Los padres, la noche anterior, dejaron dispuesto todo lo referente para el alimento del desayuno, el almuerzo del medio día y las herramientas estacionadas en su debido lugar. Los asnos y ovejas, orondos descansaban en el corral. La semilla, preservado en óptima condición en el almacén oscuro o el altillo, por donde pasaba la luz difusa del día por la pequeña ventana, sirvieron de acopio para la íntegra capacidad de germinación, alentando la formación de los vigorosos brotes de la papa, estaba lista para la siembra.
La aplicada madre prepara el desayuno y el refrigerio, Samara, la hija mayor, de ojos grandes y negros, rauda, sale a comprar el pan de piso. Evaristo, el segundo hijo, vivaracho, contextura delgada, ayuda en la ajetreada labor del padre, Esteban, el tercer hijo, de ojos redondos, cuida y se recrea con los 2 hermanos menores, Nazaret y Ezequiel. En ese ínterin, el padre, con habilidad y esmero, coloca sobre el lomo del burro mohíno, el saco de la semilla de papa, en seguida, lo asegura y sujeta hasta quedar firme con el fin de que no se balancee y desplome en medio del largo y soporífero camino. Cuando terminaba de colocar la montura de madera, con la asistencia de Evaristo, sobre el lomo del segundo burro color pardo; dócil y experimentado en trotar por senderos empinados, la esposa, de la opaca cocina humeante por el fogón y el aroma a leña atizada, le llamaba con voz chillona:
—¡Melquiades, está servido el desayuno!, ¡hijos míos, a sentarse de una vez!
Luego de haber disfrutado, en armonía familiar, el delicioso desayuno, salen uno tras otro al amplio patio, en cuyo extremo, desde tiempos remotos, vegetaban 2 árboles de eucalipto de densa copa. De entre las ramas, empapadas de rocío, una bandada de pájaros alza veloz vuelo a lugares ignorados. Los hijos aun tiritan de frio, murmuran a media voz en medio de la ventisca fría. De las minúsculas bocas, exhalan un transparente hálito. El padre, coloca el colorido chullo sobre la cabeza de cabellos erizos del último hijo. Con enorme afecto, lo acuna entre sus acartonados brazos. En seguida, hace lo mismo con la penúltima hija, le da un beso paternal sobre su lozana y virginal frente, Apoyado por la esposa los acomoda sobre la montura. El padre, de manera diestra, fija y salvaguardan a los 2 pequeños hijos sobre el noble bruto. En el tercer burro anciano, coloca y asegura la alforja en cuyos lados contiene las ollas de comida para el almuerzo. Parten rumbo a Huaca Corral.
En la Incontrastable y generosa villa ciudad de Chiquián, parecía haber un éxodo. Una legión de comuneros de asoleado rostro, sonrientes, en medio de cuchicheos, bajo la luz del alba y el torturador frio, se aglomera en las calles angostas. Se vive una fiesta popular. De los corrales, se escucha el orfeón del canto de los gallos, da la impresión como si le estuvieran despidiendo de un viaje sin retorno. Abandonan el pueblo llevando las ovejas, las bestias de carga, y azadas que posan sobre el firme hombro del laborioso aparcero. Por el camino que conduce a Caranca, del riachuelo de caudal liviano y de agua helada, en el curso de su cauce de exigua profundidad, provoca un ruido monótono, a partir del cual surgen nieblas transparentes que se deshacen en un santiamén por el soplo del airecillo fresco. Los comuneros, conducen a los animales, exclamando con voz cortante: —¡Arre burro arre! ¡Arre burro! —cuando se detienen por alguna causa o, simplemente por capricho. —¡So-o-o, so-o-o! —cuando se adelantan, deseando llegar presto a su destino. —¡Usha, usha! —a las borregas que se apartaban de la escasa piara. Se oye el constante repiqueteo del duro casco y la pezuña de los nobles brutos y de las turbadas ovejas, sobre las piedras del camino inclinado bordeado de pequeñas yerbas que empiezan a crecer manando matizadas fragancias cuyos tallos débiles, empujados por el viento, oscilaban hasta besar el cascajo y húmedo suelo.
El viento aullador de la mañana, desgarra a la inmensa sabana de nube gris, que impide ver el cielo azul. El nubarrón, temeroso, se transforma y alinea en pequeños mantos de algodón, que provoca sombras por el ancho y ceniciento camino, la carretera. Surcan las depresiones de Pucrupaj, Matarrajgra, llegan a Conchuyaco. En este lugar, los comuneros con virtudes teológicas de fe y religiosidad, dan su reverencia a la imagen milagrosa del mismo nombre, El Sr. de Conchuyaco. El vientecillo sopla y arranca del suelo munúsculos remolinos de polvo que se extinguen en el abismo.
Al inicio del bello paraje de Huaca Corral, de pronto, un aparcero se detiene en la primera parcela, y así, uno tras otro, se desplazan con el fin de llegar al último terreno que le fue asignado para la siembra de la papa. Los generosos comuneros, observan la tierra fértil, encajada en la colina, henchida por la humedad, producto de la lluvia y el riego. Las aves canturrean, la mañana es propicia y alegre, La tierra, acuosa y feraz, les espera con anhelo con el fin de plantar en su entraña la primera semilla de la papa.
A lo largo y ancho de la estepa de Huaca Corral se nota a cientos de siluetas de formas parabólicas, que se mueven constantemente. Con los pies fijos sobre el suelo, la cintura de bisagra que permite el balanceo del tórax, los brazos de arriba abajo y la racuana entre las manos, exhalan y respiran con fuerza, en estas circunstancias, despliegan los surcos. Mientras tanto, las habilidosas mujeres, abren hoyos cerca de 8, 10 Cm e introducen las semillas de papa en el vientre de la magnánima tierra. Los débiles rayos del sol caen sobre la espalda del comunero y entibia las vertientes y quebradas de poca profundidad, donde los hijos pastorean y cuidan a la escasa manada de ovejas.
Una singular afonía se propaga por el inagotable y apartado prado. Se percibe el silbido del viento helado, el sonido suave de la racuana que abre los surcos sobre la tierra pastosa y prolífica. Se oye el trino de las aves, que vuelan sobre la cabeza del comunero, buscando comida, voces distantes de uno u otro aparcero. De pronto, desde la orilla de la parcela, Ezequiel, el último hijo de cuatro años, con voz fina y grave, reclama:
—¡Maaaa tengo hambreé!
Luego de haber almorzado al borde de la parcela y bajo la sombra de las escasas plantas silvestres, reanudan la faena hasta cuando los rayos del sol apuntaban de forma oblicua en dirección del espléndido manto blanco de la Cordillera.
Aún agotado por el arduo trabajo durante todo el día, los comuneros sienten eterna dicha de haber concluido la faena del sembrado de la milenaria semilla en la tierra fecunda de Huaca Corral. Dentro de 150 días volverán con la certeza de obtener una exitosa cosecha de papas
Primera quincena de diciembre…
Cada vez más se intensifica la época de lluvia. El corazón del aparcero rebosa de gozo y de esperanza de obtener óptima cosecha de papa de la álgida pero fértil tierra de la generosa vertiente de Huaca Corral. El vasto cielo garzo, colmado de nubes hirsutas, contribuía de tener un aspecto y una peculiaridad de un paraje incógnito.
En la cumbre y en la falda de los cerros, las plantas prosaicas y diversos árboles, después de haber desafiado el tiempo de inclemente helada de los meses de otoño, se resistieron a sucumbir. De la floresta marchitada, provocado sin piedad alguna, por los rayos punzantes del sol, las hojas de la rama demacrada eran arrancadas tras el violento soplo del viento que lo arrastraba quien sabe adónde. Luego de haber estado en agonía en este rudo periodo, Ahora, cual ave fénix que renace de sus cenizas, las plantas lozanas vuelve a reverdecer y a crecer. Desde el llano del pueblo, a lo lejos, se ve en la pradera los enarbolados arbustos frescos tendido como enrevesada alfombra verde.
En la primera luz del día y soportando el frio, Melquiades, junto con los demás comuneros, se disponen a marchar trayecto a las parcelas de Huaca Corral. Por el angosto e inclinado sendero que conduce a Caranca, ven a los escurridizos huayhuacos que corren sobre las ramas del viejo eucalipto o del maguey. Triunfante, con ojillos usurpadores miran a su rededor, seguro de estar fuera de algún acecho, se echan a comer. Sobre las crestas de los cerros, se reviran las nubes viscosas cediendo escasas áreas de cielo azul por donde pasan los diagonales rayos del sol que hace brillar, con desanimo, la sugestiva cima de los cerros.
Del pueblo seductor de Chiquian al sibilino prado de Huaca Corral hay una distancia cerca de 5 Km, de colinas, declives y precipicios. Del sendero llano, que comienza de Caranca y dando la espalda al enorme nevado del Yerupajá, se aprecia, hasta donde alcance la vista, el prolongado campo del fastuoso Valle de Aynin y el curso del rio caudaloso que atraviesa de forma espiral y arrolla sus taludes. Por caminos desnivelados, arreado por el lechero, trota la acémila de regreso al pueblo, sobre el lomo carga los porongos de leche recién ordeñadas. Al borde del camino, sobre la pirca de la chacra, el abrojo, bañado por el rocío, ladea quejumbroso su minúsculo talluelo cuando sopla la brisa helada. Entre el barranco y la hondonada, vuelan bandadas de aves sobre la cabeza de los aparceros. Hirsutas y tenues nubes, dejan ver la cresta del nevado de Tucu.
La legión de comuneros, por la carretera afirmada, atraviesa el encumbrado altozano y la vertiente de Pucrupaj, avizoran el verdor del fresco retoño de las plantas rústicas y los pimpollos de la papa que desafiaba al chubasco. Melquiades, con el comunero Isaías, amigo desde la infancia y de poco hablar, caminan al mismo ritmo. Al ver el brote de la papa, sorprendidos, cruzan la mirada y cavilan en lo mismo, sobre las parcelas de Huaca Corral. Cruzan la discreta cascada de Matarrajgra, su cauce con la resonancia y el gorgoteo del agua corre por la quebrada poco profunda. De las riberas, los árboles de eucalipto, de copa tupida, meciéndose provocan un susurro coral. En ese ínterin, Melquiades, por fin se atrevió a desgarrar el mutismo profundo, que hasta ese entonces no habían cruzado palabra alguna, aun con los ojos liosos, hablo con voz grave:
—Esta temporada de lluvia ha tenido un buen inicio, ¿no crees tú?
Isaías, al escuchar esta pregunta, contuvo sus cortos trancos y con la mano curtida, asió el sombrero de paño que cubría su cabeza ovalada de los rayos frágiles del sol, lo situó en el torso y al mismo tiempo, con la otra mano, limpió el polvo de la frente amplia surcada de escalonadas arrugas. Hombre silencioso, de pequeña estatura, con voz carrasposa y mirada sombría, respondió ásperamente, pero con sentido solidario:
—Eso espero… eso esperamos todos… todos los comuneros, mi querido amigo Melquiades.
Isaías, abrió la boca, estiró las comisuras de sus labios lívidos, dio un bostezo largo y surgió un vaho gris claro, llevado por la brisa de la mañana, se evaporo en el espacio. Alzó los anchos hombros y los cortos brazos, desperezándose, y lo encogió, síntomas por el estado de extenuación por el dilatado recorrido por aquel camino. Marchaban detrás de los demás comuneros en medio de cuchicheos y comentarios que no llegaban a entender claramente, más que el soplo del viento que farfullaba los oídos.
Melquiades e Isaías, fieles devotos, los últimos de la legión, se detuvieron frente al santuario del Señor de Conchuyaco, milagroso, para los aparceros creyentes, ubicado en la ladera e incrustado en una peña, debajo del cerro del mismo nombre, con el fin de presentar su venia, santiguándose con fervor religioso y de manera escrupulosa. De la mediana hendedura rodeada de floras indómitas, alzaron vuelo una pareja de lerdas perdices.
Con muestras de agotamiento, luego de una prolongada peregrinación, contuvieron los pasos a una cierta distancia de la primera parcela, rodeado de hermosas lomas de forma elíptica, de donde desciende y recorre entre el mediano desfiladero el gozoso riachuelo y en cuyo vértice ya brotaba, incólume y pertinaz, el Ichu, compañero de los pastores. De pronto se topan con el diseminado verdor de las insondables depresiones de Huaca Corral. Son los primeros brotes de la papa que emergen de aquella tierra blanda y fecunda después de haber estado en su entraña por varias semanas, ahora, toleran con actitud impávida, el viento gélido y la lluvia de la temporada que recién abordaba.
Cada comunero se dirige a sus parcelas, Melquiades e Isaías, del mismo modo. Observan los surcos henchidos. Perciben el aroma a tierra rociada, transportado por el frígido viento. Regodean sus ojos al contemplar el cogollo, parecía que les esperaba desde el primer día cuando, con dificultad, brotaron. Los comuneros desbordados de regocijo, consideraban a cada uno se estos plantones, como algo muy preciado, pero también apenados, porque alrededor de los retoños había crecido las malas yerbas del cual lo dejarían crecer y pasar cierto tiempo para el momento propicio del desyerbado.
Continuara…
El Pichuychanca.
Chiquian Julio 2016