sábado, 17 de diciembre de 2016

Vida cotidiana de ayer, las lámparas del Jr. Comercio.


— ¡Es hora de ir a colocar las lámparas!

— ¡Todavía no es hora!, ¡además, hay 4 que no tiene combustible!

— ¡Mientras colocas las primeras, mandaré comprar el combustible!

Así, con el rostro encendido de pasión, se encaraban el jefe y el encargado de ubicar las luminosas lámparas en cada cuadra de la calle principal y la Plaza del pueblo.    

El atractivo y mágico pueblo de Chiquian invita a visitarlo por la energía cósmica que emiten los cerros señoriales. La atracción de su hermosa y acrisolada cordillera blanca. El inefable valle de acentuadas quebradas colmado de tupidas florestas y de seductoras cascadas. De restos arqueológicos que aún se puede restaurar, en suma, este pueblo, tiene la fortuna de atesorar primorosos paisajes. En este paradisiaco lugar, de cielo intensamente azul, en ausencia de las lluvias, parece que el tiempo se hubiera detenido. A los ojos de cualquier visitante, ofrece un panorama de indecible embrujo.

En los meses de abril a setiembre, las alboradas son frías e intensas. El resto de los meses, el cielo se cubre de densas y variadas nubes prietas. El clima  por lo general es frio y templado, sin embargo, el tiempo es inconstante. El viento enfurecido arrastra heladas insoportables, a su paso, golpea las ramas de los robustos árboles, sacudiéndolos del profundo letargo de la noche. Ya despiertos por completo, empiezan a sisear. Hojas ingrávidas, que oscilan sin prisa pero sin pausa, separándose de la magra copa, giran en el vacío con el propósito de besar el suelo de algún camino pedregoso, mustio o húmedo, acoplándose con otras  hojas de  variadas plantas silvestres.  

En el corral, cercado de una vetusta pared de adobe, el gallo cantor, en medio de su harem de gallinas, extiende las amplias alas rojas y comienza aletear una y otra vez como desperezándose de la prolongada quietud de la noche. Camina con arrogancia, levanta el cuello frente al zorzal y el pichuychanca que lo contemplan con cierta candidez desde el alero del zaguán. El gallo, mientras mueve la cabeza, observa de aquí para allá y de allá por aquí, su alta cresta roja oscila, alza el seso y con el pecho inflado arranca los  primeros cantos. Su canto es tan impetuoso y conmovedor que no solo despierta al amo de su profundo sueño, sino también, al de los vecinos de toda la cuadra. El pichuychanca, de la cornisa de las casa, participa con su trino sonoro y acompasado en un hermoso canto coral, a primera hora antes del amanecer. 

Luego de varias noches, silenciosa y misteriosa, afloran las centelleantes estrellas junto a la fiel compañera de tiempos inmemoriales de la tierra, la bruñida luna vanidosa. El lunar blanco del cielo oscuro, alumbra las calles empedradas y los senderos, escolta a los errantes nocturnos que marchan por senderos sinuosos, a derroteros ignorados. De pronto,  poco a poco, dejan de fulgurar las estrellas, el alba aflora en el horizonte. Mientras tanto, de  la luna, el brillo es cada vez más frágil ante la presencia de la luz amarilla del sol. Arriba, en el cielo azulado, nubes inmóviles y desgreñadas ensombrecen el flamante día. Instantes después, el viento,  con su soplo suave, empuja cuesta arriba a las nubes dormilonas con el propósito de que los pobladores puedan apreciar el resplandor de la cumbre de los inclinados cerros que rodean al mágico pueblo. Es un nuevo día de esperanza  


Los pobladores; cuando abren la pequeña ventana, perciben sobre su rostro tostado, el roce acariciador de la ventisca templada de la mañana e invaden el cuarto, el aroma de los claveles, rosales, geranios y jazmines, transportados desde el frondoso jardín. Los bebés despiertan y lloran de hambre, la madre magnánima, con ese amor inigualable que pueda habitar en la tierra, lo acuna y lo mece con ternura  entre  sus  tibios brazos y amamanta al hijo querido, este, devora con avidez los pezones de la madre. Sacia la  angustiosa apetencia y calma su primer llanto de la mañana.  

De la puerta de la casa, luego de haber retirado la tranca, surge el primer crujido al momento de abrirlo y da paso para ir a realizar diferentes actividades del nuevo día. Mientras los rayos amarillos del sol abriga la falda de los cerros y el techo de las casas, el gentío de múltiple edad, marchan a la panadería de su preferencia, con el fin de adquirir la crocante carioca, el pan de punta con abundante miga, el delicioso biscocho o el pan de piso; muy original y tradicional, el preferido y el más agradable de todos cuando es untado con el exquisito queso o la sabrosa mantequilla en el momento de comer y tomar  junto con una taza caliente de café con leche. El queso y la mantequilla son productos del pueblo  mágico, Chiquian. En el mercado y el baratillo, apiñado de clientes, se oye con ingente escándalo, las primeras voces de la mañana, lo mismo ocurre en  las diferentes tiendas del Jirón Comercio y Dos de Mayo.

Plantas silvestres, posado en el borde del  sendero, en la falda del cerro, derrama efluvios balsámicos. Del nido, los pájaros alzan raudo vuelo para buscar el primer alimento del día. En el campo, el rocío amanece adosado en la hoja del maíz, el  trigo y la alfalfa. Becerros, separados de la madre desde el día anterior, berrean con lastima por su ausencia. Luego, serán enlazados en la pata trasera de la altruista vaca, hasta cuando el  ordeñador termine de sacar la leche de la  generosa  ubre que almacena este alimento divino.

El tiempo inexorable, avanza. De pronto la calle se encuentra solitaria y muda. De vez en cuando se ve cruzar con lentitud, a los lejos, de una acera a otra, a personas ancianas apoyado por un viejo bastón. Alumnos y maestros marcharon rumbo a la escuela, los empleados públicos, a la correspondiente oficina, otro al taller; como el herrero, el sastre, el talabartero, el carpintero, el zapatero; al campo, el campesino que en su andar por el camino, se topa con límpidos charcos de agua, formado después de haber regado los sembríos el día anterior. Ahora,  le sirve de espejo,  para las aves y los animales, saciar su sed y para los marranos echarse a bañar.


Las manecillas del reloj marcan las doce del mediodía, es hora de salida de los  centros de labores, de las escuelas. La mayoría de las personas adultas se coloca el sombrero de paño o  de paja con el propósito de resguardarse del sol, que ahora abrasa y brilla en el cenit. Las calles recobran su alegría porque sobre el piso empedrado pasan pelotones de escolares haciendo alboroto y travesura y media. Corren de un lugar a otro, becarios vocingleros perturban la paz de alguna persona de mal humor. 

El heladero con perspicacia se coloca por donde más se apilan tanto las personas de mayor edad como los alumnos, entonces, uno de ellos, el que tiene la buena fortuna de recibir la propina, presuroso, va a comprar el delicioso helados. Desde la otra acera, un escolar, en silencio y de reojo, ve y le apetece probar aquel postre congelado, posado en el barquillo crocante, sostenido entre las manos liliputienses del compañerito, imagina, se hace la idea, que también lo saborea. La boquita sedienta, se le hace agua. Será para otra oportunidad cuando me den mi propina, piensa con candidez. En seguida, marcha rumbo al hogar. La madre le preparó con mucho amor, un sencillo plato de comida. Es la hora del almuerzo.

El atardecer comienza  a declinar. Es el momento de  retornar a la escuela, al taller y a la oficina. El viento ruge y sopla fuerte, abre la ventana y la puerta de par en par, en el campo crepitan el inmenso árbol. Estar cobijado bajo la sombra de un techo o, de uno de los cuatro árboles de la plaza, hace frio. Estar expuesto a los rayos del sol se siente bochorno, quema y seca la humedad de la piel del rostro bronceado. 

La hora desfila paso a paso. Arriba el eterno ocaso y la nube rosácea, se desplaza con extremada lentitud con el propósito de dar permiso a la postrera y oblicua luz amarilla del sol, que proyecta lánguida silueta del árbol, la pirca sobre el terso  verdor de la falda de Mishay, Cochapata. Se percibe la fresca brisa que viene del valle y el rio de Aynin. Los pájaros, piando, regresan al nido, llevan alimento al pichón que no deja de trinar. Las crestas de la cordillera cambian de color a medida que la luz del sol se hunde en el poniente. El cálido atardecer es fantástico. Irremediable, el día pierde la batalla frente a la noche que se acentúa de manera progresiva. Es el momento de ir al puquial con el fin de acarrear el agua. Comprar el pan para tomar el lonche. Abraza el frio, tirita el cuerpo.   

Llega la oscura noche. En la casa se enciende la primera  vela que se encuentra encajado en el viejo candelabro de bronce o la lamparilla para iluminar la cocina, el comedor, el cuarto y la acera del patio. De Pronto, zumbando, aparece la mariposa nocturna con el objetivo de volar sobre la aplacada luminaria. El intrépido insecto cae chamuscado. El cielo esta regado de una alfombra descomunal de brillantes estrellas. Puntual, Bonifacio Peña, como todos los días, a partir de las seis de la tarde, por el Jirón Comercio una de las calles principales, camina con paso prudente llevando las lámparas con supremo cuidado…


Bonifacio Peña, con calma y cuidado, sube los peldaños de una resistente escalera de madera, con el fin de colocar la lámpara sobre una percha especial, enganchada en la pared de la casa, al final de cada cuadra. Los 8 o 10 apreciados y potentes faroles, 4 ubicado en cada esquina de la Plaza Mayor, donde acude la muchedumbre a pasar momentos de tertulia, eliminara la lóbrega oscuridad hasta las 10 de la noche.                             

El campesino, luego de a haber concluido su bravía jornada, errando por el camino inclinado de la falda de Capilla Punta, detiene el apurado paso al ver, impactado, que el extendido jirón Comercio brillaba con luz amarilla como si hubiera sido invadido por una multitud de caprichosas luciérnagas. Son las maravillosas lámparas que  llameaban con aplomo. 

A su debido tiempo, adolescentes y jóvenes se cobijan con el poncho y la bufanda para protegerse del agudo frio. Presurosos, salen de la vivienda para encontrarse con los amigos, citados en aquella calle iluminada, Descansar con sosiego en las  frías orillas de las  veredas angostas y debajo de aquellos abrigadores quinqués, para platicar con simpatía, asuntos personales. 

Más allá, a una cuadra del Jr. Comercio, en una calle transversal, iluminado bajo la luz mortecina de la lámpara, en el silencio sepulcral de la noche, acompañados de la luz fresca de la argentada luna, una pareja, flechados por cupido, tomándose las trémulas manos y  susurrando, quedos, declaran su cariño. El corazón le palpita. Cuanto más cerca está uno del otro, no hacen falta las palabras.  

Son los maravillosos años de vida social de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, en aquel pueblo mágico, Chiquian. 

El Pichuychanca.

Chiquian 3 de agosto de 2016