
Foto cortesia, Roberto Aldave
El pequeño hombrecito, durante el día y a paso lerdo, desfila de un pueblo a otro con el propósito de solicitar una desprendida caridad. Su existencia, desconocido para la mayoría de las personas, lo cubría un velo sibilino. Casi a diario, en su ardua andanza por senderos tortuosos —anegado por la lluvia, árido en la estación de verano— era auxiliado del viejo cayado que el mismo lo elaboró, con esmero, de una de las ramas del dadivoso árbol de eucalipto que lo halló en uno de los solariegos caminos. Su menudo cuerpo, maltrecho desde su infeliz nacimiento, necesitaba de algún sostén para mantenerse firmemente de pie.
