes respetaba con solicitud y obediencia, regresaban de la aldea trayendo la deliciosa humita, la cancha crocante, la agria o dulce fruta  silvestre del campo, al día siguiente en la escuela, a la hora del receso de clases, desprendido, compartía con los amiguitos más cercanos. Por otro lado, no toleraba el abuso que acometía algún alumno con el  compañero sumiso. Cuando esto ocurría, de inmediato, se enfrentaba con el propósito de defenderlo. Se agarraba a golpes y a puño limpio con el agresor, como consecuencia,  salía magullado pero airoso y triunfante por haber defendido al amigo indefenso. A pesar de su corta edad ya era un alumno contestatario. Cuando percibía que, los maestros, las personas mayores o incluso los padres, procedían, según él, parcial o arbitrariamente, entonces, impotente empuñaba fuerte su pequeña manita lívida y zapateaba fuerte contra el pétreo suelo. Resoplando por las aletas difusas de su nariz aguilucha, manifestaba su disconformidad, pronunciando  a viva voz: —¡No es justo!   

Días después, a las 10 de la mañana, Pablito, de cara redonda, ojos achinados y nariz chata,  inquietado, corría por la calle cuya tenue sombra mofletuda iba al compás de las menudas piernas, aquel día el sol había echó su eventual presencia. Llegando a su destino, emocionado, llamó con voz chillona: 

—¡Valentín-in!… ¡Valentín-in!… 

La madre recién llegada de la aldea, puso atención y escuchó de nuevo…—¡Valentín-in!…


—Hijo, te llaman —le dijo la madre en el instante que salía corriendo por su lado. Abrió el quejumbroso zaguán y se encontró con la imagen turbada del camarada y emergiendo de su testuz irisadas gotas de sudor. Al verlo jadeante y sorprendido por su semblante inusual, le preguntó en tono de averiguación:   

—¿Qué sucede?

—¡Acabo de ver unos juguetes!

—¿Dónde?

—En la Municipalidad

—¿Cómo así?

—Sí, acabo de ver un montón de juguetes, en este momento, los trabajadores lo están guardando en la oficina de la Municipalidad. He oído que lo van a repartir por el día de navidad —Valentín, quedó pensativo por unos segundos, y de repente gritó  a todo pulmón:

 —¡Mamá-á-á ya regreso! 

—¡Vamos! 

Se echaron a correr con el corazón palpitante rumbo a la Municipalidad. Aproximándose al local, advirtieron una multitud de infantes curiosos. Con opípara atención, ven los juguetes que bajaban del volquete. Valentín y Pablito, con sigilo y sin aspavientos lograron colocarse al costado de la puerta principal en el momento que un trabajador, con voz  estridente, pregonaba: 

—El día 24 a las 3 de la tarde, los niños hasta los once años, están invitados a venir al local para recibir su juguete —Entre tanto los asistentes, presurosos, luego de haber trajinado una y otra vez, al bajar el último lote de juguetes había uno que sobresalía de tal manera que lo llevaban con sumo celo. Echo que llamó la atención a Valentín. Enarcando la palma de la amoratada manita y acercándose al oído de Pablito, le susurró:

—Ese carro grande que ves, será para mí

—Tú, ya estas grandecito para jugar a los carritos.

—¡No, no es para mí! 

—Entonces… ¿Para quién?…

—¡Ya  lo sabrás!….     
  
Mientras Valentín, ausente de la casa sabe dios en que andanzas, la madre culminaba de ordenar la casa alquilada. Se acercó a la mesa donde se encontraba los útiles escolares de los hijos, usados durante el año escolar. Con aprecio, agarró el maletín de Valentín y lo vacío sobre la mesa, para su sorpresa, frente a los lánguidos ojos, apareció la libreta de notas. En el momento que ingresaba Victorino, luego de haber jugado futbol en el estadio de Jircán, la madre, con los dedos ateridos, agarró la libreta y al desplegarlo vio excelentes calificaciones del hijo. Emocionada, entregó el documento al vástago mayor, preguntando: —¿Todavía no has visto la libreta de tu hermano? — Victorino, antes de abrir la libreta, movió la ovalada cabeza con ademan negativo. 


El hermano mayor, al ver la libreta de Valentín, quedó sobrecogido de las sobresalientes notas estampadas en las pequeñas cuadriculas de la última columna, todas eran excelentes. Pero había una pequeña digresión, la calificación de comportamiento era regular. Para Valentín, según él, la conducta de algunos estudiantes, no era correcto, de igual modo, de los mayores, por lo tanto, se hacía justica con sus propias manos o realizaba gestos, de este modo, hacía notar su discrepancia. Estas serían las razones por el que el maestro le evaluaría de regular conducta. Victorino, pensando en voz alta, expresó: —Mi hermano, con estas calificaciones casi perfectas, debería ocupar el primer puesto —Al escuchar este aliciente comentario, la madre colmada de dicha, inclinó la cabeza y de sus ojos negros  surgían lágrimas de ventura, resbalando sobre su cárdeno rostro.  

Pablito y Valentín se apartaron, pactando encontrarse más tarde en la Plaza Mayor. Trayecto a su casa, caminaba con pasitos graves, con las manitas yertas enterradas en el bolsillo del pantalón de percal. Con la mirada fija al piso empedrado, repensaba en el juguete que le impresiono por sus llamativos colores, quedando estampado en su mente infantil, que borró, por largos minutos, las  anécdotas y travesuras de su corta existencia, efectuados de modo individual o en compañía de los pequeños camaradas de aula. 

Cuando ingresó a la casa, fue recibido con unísono y fuerte coro: -¡¡Felicitaciones Valentín!!- Pasmado, no sabía porque le felicitaban, primero por el padre recién llegado, seguido de la madre y último por el hermano. Luego, emocionados y unidos, los tres le abrazaron como si el tiempo no tuviera cuando terminar. Valentín seguía sin comprender el motivo de la alegría de su querida familia. En seguida, el padre lo tomo de su enjuto hombro, en silencio lo condujo junto a la mesa donde realizaba las tareas y le invito a sentarse. Entre tanto Victorino colocaba su cedula de calificaciones delante de los apilados libros. El generoso padre, observando al hijo y la libreta de notas, empezó hablar con voz atronadora: 

—Valentín, caro hijo  —Señalando en dirección de la cedula, continuo: —tus excelentes calificaciones, es el motivo de nuestra inmensa satisfacción. Yo, tu padre, tu madre, nos sentimos enaltecidos de tener un miembro de esta familia con inestimables cualidades, tú y tu hermano nos honran y nos inundan de completa fortuna —Valentín sonrojado, escuchaba las palabras de felicidad del padre y por medio de él, de la familia. Poco más o menos  susurrando habló: —Yo se lo debo a ustedes y el esfuerzo que realizan por no hacerme faltar necesidades básicas y a mi hermano por ayudarme con las tareas. Yo debo dar las gracias…—Apenas terminó de hablar, la familia, de nuevo unidos uno al otro se abrazaron fuerte y con afecto. En homenaje al hijo, por su óptimo rendimiento escolar, disfrutaban del sencillo pero delicioso almuerzo elaborado con nutrida querencia por la virtuosa madre.


Valentín, impaciente esperó minuto a minuto, hora tras hora y día tras día, el plazo indicado. Llegó el día 24 y presuroso  fue en busca de Pablito, que se ausentó de su casa para cumplir un mandato de su madre, lo espero por breves minutos. Cuando regresó le propuso ir donde Nicolás, el pecoso, mocito flacucho de hombros encogidos, ojos saltones y claros, en su tumefacto rosto ovalado tenia impregnado infinidad de lunares, por esta razón, los compañeros le pusieron el apelativo de pecoso. Los tres camaradas caminaban, uno detrás del otro,  por la angosta acera y debajo del techo evitando que la lluvia les bañara. La tarde era sombría, la bruma acorralaba la calle empedrada. Cuando llegaron al local, encontraron una masa de niños bullangueros que esperaban inquietos, en fila india y en orden, con el objetivo de recibir sus respectivos juguetes. 

Los tres camaradas esperaban su turno. Valentín, reservado y cerca de la oficina, observaba ora aquí, ora allá, sin lograr ver el carro que le interesaba. Para sus adentros, sintiendo cierta congoja en su corazón infantil, cavilaba, “ya se lo llevaron”. Pero no perdía la esperanza que aquel carro aun estaría camuflado en el montículo de juguetes. Los chicuelos a medida que recibían el obsequio, se marchaban contentos. Próximo a recibir su regalo, Valentín, de pronto vio las ruedas negras del juguete ansiado que hace rato lo había estado buscando con mirada incisiva. Cuando el encargado de la Municipalidad le entregaba una pelota, Valentín, con serenidad y señalando el juguete que pretendía, dijo:

 —Por favor —estirando su minúsculo brazo, —yo deseo que me den ese carro que está ahí, en el fondo.

Al encargado se le subió la sangre a la cara y susurró dubitativo al oído de Valentín.
  
—Ese regalo está separado, es para el hijo del Alcalde, está aquí, esperando su turno. 


Entornando los ojos, Valentín contestó: 
—Esa pelota que se lo den al hijo del Alcalde y a mí el carro  

El encargado, nervioso continuó hablando tratando de convencerlo y rendido, dijo: 

—Espera un momento, voy avisar al jefe —Momentos después los dos regresaron. El director de la oficina, saludó con  tono de persuasión:

—Hola   
 
—Buenas tardes Señor.

—Tú, ya estás grandecito para jugar a los carritos, ¿Por qué no quieres recibir la pelota?

—Señor, el carro es más importante para mí —el lacayo del alcalde, perdiendo la ecuanimidad, se inclinó con encono, altanería, mirada intimidante y en tono paco, dijo:

—Ese juguete está destinado para el hijo del Alcalde.  

El lacayo no esperaba una respuesta contundente. Valentín, empuñando sus manitas ateridas y zapateando en el entablado que llamó la atención de la ya poca asistencia de los niños acompañado del padre, protestó:

—¡No es justo! ¡Qué diferencia hay entre el hijo del Alcalde y mi…!

—¿Quién?

—¡Ese carro no es para mí!
—¿Para quién es? 

Valentín hubiera querido que estos acontecimientos sucediera de otra manera, pero se vio obligado a revelarlo y contra su voluntad, respondió con firmeza:

—Yo, deseo ese carro, ¡no para mí!, sino para mi amiguito Luis, que esta postrado en una silla de ruedas, hace dos meses que se accidentó. 

Al escuchar esta confesión desenfrenada, el local quedó en silencio sepulcral. Los niños y los padres, conmovidos por el gesto de Valentín, cruzaron la mirada, aprobando el justo reclamo, con el distribuidor de los juguetes y el lacayo del Alcalde, éste, sin saber qué hacer, con desdén, entregó el anhelado carro, depositando en el liliputiense brazo y las manitas yertas de Valentín. El hijo del Alcalde tuvo que conformarse con la pelota.

Escoltado por los camaradas, Nicolás, Pablito y los mocitos, junto con los padres, que respaldaron la valiente actitud y solidaridad de Valentín, jubilosos, caminaban por las húmedas calles llevando el sobresaliente y merecido obsequio al querido amiguito Luis de 6 años, olvidado por las mezquinas autoridades del pueblo.   

El Pichuychanca.                                            
Chiquian, 6 de febrero 2019