jueves, 24 de agosto de 2017

El desyerbado. Cosecha de papas en Huaca Corral (IV) Fin


Mediados de diciembre y enero…

Melquiades, ya laboraba desde muy temprano. En la frente perlada, las irisadas gotitas de sudor rodaba por el rostro atezado, le ardía los ojos. Firme, alzaba los brazos, doblaba la cintura, aspiraba el aire por las aletas angostas de la nariz puntiaguda y exhalaba por la boca, en esa condición, con relativa fuerza, hundía la racuana, una y otra vez encima de los surcos de prolífera tierra. Volteaba y golpeaba los pequeños terrones y arrancaba las malas hierbas que crecían alrededor del pimpollo de la papa.  

—¡Eh! Tú Eliseo, no has hecho más que mover el caishi* y ya estás que sudas. De aquí, noto que ya tienes húmeda la camisa afranelada, ¡eres un mal comunero! —le reprochó  Elías, meneando la cabeza, del  borde de su parcela, en el momento que tomo un relativo descanso.

—¡Observa como trabajo yo!, la tierra nos permite desyerbar con facilidad, ya estoy más de la mitad y tú, ni siquiera llegas a ella —comento  Melquiades, con disimulada arrogancia, que estaba al costado de la parcela de Isaías.

—¡No se inmiscuyan en mis asuntos!, yo sabré cuando termino, además la punta de esta racuana está mochado, no la tiene aguijonada como el de ustedes. —Eliseo era el más   relajado del grupo. 

Isaías, hombre de poco hablar, desde la orilla de su parcela, con el Caihi sobre el hombro,  escuchaba, con atención, la conversación de los compañeros; entonces, con tono enérgico e  irascible, llamo la atención a Eliseo:

—¡Tú, siempre con alguna excusa! ¡No eches la culpa al caishi!, el tuyo también  está en buenas condiciones, creo yo, mejor que el  de nosotros.  El caso es que tenemos que volver juntos como habíamos acordado, no te olvides de eso, observa  esos rayos gráciles  del sol, ya están apuntando al Yerupaja.

Febrero, marzo… 

Transcurre los días y las semanas, el frio somete. Son tiempos de lluvia y empapa la ladera y el precipicio de los cerros que forman fangos que llegan hasta más arriba de los talones. La tierra sufre fisuras con sordo crujido. Al pueblo pacífico de Chiquian, el nubarrón, cubre y apena la calle angosta y empedrada, por donde corre el agua después de un interminable aguacero. En la noche, cuando el comunero caminaba por la arteria trayecto al local de la comunidad, con el fin de debatir y llegar a un acuerdo acerca de la repartición del agua, en la ocasión que sea necesario regar la parcela, las bombillas de luz mortecina proyectaba una silueta de su cuerpo escuálido, ataviado del tradicional poncho, el sombrero y la bufanda.  


Marzo, Abril...

En el tejado de las casas, en el prado, en los cerros y nevados, bajo un  mar de brumas, reina la afonía. En el oscuro cielo que antecede el alba, escasas estrellas titilan, temerosas. La callada noche es intensa, que solo se escucha el fluido permanente del agua rumorosa de las 2 cascadas que rodea al pueblo. En la huerta, el jardín, las hortalizas y las policromas flores, humedecidas por el sereno, es sacudido por la brisa de la alborada. El canto abatido del grillo, paso a paso, languidece. Por aquí por allá, desde el corral, se escucha el canto agudo del gallo con un atildado y prolongado quiquiriquí —¡como canta este hijo de satanás! —murmuraba, malhumorado, un hombre taciturno que regresaba a su casa luego de haber perdido las apuestas en los juegos de los dados y casinos en el Club social. De la oscura lumbrera surge la luz empalidecida, despunta un nuevo día.

Empieza el ajetreo. Melquiades despierta a los 2 hijos mayores, Samara y Evaristo. La hija apoya a la madre en los quehaceres de la cocina, el hijo va al oscuro cobertizo con el fin de coger las rancias talegas y al desempolvarlos, manan aromas a papa de la cosecha anterior. Trae consigo las racuanas. En el centro del ceniciento patio, en donde el padre, diligente, coloca sobre el lomo del asno la alforja, colmado de todos los elementos necesarios para la cosecha y toda la parafernalia para la comida, Ajusta la cincha, plantando la planta del pie sobre el costado de la acémila, inclina el cuerpo haca atrás, jala las soguillas, con animada fuerza, para quedar firme y seguro. Llegó el día de la cosecha de papa.

Luego de desayunar, en compacta compañía, se dirigen rumbo a Huaca Corral. Los aparceros, apegado con la parentela, observan la falda de los cerros cubierto de verde y tupida yerba rural. Perciben el fresco aroma, traído por el blando aire que provoca una tierna efusión en los corazones de las mozas. Del campo de Parientana, Chikchoj, Caranca  y la vertiente de Pucrupaj, la densa mata  de la papa en flor, que sujeta al suspendido cuilumpi, se inclinan besando a la tierra henchida, ocultan sin reserva  los surcos y  envuelve a los enterrados tubérculos. 

Luego de esperar, con paciencia, cerca de 150 días, los  comuneros,  en medio del ruido de las racuanas, zarandean los costales y lo alojan sobre el hombro. Encantados, se desplazan a sus respectivas parcelas, listos para iniciar la nueva cosecha. Melquiades decidió empezar por el lado izquierdo, junto a la  parcela de Isaías.  La esposa e hijos traen los canastos y las viejas mantas para recolectar la papa cosechada. 


Melquiades, observa con atención, la primera mata. La racuana,  entre las manos rugosas, lo elevó con los brazos estoicos y arqueando su férreo cuerpo, echó a fondo la punta del azadón en la blanda tierra, en seguida, lo arrastró con ímpetu, y jaló el matojo… Emocionado vio más de media docena de hermosas papas, esparcido en el húmedo suelo. Colmado de júbilo, agarro una de ellas, fregando el prototipo con los dedos lo puso en la palma de su mano con el propósito de mostrarle, a la esposa y a los hijos, las buenas condiciones que presentaba el preciado tubérculo. De pronto, levantó la vista y observó que Isaías recién llegaba en compañía de la familia, al instante, le  comunicó con  tono arrebatado: 

—Buenos días, amigo, esta cosecha creo que será mejor que las anteriores —lanzó  la papa al compañero de andanzas, que acertó en sus manos, continuó hablando:

—observa que tan buena afloró de la primera mata. 

Isaías, examinó, con los ojos nebulosos, la papa posada en los cortos y sólidos dedos. Con voz entrecortada y ronca respondió:

—Es el resultado de la perseverancia  y esfuerzo de  cada uno de nosotros, los comuneros.

Los miembros de la familia participan en la noble faena de la cosecha. Los hijos menores recolectan las papas, con las viejas mantas, en la medida de sus posibilidades hasta llenar los costales ubicados en lugares adecuados y estables. La esposa, experta en reconocer la semilla, enseña a los hijos las excelentes condiciones que debe tener. En seguida, los separa de las demás papas.  

En el trabajo comunitario la mujer se multiplica para realizar diferentes tareas, Salome, la esposa de Melquiades, atiza el fogón construido al costado de la parcela, bajo de la sombra de una solitaria retama. Manda a Evaristo a traer agua y a Nazaret a enjuagar las ollas en el riachuelo de agua cristalina, cerca de la parcela. A Samara a traer los ingredientes y los utensilios resguardado en la alforja. Coge más de una docena de papas de las mantas, listas para ser puesto en el costal. Ordena a Esteban a moler el chinchu y el rocoto, sobre la piedra lisa. Mientras pela y corta la papa, los hijos animados, colaboran  con la madre. 

Las nubes blanquecinas, dejan pasar los débiles rayos del sol, que se encuentra en el cenit, Ocasión para que Salome tienda el mantel sobre el pasto. Ordena a los hijos y a Melquiades a sentarse. Coloca el rocoto molido y la papa sancochada y humeante, recién cosechada. Mientras sirve, perciben el aroma de la sopa de cashqui. Los platos hondos, pasa uno a uno, del padre para terminar con el hijo menor, Ezequiel. Disfrutan del almuerzo, rodeado de pulcras colinas, del sonido monótono del riachuelo, de la ventisca fresca del medio día  que acaricia el rostro y empuja la fragancia a tierra húmeda de la parcela cosechada. Escuchan el constante gorjeo de las avecillas, parado en la frondosa planta silvestre. Sin excepción, los comuneros se sienten en completa armonía con la naturaleza. 


Los comuneros  regresan a la faena con cierto letargo, a medida que pasa el tiempo retoman el ritmo. Melquiades, para su sorpresa se topó con el tubérculo que rara vez crece junto a la papa, apreciada por los infantes. Se lo entregó a Esteban sin decirle nada, éste, lo tenía en las minúsculas manos, escudriñó el tubérculo por varios segundos, al reconocerlo, se alegró tanto que no pudo contener la emoción, pegó un  grito estentóreo:

— ¡Es un yacón-n-n! ¡Es un yacón-n-n!… 

Los hermanos y los pequeños vecinos de las parcelas colindantes, al unísono, levantaron la cabecita, cubierto por el chullo. Ganados por la curiosidad y las ansias de saborear  la exquisitez del yacón, corren, dejando de lado sus faenas. Esteban marchó al riachuelo y tras él los amiguitos. Lavó el tubérculo silvestre de la tierra húmeda que lo envolvía y, bajo la atenta mirada del padre, con generosidad, invitaba a los sedientos compañeros 

Se acerca el ocaso, la luz ambarina del sol matiza el manto blanco de la cordillera. La mata de la papa se extingue. Faltan pocos surcos para terminar la cosecha. De la parcela de Isaías, Moisés el último hijo, avistó en la curva de la carretera, 2 medianos camiones que venían uno tras otro, levantando polvo a paso de tortuga, lo reconoció y chillo a todo pulmón:

 - ¡Ahí viene escarchita!.. ¡El fantasma! —Los aparceros giran la cabeza con el propósito de ver aquellos camiones ocultándose por la serpenteada carretera y luego aparecer de pronto en la siguiente cueva. Poco a poco se aproximan para finalmente estacionarse en los lugares propicios, cerca de la parcela en cuyo borde están los sacos atiborrados de papa, con el fin de ser cargado en la tolva de los camiones.

Las expertas comuneras, hilvanan la boca del costal, repleto de papa, con la aguja de arriero e hilo resistente. En seguida, los comuneros, carga y coloca el caco, sobre el lomo del bruto. Para estar, estable y seguro, ajusta con fuerza  la cincha. Los que carecen de acémilas, cargan sobre la tolva de los carros. Uno de ellos tenía la carrocería descubierta y cuando no hacía contacto la llave con el motor, solucionaban con la  manizuela colocando en la hélice del motor  y con fuerza giran con animosa potencia  hasta lograr arrancarlo.

Los comuneros, con cierto ahogo, se alejan de la vertiente feraz, del riachuelo de agua cristalina y rumorosa. Una vez más Huaca Corral quedaba desamparado y en la soledad, después de haber recibido constantes visitas, en donde cobijó por varios meses la papa que ahora fue arrancado de su próvida entraña.

Chiquian julio 2016   

El Pichuychanca.